XXV

El teléfono sonó en mi habitación del hotel, y me despertó. No recordaba haberme dormido; apenas recordaba haber vuelto a mi habitación. Me llamaban de Recepción.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—Casi medianoche, señor.

—¿De qué día?

La neblina de mi mente no se disipaba.

—Aún es viernes, señor. Disculpe, doctor Younger, pero nos pidió que le informáramos si la señorita Acton tenía alguna visita.

—¿Y?

—Una tal señora Banwell sube ahora mismo hacia su cuarto.

—¿La señora Banwell? —dije—. Muy bien. No permita que suba a verla nadie más sin avisarme antes.

Nora y yo habíamos vuelto en tren desde Tarry Town. En el viaje apenas hablamos. Cuando llegamos a la estación Grand Central, Nora me rogó que la llevara al Hotel Manhattan, porque quería comprobar si la habitación seguía registrada a su nombre. En tal caso, ¿no podría seguir en el hotel hasta el domingo, en que ya no habría de temer que sus padres la internasen en algún centro psiquiátrico en contra de su voluntad?

En contra de mi buen juicio, acepté llevarla al hotel. Le advertí, sin embargo, de que a la mañana siguiente, pasara lo que pasara, daría cuenta a su padre de su paradero. Estaba seguro, y así se lo hice saber, de que ya se le ocurriría alguna historia que contar a sus padres capaz de mantenerlos a raya otras veinticuatro horas. Resultó que tenía razón en lo de su habitación: se suponía que seguía en ella. El empleado de recepción le entregó la llave, y Nora desapareció en el ascensor.

No me pareció sensata aquella visita de medianoche de la señora Banwell a Nora: podía haberla seguido su marido. Debía de haberle telefoneado la propia Nora. Pero si Nora podía engañarme a mí tan a conciencia como lo había hecho, Clara podría seguramente engañar a su marido acerca de su salida nocturna.

Los comentarios de Freud sobre lo que sentía Nora por Clara volvieron a mi cabeza. Freud seguía pensando, claro está, que Nora albergaba deseos incestuosos. Yo ya no lo pensaba. De hecho, y dada mi interpretación de Ser o no ser, osaba pensar que había puesto el complejo de Edipo donde le correspondía. Freud tenía razón en todo lo que había descubierto: sí, había puesto el espejo frente a la naturaleza, pero lo que había visto en él era una imagen especular de la realidad.

Era el padre, no el hijo. Sí, cuando un niño pequeño entra en escena con su madre y su padre, uno de los actores de ese trío tiende a sentir unos celos profundos…, el padre. Puede llegar a sentir que el pequeño se inmiscuye en la relación especial y exclusiva que él, el padre, tiene con la madre. Incluso puede casi desear librarse de ese intruso que mama y lloriquea, de quien la madre proclama las excelencias. Incluso puede llegar a desear que se muera.

El complejo de Edipo es real, pero el sujeto de todos sus predicados es el padre o la madre, no el niño. Y no hace más que empeorar a medida que el niño crece. Una chiquilla pronto hará que su madre tenga que enfrentarse a un ser cuya juventud y belleza la madre no puede evitar mirar con malos ojos. Un chiquillo ha de llegar a superar a su padre, quien a medida que el hijo crece no puede sino sentir que la rueda de las generaciones acabará por desplazarlo.

Pero ¿qué madre o qué padre reconocerá tal deseo de matar a su propia progenie? ¿Qué padre admitiría sentir celos de su hijo? Por consiguiente, el complejo de Edipo ha de proyectarse sobre el hijo. Una voz le dice al oído al padre de Edipo que no es él, el padre, quien siente deseos secretos de muerte en contra del hijo, sino éste, Edipo, quien codicia carnalmente a la madre y planea matar al padre. Cuanto más intensos sean los celos en los padres, más destructivos serán éstos con sus hijos, y en caso de acontecer tal cosa bien podrían conseguir que sus hijos se volvieran contra ellos, dando lugar a la situación con la que tanto temían enfrentarse. Ésa es la enseñanza que extraemos de Edipo. Freud malinterpretó Edipo: el secreto de los deseos edípicos reside en el corazón del progenitor, no en el del niño.

Lo malo de ello era que tal descubrimiento, si así podía llamársele, ahora me parecía muy trasnochado, muy carente de provecho. ¿Qué había de bueno en él? ¿Qué nos reportaba de bueno el hecho de pensar?

—Esto es un ultraje —dijo el coroner Hugel, con lo que parecía una indignación a duras penas controlable—. Exijo una explicación.

George Banwell gruñía de dolor mientras la señora Biggs le ponía un esparadrapo en la cabeza. La sangre se le había secado en el pelo, ya no le caía por las mejillas.

—¿Qué significa esto, Littlemore? —preguntó el alcalde.

—¿Quiere decírselo usted, señor Hugel? —fue la respuesta del detective.

—¿Decirme qué? —dijo McClellan.

—Suélteme —le dijo el coroner a Reardon.

—Suéltele, agente —le ordenó el alcalde.

Reardon obedeció al instante.

—¿Es otra de sus bromas, Littlemore? —preguntó Hugel, enderezándose el traje—. No haga caso a nada de lo que diga, señor McClellan. Es un hombre que ayer fingió estar muerto sobre mi mesa de las autopsias.

