XXIV

—Yo no digo que él la matara, señor. Lo que digo es que está escondido en alguna parte.

El detective Littlemore estaba hablando con el alcalde McClellan en el despacho de éste, avanzada la tarde del viernes. Se estaba refiriendo a George Banwell.

—¿Qué pruebas tiene? —preguntó un exasperado McClellan—. Rápido, detective. No puedo concederle más de cinco minutos.

Littlemore pensó en contarle lo del baúl que él y Younger habían encontrado en el cajón, pero decidió no hacerlo porque el examen del baúl no había revelado nada concluyente hasta el momento, y, en primer lugar, porque no tenía que haber bajado al cajón.

—He tenido noticias de Gitlow, señor. Desde Chicago. Ha hecho comprobaciones en la policía. Ha revisado todo el callejero. Ha examinado el libro azul.[18] No vino de Chicago, señor. En Chicago nadie ha oído hablar de Elizabeth Riverford.

McClellan se quedó mirando dura y largamente al detective.

—Estuve con George Banwell el domingo por la noche —dijo—. Se lo he dicho ya tres veces.

—Lo sé, señor. Y estoy seguro de que la señorita Riverford no pudo estar con ustedes, allí donde estuvieran, sin que usted se diera cuenta, ¿me equivoco, señor?

—¿Qué?

—Estoy seguro de que el señor Banwell no se llevó en secreto a la señorita Riverford allí donde ustedes fueron, y la mató alrededor de medianoche, y luego la llevó de vuelta a la ciudad y la dejó en el apartamento para que pareciera que fue asesinada allí. No sé si me sigue, señor alcalde.

—Santo cielo, detective.

—Sólo que no sé dónde estuvieron, señor, o cómo llegó allí el señor Banwell, o si estuvieron juntos todo el tiempo.

McClellan respiró hondo, y dijo:

—Muy bien. El domingo por la noche, señor Littlemore, cené con Charles Murphy en el Grand View Hotel, cerca del Saranac Inn. La cena la organizó ese mismo día George Banwell. El señor Haffen era otro de los invitados.

Littlemore se sobresaltó. Murphy era el jefe de Tammany Hall. Louis Haffen, uno de los hombres de Hall, había sido presidente del distrito del Bronx, hasta el domingo anterior.

—Pero si Haffen acaba de ser destituido, señor. Por el gobernador Hughes.

—Hughes estaba a unas manzanas de allí, en la casa del señor Colgate, con el gobernador Fort.

—No comprendo, señor.

—Estaba allí, detective, para escuchar las condiciones que Murphy pondría a cambio de nombrarme candidato de Tammany a la alcaldía.

Littlemore no dijo nada. La noticia lo dejó asombrado. Todo el mundo sabía que el alcalde era enemigo declarado de Tammany Hall. Y había jurado no tener tratos con individuos como Murphy.

McClellan prosiguió:

—George me convenció para que asistiera. Adujo que, con la destitución de Haffen, Murphy podía estar dispuesto a negociar. Y lo estaba. Quería que le diese a Haffen el cargo de interventor. No enseguida, sino dentro de un mes o dos. Si yo accedía, el juez Gaynor dimitiría. Y me proclamarían candidato. Y las elecciones serían mías. Si les daba mi palabra, se comprometían ante el gobernador aquella misma noche.

—¿Y qué dijo usted, señor?

—Les dije que el señor Haffen no necesitaba cargo alguno, pues había malversado un cuarto de millón de dólares de la ciudad mientras desempeñaba el último. George estaba muy decepcionado. Quería que aceptara. Sin duda se ha aprovechado de nuestra amistad, Littlemore, pero se ha ganado cada dólar que la ciudad le ha pagado. En realidad, le he hecho el último pago esta semana: ni un centavo más de lo presupuestado en un principio. Y no, no veo cómo pudo haber matado a la señorita Riverford en Saranac Inn. Dejamos el Grand View a las nueve y media o diez; pasamos por la casa de Colgate y volvimos a la ciudad todos juntos. Vinimos en mi coche, y llegamos a Manhattan a las siete de la mañana. No creo que perdiera de vista a Banwell más de cinco o diez minutos en toda la noche. Por qué nos ha mentido sobre la ciudad de residencia de la familia de la señorita Riverford es un misterio para mí… Si es que lo ha hecho. Puede que haya querido decir que viven no en Chicago exactamente, sino en alguna de las poblaciones de los alrededores.

