XXVI

Cuando desperté el sábado por la mañana, muy tarde, una enfermera hizo pasar a dos visitantes: Abraham Brill y Sándor Ferenczi.

Brill y Ferenczi esbozaban ambos unas desvaídas sonrisas. Trataban de afrontar la situación lo mejor que podían, preguntando en voz alta cómo iba «nuestro héroe», y porfiando para que les contara toda la historia, pero al final no pudieron ocultar por más tiempo su tristeza. Les pregunté qué pasaba.

—Se acabó todo —dijo Brill—. Otra carta de Hall.

—Para usted, de hecho —añadió Ferenczi.

—Que Brill ha leído, naturalmente —concluí.

—Por el amor de Dios, Younger —exclamó Brill—. Que nosotros supiéramos, podía estar usted muerto.

—Lo que abriría la veda para leer mi correspondencia.

La carta de Hall contenía tanto buenas como malas noticias. Había rechazado la donación a la Universidad de Clark. No podía aceptar fondos, explicaba, condicionados a que la Universidad de Clark renunciase a su libertad académica. Pero había tomado una decisión sobre las conferencias de Freud. A menos que le garantizáramos antes de las cuatro de la tarde de aquel mismo día que el Times no publicaría el artículo que había leído, suspendería las conferencias de Freud. Lo lamentaba de veras. Freud, por supuesto, recibiría sus honorarios íntegros pactados para las conferencias. Hall ofrecería un comunicado anunciando que la salud de Freud le había impedido hacer frente a su compromiso. Además, como sustituto, Hall designaría a la persona que a su juicio Freud desearía que pronunciase en su lugar las más importantes conferencias: Carl Jung.

Era la última frase, creo, la que más irritaba a Brill:

—Si al menos supiéramos quién está detrás de todo esto —dijo.

Casi podía oír cómo le rechinaban los dientes.

Llamaron a la puerta. Littlemore asomó la cabeza.

Después de hacer las presentaciones, urgí a Brill a que le explicara nuestra situación al detective. Lo cual Brill hizo con minucioso detalle. Lo peor de todo, concluyó Brill, era que no sabíamos contra quién nos enfrentábamos. ¿Quién podía albergar tal determinación de suprimir el libro de Freud y de impedir sus conferencias en Worcester?

—Si quieren mi consejo —dijo Littlemore—, deberíamos tener una pequeña charla con su amigo el doctor Smith Jelliffe.

—¿Jelliffe? —dijo Brill—. Eso es ridículo. Es mi editor. Él no puede sino ganar si las conferencias de Freud salen bien. Lleva meses metiéndome prisa para que termine la traducción.

—Un enfoque erróneo del asunto —le respondió Littlemore—. No trate de entenderlo todo al instante. El tal Jelliffe le pide su original, y cuando se lo devuelve está lleno de cosas extrañas. Y él dice que lo habrá puesto un pastor que le ha tomado prestada la prensa. Es la mayor patraña que he oído en la vida. Jelliffe es el tipo con quien tienen que hablar en primer lugar.

Trataron de impedírmelo, pero me vestí para irme con ellos. Si no fuera tan necio, habría pedido ayuda para atarme los cordones de los zapatos. Casi me desgarro los puntos. Antes de ir a visitar a Jelliffe hicimos una parada en el apartamento de Brill, para recoger una prueba que Littlemore quería llevar a nuestra entrevista con Jelliffe.

Littlemore le hizo una seña al agente de guardia en el vestíbulo del Balmoral. La policía había estado peinando el apartamento ahora vacío de Banwell durante toda la mañana. Siempre había sido muy popular entre los policías de uniforme, pero de pronto su prestigio había crecido hasta extremos insospechados. La nueva de que había detenido a Banwell y a Hugel se había propalado ya por todo el cuerpo.

Smith Jelliffe abrió la puerta en pijama, con una toalla en la cabeza. La visión del doctor Younger, Brill y Ferenczi lo sobresaltó, pero su sorpresa se hizo mayúscula cuando vio que su Némesis, el detective de la noche anterior, entraba detrás de ellos con paso airoso.

—No lo sabía —le dijo atropelladamente Jelliffe a Littlemore—. No supe nada de eso hasta después de que usted se fuera. Sólo estuvo en la ciudad unas cuantas horas. No hubo incidente de ningún tipo, lo juro. Ya está de vuelta en el hospital. Puede llamar si quiere. No volverá a suceder.

—¿Se conocen ustedes? —preguntó Brill.

Littlemore interrogó a Jelliffe acerca de Harry Thaw durante varios minutos, para general asombro del resto de los presentes. Cuando el detective hubo quedado satisfecho, preguntó a Jelliffe por qué había enviado a Brill amenazas anónimas, quemado su original, puesto perdido de cenizas su apartamento y difamado al doctor Freud en el periódico.

Jelliffe juró que era inocente. Que no sabía nada de ninguna quema de libros ni envío de amenazas.

—Oh, ¿de veras? —dijo Littlemore—. Entonces, ¿quién puso esas hojas en el original, esas citas de la Biblia y demás?

—No lo sé —dijo Jelliffe—. Deben de haber sido esos tipos de la iglesia…

—Sí, seguro —dijo Littlemore. Le mostró a Jelliffe la prueba que habíamos recogido en el apartamento de Brill camino de la cita con Jelliffe, una hoja de papel del original de Brill en la que se veía no sólo una estrofa de Jeremías sino también la pequeña imagen de un hombre ceñudo con barba y turbante, y prosiguió—: ¿Cómo llegó esto a ese original, entonces? A mí no me da la impresión de que la haya puesto ninguna gente de iglesia, como usted dice…

La boca de Jelliffe se abrió de par en par.