—¿Es cierto eso, Littlemore? —le preguntó el alcalde al interesado.

—Sí, señor.

—¿Lo ve? —le dijo Hugel a McClellan, alzando el tono de voz—. Ya no pertenezco al funcionariado municipal. Mi dimisión se ha hecho efectiva a las cinco de la tarde de hoy; está encima de su escritorio, señor McClellan, aunque no hay duda de que no la ha leído. Me voy a casa. Buenas noches.

—No deje que se vaya, señor alcalde —dijo Littlemore.

El coroner no le hizo el menor caso. Se puso el sombrero y echó a andar a grandes pasos hacia la puerta.

—No deje que se vaya, señor —repitió Littlemore.

—Señor Hugel, quédese donde está, por favor —le ordenó el alcalde McClellan—. El detective Littlemore acaba de mostrarme esta noche algo que nunca hubiera creído posible. Así que quiero oír lo que tiene que decirme.

—Gracias, señor —dijo Littlemore—. Será mejor que empiece por la fotografía. La sacó el coroner Hugel, señor. Es una fotografía de la señorita Riverford con las iniciales del señor Banwell marcadas en el cuello.

Banwell se movió en su sitio; seguía al pie de las escaleras.

—¿De qué está hablando? —preguntó.

—¿Sus iniciales? ¿A qué se refiere? —preguntó McClellan.

—Tengo una copia aquí, señor —dijo Littlemore. Le tendió la fotografía al alcalde—. Es un poco complicado, señor. Verá, el señor Hugel dijo que el cuerpo de la señorita Riverford lo habían robado de la morgue porque en él había una pista.

—Sí, recuerdo que me lo comentó usted, Hugel —dijo el alcalde.

El coroner siguió callado, mirando con recelo a Littlemore.

—Luego Riviere reveló las placas del señor Hugel —prosiguió el detective—, y, en efecto, comprobamos que en esa foto del cuello de la señorita Riverford hay unas marcas. Riviere y yo no caímos en ello, pero el señor Hugel sí, y nos lo explicó. El asesino estranguló a la señorita Riverford con una de sus corbatas, y ésta llevaba prendido un alfiler, y en el alfiler había un monograma. Así que mire usted la fotografía, señor: muestra las iniciales del asesino en el cuello de la víctima. Eso es lo que nos explicó el señor Hugel, ¿no es cierto?

—Asombroso —dijo el alcalde, que miró con detenimiento la fotografía, sosteniéndola en el aire, muy cerca de los ojos—. Dios, sí, lo veo: GB.

—Sí, señor. Y también tengo uno de los alfileres de corbata del señor Banwell, y, como comprobará usted, los monogramas son muy parecidos. —Littlemore se sacó del bolsillo del pantalón el alfiler de corbata de Banwell y se lo tendió a McClellan.

—Es verdad —dijo el alcalde—. Son idénticos.

—Tonterías —dijo Banwell—. Me están tendiendo una trampa.

—Santo Dios, Hugel —dijo el alcalde, haciendo caso omiso de Banwell—, ¿por qué no me dijo esto? Tenía usted una prueba contundente contra él.

—Pero yo no…, no puedo… Déjeme ver esa fotografía —dijo Hugel.

El alcalde le tendió la fotografía al coroner.

Hugel se puso a examinarla, y mientras lo hacía sacudía la cabeza.

—Pero mi fotografía…

—El señor Hugel no ha visto nunca esa fotografía, señor —dijo Littlemore.

—No comprendo —dijo el alcalde.

—En la fotografía del señor Hugel, en la fotografía original, señor…, las iniciales marcadas en el cuello de la joven no eran GB. Eran GB al revés, su imagen en un espejo.

—Bueno, sí, claro —convino el alcalde—. Las iniciales deberían haber quedado al revés, ¿no es eso? El monograma tendría que haber dejado una marca inversa, como el sello que se estampa en un sobre.

—Ahí está el quid de la cuestión —dijo Littlemore—. Lo ha entendido a la perfección, señor: el alfiler habría dejado una imagen al revés, de forma que las iniciales GB al revés de la fotografía del señor Hugel hacían pensar que el señor Banwell era el asesino. Y eso es exactamente lo que nos dijo el señor Hugel. El único problema es que la fotografía del señor Hugel era ya una imagen al revés. Riviere me lo aclaró. Y de eso es de lo que no se dio cuenta el señor Hugel. Su fotografía mostraba una GB ya del revés…, ¿me sigue?, pero esa fotografía era ya una imagen al revés del cuello de la joven. Lo cual significa que la marca dejada en su cuello era una GB de verdad, y eso nos dice que el monograma del asesino no era una GB real sino una GB al revés.

—Repítamelo —dijo McClellan.

Littlemore repitió la explicación. De hecho, la repitió varias veces, hasta que el alcalde acabó por entenderla. También explicó que le había pedido a Riviere que le hiciera una imagen inversa de la fotografía de Hugel, invirtiendo de nuevo la GB para que se nos mostrara «de cara» y pudiéramos comparar ambas iniciales con el monograma real de George Banwell. Y ésa era la fotografía que acababa de enseñarle al alcalde.

