Capítulo XXIII

Los esposos Marín no omitían gestos ni asistencia esmerada para alcanzar la salvación de la enferma, pero, desgraciadamente, esta empeoraba por grados, acortándose los momentos de su vida.

Lucía encontrábase en aquella hora junto a don Fernando, con quien platicaba en dulce intimidad, y le dijo:

—¿Qué misterios son estos, Fernando? ¡Marcela llegó a nuestro hogar tranquilo y dichoso en busca de un amparo que halló en nombre de la caridad; nosotros nos gozamos en el bien, y de estas acciones buenas, elevadas y santas, ha resultado el infortunio de todos!

—Acuérdate, hija, que la faena de la vida es de lucha, y que la sepultura del bien la cava la ignorancia. ¡El triunfo consiste en no dejarse enterrar!…

Margarita apareció en la puerta como un meteoro, gritando:

—Madrina, madrina, mi madre te llama.

—Allá voy —contestó Lucía.

Y dirigiéndose a su marido con una palmadita en el hombro:

—Adiós, hijito —dijo—; y echose a andar hacia la habitación de Marcela.

Esta se encontraba medio sentada, apoyada en varios almohadones de cotí rosado. Al ver a Lucía se le llenaron los ojos de lágrimas, y con voz desfalleciente y entrecortada, exclamó:

—¡Niñay… voy a… morirme…! ¡Ay…! ¡Mis hijas…! ¡Palomas sin nido… sin árbol… y sin… madre…! ¡Ay!

—¡Pobre Marcela, estás muy débil, no te agites! No quiero ahora repetirte discursos para probarte los misterios de Dios, pero tú eres buena, tú… eres cristiana —dijo Lucía arreglando las cobijas de la cama un tanto rodadas.

—¡Sí… niñay…!

—¡Si te ha llegado tu hora, Marcela, parte tranquila! ¡Tus hijas no son las aves sin nido; esta es su casa; yo seré su madre…!

—¡Dios… te pague…! Quiero… revelarte… un secreto… para que… se pierda en tu corazón… hasta la hora precisa —dijo la enferma esforzándose para hablar seguido.

—¿Qué? —preguntó Lucía acercándose más.

Y Marcela, aplicando sus labios casi helados a los oídos de la esposa de don Fernando, murmuró frases que por varias veces hicieron volver los ojos a Lucía para fijarlos con asombro en la enferma, quien al terminar preguntó:

—¿Prometes… niñay?

—Sí, te lo juro por Cristo mi Señor muerto en la cruz —respondió Lucía conmovida.

Y la pobre mártir, para quien las horas de agonía se aproximaban, agregó lo que iba a ser su despedida de los negocios del mundo:

—¡Dios te pague…! Ahora… quiero confesarme… después… ¡la muerte ya me… espera!

Anunciaron la llegada del cura Pascual, cuyo saludo correspondió Lucía con frialdad, llevándose de la mano a Rosalía y Margarita, a quienes iba a distraer para que no presenciasen la eterna partida de su madre.

El párroco, llegando al lecho de la moribunda, escuchaba las confidencias sacramentales de su víctima.

Margarita ya no podía dejarse engañar.

Sus ojos estaban enrojecidos por el llanto.

Tenía que llorar aún, cuando viese sacar a su madre en hombros extraños, para dejarla por siempre en el suelo húmedo del cementerio.

¡Pobre Margarita!

Sin embargo, en su dolor, ella no medía la magnitud de su desventura.

Lucía, al sacar a las muchachitas y entregarlas a una sirviente para que les pusiera los vestidos que les estaban cosiendo en la máquina «Davis», se dijo:

—¡Adorable candidez la de los niños! ¡Ah! La niñez todo lo dora al calor de un sol refulgente, mientras que la vejez todo lo hiela con el frío del escepticismo. ¿Tienen razón de ser escépticos los viejos conociendo a la humanidad? Niñas —agregó en alta voz—, vayan con Manuela, que ha de darles bizcochos y bonitos trajes.

Y se dirigió en busca de don Fernando, que estaba ocupado en su escritorio. Casi al mismo tiempo llegaban Manuel y don Sebastián. Cuando los vio Lucía, estrujándose los dedos entrelazados, se preguntó asombrada:

—¿Qué va a suceder hoy en esta casa, donde en tan pocos días se han desarrollado acontecimientos tan trágicos y cuya extensión aún no es posible medir? ¿Qué nuevo drama va a presentarse en mi hogar, donde una mano invisible reúne ahora a los principales actores, perseguidores y perseguidos, culpables e inocentes, en presencia de una madre que se halla en los bordes del sepulcro abierto por estos notables, que en un supuesto ataque a sus costumbres solo persiguen fines particulares, sin desdeñar medios inicuos? ¡Dios mío…!

—A los pies de usted, señora Lucía —dijo Manuel encontrando a la esposa del señor Marín casi a la puerta del escritorio, donde entraron seguidos de don Sebastián.

—Caballeros —repuso Lucía con manifiesto desagrado para don Sebastián, quien, descubriéndose, dijo:

—Muy buenos días, señora… señor…

—Hola, don Manuel; adiós, don Sebastián —repuso don Fernando, dominando el mal efecto que le produjo la presencia del segundo.

