La chismografía y los comentarios corrían de boca en boca, exactos unos, desfigurados los más, y los indios, avergonzados de la docilidad con que acudieron al llamamiento de las campanas y cayeron en el engaño para atacar el pacífico hogar de don Fernando Marín, vagaban por los alrededores del pueblo taciturnos y miedosos.
Estéfano Benites reunió a los suyos en el mismo despacho de su casa donde los encontramos jugando a la baraja, y al persuadirse de que sus cómplices vacilaban, les dijo para animarlos:
—Compadrito, a lo hecho, pecho.
—Yo no creí que el tiro saliese sin puntero —respondió Escobedo, sacudiendo un lloqque[40] que tenía entre las manos.
—Si vienen las justicias, ya saben ustedes lo que hay que hacer —instruyó Estéfano.
—¿Y qué? ¿Y si nos llevan a declarar con juramento? —observó Escobedo.
—No saber nada, compadre, y… eso lo acordaremos bien cuando comiencen las cosas; vale que soy el secretario del juez de paz.
—Culpemos a los indios muertos —opinó uno.
—Entregaremos al campanero; ese indio tiene vacas y puede pleitear —dijo otro.
—Hombre, ¿y tú hablaste con Rajita esa noche? —preguntó Escobedo al primero de los opinantes.
—Yo, no; el que habló fue don Estéfano —repuso el aludido.
—Sí, yo hablé con él —afirmó Benites.
—¿Y cómo fue eso? Yo pienso citarlo a Rajita, porque es mi amigo, y porque tenemos pendiente un negocio de molienda de trigo —dijo con interés Escobedo.
—Bueno, lo que le dije fue: Santiago, estate sobre aviso, que por unos papeles sé que han llegado unos bandoleros a las cercanías, robando iglesias, y como la custodia del pueblo es rica, hay que guardarla.
—Está bien: Rajita me quiere mucho; es capaz de seguirme al purgatorio —apoyó Escobedo sonriendo y dándose golpecitos en los pies con el lloqque.
—No se descuiden, pues, de averiguar lo que pasa, ¿eh? Yo me voy donde don Sebastián, para que hagamos los apuntes —dijo Benites despidiéndose de sus colegas.
Y cada cual se fue a su mentidero, que así se llaman las esquinas de la plaza, nombre dado por ellos mismos en un momento de inspiración.
La asonada había pasado, pues, tal como se fraguó en la casa parroquial, aunque sin los resultados perseguidos por aquellos ciegos conservadores de sus costumbres viciadas.
Reunidas las gentes, se señaló la casa de don Fernando como el refugio de los supuestos bandoleros, y como los momentos de excitación del populacho nunca son de reflexiones, creyeron y atacaron. Esa fue la tragedia.
Después, la palabra valerosa de un joven casi desconocido en el pueblo, seguido de una mujer tan respetable y querida como doña Petronila, impuso la tregua a que siguió la calma; y luego, con ese cambio rapidísimo de sentimientos populares, vino el arrepentimiento, el horror a lo ya ejecutado, que con los tornasolados celajes de la aurora se contempló como la farsa más inicua.
La autoridad judicial se apersonó en el lugar del siniestro, y dos peritos nombrados ad hoc expidieron su informe en términos tan técnicos como oscuros para llegar a la investigación de la verdad.
A la entrada de don Fernando, Lucía, don Sebastián y Manuel al cuarto de Marcela, que acababa de morir, el cadáver, aún tibio, yacía tendido en un ligero catre de hierro sin toldilla, cubierto con una frazada blanca de listas azules y carmesí, tejida en el lugar, y sus brazos extendidos sobre la cama dejaban descubierta una parte del hombro.
Arrodillado junto al lecho mortuorio, con el rostro escondido entre las manos, estaba el cura Pascual.
Margarita, casi totalmente transformada, con una batita negra de percal, los cabellos sueltos y los ojos reverberantes con las lágrimas que brotaban desde su corazón, agarraba una de las manos de la muerta.