—Pero sigue sin tener sentido —dijo el alcalde, irritado—. No tiene ningún sentido. ¿Cómo es posible que el monograma de la fotografía original de Hugel sea el revés exacto del monograma de George Banwell?

—Sólo de una forma, señor —dijo Littlemore—. Alguien hizo el dibujo.

—¿Qué?

—Alguien lo dibujó. Alguien lo grabó directamente en la placa seca antes de que Riviere la revelara. Alguien que tenía acceso tanto al alfiler del señor Banwell como a las placas secas del señor Hugel. Alguien que quería hacer que pensáramos que el señor Banwell asesinó a Elizabeth Riverford. Y quienquiera que sea ese alguien debió de trabajar a conciencia. Lo hizo casi todo bien, pero cometió un error: hizo que la fotografía mostrara una imagen de espejo cuando no debería haberlo hecho. Sabía que la marca en el cuello de la señorita Riverford tenía que ser la imagen especular del monograma, y pensó que la fotografía tenía que mostrar esa misma imagen, pero lo que pasó por alto es que un ferrotipo, una placa, ya es una imagen de espejo. Y ése fue su gran error. Cuando nos mostró una GB invertida en la fotografía, nos descubrió su juego.

Hugel saltó:

—Ni yo mismo puedo seguir lo que este chiflado está diciendo. Tenemos una fotografía nítida del cuello de la joven. Y en ella vemos GB… No un negativo, ni un doble negativo, ni un triple negativo, ni ninguna de las tonterías que Littlemore nos está diciendo. Sólo una simple GB. Que prueba que Banwell es el asesino.

Se hizo un breve silencio. Y al cabo habló el alcalde:

—Detective —dijo—, creo que he seguido su razonamiento. Pero debo decir que las cosas han dado tantas vueltas tantas veces que me pierdo y no logro saber quién tiene razón en este asunto. ¿Lo que nos acaba de exponer es lo único que tiene para argüir que el señor Hugel ha alterado las pruebas? ¿Cabe en lo posible que el señor Hugel tenga razón? ¿Que la fotografía que usted nos muestra pruebe que George Banwell asesinó a la joven?

Littlemore frunció el ceño.

—Veamos —dijo—. Creo que hay un montón de pruebas en contra del señor Banwell, ¿no le parece? Señor alcalde, ¿me permite hacerle un par de preguntas al señor Banwell?

—Adelante —le respondió McClellan.

—Señor Banwell, ¿me oye bien, señor?

—¿Qué quiere? —gruñó Banwell a modo de respuesta.

—¿Sabe?, señor Banwell, ahora que lo pienso estoy bastante seguro de que podemos juzgarle y condenarle por el asesinato de Elizabeth Riverford. He encontrado un pasadizo secreto que une su apartamento con el de ella.

—Mejor para usted —le replicó Banwell.

—En el apartamento de la señorita Riverford hay rastros de una arcilla que coincide con la que hay en su obra del muelle.

—¿Yeso qué prueba?

—Y hemos encontrado el baúl con las cosas de la señorita Riverford… El baúl que usted hundió en el East River, debajo del Puente de Manhattan.

—¡Imposible! —gritó Banwell.

—Lo recuperamos anoche, señor Banwell. Justo antes de que usted anegara el cajón.

—¿Estuvo usted en el cajón del Puente de Manhattan anoche, Littlemore? —preguntó el alcalde.

—Sí, señor —dijo Littlemore, en tono sumiso—. Lo siento, señor McClellan.

—No importa —dijo el alcalde—. Continúe.

—Me están tendiendo una trampa —terció Banwell—. McClellan, estuve con usted todo el domingo por la noche. En el Saranac Inn. Sabe que no pude matarla.

—No es así como lo verá el fiscal —le replicó Littlemore—. El fiscal dirá que usted hizo que alguien llevara en coche a la señorita Riverford al Saranac, y que se escabulló de la cena con el alcalde, y que se reunió con ella en algún sitio, y que durante ese encuentro la asesinó. Luego hizo que la llevaran de vuelta al Balmoral, donde parecería que había muerto. Y se imaginó que el alcalde le serviría de coartada. Lástima que dejara sus iniciales en el cuello de la víctima. Eso es lo que dirá el fiscal, señor Banwell.

—Yo no la maté, se lo aseguro —dijo Banwell—. Y puedo probarlo.

—¿Cómo puedes probarlo, George? —le preguntó McClellan.

Nadie ha matado a Elizabeth Riverford —dijo Banwell.

—¿Qué? —dijo el alcalde—. ¿Está viva? ¿Dónde?

Banwell negó con la cabeza.

—Por el amor de Dios —exclamó McClellan—. Explícate.

—No existe tal Elizabeth Riverford —dijo Banwell.

—Nunca ha existido —añadió Littlemore.

Banwell expelió el aire de los pulmones. Hugel inspiró profundamente. El alcalde protestó:

—¿Quiere alguien explicarme qué está pasando aquí?

—Fue el peso de la chica lo que primero me hizo sospechar —dijo Littlemore—. El informe del señor Hugel decía que la señorita Riverford medía un metro sesenta y cinco, y pesaba cincuenta y dos kilos. Pero el gancho del techo del que estaba colgada no podía soportar todo ese peso. Se habría roto al instante. Lo probé yo mismo.

