Todas las elevadas cumbres de las montañas que rodean Kíllac estaban cubiertas de esa palidez que a veces derrama el astro rey, al hundirse en el ocaso, y, que en el país se ha dado en llamar el sol de los gentiles.
Estaba tranquila la tarde y las cigarras comenzaban a cruzar el espacio, anunciando la llegada de la noche con ese zumbido del qqués-qqués.
Lucía y Manuel, en presencia de don Sebastián, se ocupaban de los últimos arreglos para el entierro de Marcela, cuando entró don Fernando, a quien dijo su esposa:
—¡Fernando! ¡Qué cosas!, ¿no? ¿Sigue el arrepentimiento del pobre cura?
—Hija, el cura Pascual se está muriendo con fiebre, y en el delirio dice cosas que estremecen el alma —contestó don Fernando pasándose la mano por la frente.
—¡Dios me ampare y me favorezca! ¡Ahora no falta más que vengan las justicias francamente, esto es horrible! —repetía golpeándose la frente con la palma de la mano.
—Calma, don Sebastián, no vaya usted a ponerse malo —dijo don Fernando llevando la mano al hombro del gobernador.
En aquel momento lanzó su primer clamor la campana del templo, tocando a muerto y pidiendo en su doble una oración para Marcela, mujer de Yupanqui…
Lucía, que tenía cerca a Margarita, la trajo hacia su corazón, y estrechándola contra su pecho, le dijo:
—Vamos a buscar a tu hermanita Rosalía; hace tantas horas que no la vemos…
Y dirigiéndose a su marido, agregó:
—Fernando, tú entiéndete con ellos; yo voy a preparar el albergue prestado para las dos aves sin nido.
—¡Margarita! ¡Margarita! —murmuró Manuel al oído de la niña—. ¡Lucía es tu madre, yo seré… tu hermano!
Y resbaló una lágrima por el rostro del joven, como la perla valiosa con que su corazón pagaba a Lucía el cariño por la huérfana, cuyo altar de adoración ya estaba levantado en su alma con los lirios virginales del primer amor.
¡Amar es vivir!