—Pero… —dijo Brill—, ¿sabe lo que es?

—Charaka —dijo Jelliffe.

—¿Qué? —dijo Littlemore.

—Charaka era un antiguo médico hindú —dijo Ferenczi—. Fui yo quien dije hindú. ¿Recuerdan que dije hindú?

Habló Younger:

—El Triunvirato.

—No —dijo Brill.

—Sí —reconoció Jelliffe.

—¿Qué? —preguntó Ferenczi.

Younger se dirigió a Brill:

—Tendríamos que haberlo imaginado desde el principio. ¿Quién en Nueva York está no sólo en el consejo de administración del periódico de Morton Prince, sino al tanto de todo lo que va a publicarse en él, y tiene además el poder suficiente para hacer que detengan a un hombre en Boston con un simple gesto de la mano?

—Dana —dijo Brill.

—¿Y una familia capaz de ofrecer tal donación a la Universidad de Clark? Hall nos dijo que uno de ellos era un médico entendido en psicoanálisis. Sólo hay una familia en el país con el dinero suficiente para financiar un hospital entero y que al mismo tiempo pueda vanagloriarse de contar con un neurólogo de fama mundial entre sus miembros.

—¡Bernard Sachs! —exclamó Brill—. Y el «doctor» anónimo del Times es Starr. Debería haber reconocido a ese fanfarrón pomposo nada más leer la primera línea. Starr siempre está alardeando de haber estudiado en el laboratorio de Charcot hace unas décadas. Incluso podría haber conocido allí a Freud.

—¿Quién? —preguntó Ferenczi—. ¿Qué es el Triunvirato?

Younger y Brill se lo explicaron por turnos. Los hombres que acababan de mencionar —Charles Loomis Dana, Bernard Sachs y el señor Allen Starr— eran los tres neurólogos más poderosos del país. Los tres juntos eran conocidos como el Triunvirato de Nueva York. Debían su extraordinario prestigio y poder a una impresionante combinación de logros profesionales, árbol genealógico y dinero. Dana era autor del texto canónico en el país sobre las enfermedades nerviosas de los adultos. Sachs tenía fama mundial —sobre todo por sus trabajos acerca de una dolencia que describió por primera vez el inglés Warren Tay—, y escribió el primer libro de texto sobre las enfermedades nerviosas de los niños. Como es natural, los Sachs no eran ni por asomo del mismo abolengo social que las mejores ramas de los Dana. Ni siquiera podían participar en sociedad en modo alguno, dada su religión. Pero eran más ricos. El hermano de Bernard Sachs estaba casado con una Goldman; el banco privado fundado a raíz de esta alianza estaba a punto convertirse en uno de los bastiones de Wall Street. Starr, catedrático en Columbia, era el menos laureado de los tres.

—No es más que una cotorra —dijo Brill, refiriéndose a Starr—. Una marioneta de Dana.

—Pero ¿por qué quieren arruinar la reputación de Freud? —preguntó Ferenczi.

—Porque son neurólogos —respondió Brill—. Freud les da terror.

—No le sigo.

—Pertenecen a la escuela somática —dijo Younger—. Creen que toda enfermedad nerviosa se debe a una anomalía neurológica, no a causas psicológicas. No creen en los traumas de infancia; no creen que la represión sexual pueda ser la causa de las dolencias mentales. El psicoanálisis es tabú para ellos. Lo llaman secta.

—¿Y sólo por desacuerdos científicos —preguntó Ferenczi son capaces de hacer todo eso: quemar originales, amenazar, lanzar falsas acusaciones?

—La ciencia no tiene nada que ver en esto —replicó Brill—. Los neurólogos lo controlan todo. Son los «especialistas en el terreno de los nervios», lo que los convierte en los expertos en las «dolencias nerviosas». Todas las mujeres acuden a ellos en busca de alivio para la histeria, las palpitaciones, las angustias, las frustraciones. Y ello les reporta millones de dólares. Así que a nosotros nos ven como al mismísimo diablo. Los vamos a echar del negocio. Nadie consultará a un neurólogo cuando caiga en la cuenta de que las enfermedades psicológicas las causa la psicología, no la fisiología.

—Dana estuvo en su fiesta, Jelliffe —prosiguió Younger—. Y mostró una hostilidad contra Freud como no había visto en la vida. ¿Sabía lo del libro de Brill?

—Sí —le respondió Jelliffe—. Pero él jamás lo habría quemado. Me animó a publicarlo. Incluso me encontró un corrector para que ayudara a preparar el manuscrito.

—¿Un corrector? —preguntó Younger—. ¿Y ese corrector sacó alguna vez el manuscrito de la editorial?

—Por supuesto —dijo Jelliffe—. Suele llevarse los manuscritos para seguir trabajando en casa.

—Bien, ahora ya lo sabemos —dijo Brill—. El muy bastardo.

—¿Qué es eso de Charaka? —preguntó Littlemore.

—Es su club —dijo Jelliffe—. Uno de los clubs más exclusivos de la ciudad. No admiten en él a casi nadie. Los socios llevan un anillo de sello con la imagen de una cara. Y es la cara que… la que ha aparecido en la hoja del original.

—Es un conciliábulo —dijo Brill—. Una sociedad secreta.

—Pero son científicos —protestó Ferenczi—. ¿Serían capaces de quemar el original y echar cenizas en el apartamento de Brill?

—Seguro que también queman incienso y sacrifican vírgenes —respondió Brill.

—La cuestión es si son o no responsables de lo de Jung que va a salir en el Times —dijo Younger—. Eso es lo que necesitamos saber.

—¿Lo son? —le preguntó Littlemore a Jelliffe.