—Pude equivocarme en estatura y peso —adujo Hugel—. Estaba sometido a una presión enorme.

—No, no se equivocó, señor Hugel —dijo Littlemore—. Lo hizo a propósito. Y tampoco mencionó que el pelo de la señorita Riverford no era realmente negro.

—Por supuesto que era negro —dijo Hugel—. Todos los que estuvimos en el Balmoral testificaremos que era negro.

—Era una peluca —dijo Littlemore—. La encontramos en el baúl de Banwell.

Hugel recurrió al alcalde:

—Ha perdido el juicio. Alguien le está pagando para que diga esas cosas. ¿Por qué iba yo a falsear deliberadamente la apariencia física de la señorita Riverford?

—¿Por qué, detective? —preguntó McClellan.

—Porque si hubiera dicho a todo el mundo que Elizabeth Riverford medía un metro cincuenta y ocho y pesaba cuarenta y siete kilos, y tenía el pelo rubio y largo, las cosas se habrían puesto realmente difíciles cuando la señorita Nora Acton apareciese con idénticas heridas al día siguiente, el mismo día de la desaparición del cuerpo de la señorita Riverford… ¿No es así, señor Hugel?

En el momento mismo en que Clara entró por la puerta de su habitación, Nora se echó en sus brazos.

—Querida mía —dijo Clara—. Gracias al cielo que estás bien. ¡Estoy tan contenta de que me hayas llamado!

—Se lo voy a contar todo —exclamó Nora—. He intentado mantenerlo en secreto, pero no puedo.

—Lo sé —dijo Clara—. Me lo has dicho en tu misiva. Está bien. Cuéntalo todo.

—No lo entiendes —replicó Nora, al borde de las lágrimas—. Me refiero a todo.

—Lo entiendo. Está bien.

—No se ha creído que me hayan hecho el menor daño —dijo Nora—. El doctor Younger. Piensa que me he pintado las heridas.

—Qué horror.

—Me lo merezco, Clara. Todo ha salido mal. Me siento tan mal. Todo para nada. Sería mejor estar muerta.

—Calla. Necesitamos algo que nos calme los nervios. A las dos. —Fue hasta el aparador, en el que había una licorera medio llena y varias copas—. Ven. Oh, qué brandy más horrible. Pero voy a servimos un poco. Lo compartiremos.

Le tendió a Nora una copa con unos dedos de un licor dorado que se agitaba en su interior. Nora nunca había bebido brandy, pero Clara la ayudó a probarlo y, en cuanto hubo superado la primera sensación de quemazón interna, a que apurase lo que quedaba; la inclinación excesiva de la copa hizo que se le derramara un poco en la delantera del vestido.

—Vaya —dijo Clara—. ¿Es mío este vestido que llevas puesto?

—Sí —dijo Nora—. Lo siento. Hoy he ido a Tarry Town. ¿Te importa?

—Por supuesto que no. Te sienta tan bien. Mis cosas siempre te vienen a la perfección. —Clara sirvió otro dedo de brandy en la copa, y bebió un poco, cerrando los ojos al hacerlo. Luego acercó la copa a los labios de Nora—. ¿Sabes? —dijo—. Compré este vestido pensando en ti. Y estos zapatos iban a ir a juego con él. Éstos, los que llevo puestos. Toma, pruébatelos. Tienes unos tobillos tan finos. ¿Por qué no dejamos de pensar y nos dedicamos a vestirte de punta en blanco, como solíamos hacer?

—¿Te parece? —dijo Nora, tratando de sonreír.

—¿Quiere decir que Elizabeth Riverford era Nora Acton? —le preguntó un perplejo alcalde McClellan al detective Littlemore.

—Puedo probarlo, señor —dijo Littlemore. Hizo un gesto en dirección a Betty mientras se sacaba del bolsillo otra fotografía—. Señor alcalde, Betty, aquí presente, fue la doncella de la señorita Riverford en el Balmoral. Y ésta es una fotografía que encontré en el apartamento de Leon Ling. Betty, diles a estos señores quién es esta mujer.

—La de la izquierda es la señorita Riverford —dijo Betty—. El pelo lo lleva diferente, pero es ella.

—Señor Acton, ¿podría mirarla usted ahora, por favor? —Littlemore le tendió a Harcourt Acton la fotografía de Nora Acton, William Leon y Clara Banwell.

—Es Nora —dijo Acton.

McClellan sacudió la cabeza.

—¿Nora Acton estaba viviendo en el Balmoral con el nombre de Elizabeth Riverford? ¿Por qué?

—No estaba viviendo en el Balmoral —gruñó Banwell—. Iba allí unas cuantas noches a la semana, eso es todo. ¿Qué está mirando? Mire a Acton, ¿por qué no le mira a él?

—¿Lo sabía? —le preguntó con incredulidad McClellan a Harcourt Acton.

—Por supuesto que no —respondió por su marido la señora Acton—. Nora debe de haber actuado por su cuenta.

Harcourt Acton guardó silencio.

—Si él no lo sabía, es un maldito necio —declaró Banwell—. Pero yo nunca la he tocado. La idea fue de Clara, de todas formas.

—¿Clara también lo sabía? —dijo McClellan, cada vez más incrédulo.