Lucía sacó del bolsillo de su bata un pañuelo blanco, y con él cubrió el rostro de la difunta, con el respeto que le inspiraba aquella mártir de su amor de madre, de su gratitud y de su fe.
En el cerebro de Lucía bullían las revelaciones que Marcela le confió en sus últimos momentos. Don Fernando y don Sebastián se quedaron en medio de la habitación, y Manuel, fijándose en Margarita, sintió agolparse a su corazón toda la sangre de sus venas.
¿Entraba en aquella habitación en el momento psicológico que se revuelven las grandes pasiones del corazón humano? ¿Era que conocía a Margarita en situación tan solemne y cuando su alma estaba predispuesta por tantas sensaciones encontradas al estallido de las más grandes de las pasiones? ¿Era una confusión de sentimientos o la belleza notable de Margarita lo que sojuzgó el corazón del estudiante de segundo año de Derecho?
No lo sabemos, pero el arquero niño infiltró el alma de Margarita en el corazón de Manuel; y junto al lecho de muerte nació el amor que, rodeado de una valla insuperable, iba a conducir a aquel joven, nacido al parecer en esfera superior a la de Margarita, a los umbrales de la felicidad.
En la habitación mortuoria nunca es animada la palabra.
Frases dichas a media voz, pasos cautelosos y cuchicheos, como si todavía se velase a un enfermo; tal es el cuadro donde todos imitan el silencio sepulcral.
Por esta vez fue el cura Pascual quien dejando su actitud de recogimiento, con mirada vaga y voz clara, dijo:
—Alabad todos a Dios, porque, dando hoy la gloria a una santa en el cielo, redime a un pecador en la tierra. ¡Hijos míos! ¡Hijos míos! ¡Perdón! ¡Pues yo prometo en este templo augusto, aquí, frente a las reliquias de una mártir, que para este pecador comenzará una era nueva…!
Todos quedaron estupefactos, y miraban al cura Pascual, creyendo que estaba loco.
Pero él, sin darse cuenta, continuó:
—No creáis que en mí hubiese muerto la semilla del bien que deposita en el corazón del hombre la palabra de la madre cristiana. ¡Desdichado el hombre que es arrojado al desierto del curato sin el amparo de la familia! ¡Perdón! ¡Perdón…!
Y volvió a caer de rodillas, entrelazando las manos en actitud suplicante.
—Desvaría —dijo uno.
—Se ha vuelto loco —observaron otros.
Don Fernando, adelantando varios pasos, tomó del brazo al cura Pascual, lo levantó y le condujo a su escritorio o cuarto de trabajo, para ofrecerle un descanso.
Lucía, dirigiéndose a los presentes, dijo:
—¡Dios mío…! Pero… ¡Vamos! Dejemos en paz a quien no es ya de aquí.
Y señaló el cadáver de Marcela.
Manuel, tomando de un brazo a Margarita, contestó con voz dulce:
—¡Señora, si Marcela ha partido al cielo arrancando lágrimas, esta niña viene de allá infundiendo esperanzas!
—Dice bien Manuel, Margarita, si no pude hacer felices los días de tu madre, haré colmados de dicha los años de tu existencia: ¡tú serás mi hija! —repuso Lucía dirigiéndose a la huérfana.
Aquellas palabras cayeron como lluvia vivificante sobre el joven que, mirando a Margarita, se repetía interiormente:
—¡Qué linda! ¡Es un ángel! ¡Ah!, yo también trabajaré por ella.
—¡Vamos! —repitió Lucía tomando del brazo a don Sebastián, que parecía una estatua de sal—. Tenemos que cumplir los últimos deberes con la que fue Marcela.
Y le sacó, dejando que Manuel llevase a la huérfana, que, por una misteriosa combinación, salía de la vivienda mortuoria de su madre conducida por el hombre que tanto iba a amar en la vida.