Estatura pequeña, cabeza chata, color oscuro, nariz gruesa de ventanillas pronunciadamente abiertas, labios gruesos, ojos pardos y diminutos; cuello corto sujeto por una rueda hecha de mostacillas negras y blancas, barba rala y mal rasurada; vestido con una imitación de sotana de tela negra, lustrosa, mal tallada y peor atendida en el aseo, un sombrero de paja de Guayaquil en la mano derecha; tal era el aspecto del primer personaje, que se adelantó y, a quien saludó, la primera, Lucía, con marcadas manifestaciones de respeto, diciéndole:
—Dios le dé santas tardes, cura Pascual.
El cura Pascual Vargas, sucesor de don Pedro Miranda y Claro en la doctrina de Kíllac, inspiraba desde el momento serias dudas de que, en el Seminario, hubiese cursado y aprendido Teología ni Latín: idioma que mal se hospedaba en su boca, resguardada por dos murallas de dientes grandes, muy grandes y blancos. Su edad frisaba en los cincuenta años, y sus maneras acentuaban muy seriamente los temores que manifestó Marcela cuando habló de entrar al servicio de la casa parroquial, de donde, según la expresión indígena, las mujeres salían mirando al suelo.
Para un observador fisiológico el conjunto del cura Pascual podía definirse por un nido de sierpes lujuriosas, prontas a despertar al menor ruido causado por la voz de una mujer.
Por la mente de Lucía cruzó también enérgica la pregunta de cómo un personaje tan poco agraciado había podido llegar al más augusto de los ministerios; pues en sus convicciones religiosas estaba la sublimidad del sacerdocio que en la tierra desempeña el tutelaje del hombre, recibiéndolo en la cuna con las aguas del bautismo, depositando sus restos en la tumba con la lluvia del agua lustral, y durante su peregrinación en el valle del dolor, dulcificando sus amarguras con la palabra sana del consejo, y la suave voz de la esperanza.
Olvidaba Lucía que, siendo misión dependiente de la voluntad humana, quedaba explicada su propensión al error, y ella no sabía cómo son generalmente los pastores de los curatos apartados.
El otro personaje que seguía al cura Pascual, envuelto en una ancha capa española, cuya mención consta en cláusula del catorce testamento, lo cual podía constituir sus títulos de antigüedad, cuando no su árbol genealógico posesivo, era don Sebastián Pancorbo, nombre que recibió su señoría en bautismo solemne, de cruz alta, capa nueva, salero de plata y voz de órgano, administrado a los tres días de nacido.
Don Sebastián, sujeto bien original, comenzando a juzgarlo por su vestido, es alto y huesudo; a su rostro no asoman nunca las molestias masculinas en forma de barba ni mostachos; sus ojos negros, vivos y codiciosos, denuncian en mirada inclinada a la visual izquierda que no es indiferente al sonido metálico, ni al metal de una voz femenina. El dedo meñique de la mano derecha se le torció siendo mozo, al dar un bofetón a su amigo, y desde entonces usa un medio guante de vicuña, aunque maneja con gracia peculiar aquella mano. El hombre no tiene átomo de nitroglicerina en su sangre: parece formado para la paz, pero su debilidad genial lo pone con frecuencia en escenas ridículas que explotan sus comensales. Rasga la guitarra con falta de oído y de ejecución tales, que le hacen notabilidad, aunque bebe como un músico de ejército.
Don Sebastián recibió instrucción primaria tan elemental como lo permitieron los tres años que estuvo en una escuela de ciudad; y después, al regresar a su pueblo, fue llavero en Jueves Santo; se casó con doña Petronila Hinojosa, hija de notable, y en seguida le hicieron gobernador; es decir, que llegó al puesto más encumbrado que se conoce y a que se aspira en un pueblo.
Los dos personajes arrastraron su respectiva poltrona, señalada por Lucía, donde tomaron cómodo descanso.
La señora de Marín hizo acopio de amabilidad y razonamiento para interesar a sus interlocutores en favor de Marcela, y dirigiéndose particularmente al párroco, dijo:
—En nombre de la religión cristiana, que es puro amor, ternura y esperanza; en nombre de vuestro Maestro, que nos mandó dar todo a los pobres, os pido, señor cura, que deis por terminada esa deuda que pesa sobre la familia de Juan Yupanqui. ¡Ah!, tendréis en cambio doblados tesoros en el cielo…
—Señorita mía —repuso el cura Pascual arrellanándose en el asiento, y apoyando ambas manos en los brazos del sillón—, todas esas son tonterías bonitas, pero, en el hecho, ¡válgame Dios! ¿Quién vive sin rentas? Hoy, con el aumento de las contribuciones eclesiásticas y la civilización decantada que vendrá con los ferrocarriles, terminarán los emolumentos; y… y… de una vez, doña Lucía, fuera curas; ¡moriremos de hambre…!
—¿A eso había venido el indio Yupanqui? —agregó el gobernador, en apoyo del cura, y con tono de triunfo terminó recalcando la frase para Lucía—: Francamente, sepa usted, señorita, que la costumbre es ley, y que nadie nos sacará de nuestras costumbres, ¿qué?…
—Caballeros, la caridad también es ley del corazón —arguyó Lucía interrumpiendo.