—¿Saberlo? Lo organizó ella. —La voz de Banwell se quebró. Luego prosiguió—: Ahora suélteme. No he cometido ningún crimen.

—Salvo atropellarme ayer con el coche —dijo el detective Littlemore—. Además del intento de soborno de un agente de la policía, del intento de asesinato de la señorita Acton y del asesinato de Seamus Malley. Yo diría que ha tenido una semana muy ocupada, señor Banwell.

Al oír el nombre de Malley, Banwell trató de levantarse del suelo, pese a las esposas que lo sujetaban al pasamanos. En la conmoción, Hugel se precipitó hacia la puerta. Ambos hombres fracasaron en su respectivos intentos, Banwell se lastimó las muñecas, y al coroner lo atrapó el agente Reardon.

—Pero ¿por qué, Hugel? —preguntó el alcalde.

El coroner no respondió.

—Santo Dios —prosiguió el alcalde, aún dirigiéndose al coroner—. Usted sabía que Elizabeth Riverford era Nora. ¿Fue usted el que la azotó? Dios santo…

—No, no fui yo —exclamó el coroner, en tono lastimero, aún sujetado por Reardon—. Yo no azoté a nadie. Yo lo único que quería era ayudar. Tenía que conseguir que lo condenaran. Ella me prometió… Yo no sería capaz de… Ella lo planeó todo… Me dijo lo que tenía que hacer… Me prometió…

—¿Nora? —preguntó el alcalde—. ¿Qué diablos le prometió Nora?

—Nora no —dijo Hugel. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Banwell—. Su mujer.

Nora Acton se quitó los zapatos y se probó los de Clara. Los tacones eran altos y puntiagudos, pero el cuerpo del zapato era de una piel negra preciosa y suave. Cuando la joven levantó la mirada, vio en la mano de Clara un objeto inesperado: un pequeño revólver de culata de nácar.

—Hace tanto calor aquí dentro, querida —dijo Clara—. Salgamos al balcón.

—¿Por qué me estás apuntando con una pistola, Clara?

—Porque te odio, querida. Has hecho el amor con mi marido.

—No es cierto —protestó Nora.

—Pero él quería que hicieras el amor con él. Con todas sus fuerzas. Es lo mismo. No, es peor.

—Pero tú odias a George…

—¿Sí? Supongo que sí —dijo Clara—. Os odio a los dos por igual.

—Oh, no. No digas eso. Prefiero morir…

—Perfecto, entonces.

—Pero Clara, tú me hiciste…

—Sí, te hice —dijo Clara—. Y ahora te desharé. Ponte en mi lugar, querida. ¿Cómo voy a dejar que le cuentes a la policía todo lo que sabes? Estoy tan cerca del éxito. Lo único que se interpone en mi camino… eres tú. Levántate, querida mía. Al balcón. Vamos. No me obligues a disparar. Nora se levantó. Se tambaleó. Los tacones de aguja de Clara eran demasiado altos para ella. Apenas podía andar. Apoyándose en el respaldo del sofá, primero, y luego en un sillón y en una mesa, consiguió llegar a las puertaventanas abiertas que daban al balcón.

—Así —dijo Clara—. Un poco más adelante.

Nora avanzó un paso hacia el balcón, y dio un traspié. Se agarró a la barandilla, y, recuperado el equilibrio, se irguió. Estaba de cara a la ciudad. Era el piso once, y soplaba una fuerte brisa. Nora sintió la frescura de la brisa en la frente y las mejillas.

—Me has hecho ponerme estos zapatos para que te resulte fácil tirarme por el balcón, ¿no es eso? —dijo.

—No —respondió Clara—. Para que parezca un accidente. No estabas acostumbrada a esos tacones. No estabas acostumbrada al brandy, que es a lo que olerá el vestido. Un terrible accidente. No quiero empujarte yo, querida mía. ¿Por qué no te tiras tú? No tienes más que dejarte ir. Seguro que lo prefieres.

Nora vio el reloj de la torre del Metropolitan Life, a menos de dos kilómetros al sur. Era medianoche. Vio, al oeste, el vivo fulgor de Broadway.

—«Ser o no ser» —dijo en un susurro.

—No ser, me temo —dijo Clara.

—¿Puedo pedirte una cosa?

—No sé, querida. ¿Cuál?

—¿Me das un beso? Sólo uno, antes de morir.

Clara Banwell consideró la petición.

—De acuerdo —dijo.

Nora se volvió, despacio, con los brazos a la espalda, agarrada al antepecho, parpadeando para apartar las lágrimas que se le agolpaban en los ojos azules. Alzó la barbilla, muy ligeramente. Clara, con el revólver apuntado a la cintura de Nora, le apartó un pelo de los labios. Y Nora cerró los ojos.

De pie frente al lavamanos de mi habitación del hotel, me eché agua fría en la cara. Ahora veía claramente que Nora, en su familia, había sido el blanco de un complejo de Edipo idéntico al tipo de imagen especular que yo acababa de concebir. Sin duda su madre se sentía mortalmente celosa de ella. Pero el caso de Nora era más complejo a causa de los Banwell. Freud estaba en lo cierto: en cierto modo, los Banwell se habían convertido para Nora en el padre y la madre sustitutos. Banwell había deseado a Nora —de nuevo el complejo de Edipo al revés—, pero Nora, al parecer, deseaba a Clara. Esto no encajaba. Lo cierto es que tampoco encajaba Clara. Su posición era la más compleja de todas. Ella se había hecho amiga de Nora, como había señalado Freud, y le había hecho partícipe de sus confidencias, y le había contado sus experiencias sexuales. Freud creía que Nora sentía celos de Clara. Pero a mi entender, era Clara quien debía sentir celos de Nora; era Clara quien debía odiarla; Clara quien debía desear…

Me levanté de un brinco de la cama y salí corriendo de la habitación.

