Tan luego como Marcela salió de la casa parroquial y el cura acabó sus rezos, llamó al pongo y le dijo:
—Pégate una carrerita donde don Sebastián, y dile que precisa mucho que me vea en el momento; que venga con los amigos.
—Sí, tata curay.
—Y después te pasas donde don Estéfano, y le dices que venga; y después pones la calentadora al fogón y la chocolatera al rescoldo, y dices a Manuela y Bernarda que aticen.
—Sí, tata curay —repuso el pongo, y salió con paso de postillón conductor de valija.
Don Sebastián estaba, casualmente, saliendo de su casa embozado en su eterna capa, cuando se le acercó el enviado del párroco, y después de escuchar atento el recado del cura Pascual, dijo al pongo:
—Regrésate de aquí no más; yo diré a los amigos —y dirigió sus pasos hacia la casa de Estéfano.
No obstante, el pongo, para cumplir exactamente con las órdenes de su patrón, fue a casa de Estéfano, y con su andar ligero se puso otra vez, en dos trancos, en la casa parroquial, yéndose en derechura a la cocina, donde cumpliría la segunda parte del mandato.
Cuando Pancorbo entró en casa de Estéfano Benites, este se encontraba en una sala-tenducho, sentado alrededor de una pequeña mesa cubierta con un poncho de vicuña, jugando a la brisca en compañía de los mismos sujetos que conocimos trincando el morito en casa del gobernador.
Luego que Estéfano oyó el recado del cura Pascual, tiró las barajas sobre la mesa y dijo:
—Vamos, compadres, la iglesia nos llama.
—Y yo que tenía la cala segura —murmuró uno, llamado Escobedo, rascándose la cabeza con la mano izquierda, y acariciando las cartas que tenía abiertas en la diestra.
—¿Cuyo era el dos? —preguntaron varios levantándose simultáneamente, disponiéndose a marchar.
—Si el dos estaba todavía en la basa —contestó Estéfano arreglándose el sombrero que tenía echado hacia la nuca; y todos salieron en grupo, apareciendo don Sebastián que entraba al mismo tiempo, quien saludó diciendo:
—Cuando se mienta al ruin de Roma…
—Luego asoma —concluyeron todos a una voz, y don Sebastián, riendo con jovialidad, contestó:
—Ajá, y me place encontrar a todos ustedes reunidos, francamente, nuestro cura nos necesita.
—Vamos, pues, compadritos, que tal vez falte ayudante para un Dominus vobiscum —agregó con ademán picaresco Benites; y todos, riendo de la ocurrencia, continuaron el camino.
La influencia ejercida por los curas es tal en estos lugares, que su palabra toca los límites del mandato sagrado; y es tanta la docilidad de carácter del indio, que no obstante de que en el fondo de las cabañas, en la intimidad, se critica ciertos actos de los párrocos con palabras veladas, el poder de la superstición conservada por estos avasalla todo razonamiento y hace de su voz la ley de los feligreses.
La casa de Estéfano Benites dista solo tres cuadras de la parroquial; así que el cura no tuvo mucho que aguardar, y al oír el tropel salió a la puerta de la vivienda a recibir a sus visitas.
—Santas tardes, caballerazos; así me gusta la gente, cumplida —dijo el cura alargando la mano a unos y otros.
—Para servir a usted, mi señor cura —contestaron todos en coro sacándose los sombreros.
—Tomen ustedes asiento… Por acá, mi don Sebastián… don Estéfano, acomódense, caballeritos —dijo el cura Pascual señalando este y aquel asiento, y haciendo lujo de amabilidad.
—Gracias, así estamos bien.
—Mi cura, francamente, es usted muy amable.
—Pues, señores, las cosas se desgalgan y he tenido que molestar a ustedes —continuó el cura dando una vuelta como quien busca algo.
—No es molestia ninguna, señor cura —repusieron todos con esa manera de hablar en coro que se usa entre la gente de provincia.