—Estamos comprobándolo en este momento, señor.

—De todas formas, él no pudo mataría.

—No creo que lo hiciera, señor. Y quería descartarlo. Pero estoy cerca, señor. Muy cerca. Tengo una buena pista para dar con el asesino.

—Cielo bendito, Littlemore. ¿Por qué no me lo ha dicho antes? ¿Quién es?

—Si no le importa, señor, no sabré hasta la noche si la pista es buena. Si me permite esperar hasta entonces…

El alcalde accedió a lo que le solicitaba el detective. Pero antes de despedir a su subordinado le entregó una tarjeta con un número de teléfono.

—Es el teléfono de mi casa —dijo—. Llámeme al instante. A cualquier hora. En cuanto descubra algo.

A las ocho y media de la tarde del viernes, Sigmund Freud oyó que llamaban a la puerta de su habitación del hotel. Estaba en albornoz, y debajo de él llevaba pantalones de etiqueta, camisa blanca y pajarita negra. Al abrir se encontró ante un hombre alto y joven, con aire de encontrarse física y moralmente exhausto.

—Younger —exclamó Freud—. Santo Dios, tiene un aspecto horrible…

Stratham Younger no respondió. Freud pudo ver de inmediato que le había sucedido algo. Pero ya no le quedaban demasiadas reservas de comprensión solidaria. Para él el desaliño de su amigo representaba el desarreglo general en el que habían caído las cosas desde su llegada a Nueva York. ¿Todo norteamericano había de verse por fuerza envuelto en algún tipo de desastre? ¿No podía al menos uno llevar la camisa metida como es debido en los pantalones?

—He venido a ver cómo se encuentra, señor —dijo Younger.

—Aparte de no haber cenado y haber perdido a mi seguidor más importante, bastante bien, gracias —respondió Freud—. La anulación de mis conferencias en su universidad constituirá, cómo no, otra fuente de satisfacción añadida. Mi visita a su país está resultando un rotundo éxito.

—¿Ha ido Brill al Times, señor? —preguntó Younger—. ¿Ha averiguado si el artículo es genuino?

—Sí. Es genuino —dijo Freud—. La entrevista la concedió Jung.

—Mañana iré a ver al presidente Hall, doctor Freud. Leí el artículo. Son habladurías; habladurías anónimas. Estoy seguro de que puedo persuadir a Hall de que no cancele las conferencias. Jung no dice nada en contra de usted.

—¿Nada en contra de mí? —Freud rio burlonamente, recordando su última conversación con Jung—. Ha repudiado a Edipo. Ha rechazado la etiología sexual. Niega incluso que las experiencias de la niñez de un hombre sean el origen de sus neurosis. Y el resultado es que el establishment médico se ha apresurado a brindarle su apoyo, en lugar de brindármelo a mí.

Los dos hombres siguieron en el umbral de la habitación de Freud, uno a cada lado. Freud no invitó a Younger a entrar. Ninguno de los dos hablaba.

Quien rompió el silencio fue Younger:

—Tenía veintidós años cuando leí por primera vez sus escritos, señor. En cuanto los leí, supe que el mundo ya no seguiría siendo el mismo. Las suyas son las ideas más importantes del siglo. Norteamérica está hambrienta de ellas: tengo esa certeza.

Freud abrió la boca para responder, pero la respuesta murió en sus labios. Se suavizó.

—Es usted un buen muchacho, Younger —dijo, suspirando—. Lo siento. En cuanto a lo del hambre, yo no apostaría mucho a ese respecto: un hombre hambriento es capaz de comer cualquier cosa. Y, hablando de comer, Brill ha vuelto a invitamos a cenar. Ferenczi está de camino hacia allí. ¿Viene usted también?

—No puedo —dijo Younger—. No conseguiría mantener los ojos abiertos.

—Por el amor de Dios, ¿qué ha estado haciendo todo este tiempo? —le preguntó Freud.

—Me resultaría un poco difícil describir mis últimas veinticuatro horas, señor. Y al final he estado con la señorita Acton.