En el instante mismo en que sus labios se unieron, Nora agarró la mano de Clara que empuñaba el arma. Y el revólver hizo fuego. Nora no logró desalojar el arma de la mano de Clara, pero sí desviar el cañón de su cuerpo. Y la bala se perdió en el cielo de la ciudad.

Nora arañó a Clara en la cara, y le hizo sangre en la piel de encima y debajo de un ojo. Cuando Clara gritó de dolor, Nora le mordió una mano —la que sostenía el arma— con todas sus fuerzas. El revólver cayó al suelo de hormigón del balcón y resbaló hacia el interior de la habitación.

Clara golpeó a Nora en la cara. Y volvió a golpearla, Y luego la agarró por el pelo y tiró de ella hacia el antepecho, donde Nora se dobló de espaldas sobre el borde. Los largos mechones de Nora colgaron sueltos en el vacío, sobre el asfalto de la calle, tan distante…

Nora cogió del suelo uno de los zapatos de tacón, lo levantó y lo dejó caer con fuerza sobre el pie de Clara. El tacón de aguja se clavó en el empeine desnudo de Clara. Clara soltó un grito desgarrador y soltó a Nora, que se zafó de ella y retrocedió y pasó a través de las puertaventanas, pero cayó enseguida al suelo, incapaz de correr con los tacones de aguja de Clara. Siguió a gatas sobre el piso de la habitación, en busca del revólver. Sus yemas acababan de tocar el nácar de la culata cuando Clara le agarró el vestido y tiró de él hacia ella. Clara apartó a Nora, pasó por encima de ella, se abalanzó hacia el interior de la habitación y cogió la pistola.

—Muy bien, querida —dijo Clara, respirando con dificultad—. No tenía ni idea de que tuvieras agallas.

Se oyó un ruido estruendoso: la puerta cerrada con llave se abrió en medio de una nube de astillas, y Stratham Younger entró en tromba en la habitación.

—Doctor Younger —dijo Clara Banwell, de pie en medio del saloncito de Nora y apuntando con el pequeño revólver hacia la zona central de mi anatomía—. Qué alegría volver a verle. Cierre la puerta, por favor.

Nora estaba en el suelo, a unos cuatro metros. Vi una contusión en su mejilla, pero, gracias a Dios, ni rastro de sangre en ninguna parte de su persona.

—¿Estás herida? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

Dejando escapar el aire que retenía en los pulmones sin darme cuenta, cerré la puerta.

—¿Y usted, señora Banwell —dije—, cómo está esta noche?

Las comisuras de los labios de Clara se alzaron casi imperceptiblemente. Tenía unos aparatosos arañazos encima y debajo del ojo izquierdo.

—Estaré mucho mejor dentro de poco —dijo—. Salga al balcón, doctor.

No me moví.

—Al balcón, doctor —repitió Clara.

—No, señora Banwell.

—¿De veras? —dijo Clara—. ¿Le disparo ahí mismo, entonces?

—No puede —dije—. Ha dado su nombre abajo, en recepción. Si me mata, la colgarán por asesinato.

—Está muy equivocado —replicó Clara—. Colgarán a Nora, no a mí. Les diré que le ha matado Nora, y me creerán. ¿Lo ha olvidado? La psicópata es ella. Y ella es la que se hizo las quemaduras con un cigarrillo. Hasta sus padres piensan eso.

—Señora Banwell, usted no odia a Nora. Usted odia a su marido. Usted ha sido su víctima durante siete años. Nora también lo ha sido. No sea ahora su instrumento.

Clara se quedó mirándome. Di un paso hacia ella.

—Quédese donde está —dijo Clara, cortante—. Me asombra que siendo psicólogo juzgue tan mal el carácter humano. Que sea tan crédulo. Se creyó todo lo que le dije. ¿Se cree siempre lo que le dicen las mujeres? ¿O sólo las cree cuando quiere acostarse con ellas?

—No quiero acostarme con usted, señora Banwell.

—Todos los hombres quieren acostarse conmigo.

—Por favor, baje el revólver —dije—. Está muy alterada. Tiene mil razones para estarlo, pero dirige su rabia en una dirección equivocada. Su marido la pega, señora Banwell. Y nunca ha consumado su matrimonio. Y la ha obligado a…, a realizar actos que…

Clara se echó a reír.

—Oh, cállese. Es usted muy gracioso. Va a conseguir que me entren náuseas.

No fue la risa en sí misma, sino el timbre de condescendencia en ella, lo que me dejó sin habla.