—Sí, señores, pero no hemos de hablar a secas —dijo don Pascual sacando una sarta de llaves del bolsillo derecho de la cuasi-sotana, abriendo el escaparate donde estaban también los cuarenta soles de Marcela, y sacando un par de botellas con unas copitas, y poniéndolas sobre la mesa, agregó:
—Este es un licorcito con escorzonera y anís; no nos hará daño para el flato.
—Es usted muy amable, mi cura, pero francamente, usted se molesta; que sirvan estos jóvenes —dijo don Sebastián; y poniéndose en pie Estéfano corrió a recibir del cura la botella con que principiaba a servir, diciendo:
—Deme usted, señor, yo haré esto.
—Corriente —repuso el cura alargando la botella, y se fue a sentar en su sillón de vaqueta, al lado de don Sebastián.
—A la salud de ustedes.
—A la suya, señor cura.
Fueron las frases cruzadas, y se apuró la primera copa.
Don Sebastián, haciendo el gesto respectivo y escupiendo al rezago, dijo:
—¡Qué traguito tan confortable, francamente, que es… buenazo!
—Buen gusto le da la escorzonera.
—Yo solo siento el anís.
—Estará con catarro, ¡bah!
Tales fueron las palabras que simultáneamente se dejaron oír, y alcanzando su copa vacía don Pascual, dijo:
—Pues hijos, se me ha humillado como a un cualquiera, haciéndome botar a las barbas los reales que me debía el tal indio Yupanqui, de que ustedes ya tienen noticia por lo que hablamos la otra tarde.
—¿Cómo?
—¿Qué?…
—Ya es insoportable esto, mi cura, francamente; esto mismo ha pasado hoy conmigo —repuso don Sebastián; y Estéfano, siempre listo, dijo:
—Es un ataque directo a nuestro cura y a nuestro gobernador, pero…
—¡No lo consentiremos! —repusieron todos a una.
—Debemos castigarlos, francamente —dijo don Sebastián, y golpeando el suelo con el tacón de la bota, agregó:
—Y estando las cosas calentitas…
—Sí, hijos; lo demás es dejarse meter los dedos a los ojos de la cara y uno no está muerto —apoyó el cura.
—Resolvamos en el acto: ustedes digan qué podemos hacer —dijo Escobedo acercándose a servir una copa, sin dar explicación alguna de este comedimiento, pero diciendo en voz baja a Estéfano:
—¡Qué chambonazo! Dejaste la botella sin tapa.
—Yo dirigiré la campaña, ¡qué caray! —gritó Estéfano ardiendo en entusiasmo.
—Si ustedes quieren, también yo, francamente, estoy listo —observó el gobernador.
—Procedamos por partes —aclaró el cura, recibiendo de Escobedo la copa que le brindaba, y desde aquel momento todos bebían de su cuenta y voluntad, obligando en breve a que se abriese de nuevo el escaparate para sacar las botellas.
El ánimo exaltado por el licor comenzó a producir discursos acelerados, y el cura Pascual, llamando al pongo, le dijo en secreto:
—¿Ya hirvió el agua?
—Sí, tata curay; también la señora ha venido.
—Bueno, dile, pues, que pase a la alcoba, que me aguarde, y tú trae todo listo.
El pongo, ágil como bien ejercitado en esta clase de servicios, no tardó en colocar en la mesa las tazas y una tetera de loza blanca surtida de té en estado de reposo; quedando en la puerta las dos mujeres mitayas, Manuela y Bernarda, de la servidumbre de la casa parroquial.
—Tomaremos una taza de té, caballeros —dijo el cura Pascual.
—Tanta molestia —respondieron varios.
—A ver, yo me encargaré de esto —dijo Escobedo agarrando la tetera por el asa.
—¿Con bastante tranquita raspada[30]?, ¿eh?, hace un friecito, francamente —observó don Sebastián, frotándose las manos y fingiendo cierta tosecita.
—Ahora que vamos a tratar a lo serio, hemos hecho muy mal de venir todos reunidos —hizo notar Estéfano.
—Ciertamente. Es preciso salir disimulando —opinó Escobedo.