—Ya veo. —Freud observó que Younger esperaba que le invitase a entrar, pero no le apetecía hacerlo. De hecho, Freud se sentía tan exhausto como todo parecía indicar que tenía que estarlo Younger—. Bien, ya me lo contará todo mañana.

—Mañana…, muy bien —respondió Younger, e hizo ademán de irse.

Al percatarse de la decepción de Younger, Freud añadió:

—Ah, quería decirle algo. Que debemos pensar en Clara Banwell.

—¿Señor?

—Toda vida familiar se organiza alrededor de la persona más dañada que hay en ella. Sabemos que Nora prácticamente ha sustituido a sus padres por los Banwell. La cuestión es determinar qué persona de ese grupo humano ha sufrido las mayores heridas psicológicas.

—¿Cree usted que puede ser la señora Banwell?

—No debemos presuponer que tenga que ser Nora. La señora Banwell es una persona de carácter fuerte, como a menudo lo son los narcisistas, pero los hombres de su vida sin duda la han maltratado de un modo profundo. Banwell, su marido, sin ninguna duda. Ya oyó lo que Clara Banwell dijo.

—Sí —dijo Younger—. Luego me habló más del asunto.

—¿En casa de Jelliffe?

—No, señor. Volví a hablar con ella en casa de Nora Acton.

—Entiendo —dijo Freud, alzando una ceja—. Espero no equivocarme en el hecho de que fue ella misma quien le hizo saber a Nora que le había hecho una felación a su padre.

—¿Cómo dice?

—¿Se acuerda? —dijo Freud. Cerró los ojos y, sin abrirlos, reprodujo el diálogo que él y Younger habían mantenido sobre este asunto hacía dos días, y empezó por sus propias palabras: «¿No encuentra usted nada extraño en la afirmación de Nora de que, cuando vio a la señora Banwell con su padre, no entendió qué estaba presenciando exactamente?». «La mayoría de las norteamericanas de catorce años suele estar muy mal informada sobre ese particular, doctor Freud». «Me hago cargo de ello, pero no me estoy refiriendo a eso. Lo que ella estaba insinuando es que ahora entendía lo que había presenciado, ¿me equivoco?».

Younger se quedó mirándole con fijeza:

—¿Tiene usted memoria «fonográfica», señor?

—Sí. Una herramienta muy útil en el psicoanálisis. Debería cultivarla. Hubo un tiempo en el que recordaba conversaciones durante meses, pero ahora sólo durante días. En cualquier caso, creo que acabará usted averiguando que fue la propia señora Banwell quien instruyó a Nora acerca de la naturaleza del acto que comentamos. Sospecho que ha hecho de la joven su confidente, y la ha ganado para su causa. De otro modo no se entienden los sentimientos de Nora por Clara Banwell.

—Los sentimientos de Nora por Clara Banwell —repitió Younger.

—Ánimo, muchacho. Piense en ello. En lugar de odiar a la señora Banwell, como sería lo normal, Nora la ha aceptado como sustituta de su madre. Ello significa que la señora Banwell se las arregló para crear un lazo muy especial con la joven, logro más que asombroso dadas las circunstancias. Casi con toda certeza, le confió a Nora sus deseos eróticos secretos, vía preferida de las mujeres para ganarse la intimidad mutua.

—Entiendo —dijo Younger en tono apagado.

—¿Lo entiende? Y a Nora eso sin duda le ha hecho las cosas más difíciles. Y también indica una falta de escrúpulos por parte de la señora Banwell. Una mujer no confía tales cosas a una joven cuya inocencia quiere preservar. Bien, veo que hay algo que usted quiere contarme, pero está demasiado exhausto. No ganaríamos nada hablando del asunto ahora. Lo haremos mañana. Váyase a dormir.

Smith Ely Jelliffe cantaba un aria mientras entraba tranquilamente en el Balmoral apenas pasadas las once de la noche del viernes. Dio una propina generosa a los porteros, y, sin que ninguno de ellos se lo preguntara en absoluto, les informó de que había pasado la tarde en el Metropolitan, escuchando ópera en compañía de una criatura femenina de la mejor especie: las de las que saben muy bien qué hacer durante la representación. Con la cara reluciente, Jelliffe tenía todo el aspecto de ser un hombre convencido de la grandeza de su alma.