—Bueno, yo puede que les haya oído hablar de ello una vez… —dijo Jelliffe—. E hicieron los arreglos pertinentes para que Jung hablara en Fordham.

—Por supuesto —dijo Brill—. Están promocionando a Jung para echar por tierra a Freud. Y Hall se lo está tragando todo. ¿Qué vamos a hacer? No podemos luchar contra Charles Dana.

—Yo no sé nada de todo eso —dijo Littlemore. Y volvió a dirigirse a Jelliffe—: Usted mencionó a Dana anoche, ¿no es cierto? ¿Es la misma persona?

Jelliffe asintió con la cabeza.

El criado que nos atendió a la puerta de la pequeña y elegante mansión de la calle Cincuenta y tres con la Quinta Avenida nos informó que el señor Dana no estaba en casa.

—Dígale que un detective quiere hacerle unas preguntas sobre Harry Thaw —le respondió Littlemore—. Y dígale también que vengo de ver al doctor Smith Jelliffe. Quizá esté en casa después de oír esto.

Siguiendo el consejo del detective Littlemore, sólo él y yo habíamos ido a ver a Charles Dana a su casa; Brill y Ferenczi habían vuelto al hotel. Un minuto después, se nos invitó a pasar.

En la casa de Dana no había ni rastro de la ostentosidad chabacana que habíamos visto en el apartamento de Jelliffe y en otras casas construidas recientemente en la Quinta Avenida. Era un sobrio edificio de ladrillo rojo. El mobiliario era de bella factura y en absoluto recargado. Cuando Littlemore y yo entramos en el vestíbulo, Dana surgió de una biblioteca oscura y bien provista. Cerró las puertas a su espalda y nos saludó. Le sorprendió verme, creo, pero reaccionó con cabal aplomo. Me preguntó por la tía Mamie, y yo por algunos de sus primos. No preguntó la razón por la que acompañaba al detective Littlemore. Era imposible no quedar impresionado por la gracia natural de aquel hombre. Aparentaba su edad —unos sesenta años, diría—, pero era una edad que le sentaba como un guante. Nos hizo pasar a otra estancia, donde, imagino, se ocupaba de sus asuntos y veía a sus pacientes.

Nuestra conversación con Dana fue breve. El tono de Littlemore cambió. Con Jelliffe había sido intimidatorio. Le había espetado acusaciones y retado a que las refutara. Con Dana se mostró más cauteloso, sin dejar de transmitirle, sin embargo, que sabíamos algo que él no quería que supiéramos.

Dana no mostró ninguno de los acobardamientos de Jelliffe. Reconoció que Thaw había contratado sus servicios en relación con el juicio, pero hizo constar que, al contrario que Jelliffe, en calidad de mero asesor. No había aportado opinión diagnóstica alguna sobre el estado mental de Thaw en ningún momento, pasado o presente.

—¿Aportó alguna opinión sobre la visita de Thaw a Nueva York el fin de semana pasado? —le preguntó Littlemore.

—¿Estuvo el señor Thaw en Nueva York el fin de semana pasado? —replicó Dana.

—Jelliffe dice que fue decisión de usted.

—Yo no soy el médico del señor Thaw, detective. Su médico es Jelliffe. Corté mi relación profesional con el señor Thaw el año pasado, como los archivos públicos pueden demostrar. El doctor Jelliffe ha solicitado de cuando en cuando mi consejo, y yo se lo he brindado. No sé nada de las decisiones últimas de Jelliffe respecto al tratamiento, y ciertamente no puede decirse que las haya tomado yo.

—Muy bien —dijo Littlemore—. Creo que podría detenerle por conspiración en la fuga de un preso del estado, pero todo parece indicar que no lograría que lo condenaran.

—Dudo que lo lograra, en efecto —dijo Dana—. Pero es muy probable que hiciera que lo despidieran si lo intentara.

—E imagino —añadió Littlemore— que tampoco tomaría ninguna decisión en relación con el robo, la quema y la siembra de cenizas en la casa del doctor Abraham Brill.

Por primera vez, Dana pareció desconcertado.

—Bonito anillo, doctor Dana —dijo a continuación Littlemore.

Yo no había reparado en él. Dana llevaba en la mano derecha un anillo con un sello. Nadie dijo nada. Dana enlazó los largos dedos ante sí —sin llegar a ocultar el sello, sin embargo—, y se reclinó en su butaca.

—¿Qué es lo que quiere, señor Littlemore? —preguntó. Se volvió hacia mí—. ¿O debería preguntárselo a usted, doctor Younger?

Me aclaré la garganta.

—Es una trama de mentiras —dije—. Las acusaciones que han hecho ustedes contra el doctor Freud. Todas y cada una de ellas son falsas.

—Supongamos que sé de qué me está hablando —respondió Dana—. Vuelvo a preguntar: ¿qué quieren?

—Son las tres y media —dije yo—. Dentro de media hora voy a enviar un telegrama a Worcester, a G. Stanley Hall. Le voy a decir que en el New York Times de mañana no va a publicarse cierta historia. Y quiero que mi telegrama no falte a la verdad.

Dana siguió sentado en silencio, sosteniendo mi mirada.

