Capítulo XXII

Don Sebastián se encontraba recostado en un sillón, envuelto en un poncho felpado, la cabeza atada con un pañuelo carmesí de seda, cuyas puntas, formando nudo, quedaban hacia la frente. Estaba visiblemente preocupado.

—Buenos días, señor —dijo Manuel al entrar.

—Buenos días. ¿De dónde pareces, Manuel? Francamente, desde que has llegado no nos hemos visto más que tres veces —respondió don Sebastián, disimulando su preocupación.

—La culpa no es mía, señor, usted no ha estado en casa.

—Francamente, estos amigos y el cargo que desempeño; ya uno no se pertenece; tienes razón, Manuelito —dijo el gobernador.

Y como buscando forma de sincerar su conducta, agregó:

—Lo que es la otra noche, francamente, hijo, he estado en mucho peligro, sin poder contener el desorden que hubo. ¿Qué se va a hacer sin fuerza armada?… Pero tú te portaste muy bien…, y, francamente, este don Fernando no más también tiene la culpa.

—Yo vengo a hablar con usted seriamente sobre lo ocurrido la otra noche. Yo no puedo quedarme con los brazos cruzados cuando veo que acusan a usted.

—¿A mí? —dijo Pancorbo, pegando un brinco.

—A usted, señor.

—¿Y quién es ese? A ver, ¿quién? Francamente, quiero conocerlo.

—No se exalte usted, señor; cálmese y hablaremos entre padre e hijo: aquí nadie nos oye —replicó Manuel, mordiéndose los labios.

—Pues y tú, ¿qué dices? ¡Habla! También; francamente, me gusta la ocurrencia.

—De todas las averiguaciones que he practicado, resulta… casi la evidencia de que el cura Pascual, usted y Estéfano Benitos han tramado y dirigido esto contra don Fernando, por devoluciones de dinero de reparto y de entierro.

Don Sebastián iba cambiando de colores a cada palabra de Manuel, y pálido al final, presa de un temblor nervioso, sin poderse ya dominar, dijo:

—¿Eso dicen? Francamente, ¡nos han vendido!

—No eran ustedes solos; otros individuos pertenecían al complot; y las tramas que se hacen entre muchos y entre copas no llevan el sello del secreto —repuso Manuel con calma.

—Será el Escobedito; francamente, a mí me daba mala espina ese mocito.

—Alguno habría sido, don Sebastián; pero ya no es tiempo de conjeturas, sino de poner a usted en salvo.

—¿Y qué cosa has ideado, hijo? —preguntó don Sebastián cambiando de tono.

—Que usted deje la gobernación inmediatamente —repuso el joven.

—¡Eso no, francamente eso no! ¿Dejar de ser yo autoridad en el pueblo donde he nacido? No, no, ni me propongas esas cosas, Manuel —contestó don Sebastián enfadado.

—Pero tendrá usted que hacerlo antes que lo destituyan, y, yo se lo pido, se lo aconsejo; usted ha sido llevado por la corriente, el principal autor es el cura, yo me entenderé con él y usted firma su renuncia, don Sebastián. Desde niño le he dado el nombre de padre, todos me creen su hijo, y usted no puede dudar de mi interés, ni despreciar mis consejos todo lo hago por amor a mi madre, por gratitud a usted —dijo Manuel agotando su arsenal persuasivo y secando su frente, por donde corría el sudor de la discusión en que tuvo que mencionar nuevamente su paternidad desconocida para la sociedad.

Don Sebastián estaba conmovido; abrazó a Manuel, diciéndole:

—Haz, pues, como piensas, francamente… pero, el cura que no se quede sin su ración.

—Todo se arreglará lo mejor posible para usted, señor, y más tarde iremos juntos adonde don Fernando, porque conviene que ustedes queden de acuerdo. Ahora me voy adonde el cura Pascual, hasta luego —dijo Manuel tomando su sombrero.

Y salió en dirección a la casa parroquial, mientras que don Sebastián repetía entre dientes, moviendo la cabeza:

—¡Escobedito, o Benites… mocitos…!

El cura Pascual tomaba en aquellas horas tranquilamente su desayuno, rodeado de dos gatos, uno negro y otro amarillo con blanco; un perro lanudo dormitaba con la cabeza entre las dos patas delanteras, estirado largo a largo en el umbral del cuarto, y el pongo con los brazos cruzados, en ademán humilde, esperaba de pie junto al perro las órdenes de su amo.