Su fulgor se vio ensombrecido un tanto por la aparición de un joven con un traje gastado que le cerraba el paso al ascensor. Y ensombrecido del todo cuando tal joven se identificó como un detective de la policía.

—Usted es el médico de Harry Thaw, ¿no es cierto, doctor Jelliffe? —le preguntó Littlemore.

—¿Se da usted cuenta de la hora que es, buen hombre? —replicó Jelliffe.

—Responda a mi pregunta.

—El señor Thaw está a mi cuidado —reconoció Jelliffe—. Todo el mundo lo sabe. Se ha informado de ello en todas partes.

—¿Estaba a su cuidado aquí en la ciudad el pasado fin de semana? —prosiguió Littlemore.

—No sé de qué me está hablando —dijo Jelliffe.

—Seguro que no —le respondió el detective, haciendo una seña a una chica que, vestida de un modo ostentoso, esperaba en un sofá de cuero del otro extremo del vestíbulo de mármol. Greta se acercó a los dos hombres. Littlemore le preguntó si reconocía a Jelliffe.

—Sí, es él —dijo Greta—. El doctor Smith. Vino con Harry y se fue con él.

Aquella tarde, antes de ir a ver al alcalde, Littlemore había vuelto a la comisaría y releído las transcripciones del juicio, y encontró el testimonio de Jelliffe en el que éste afirmaba que Thaw estaba loco. Cuando vio que el nombre de pila de Jelliffe era Smith, comprendió que todo encajaba.

—Doctor Jelliffe —dijo Littlemore—. ¿Quiere contármelo aquí…, o prefiere hacerlo en comisaría?

El detective no tuvo que esperar mucho para que Jelliffe confesara:

—No fue en absoluto decisión mía —soltó Jelliffe atropelladamente—. Sino de Dana. Dana estaba al mando.

Littlemore le dijo a Jelliffe que le llevara a su apartamento. Cuando entraron en el lujoso recibidor de la casa de Jelliffe, el detective asintió con la cabeza admirativamente.

—Vaya, tiene usted mucho que perder, doctor Jelliffe —dijo—. ¿Así que trajo a Thaw a la ciudad el fin de semana pasado? ¿Cómo lo hizo, sobornando a los guardianes?

—Sí, pero la decisión fue de Dana, no mía —insistió Jelliffe. Se dejó caer con todo su peso en una silla de la mesa del comedor—. Yo me limité a hacer lo que él dijo que teníamos que hacer.

Littlemore se quedó mirándole con fijeza:

—¿Lo de llevarle al burdel de Susie fue idea de usted?

—Quien eligió esa casa fue Thaw, no yo. Por favor, detective…, era una necesidad médica. Un hombre sano puede volverse loco en un lugar como Matteawan. Rodeado de lunáticos. Despojado de los desahogos físicos normales.

—Pero Thaw está loco —dijo Littlemore—. Por eso está encerrado en ese manicomio.

—Thaw no está loco. Es un hombre que soporta una gran tensión —dijo Jelliffe—. Tiene un temperamento sumamente nervioso. Y a un hombre así no se le hace ningún bien internándolo.

—Lástima que usted dijera justo lo contrario ante el tribunal —le recordó Littlemore—. Y ésta no fue la primera vez que trajo a Thaw a la ciudad, ¿me equivoco? Lo trajo también hace cosa de un mes, ¿no es cierto?

—No, se lo juro —dijo Jelliffe—. Ésta ha sido la primera Vez.

—Sí, seguro —le respondió Littlemore—. ¿Y cómo conoció Thaw a Elsie Sigel?

Jelliffe negó haber oído el nombre de Elsie Sigel hasta leerlo en los periódicos de la tarde del día anterior.

—Cuando llevó usted a Thaw a casa de Susie —prosiguió Littlemore—, ¿sabía lo que le gusta hacerles a las chicas? ¿También considera usted eso una necesidad médica?

Jelliffe agachó la cabeza.

—Había oído hablar de sus tendencias —masculló—. Pero pensé que se las habíamos curado.