—Déjeme que le diga algo —dijo al fin—. El problema es éste: nuestro conocimiento del cerebro humano es incompleto. No tenemos medicamentos capaces de hacer que cambie el modo de pensar de las gentes. De curar sus delirios. De liberar sus deseos sexuales al tiempo que se les impide superpoblar la tierra. De hacer que sean felices. Todo es neurología, ¿saben? Tiene que serlo. El psicoanálisis va a hacemos retroceder cien años. Su licenciosidad servirá de señuelo para las masas. Su lascivia atraerá a las mentes científicas jóvenes, y también a algunas de edad avanzada. Convertirá a las masas en exhibicionistas y a los médicos en místicos. Pero un día la gente despertará al hecho de que ése es todo el traje nuevo del emperador. Tarde o temprano, descubriremos fármacos capaces de cambiar cómo piensan las gentes. Que controlarán cómo sienten. La cuestión es sólo si, llegado el momento, seguiremos teniendo el sentido de la vergüenza suficiente para sentir embarazo ante el hecho de que todo el mundo ande desnudo. Envíe ese telegrama, doctor Younger. No faltará a la verdad…, de momento.

Después de dejar la casa de Dana, Littlemore me llevó en el coche a través de la ciudad.

—Bien, doctor —dijo—. Sé lo que siente por Nora y demás, pero ¿no está usted…? Quiero decir que me pregunto por qué hizo Nora todo eso…

—Por Clara —respondí.

—Pero ¿por qué?

—No voy a contestarle.

Littlemore sacudió la cabeza.

—Todo el mundo ha hecho todo lo que ha hecho por Clara.

—Le conseguía chicas a Banwell —dije.

—Lo sé —replicó Littlemore.

—¿Lo sabe?

—Anoche —dijo— Nora nos estuvo contando a Betty y a mí la labor que hacían Clara y ella con las familias de los inmigrantes, y me pareció que la cosa no encajaba del todo, si sabe a lo que me refiero, después de todo lo que llevo oído del asunto. Así que le pedí unos cuantos nombres y direcciones a Nora, y he ido a comprobarlo esta mañana. He encontrado a varias de las familias a las que Clara había «ayudado». La mayoría no ha querido hablar, pero al final me he enterado de la historia. Y es fea de verdad, puede creerme. Clara encontraba chicas sin padre, algunas sin padre ni madre. Chicas jovencísimas de trece, catorce, quince años. Untaba bien a las personas que las tenían a su cargo y se las llevaba a Banwell.

Littlemore siguió conduciendo sin hablar.

—¿Ha averiguado —le pregunté— cómo es que hay un pasadizo que lleva a la habitación de Nora?

—Sí. Nos lo ha contado Banwell esta mañana —dijo el detective—. Le echa toda la culpa a Nora. Jamás había sospechado que Clara estuviera en su contra; hasta ayer. Tres o cuatro años atrás, los Acton lo contrataron para que les reformara la casa de Gramercy Park. Así se conocieron.

—Y Banwell se obsesionó con Nora —dije yo.

—Eso parece. Ella tenía entonces… unos catorce años, pero a él le entra la obsesión de que tiene que poseerla. Y entonces sucede: sus obreros están trabajando en la casa y de pronto encuentran un antiguo pasadizo subterráneo que va desde una de las habitaciones de la segunda planta hasta el cobertizo del jardín trasero. Al parecer los Acton ignoran su existencia. Pero están fuera de la ciudad, y Banwell no les dice nada. El pasadizo se arregla y él tiene acceso a él desde el callejón trasero de la casa. Y ni siquiera tiene que entrar en el terreno de los Acton. En el diseño de la casa asigna a Nora la habitación del pasadizo, que pasará a ser su dormitorio. Le he preguntado si su plan era entrar una noche en el dormitorio de Nora y violarla. Y ¿sabe lo que ha hecho? Reírseme en la cara. Según él, jamás ha violado a nadie. Todas lo deseaban. En el caso de Nora, piensa que va a seducirla, y necesita un modo de entrar y salir de la casa sin que los Acton se enteren. Pero creo que Nora no estaba por la labor.

—Y le rechazó —dije.

—Eso es lo que nos ha dicho Banwell. Jura que jamás la ha tocado. Que jamás ha utilizado el pasadizo hasta esta semana. Creo que le disgustó muchísimo ese rechazo. Quizá ninguna chica lo había rechazado antes.

—Quizá —dije—. Puede que estuviera enamorado de ella.

—¿Eso cree?

—Sí. lo creo. Y Clara decidió conseguírsela.

—¿Cómo pensaba hacerlo? —preguntó Littlemore.

—Creo que lo que de veras intentó fue que Nora se enamorara de ella.

—¿Qué? —dijo Littlemore.

No respondí.

—Yo no entiendo de eso —continuó Littlemore—, pero le contaré lo siguiente: Banwell dice que lo de que Nora hiciera el papel de Elizabeth Riverford fue idea de Clara. Cuando levanta el Balmoral, construye otro pasadizo, pero éste conectado a su propio estudio. El apartamento al que conduce al otro extremo será su nido de amor. Lo decora como a él le gusta: una gran cama de latón, sábanas de seda, todo tipo de lujos. Llena el armario con lencería y pieles. Pone un par de trajes suyos, también, pero en un armario diferente que cierra con llave. Sólo hace muy poco tiempo, si hemos de creer a Banwell, Clara le dice que Nora ha aceptado por fin. La idea es que Nora alquile el apartamento con nombre falso y acuda a reunirse con él siempre que pueda. No sé qué puede haber de cierto en todo esto. No he querido preguntárselo a Nora.

Yo ya lo sabía. Nora me lo había contado todo la noche anterior, mientras esperábamos a la policía.

Un día de julio, Clara, con los ojos llenos de lágrimas, le dijo a Nora que ya no podía soportar más su matrimonio. George la azotaba y violaba casi noche tras noche. Temía por su vida, pero no podía dejarle porque si lo hacía la mataría.