—¿Conque Juan, eh? Francamente, ya veremos si vuelve a tocar resortitos el pícaro indio —continuó don Sebastián pasando por alto las palabras de Lucía, y con cierta sorna amenazante que no pudo pasar inadvertida para la esposa de don Fernando, cuyo corazón tembló de temor. Las cortas frases cambiadas entre ellos habían puesto en transparencia el fondo moral de aquellos hombres, de quienes nada debía esperar, y sí temerlo todo.
Su plan fue desconcertado en lo absoluto: pero su corazón quedó interesado de hecho por la familia de Marcela, y estaba resuelta a protegerla contra todo abuso. Su corazón de paloma sintió su amor propio herido y la palidez sombreó su frente.
En aquel momento era precisa una salida decisiva, y esta la halló Lucía en la energía con que respondió:
—¡Triste realidad, señores! ¡Y bien!, vengo a persuadirme de que el vil interés ha desecado también las más hermosas flores del sentimiento de humanidad en estas comarcas, donde creí hallar familias patriarcales con clamor de hermano a hermano. Nada hemos dicho; y la familia del indio Juan no solicitará nunca ni vuestros favores ni vuestro amparo. —Al decir estas últimas palabras con calor, los hermosos ojos de Lucía se fijaron, con la mirada del que da una orden, en la mampara de la puerta.
Los dos potentados de Kíllac se desorientaron con tan inesperada actitud, y no viendo otra salida para reanudar una discusión de la que, por otra parte, estaba en sus intereses huir, tomaron sus sombreros.
—Señora Lucía, no se dé por ofendida con esto, y créame siempre su capellán —dijo el cura, dando una vuelta al sombrero de paja que tenía entre las manos; y don Sebastián se apresuró a decir secamente:
—Buenas tardes, señora Lucía.
Lucía acortó las fórmulas de la despedida empleando solo una inclinación de cabeza; y viendo salir a aquellos hombres, después de dejar la más honda impresión en su alma de ángel, se decía temblorosa y vehemente:
—No, no, ese hombre insulta al sacerdocio católico; yo he visto en la ciudad seres superiores, llevando la cabeza cubierta de canas, ir en silencio, en medio del misterio, a buscar la pobreza y la orfandad para socorrerla y consolarla; yo he contemplado al sacerdote católico abnegado en el lecho del moribundo; puro ante el altar del sacrificio; lloroso y humilde en la casa de la viuda y del huérfano; le he visto tomar el único pan de su mesa y alargarlo al pobre, privándose él del alimento y alabando a Dios por la merced que le diera. Y, ¿es ese el cura Pascual?… ¡Ah!, ¡curas de los villorrios!… El otro, alma fundida en el molde estrecho del avaro, el gobernador, tampoco merece la dignidad que en la tierra rodea a un hombre honrado. ¡Márchense en buena hora, que yo sola podré bastarme para rogar a mi Fernando, y llevar las flores de la satisfacción a nuestro hogar!
Cinco campanadas tañidas por la campana de familia anunciaron a Lucía las horas transcurridas, y le notificaron que la comida estaba servida.
La esposa del señor Marín, con los carrillos encendidos por el calor de sus impresiones, atravesó varios pasadizos y llegó al comedor, donde tomó su asiento de costumbre.
El comedor de la casa blanca estaba pintado en su techo y paredes, imitando el roble; de trecho en trecho pendían lujosos cuadros de oleografía, representando ya una perdiz medio desplumada, ya un conejo de Castilla listo para echarlo a la cacerola del guisante. En la testera izquierda alzábase un aparador de cedro con lunas azogadas, que duplicaban los objetos de uso colocados con simetría. A la derecha se veían dos pequeñas mesitas, una con un tablero de ajedrez, y otra con una ruleta; como que aquel era el lugar que los empleados de los minerales habían elegido para sus horas de solaz. La mesa de comer, colocada al centro de la habitación, cubierta con manteles bien blancos y planchados, lucía un servicio de campo, todo de loza azul con filetes colorados.
La sopa exhalaba un espeso vapor que, con su fragancia, notificaba ser la sustanciosa cuajada de carne preparada de lomo molido con especias, nueces y bizcocho, todo disuelto en el aguado y caldo; siguiendo a esta tres buenos platos, entre los que formaba número el sabroso locro colorado[13].
Servían el café de Carabaya que, claro, caliente y cargado, despedía su aroma inspirador desde el fondo de pequeñas tazas de porcelana, cuando se presentó un propio con una carta para Lucía, quien la tomó con interés, y, conociendo la letra de don Fernando, rompió el sobre y se puso a leerla de ligero. Las impresiones de su semblante podían revelar al observador el contenido de aquella misiva, en la cual decía el señor Marín que en la madrugada del día siguiente estaría en casa, pues los derrumbes ocasionados por las repetidas nevadas en la región andina habían paralizado por un tiempo los trabajos en los minerales, y que le enviasen un caballo de refresco, por estar sin herraduras el que lo conducía.