—Ajá —dijo Littlemore. Miró con repugnancia cómo las cuidadas uñas de Jelliffe ceñían su inmensa cintura—. Antes de llevar a Thaw a casa de Susie aquella noche, ¿cuándo lo trajo aquí a su apartamento, y cuánto tiempo lo perdió de vista en esa ocasión? ¿Lo dejó solo en algún momento? ¿Salió de aquí? ¿Qué sucedió?

—¿Aquí? —dijo Jelliffe, inquieto y confundido—. Jamás traería a ese hombre a mi apartamento.

—No juegue conmigo, Smith Jelliffe. Tengo pruebas más que suficientes para acusarle de complicidad en un asesinato… Complicidad antes y después del acto mismo.

—¿Asesinato? —preguntó Jelliffe—. Dios santo. No puede ser. No hubo ningún asesinato.

—Una joven fue asesinada en este edificio el domingo por la noche, la noche en que Thaw estuvo en este apartamento.

Jelliffe tenía la cara pálida.

—No —dijo—. Thaw vino a la ciudad el sábado por la noche. Y yo mismo cogí el tren para Matteawan con él el domingo por la mañana. Y pasó allí el domingo y el lunes. Puede preguntarle a Dana. Puede consultar el registro de Matteawan. Allí podrá verlo.

La desesperada alegación de Jelliffe parecía sincera, pero Littlemore disponía de pruebas que la contradecían.

—Buen intento, Jelliffe —dijo—, pero tengo media docena de chicas que lo sitúan a usted y a Thaw en casa de Susie el domingo pasado, ¿no es así, Greta?

—Sí —dijo Greta—. A eso de las dos o tres de la mañana del domingo. Como le he contado.

Littlemore se quedó petrificado.

—Un momento, un momento. ¿Te refieres al sábado por la noche o a la noche del domingo?

—Al sábado por la noche, domingo por la mañana, ¿qué más da? —respondió Greta.

—Greta —dijo el detective—. Necesito estar seguro. ¿Cuándo fue Thaw a casa de Susie?, ¿el sábado por la noche o el domingo por la noche?

—El sábado por la noche —dijo Greta—. No trabajo los domingos por la noche.

Littlemore se sintió perdido una vez más. Había dado a la hipótesis de Thaw un valor de casi certeza. Todo apuntaba hacia ella. Pero ahora resultaba que Thaw había estado en casa de Susie la noche que no era: la noche anterior.

—Voy a mirar bien ese registro del hospital —le dijo Littlemore a Jelliffe—, y más le valdrá tener razón. Venga, Greta. Nos vamos.

Jelliffe tragó saliva, y se enderezó en la silla.

—Creo que me debe una disculpa, detective —dijo.

—Quizá —dijo Littlemore—. Pero si vuelve a pedírmela, van a caerle de uno a cinco años en Sing Sing por conspiración para la huida de un preso del estado. Y no volverá a ejercer la medicina en su vida.

Por segunda noche consecutiva, Carl Jung caminaba por la acera de la iglesia de Calvary, frente a Gramercy Park. Esta vez llevaba el revólver en el bolsillo. Tal vez le infundía valor. Sin flaquear ni un instante, avanzó con paso firme, en paralelo a la verja de hierro forjado, en dirección a Gramercy Park South, cruzó la calle y se dirigió al policía que había ante la casa de los Acton. El policía le preguntó adónde iba. Jung le respondió que al club nocturno, y que por favor le indicara dónde era.

—Ah, el Players —dijo el policía—. El número dieciséis, cuatro puertas más abajo.

Jung llamó a la puerta en el número dieciséis, y, cuando mencionó el nombre de Smith Jelliffe, le permitieron la entrada. El aire estaba lleno de música y de risas femeninas. Una vez dentro, Jung no podía dar crédito a lo necio que había sido al haber llegado casi ante aquella puerta dos veces y las dos veces haberse vuelto atrás. Qué ridículo: un hombre de su talla con miedo a entrar en un lugar donde podían conseguirse mujeres a cambio de dinero.

La chica del guardarropa saludó a Jung en el vestíbulo, y se quedó momentáneamente desconcertada cuando Jung sacó el revólver. Pero se lo tendió con cortesía europea, y le explicó que, al ver a un policía unas puertas más arriba, había pensado que tal vez había un asesino suelto por los alrededores.