Cuando sintió pasos y vio a Manuel, el cura alzó un plato sopero y, volcándolo, tapó otro plano en que había un pichón aderezado a la criolla, con dos tomates partidos sobre las alas y una rama de perejil en el pico.

—Señor cura —dijo Manuel al entrar, descubriéndose con política.

—Jovencito Manuel, ¿a qué feliz casualidad debo el gusto de verlo por acá? —repuso el cura.

—La causa de mi venida no le debe ser desconocida, señor cura —respondió Manuel con sequedad y enfado, pues iba preparado a no usar de cumplimientos con el cura Pascual.

—Caballerito, me sorprende usted —dijo el cura variando de tono y levantando distraído un tenedor de la mesa.

Manuel, que permanecía de pie, tomó el primer asiento y contestó:

—Sin preámbulo, señor cura; la asonada que antenoche ha cubierto de vergüenza y de luto este pueblo es obra de usted…

—¿Qué dice usted, insolentito? —dijo el cura moviéndose en su asiento, sorprendido al oír por primera vez un lenguaje gastado de igual a igual y en tono acusador.

—Nada de calificativos, señor cura; acuérdese usted que no es la sotana la que hace respetar al hombre, sino el hombre quien dignifica ese hábito que así cubre a buenos sacerdotes como a ministros indignos —replicó Manuel.

—¿Y qué pruebas tendrá usted para semejante acusación?

—Todas las que un hombre necesita para acusar a otro hombre —repuso con llaneza el joven.

—¿Y si en mi lugar se encontrase usted con otra persona ante cuya presencia tuviese que bajar la cabeza avergonzado? —dijo el cura Pascual, tirando sobre la mesa el tenedor que aún conservaba en la mano y creyendo haber dado un golpe decisivo a Manuel.

Pero este, sin perder su serenidad, respondió con aplomo:

—Esa persona a quien usted alude, señor cura, ha sido infeliz máquina de usted, como han sido los otros…

—¿Qué dice usted, colegial? —dijo colérico el cura, por cuya mente cruzó la duda de esta forma: «¿Si le habrá revelado el bergante de Pancorbo?»…

—Lo que usted oye, señor cura, y seamos breves —agregó Manuel.

—Más breve será usted marchándose —contestó el cura colérico.

—Antes de tiempo, antes de llenar mis propósitos, no lo espere usted, señor cura.

—¿Y qué es lo que pretende usted? —preguntó el párroco cambiando el tono de la voz y dominando sus ímpetus de cólera.

—Que usted y don Sebastián reparen el daño que han hecho, antes que la justicia reclame a los delincuentes.

—¿Qué oigo? ¡Santo cielo! ¡Don Sebastián, débil y afeminado, me ha vendido…! —exclamó el cura vencido totalmente por Manuel, quien acababa de mencionar a su padre.

Mas como quien encuentra un nuevo reducto de defensa, dijo:

—¿Será usted un hijo desnaturalizado que acusa a su propio padre?

—Claro que no, desde que voy en busca de la reparación prudente y meditada para atenuar la falta, que de todos modos habrá de tenerla, pues nuestras creencias religiosas nos enseñan que sin la previa remisión del mal no hallaremos abiertas las puertas del cielo.

—¡Ajá! ¿Eso le han enseñado a usted sus maestros, para no reparar en la acusación de su padre? —preguntó con ironía el cura, empeñado en su labor de zapa.

—Algo más, señor cura: me han enseñado que sin la rectitud de acción no hay ciudadano, ni habrá patria, ni familia; y le repito que no acuso a don Sebastián; busco satisfacción para atenuar su falta…

Iba a continuar el joven, cuando apareció un sirviente de casa de don Fernando, todo azorado y descompuesto, gritando desde la puerta:

—Señor, señor, auxilios para un moribundo.

—Vaya usted, señor cura, a cumplir esos deberes del sacerdote, y… en seguida hablaremos —dijo Manuel, reparando que había un testigo, e inclinándose salió.

El cura fue a tomar su sombrero, y mirando a Manuel que se marchaba, dijo con desprecio:

—¡Pedazo de masón!

En seguida fue a destapar el plato que había preservado del aire y, oliéndolo, murmuró a media voz:

—Se me ha enfriado el pichoncito… en fin, al regreso lo tomaré.