Nora estaba aterrorizada, pero Clara le dijo que nadie podía hacer nada para ayudarla. Sólo una cosa podría salvarla, pero era algo imposible. Clara conocía a un hombre que ocupaba un alto puesto en la policía, se refería a Hugel, por supuesto. Clara lo había conocido cuando ella y Nora «ayudaban» a una familia emigrante cuya hija había muerto. Según Clara, le reveló su angustiosa situación a Hugel. Éste se apiadó de ella, pero le dijo que la ley se encontraba inerme ante estas cosas, porque el esposo tiene el derecho legal de violar a la esposa. Cuando, sin embargo, Clara añadió que George violaba también a otras chicas, a cuyas familias pagaba para comprar su silencio, y una de las cuales, como mínimo, había sido asesinada, el coroner había montado en cólera. Al parecer explicó que lo único que podían hacer era una cosa: escenificar un asesinato.

Debía encontrarse a una joven muerta en el apartamento que George tenía para sus amantes. Debía parecer que había muerto a manos suyas. Era factible, porque él, el coroner, le administraría un fármaco que la haría pasar por muerta, y él mismo certificaría tal muerte en calidad de médico forense. Una «prueba» que dejarían en el lugar del crimen identificaría como asesino a Banwell. Clara le comunicó a Nora el plan urdido con el coroner.

Nora recuerda haber quedado anonadada ante la audacia del plan. Y le preguntó a Clara si era realmente posible llevarlo a cabo.

Clara le respondió que no. Jamás podría pedirle a nadie que desempeñara el papel de amante y víctima ficticia. No le quedaba otro remedio, por tanto, que afrontar su destino de violación y maltrato.

Fue entonces cuando Nora se prestó a hacerlo ella.

Clara simuló quedarse de piedra ante el ofrecimiento. Rotundamente no, respondió. La joven que haría de víctima tendría que aceptar los daños que ello implicaría. Nora le preguntó a Clara si por daños se refería a violación. Por supuesto que no, le respondió Clara; pero la víctima tendría que dejar que se le atara una cuerda o cordón al cuello, y que incluso se le dejara en él una o dos marcas. Nora insistió en que lo haría. Al final Clara fingió acceder, y siguieron adelante con el plan. Nora no sabía muy bien lo que había sucedido en el Balmoral el domingo por la noche, pues el coroner le había inducido una catalepsia mediante una fuerte droga. Recordaba, sin embargo, que Clara le había dicho que no gritara, y también que a partir de entonces olvidara su nombre falso. El resto era confuso.

Le expliqué todo esto a Littlemore.

—Sé lo que sucedió después —dijo Littlemore—. Cuando Nora despierta el lunes por la mañana, está en el depósito de cadáveres con Hugel. Éste le comunica la mala noticia: la corbata que él debía haber encontrado en la escena del crimen, la corbata de seda y el alfiler con el monograma de Banwell que debían probar que él era el culpable, habían desaparecido. Era obvio que Banwell había entrado en el apartamento por el pasadizo en cuanto se enteró del «asesinato». Tenía que sacar de él rápidamente su ropa, para que no lo relacionaran con la señorita Riverford.

—Pero Banwell estaba fuera de la ciudad el domingo por la noche. Y en compañía del alcalde —dije—. ¿No lo sabía Hugel?

—Nadie lo sabía. Se suponía que Banwell iba a cenar en la ciudad. El plan de ir con el alcalde a Saranac le había surgido a última hora. Todo muy en secreto. No hubo forma de que Clara lo supiera de antemano, porque en la residencia campestre de los Banwell no hay teléfono. Así que Clara se escabulle de Tarry Town aquella noche, lo prepara todo con Nora a eso de las nueve, y vuelve al campo en su coche. Le dijo a Hugel que fijara la hora de la muerte entre medianoche y las dos, porque se suponía que Banwell tenía que estar en casa a esa hora.

»Pero Banwell vio su corbata a la mañana siguiente en el lugar del «crimen», y se la llevó antes de la llegada de Hugel.

»Muy bien. Sin la corbata, Hugel está en un atolladero. Y no puede ponerse en comunicación con Clara. Así que decide que tiene que montar otra falsa agresión, en cuyo escenario dejará otra prueba de cargo. Hay que condenar a Banwell, ¿no es cierto? Es el trato que ha hecho con Clara. Ella le ha pagado diez mil dólares por adelantado, y le pagará otros treinta mil si Banwell es condenado por asesinato. Pero algo sale mal también esta vez. No sé qué. Y Hugel cierra el pico.

Ahora era yo quien de nuevo podía llenar los huecos en blanco. Nora había seguido adelante con la segunda «agresión» porque aún quería salvar a Clara y porque no sabía de qué otra forma podía explicar las heridas con las que había despertado. En esta segunda «agresión», el coroner no haría más qué atarla y dejarla en el lecho. No iba a herirla más. Y no lo hizo. (Por eso Nora no fue capaz de responder a mis preguntas de ayer. Le pregunté si algún hombre la había azotado. Tenía miedo de contarme la verdad, porque Clara le había jurado que Banwell la mataría si llegaba a saber la verdad). Pero cuando el coroner la ató, se puso muy alterado. Se quedó mirándola fijamente. Sudaba, y parecía tener problemas para tragar saliva. Pero siguió ajustándole la cuerda alrededor de las muñecas. Y no se marchaba. Y luego se frotó contra ella.

—Al parecer su coroner perdió el control de sí mismo —dije, sin entrar en más detalles—. Nora gritó.

—Y a Hugel le entró el pánico, ¿no es eso? —dijo Littlemore—. Escapa por la trasera de la casa. Tiene el alfiler de corbata de Banwell: pretendía dejarlo en el dormitorio. Pero estaba tan asustado que olvidó hacerlo. Así que lo tiró en el jardín, pensando que lo encontraríamos cuando rastreáramos el lugar centímetro a centímetro.