—Conviene llamar al campanero para explicarle en falso la cosa —dijo el cura apurando dos tragos de té y colocando la taza sobre el platillo.
—Lo bueno es dar… francamente, golpe final y decisivo.
—Entonces la culpa fue de la mala disposición.
—Sin que nos salga el tiro errado como la vez que atacamos al francés.
—La cosa es atacar y tomarlos sin salida a don Fernando y doña Lucía y…
—¡Matarlos!
—¡Bravo!
El sonido de varias tazas soltadas sobre los platillos formó coro a la última voz de aquel diálogo criminal, de donde salió la sentencia de muerte de don Fernando Marín y su esposa.
El cura dijo:
—Esa prevención al campanero es indispensable para que yo no aparezca, ¿eh?…
—Sí, señor cura; le diremos que se dice que unos bandoleros piensan atacar la iglesia, y que esté listo para tocar a rebato en el momento necesario —dijo Benites.
—Muy bien. Yo me encargo de la seña —repuso Escobedo dando un salto.
—Lo que conviene es esparcir la noticia en todo el pueblo, en varias formas: francamente, debemos tomar toda precaución para las averiguaciones posteriores —dijo Pancorbo; a lo que siguieron estas frases:
—Yo diré que piensan robar la casa cural.
—Yo que viene un batallón disperso.
—¡Tontos! Yo digo que unos arequipeños se quieren llevar a nuestra Virgen Milagrosa.
—¡Magnífico! Pero, francamente, las gentes irán a la iglesia —observó Pancorbo.
—No, señor —eso es para reunirlas, y después se dice que los asaltadores se han refugiado donde don Fernando, y ¡cataplum!— aclaró Estéfano Benites.
—Sí, está bien así: lo demás se desgalga, porque el pueblo exaltado no razona —reflexionó el cura Pascual alargando una copa a Estéfano y otra a Escobedo.
—No olvidemos comprometer al Juez de Paz.
—Francamente eso, eso es de no descuidarse.
—El Juez de Paz tiene su querencia donde la quiquijaneña[31], yo iré por allá ahora, y lo engatuso —ofreció Benites.
—Ahora vamos —dijeron todos, y comenzaron a dar la mano al cura, que los despidió diciéndoles:
—Prudencia, pues, hijos —y salieron uno por uno tomando diferentes direcciones.
El cura se quedó hablando en secreto con el gobernador, no sin menudear el licorcito de su recomendación, y dijo:
—¡Ese muchacho Benites vale plata!, audaz y prevenido.
—Cabales, mi cura; francamente, que eso del Juez de Paz se nos iba escapando.
—Sí, bien dicen que los jóvenes de este tiempo saben mucho.
—Y de seguro que lo halla ahora al turno donde la quiquijaneña, francamente, ¡qué rabisalsera y buena mozota que es! Creo que usted también, mi cura, estaba rondando esos barrios, francamente —dijo con aire de chanzoneta don Sebastián, a lo que él repuso riendo:
—¡Qué, mi gobernador! —y le dio una palmadita en el hombro.
—Adiós, pues, mi cura, es hora de retirarse, y francamente que la noche está friecita como puna.
—A ver un gorrito para la cabecera, usted se irá a roncar —dijo el cura Pascual sirviendo dos copas llenas y alargando una a Pancorbo.
—¡Qué a roncar!, francamente, yo ni voy a mi casa me quedaré por ahí, por donde la Rufa, para ver mejor cómo se portan los muchachos.
—Bueno, bueno, mi don Sebastián; así que, hasta prontito —repuso el cura dándole un apretón de manos a su amigo.
Un cuarto de hora después, en todos los tenduchos donde se vendía licor se oía algazara, disputas, glosas de marineras[32] con acompañamiento de guitarra y bandurria, y los jaleos del baile, como que corría abundante el zumo de la vid.
Y las víctimas signadas para el sacrificio, con la paz en el alma y la felicidad en sus amantes corazones, se dirigían en aquellas mismas horas a casa de don Sebastián, de su oculto verdugo, en busca de la esposa de este.