Pero Manuel, calculando de antemano aquel efecto, y para atenuar las cosas, fue el primero en comenzar la conversación, diciendo:

—Señor don Fernando, hemos venido para acordar con usted la manera como podrá recibir la más explícita satisfacción de un pueblo que le ha ofendido con la misma ignorancia con que ofende un perro rabioso.

—Satisfacerme a mí, don Manuel, no es cosa difícil, a la verdad; yo, más o menos, he estudiado el carácter de este pueblo, que se desarrolla sin los estímulos del buen ejemplo y del sano consejo; que a costa de su propia dignidad va a conservar lo que él llama legendaria costumbre. Pero ¿cómo se reparan los daños causados en tanta víctima? —contestó el señor Marín, dando a sus palabras la severa acentuación de la verdad y del reproche.

—Y, francamente, ¿cuántos muertos ha habido? —se atrevió a preguntar don Sebastián con voz temblorosa.

—¡Y qué! ¿Usted lo ignora, don Sebastián? ¿Usted que es la autoridad local? ¡Cosa extraña, por demás extraña! —dijo don Fernando por toda respuesta, dando un paso hacia el asiento que ocupaba su esposa.

—Su natural extrañeza —se apresuró a decir Manuel— quedará satisfecha, don Fernando, al saber que mi padre no ha salido de casa después de los sucesos que me cupo la suerte de contener, habiéndose encargado del puesto el teniente gobernador, como llamado por la ley.

—Esa diligencia precautoria y muy pensada no lo pone a salvo de responsabilidades —observó Lucía con su natural vivacidad femenina.

Pero Manuel, siempre listo, repuso:

—Señora, yo que he venido en momentos tan trágicos para Kíllac, para este pueblo de mi nacimiento, no podía permanecer indiferente; debía buscar reparos, prevenir nuevos males, y he persuadido a mi padre de que renuncie el puesto que… no ha sabido sostener. Voy en pos de alguna reparación.

—¿Y va usted a entrar en pugna con vicios que gozan del privilegio de arraigados, con errores que fructifican bajo el árbol de las costumbres, sin modelos, sin estímulos que despierten las almas de la atonía en que las ha sumido el abuso, el deseo de lucro inmoderado y la ignorancia conservada por especulación? Me parece cosa difícil, don Manuel —dijo el señor Marín.

Manuel no estaba ni derrotado ni persuadido, y replicó:

—Esa, precisamente, esa es la lucha de la juventud peruana desterrada en estas regiones. Tengo la esperanza, don Fernando, de que la civilización que se persigue tremolando la bandera del cristianismo puro no tarde en manifestarse, constituyendo la felicidad de la familia y como consecuencia lógica, la felicidad social.

—¿Y sus fuerzas serán suficientes, joven Manuel? ¿Cuenta usted con otros apoyos a más del que le ofrece su madre y le brindamos nosotros, sus amigos? —preguntó don Fernando, deteniendo el paseo que daba en esos momentos y botando a la puerta un pedacito de papel que estaba estrujando como una pelotilla durante la discusión.

Lucía cruzó los brazos como cansada, y don Sebastián permanecía firme como un palo plantado bajo su capa histórica.

—Cuento con que este pueblo no ha tocado en la abyección; sus masas son dóciles, me lo ha probado el suceso mismo que lamentamos, y me parece fácil guiarlo por el buen sendero —repuso Manuel con calor.

—No contradigo a usted, Manuel, pero…

—El error también tiene remedio, francamente, mi señor —aventuró a decir don Sebastián.

—Es claro, cuando ese error no ha traspasado los dinteles de la eternidad, don Sebastián; tenemos siete heridos, cuatro muertos y la desventurada Marcela próxima a expirar, dejando a sus hijas; en suma, huérfanas, viudas…

—¿De qué modo rectificará usted esos errores? —preguntó Lucía, enderezando los pies y saliendo en apoyo de su marido.

Don Sebastián se tapó la cara con ambas manos como un niño; Manuel palideció, secándose el copioso sudor que invadía su frente, y la voz desesperada de Margarita llegó a todos:

—¡Misericordia…! ¡Madrina, padrino, favor…!

—¡Vamos! —dijo Lucía, poniéndose de pie con la velocidad del pensamiento, y ordenando a los presentes con la vista.

Todos corrieron junto al lecho de la esposa mártir, cuya vida se extinguió en un suspiro, resbalando por sus mejillas la última lágrima blanquecina con que se da el adiós al valle del dolor.

Marcela acababa de volar a las serenas regiones de la paz perdurable, dejando su vestidura mortal, para que el hombre discuta en su presencia la teoría de la descomposición orgánica que proclama la Nada y los principios de la perfección mecánica movida por un Algo, cuyo comienzo y cesación de funciones reclama una mano constructora, revelando al Autor de la Naturaleza.

¡Allí estaba el cadáver!

Y don Sebastián y el cura Pascual, los únicos responsables de las calamidades ocurridas en Kíllac, presentes ante los despojos de la muerta.