Tras la huida del coroner, Nora no supo qué hacer. El coroner, se suponía, tenía que haberla dejado inconsciente, pero había salido precipitadamente y no le había administrado el narcótico. Sin saber qué hacer, Nora fingió no poder hablar ni recordar nada de lo sucedido. Su pérdida de voz de hacía tres años y su amnesia —real, si bien parcial— de la noche anterior le dieron la idea.

—¿Por qué arrojó Banwell el baúl al río? —pregunté.

—Estaba en un aprieto —dijo Littlemore—. Piénselo. Si nos permitía rastrear todo lo que había en el apartamento, sabía que lo encontraríamos y acabaría entre rejas por asesinato. Pero no podía decirnos que Elizabeth era Nora. Aun en el caso de que lo creyéramos, se armaría un escándalo enorme y también daría con sus huesos en la cárcel por corrupción de menores. Así que le dijo al alcalde que mandaría las cosas de la señorita Riverford a Chicago, a su familia. Las metió en un baúl y bajó con él al cajón. Pensó que era el sitio perfecto, pero se topó con Malley.

—Casi nos engaña —dije.

—¿Con lo de Malley?

—No. Cuando…, cuando le hizo las quemaduras a Nora. El solo pensamiento me hizo sentir que había matado al cónyuge equivocado de los Banwell.

—Sí —dijo Littlemore—. Quería hacemos creer que Nora estaba loca y se había hecho las heridas ella misma. Creía que si lograba que nos tragáramos esto, se libraría de la cárcel. Poco importaba lo que Nora dijera: nadie la creería.

—¿Qué le hizo volver para mataría anoche? —pregunté.

—Nora le mandó a Clara una carta —respondió Littlemore—. Le decía que iba a contarle a la policía todo lo que Banwell le había hecho a Clara, y a las demás chicas, las emigrantes. Al parecer Banwell se las arregló para leerla.

—Me pregunto si se la enseñó la propia Clara —dije.

—Puede ser. Pero entonces Hugel llama a la puerta. Banwell, que está en el apartamento, empieza a atar cabos. Aquella noche, pues, ata a Clara para dejada fuera de la circulación el tiempo necesario y se dirige a casa de los Acton. Es entonces cuando doy con el pasadizo secreto del Balmoral. Dios, Clara era buena, muy buena… Me dice que su marido se ha ido a matar a Nora, pero hace como que soy yo quien se lo sonsaca. No creo que en aquel momento fuera consciente de que Nora no estaba en su casa. Y ¿cómo averiguó Clara que Nora estaba en el hotel?

—Porque Nora la llamó —dije—. ¿Qué me dice del chino?

—¿Leon? Jamás lo encontrarán —respondió Littlemore—. Hoy he tenido una larga conversación con el señor Chong. Me ha contado que el primo Leon fue a verle hace un mes, y le dijo que había un tipo muy rico que les pagaría un buen dinero por recoger un baúl y hacerlo desaparecer para siempre. Aquella noche, los dos hombres van al Balmoral, y luego suben a un coche de alquiler y llevan el baúl al cuarto de Leon. Al día siguiente, Leon hace las maletas. «¿Adónde vas?», le pregunta Chong. «A Washington», le responde Leon. «y luego vuelvo a China». Chong se pone nervioso. «¿Qué hay en ese baúl?», pregunta. «Mira dentro», le responde Leon. Así que Chong lo abre, y ve el cadáver de una de las novias de Leon. Chong se altera; le dice a su primo que la policía va a creer que el que la ha matado es él, Leon. Éste se echa a reír y dice que eso es exactamente lo que la policía tiene que pensar. Le dice también a Chong que se presente en el Balmoral al día siguiente, porque van a ofrecerle un puesto de trabajo estupendo. Chong se entusiasma al respecto. Imagina que a Leon le han pagado una fortuna por lo que está haciendo; de otra manera no podría volver a China. Así que, como buen chino, Chong pide dos trabajos en lugar de uno, y Leon lo arregla con Banwell para que así sea.

Llegamos al hotel, ambos sumidos en nuestros propios pensamientos.

Littlemore dijo:

—Una cosa. ¿Por qué Clara se tomó tanto trabajo en conseguir a Nora para Banwell si tenía tantos celos de ella? Eso no encaja.

—Bueno, no sé… —dije yo, apeándome del coche—. Hay gente que necesita hacer realidad aquello que más le atormenta.

—¿De veras?

—Sí.

—¿Por qué? —preguntó Littlemore.

—No tengo ni idea, detective. Es un misterio no resuelto.

—Eso me recuerda algo: ya no soy un simple detective —dijo Littlemore—. El alcalde me ha nombrado teniente.

Sábado por la noche. Una lluvia torrencial caía sobre todo el grupo —Freud, un Jung visiblemente incómodo, Brill, Ferenczi, Jones y yo— en el puerto de South Street. Mientras cargaban nuestro equipaje en el barco que nos llevaría de Nueva York a Fall River, adonde llegaríamos al día siguiente, Freud me llevó a un lado.

—¿No viene con nosotros? —dijo desde la cúpula de su paraguas hacia la cúpula del mío.

—No, señor. El cirujano dice que no debo viajar en unos días.

—Ya, entiendo —respondió Freud con escepticismo—. Y Nora se queda aquí en Nueva York, claro.

—Sí, señor —dije.

—Pero también se trata de algo más, ¿no? —dijo Freud, acariciándose la barba.

Preferí cambiar de tema.

—¿Cómo le va con el doctor Jung, señor, si me permite la pregunta? —Tenía noticia, y Freud sabía que la tenía, de la conversación insólita que ambos habían mantenido la noche anterior.