—Está bien —dijo la chica, sonriéndole con gracia—. Por un instante he pensado que usted era ese asesino.

Mientras ambos reían y la puerta principal seguía cerrada, otro hombre se apeaba de un carruaje en medio de las sombras de Calvary Street. El carruaje de alquiler se alejó, y dejó al hombre inmóvil casi en el mismo punto en que Jung había estado la noche anterior. Vestía de etiqueta. Pese al calor de la noche estival, llevaba otra prenda encima, un sobretodo, y guantes blancos de piel de ciervo. El sombrero lo llevaba muy ceñido, para que le ocultara la cara todo lo posible. El hombre seguía sin moverse. Observaba desde la oscuridad, desde un punto en que el policía que vigilaba la casa de los Acton no podía verle.

En cuanto oyó que la puerta se cerraba, Smith Jelliffe fue hasta el teléfono, descolgó el auricular y le pidió a la telefonista que le pusiera con el Matteawan State Hospital. Tuvo que esperar un cuarto de hora, pero al final consiguió hablar con un celador con el que mantenía una relación excelente. Jelliffe empezó a espetarle una serie de órdenes frenéticas, pero el celador lo interrumpió enseguida.

—Llega tarde —le dijo—. Se ha ido.

—¿Que se ha ido?

—Se ha ido hace tres horas.

Jelliffe colgó el teléfono. Con dedos nerviosos, marcó el número de la residencia de la Quinta Avenida de Charles Dana. No obtuvo respuesta. Era casi medianoche. Al cabo de seis timbrazos, Jelliffe colgó el auricular.

—Dios mío —dijo.

En la acera de enfrente del Balmoral, bajo una farola, Littlemore dijo adiós a Greta. La noche era bochornosa en extremo.

—Puedo decir que vino el domingo por la noche, si quiere —se prestó Greta.

Littlemore no pudo evitar echarse a reír. Negó con la cabeza, e hizo una seña a un taxi que pasaba.

—Ahora ya no va a buscarme a mi Fannie, ¿verdad? —preguntó, sin esperanza.

—No, no voy a buscar a su Fannie —dijo Littlemore—. Voy a encontrarla.

Le dijo al cochero que la llevara a la calle Cuarenta y le dio un dólar en pago del trayecto. Greta se quedó mirándole.

—Es usted un tipo genial, ¿lo sabía? —dijo—. ¿No querrá casarse conmigo por un casual? Los dos somos pelirrojos.

Littlemore volvió a reír.

—Lo siento, querida. Estoy comprometido.

Greta lo besó en la mejilla. Mientras el coche se alejaba Littlemore se dio la vuelta y fue a darse casi de bruces con Betty Longobardi, que estaba justo a su espalda. Camino del centro de la ciudad, el detective se había parado un momento en casa de los Longobardi y había dejado un recado a Betty para que se reuniese con él en el Balmoral lo antes posible.

—Empieza a explicarte —dijo Betty—. Y será mejor que sea algo con pies y cabeza.

Littlemore no explicó nada. Lo que hizo fue conducir a Betty hasta su coche aparcado. Del maletero sacó un saco lleno de bultos.

—Necesito enseñarte algo —dijo—. Unas cosas que quizá pertenecieron a la señorita Riverford. Eres la única que puede identificadas.

Littlemore vació el saco en el maletero. Las ropas estaban demasiado empapadas para ser reconocibles. Las joyas y los zapatos, dijo Betty, le resultaban familiares, pero no podía asegurarlo. Entonces vio una manga de lentejuelas colgando de una densa maraña de tela. Tiró de ella y sacó el vestido, y lo sostuvo a la luz de la farola.

—¡Éste era suyo! La vi con él puesto.

—Eres una joya —dijo Littlemore—. Eres la…, un momento. Espera un momento. ¿Ves aquí algún vestido que se pueda llevar durante el día?

—No, ninguno —dijo Betty, alzando las cejas mientras revolvía entre la lencería—. Y tampoco esto. No, Jimmy, nada. Todo es ropa de noche.

—Ropa de noche —repitió el detective.

—¿Qué pasa? —preguntó Betty.

Littlemore, sumido en sus pensamientos, no dijo nada.

—¿Qué, Jimmy?