—Mi marido nunca me ha hecho nada de eso —dijo Clara—. Yo no soy víctima de nadie. En nuestra noche de bodas le dije que jamás me poseería. Yo se lo dije, no él. Fue sumamente fácil. Le dije que era el hombre más fuerte que había conocido en mi vida. Le dije que haría cosas que le gustarían quizá más que poseerme. Y es lo que hice. Le dije que le traería a otras mujeres, a chicas jóvenes, con quienes podría hacer lo que le viniera en gana. Y es lo que hice. Le dije que me podía hacer daño, y que yo le haría feliz mientras él me estaba hiriendo. Y es lo que hice.

Nora y yo mirábamos a Clara en silencio.

—Y a él le gustaba —añadió Clara, sonriendo.

Volvió a hacerse un silencio. Que al final rompí yo preguntando:

—¿Por qué?

—Porque conocía a mi marido —dijo Clara—. Sus apetitos son insaciables. Me deseaba a mí, por supuesto, pero no sólo a mí. Habría otras. Muchas, muchas otras. ¿Y usted cree, doctor, que yo iba a resignarme a ser una de tantas? Lo odié desde el momento en que puse los ojos en su persona.

—No es Nora —dije— la culpable de todo esto.

—Sí lo es —me cortó Clara—. Lo destruyó todo.

—¿Cómo? —le preguntó Nora.

Existiendo —respondió Clara, con indisimulada malevolencia, sin dignarse siquiera mirar hacia donde Nora estaba—. Se enamoró de ella. Se enamoró. Como un perro. No un perro inteligente. Un perro estúpido. Y ella era un ser tan mimado y sin embargo tan poco echada a perder… Una adorable contradicción. Se convirtió en una obsesión. Así que tuve que conseguirle el hueso al perro, ¿no? Una no puede vivir con un hombre que se pasa el día babeando de ese modo.

—¿Por eso accediste a tener un lío con mi padre? —le preguntó Nora.

—No accedí —dijo Clara con desprecio, dirigiéndose a mí, no a Nora—. Fue idea mía. Es el hombre más débil, más aburrido que he conocido en toda mi vida. Si hay un cielo para las mujeres desinteresadas, yo… Pero hasta esto tuvo ella que estropearlo. Rechazó a George. Lo rechazó, sin más. —Clara respiró hondo; y al fin su semblante volvió a iluminarse—. Probé muchas cosas para curarle de su obsesión. Cosas muy diferentes. Lo intenté de verdad.

—Elsie Sigel —dije.

El fugaz estremecimiento de la comisura de uno de sus labios reveló la sorpresa de Clara, pero no flaqueó.

—Usted tiene talento de detective, doctor. ¿No ha pensado nunca en cambiar de carrera?

—Le consiguió a su marido una joven de buena familia —continué—. Pensó que así conseguiría olvidar a Nora.

Muy agudo. No creo que ninguna mujer en el mundo se hubiera prestado a ello; ninguna más que yo. Pero cuando descubrí lo de su chino, la tuve en mis manos. Le había escrito cartas de amor ¡a un chino! El chino me las vendió, y le dije a la pobre chica que era mi deber entregárselas a su padre, a menos que me ayudara. Pero al perro de mi marido la chica no le interesó en absoluto. Tendría que haberle visto, viviendo por mera inercia… Tenía la mente… —Clara echó una ojeada a Nora, que seguía postrada— en la verga.

—La mató —dije—. Con cloroformo. El mismo cloroformo que le dio a su marido para que lo usara con Nora.

Clara sonrió.

—Ya he dicho que debería ser detective. Elsie no podía mantener la boca cerrada. Y qué voz más desagradable tenía la criatura… No me dejó elección. Lo habría contado todo. Lo veía en sus ojos.

—¿Por qué no te limitaste a matarme a mí? —le espetó Nora.

—Oh, se me ocurrió la idea, querida, pero no habría servido de nada. No tienes ni idea de lo que era para mí ver la cara de mi marido cuando comprendió que tú, el amor de su vida, harías cualquier cosa que estuviera en tu poco poderosa mano para hundirle, para destruirle. Era mejor que todo su dinero. Bueno, casi mejor, y en cualquier caso voy a tener todo su dinero. Doctor Younger, creo que ya he hablado suficiente…

—No puede matarnos, señora Banwell —dije—. Si nos encuentran a los dos muertos, por disparos de su revólver, jamás creerán que es inocente. La colgarán. Baje ese revólver.

Adelanté un paso más.

—¡Quieto! —gritó Clara, volviendo el revólver hacia Nora—. Usted es audaz con su propia vida. Pero no lo será tanto con la de Nora. Ahora salga al balcón.

Volví a avanzar un paso, no hacia el balcón sino hacia Clara.

—¡Quieto! —repitió Clara—. ¿Está loco? Voy a disparar a Nora.

—Disparará contra ella, señora Banwell —respondí yo—. Y fallará. ¿Qué revólver es? ¿Un veintidós corto, que se ha de montar para cada disparo? No podría dar a ningún blanco a menos que estuviera a medio metro de él. Yo estoy a medio metro de usted, señora Banwell. Dispáreme.

—Muy bien —dijo Clara, y me disparó.

Tuve la nítida aunque indescriptible impresión de ver la bala saliendo del tambor del revólver de Clara, surcar el aire hacia mí y atravesar mi camisa blanca. Sentí una punzada debajo de la costilla izquierda más baja. Y fue entonces cuando oí la detonación.