—Mejor —respondió Freud—. ¿Sabe?, creo que Jung tenía celos de usted.

—¿De mí?

—Sí —dijo Freud—. Al final he caído en la cuenta de que se tomó como una traición que lo eligiera a usted en lugar de a él para que se hiciera cargo del psicoanálisis de Nora. Cuando le expliqué que lo designé a usted sólo porque vive aquí, las cosas entre nosotros mejoraron de inmediato. —Miró hacia la lluvia—. Pero la cosa no va a durar. No mucho.

—No entiendo a la señora Banwell, doctor Freud —dije—. No entiendo lo que sentía por la señorita Acton.

Freud se quedó pensativo.

—Bien, Younger, usted resolvió el misterio. Algo muy meritorio.

—Usted lo ha resuelto, señor. Anoche me advirtió de que la amistad de Clara con Nora no era enteramente inocente. Pero lo cierto es que no entiendo a Clara Banwell. No entiendo su motivación.

—Si tuviera que adivinarlo —dijo Freud— diría que Nora era para la señora Banwell un espejo en el cual se veía como era ella hace diez años, y en el que veía también, como contrapunto, en qué se había convertido. Ello explicaría sin duda su deseo de corromper a Nora, y de hacerle daño. No debe olvidar los años de castigo que había tenido que soportar como objeto de deseo de un sádico.

—Pero seguía con él. —No podía ser sólo el dinero lo que hizo que Clara siguiera con Banwell—. ¿Era masoquista?

—No existe tal cosa, Younger, en forma pura. Todo masoquista es también un sádico. En cualquier caso, el masoquismo en los hombres nunca es lo primordial: es sadismo vuelto contra uno mismo. Y la señora Banwell tenía sin duda un marcado lado masculino. Seguramente llevaba ya un tiempo planeando la destrucción de su marido.

Aún tenía otra pregunta que hacerle. Dudaba si hacérsela o no, sin embargo. Parecía tan básica, tan propia de un ignaro. Pero decidí hacérsela de todas formas.

—¿La homosexualidad es una enfermedad, doctor Freud?

—Se está preguntando si Nora es homosexual —me respondió.

—¿Tan transparente soy?

—No hay nadie capaz de mantener un secreto —dijo Freud—. Si sus labios se mantienen cerrados, hablará con las puntas de los dedos.

Reprimí el impulso de mirarme las puntas de los dedos.

—No tiene por qué mirarse las puntas de los dedos —prosiguió Freud—. No es transparente. Con usted, muchacho, lo único que hago es preguntarme lo que sentiría yo en su lugar. Pero responderé a su pregunta. La homosexualidad no es ciertamente una ventaja, pero no puede considerarse una enfermedad. No es en absoluto una vergüenza, ni un vicio, ni una degradación. En las mujeres, especialmente, puede haber detrás un narcisismo primario, un amor a sí mismas que dirige su deseo hacia otros seres de su mismo sexo. Pero yo no consideraría a Nora homosexual. Yo diría más bien que fue seducida. Pero debería haber visto al instante su amor por la señora Banwell. Era claramente la corriente inconsciente más fuerte de su vida mental. Usted me dijo el primer día el cariño con el que le había hablado de Clara Banwell, cuando lo lógico habría sido que hubiera mostrado el más feroz de los celos de una mujer a quien había sorprendido con su padre en mitad de un acto sexual, un acto sexual que ella misma quería realizar con su progenitor. Sólo el más intenso de los deseos por la señora Banwell le habría permitido no sentir celos de ella.

Como es natural, no estaba del todo de acuerdo con tal observación. Y me limité a asentir en silencio.

—¿No está de acuerdo? —me preguntó.

—No creo que Nora estuviera celosa de Clara —dije—. De esa forma.

Freud levantó las cejas.

—No puede no estar de acuerdo con ello a menos que rechace la teoría del Edipo.

Seguí sin decir nada.

—Ah, ya —dijo Freud al fin. Y lo repitió—: Ah, ya. —As piró el aire profundamente, suspiró y me observó con detenimiento—. Por eso no viene a Clark con nosotros.

Pensé en mencionarle a Freud mi reinterpretación del complejo de Edipo. Me habría gustado hacerlo. Me habría gustado aún más discutir con él Hamlet. Pero vi que no podía. Sabía lo que había sufrido por la defección —al parecer— de Jung. Habría otras ocasiones. Llegaría a Worcester el martes por la mañana. A tiempo para su primera conferencia.

—En tal caso —prosiguió Freud—, déjeme plantearle una posibilidad antes de irme. Usted no es el primero en rechazar el complejo de Edipo. Y tampoco será el último. Pero usted quizá tenga un motivo especial para hacerlo, un motivo relacionado con mi persona. Usted me admiraba de lejos, mi querido amigo. Siempre hay una especie de amor por el padre en tales relaciones. Ahora, después de haberme conocido en carne y hueso, y después de haber tenido la oportunidad de completar esta catexis, tiene miedo de que sea así. Teme que me aparte de usted, como hizo su padre real. Así que se protege de ese apartamiento que presiente negando el complejo de Edipo.

Seguía lloviendo a mares. Freud me miró con ojos bondadosos.

—Alguien le ha contado —dije— que mi padre se suicidó.

—Sí.

—Pero no lo hizo.

—¿No?

—Lo maté yo.

—¿Qué?

—Fue la única forma —dije— de superar mi complejo de Edipo.

Freud me miró. Por un instante temí que pudiera haber tomado en serio mis palabras. Luego se echó a reír a carcajadas y me estrechó la mano. Me dio las gracias por ayudarle en su semana en Nueva York, y en especial por haber salvado sus conferencias en la Universidad de Clark. Lo acompañé hasta cubierta. Su cara me pareció mucho más llena de arrugas de lo que me había parecido una semana atrás. Y su espalda ligeramente encorvada, y sus ojos una década más viejos. Cuando empecé a bajar del barco oí que me llamaba por mi nombre. Estaba apoyado sobre la borda; yo ya había descendido varios metros por la escalerilla.

—Seré honrado con usted, muchacho —dijo, desde debajo del paraguas batido por la lluvia—. Respecto de este país suyo: recelo de él. Tenga cuidado. Saca lo peor de la gente: tosquedad, ambición, fiereza. Hay demasiado dinero. Veo la célebre mojigatería de su país, pero es muy frágil. Saltará en mil pedazos en el torbellino de gratificación de los sentidos que está generándose en su seno. Norteamérica, me temo, es un error. Un error de dimensiones gigantescas, sin duda. Pero un error al fin y al cabo.

Fue la última vez que vi a Freud en los Estados Unidos. Aquella misma noche llevé a Nora a la última planta del edificio Gillender, en la esquina de Nassau, Broad y Wall Street, un lugar donde todos los días se ganaban y se perdían grandes fortunas. Los sábados por la mañana en Wall Street no había ni un alma.

Había ido a casa de los Acton en cuanto me despedí de Freud en el muelle. La señora Biggs me acogió como a un viejo amigo. Harcourt y Mildred Acton no estaban a la vista por ninguna parte; no recibían, era evidente. Pregunté cómo se encontraba Nora. La señora Biggs se retiró sin dejar de hablar, y al cabo de unos minutos bajó Nora.

Ninguno de los dos sabía qué decir. Al final le pregunté si le gustaría dar un paseo. Le dije que, desde el punto de vista médico, sería harto aconsejable. De pronto estuve seguro de que Nora iba a declinar mi invitación y de que no la volvería a ver jamás.

—De acuerdo —dijo.

La lluvia había cesado. El olor del pavimento mojado, que en la ciudad significa frescura, se alzaba gratamente al aire. En la zona centro el pavimento se convirtió en adoquinado, y el ruido distante de los cascos de los caballos, sin el menor rastro de automóviles o de autobuses, me recordó el Nueva York que conocí de chico. Hablamos poco.

El portero del Gillender, al oír que queríamos contemplar la famosa vista, nos dejó pasar. En la estancia de la cúpula, de la planta diecinueve, cuatro ventanas ojivales se abrían a la ciudad, cada una hacia un punto cardinal. Ciudad arriba, veíamos kilómetro tras kilómetro de la propagación hacia el norte de las luces de Manhattan; y hacia el sur la punta de la isla, el agua, y la antorcha encendida de la Estatua de la Libertad.

—Van a demolerlo en cualquier momento —dije.

El edificio Gillender, cuando se construyó en 1897, era uno de los rascacielos más altos de Manhattan. De silueta fina y esbelta y proporciones clásicas, era asimismo uno de los más admirados.

—Será el edificio más alto que se derribe en la historia del mundo —dije.

—¿Ha sido feliz alguna vez? —me preguntó Nora de pronto.

Me quedé pensativo.

—El doctor Freud dice que la infelicidad nos la causa el no poder liberarnos de nuestros recuerdos.

—¿Y dice cómo se supone que tenemos que liberarnos de nuestros recuerdos?

—Recordándolos.

Ninguno de los dos habló.

—Eso no suena del todo lógico, doctor —dijo Nora.

—No.

Nora señaló hacia un tejado situado a una manzana al norte.

—Mire. Ése es el edificio Hanover, donde el señor Banwell se propasó conmigo hace tres años.

Callé.

—¿Lo sabía? —me preguntó—. ¿Sabía que desde aquí lo veríamos?

Tampoco dije nada.

—Sigue tratándome, ¿verdad? —dijo ella.

—Nunca la he tratado.

Miró hacia otra parte.

—Fui tan estúpida.

—Ni de lejos tan estúpido como yo.

—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó Nora.

—Volver a Worcester —dije—. Ejercer la medicina. Los estudiantes estarán de vuelta dentro de unas semanas.

—Mis clases empiezan el veinticuatro —dijo ella.

—¿Va a ir a Barnard, entonces?

—Sí. Ya he comprado los libros. Me voy de casa de mis padres. Viviré en una residencia de la zona norte que se llama Brooks Hall.

—¿Y qué va a estudiar en Barnard, señorita Acton? —le pregunté—, ¿las mujeres de Shakespeare?

—En realidad —me respondió, como sin darle importancia—, estoy pensando en especializarme en drama isabelino y psicología. Ah, y en investigación criminal…

—Absurda combinación de intereses —dije—. Nadie va a tomarla en serio.

Hubo otro silencio.

—Supongo —dije— que tendremos que decirnos adiós.

—Yo he sido feliz una vez —respondió ella.

—¿Una vez?

—Anoche —dijo ella—. Adiós, doctor. Gracias.

No respondí. E hice bien. Si no le hubiera dado unos instantes de más, tal vez no habría pronunciado las palabras que yo más anhelaba escuchar.

—¿Va a darme un beso de despedida, al menos? —dijo.

—¿Besarla? —repliqué yo—. Aún es menor de edad, señorita Acton. No osaría ni en sueños.

—Soy como Cenicienta —dijo Nora—. Sólo que al revés. A medianoche cumpliré dieciocho años.

Llegó la medianoche. Y resultó que no me decidí a abandonar la ciudad de Nueva York ni una sola vez durante el resto de aquel mes tan joven.