El revólver reculó ligeramente. Agarré las muñecas de Clara. Ella se debatió para liberarse, pero no pudo. La obligué a dirigirse hacia el balcón; yo iba delante, el revólver por encima de nuestras cabezas, apuntando al techo. Nora se levantó, pero yo le hice un gesto indicándole que no lo hiciera. Clara volcó de una patada una enorme lámpara de mesa, en dirección a Nora: la lámpara se rompió a sus pies, y le lanzó una lluvia de cristales contra las piernas. Seguí arrastrándola hacia el balcón. Cruzamos el umbral. La empujé con brusquedad contra el antepecho, mientras el revólver seguía en lo alto, sobre nuestras cabezas.

—Hay un largo camino hasta la calle, señora Banwell —le susurré en la oscuridad, haciendo un gesto de dolor al sentir cómo la bala se abría paso en mis entrañas—. Suelte el revólver.

—No puede hacerlo —dijo ella—. No puede matarme.

—¿No?

—No. Ésa es la diferencia entre nosotros.

De pronto sentí como si me hubieran metido un hierro al rojo en el estómago. Hasta ese instante había estado convencido de que lograría impedir que Clara se hiciera con el dominio del revólver que seguía encima de nuestras cabezas. Pero ahora ya no podía estar seguro. Me daba cuenta de que la fuerza podía abandonarme en cualquier momento. La quemazón en el interior de mis costillas volvió a herirme intensamente. Levanté a Clara en vilo —a unos treinta centímetros del suelo—, sin soltarle las muñecas, y la lancé con fuerza contra un muro lateral del balcón. Nos quedamos paralizados, frente a frente, pecho a pecho, con los brazos y manos enredados entre ambos torsos. Clara tenía la espalda pegada contra el muro, y entre sus ojos y su boca y los míos apenas había una separación vertical de una decena de centímetros. La miré, desde arriba, y ella me devolvió la mirada, desde abajo. La rabia afea a algunas mujeres; a otras las hace más hermosas. Y Clara era de estas últimas.

Aún tenía el revólver en la mano, y el dedo en el gatillo, en algún punto intermedio entre nuestros cuerpos.

—No sabe a quién de los dos está apuntando el revólver, ¿no es cierto? —dije, apretándola aún más contra el muro, lo que le hizo expulsar con violencia el aire de los pulmones—. ¿Quiere saberlo? Le está apuntando a usted. Al corazón.

La sangre se me deslizaba copiosamente por la camisa. Clara no dijo nada. Sus ojos me sostenían la mirada. Vacilaba.

Haciendo acopio de las fuerzas que me quedaban, añadí:

—Tiene razón. Puede que vaya de farol. ¿Por qué no aprieta el gatillo y lo averigua? No tiene más que esa posibilidad. Dentro de unos segundos voy a poder con usted. Venga, adelante. Apriete el gatillo. Apriételo, Clara.

Apretó el gatillo. Se oyó un estampido ahogado. Sus ojos se abrieron como platos.

—No —dijo. Su cuerpo se puso rígido. Me miró, sin parpadear—. No —repitió. Y luego susurró—: No es posible…

No cerró los ojos en ningún momento. Su cuerpo se aflojó. Y cayó muerta.

Ahora era yo quien tenía el revólver en la mano. Volví al interior de la habitación. Traté de llegar hasta Nora, pero no lo conseguí. Me desplomé sobre el sofá. Me doblé sobre mí mismo, asiéndome el abdomen, mientras la sangre me corría entre los dedos, y una gran mancha se iba extendiendo por mi camisa. Nora corrió hacia mí.

—Los tacones —dije—. Me gustan esos tacones.

—No se muera —me susurró.

No dije nada.

—Por favor, no se muera —me suplicó—. ¿Se va a morir?

—Me temo que sí, señorita Acton. —Volví la mirada hacia el cadáver de Clara, y luego hacia el antepecho del balcón, y, más allá, hacia el puñado de estrellas en la noche lejana. Desde que la luz eléctrica iluminó Broadway, el titilar de las estrellas se había convertido en algo del pasado en el centro de la ciudad. Al cabo miré una vez más los ojos azules de Nora—. Enséñemelo —dije.

—¿Enseñarle qué?

—No quiero morirme sin saberlo.

Nora entendió. Volvió el torso hacia mí y me ofreció la espalda, como había hecho el día de nuestra primera sesión, que había tenido lugar en aquella misma habitación. Echado en el sofá, alargué la mano —la mano limpia, porque con la otra, llena de sangre, me asía el vientre— y le solté los botones del vestido. Cuando éste se abrió ante mí, le aflojé las cintas del corsé y separé los ojetes hacia ambos lados. Tras las cintas entrelazadas, entre sus gráciles omóplatos y debajo de ellos, vi varias laceraciones en proceso de cicatrización. Toqué una. Nora soltó un grito, que sofocó enseguida.

—Bien —dije, incorporándome en el sofá—. Todo aclarado, pues. Ahora llamemos a la policía y pidamos asistencia médica, ¿le parece?

—Pero —respondió Nora, alzando la mirada hacia mí, estupefacta—. Me ha dicho que iba a morir.

—Y voy a morir —respondí yo—. Algún día. Pero no de esta picadura de pulga.