—Pero entonces el señor Hugel… —Littlemore se palpó apresuradamente los bolsillos hasta que al final encontró un sobre que contenía varias fotografías. Le mostró una de ellas a Betty—. ¿Reconoces esta cara?

—Claro —dijo Betty—. Pero ¿por qué…?

—Volvemos a subir —la interrumpió Littlemore. Cogió del maletero un pesado objeto de latón que parecía un faro de automóvil, acoplado a una especie de candelabro: un farol eléctrico. Entró en el Balmoral seguido de Betty. Y ambos subieron en el ascensor hasta el Ala de Alabastro.

—¿Cómo era de alta la señorita Riverford? —le preguntó Littlemore a Betty mientras subían.

—Un poco más alta que yo. —Betty medía un metro cincuenta y ocho—. Parecía más alta, al menos.

—¿Qué quieres decir?

—Siempre llevaba tacones —explicó Betty—. Tacones muy altos. Pero no creo que estuviera muy acostumbrada a llevarlos.

—¿Cuánto pesaría?

—No lo sé, Jimmy. ¿Por qué?

El pasillo de la planta dieciocho estaba vacío. Haciendo caso omiso de las objeciones de Betty, Littlemore manipuló con la ganzúa en la cerradura del apartamento de Elizabeth Riverford y abrió la puerta. Dentro estaba todo oscuro y silencioso. No había luces en el techo, y se habían llevado todas las lámparas.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Betty.

—Averiguando algo —dijo Littlemore, recorriendo el pasillo en dirección al dormitorio de la señorita Riverford, alumbrando con su haz de luz fluctuante la negrura del apartamento.

—No quiero entrar ahí —dijo Betty, siguiendo a regañadientes a Littlemore.

Llegaron a la puerta. Cuando Littlemore alargaba la mano hacia el pomo, ésta quedó a medio camino, inmóvil. Una nota aguda había rasgado el aire. Venía del interior del dormitorio. El sonido ganó en intensidad, y se convirtió en un lamento lejano.

Betty le agarró el brazo a Littlemore.

—Ése es el sonido que te conté, Jimmy. El sonido que oímos la mañana en que murió la señorita Elizabeth.

El detective abrió la puerta. El lamento se hizo aún más fuerte.

—No entres —le susurró Betty.

El sonido cesó de pronto. Y volvió el silencio. Littlemore entró en el cuarto. Demasiado asustada para quedarse en el umbral, Betty entró también, agarrada a una manga del detective. El mobiliario seguía en su sitio: cama, espejo, mesas, mesillas, cómodas, que creaban sombras de aire inquietante al foco del farol. Littlemore pegó la oreja a una pared, dio unos golpecitos y se puso a escuchar con atención suma. Luego se desplazó un metro hacia un lado y volvió a hacer lo mismo.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Betty en un susurro.

Littlemore hizo chasquear los dedos.

—La chimenea —dijo—. Vi la arcilla cerca de la chimenea.

Fue hasta la chimenea, apartó la pantalla de rejilla y se tendió en el suelo cuan largo era. Alumbró el hueco con el farol, y en el muro del fondo vio ladrillo y argamasa, y tres aberturas dispuestas en triángulo, la de la parte superior de forma circular.

—Eso es —dijo el detective—. Tiene que ser eso. Pero ¿cómo se las habrá arreglado para…?

Littlemore enfocó los morillos y útiles de chimenea colgados en la pared, a uno de los lados. Uno de éstos era un atizador de tres dientes. Dos de ellos muy afilados, y el tercero circular. Los tres dientes, juntos, formaban un triángulo. Littlemore se puso en pie de un brinco, cogió el atizador tridente, lo enfiló hacia el fondo de la chimenea y tanteó en él unos segundos, hasta que los tres dientes encontraron las aberturas y se insertaron en ellas como si hubieran sido hechas ex profeso, como de hecho era el caso. Un momento después, la chimenea entera se abrió girando sobre unos goznes internos, y un fuerte soplo de aire golpeó al detective en plena cara.

—Mira esto —dijo Littlemore. Dentro, pequeños chorros de gas azul brotaban aquí y allá de las paredes—. ¿Dónde he visto yo esto antes? Ven, Betty.

Entraron por el hueco, Betty de la mano de Littlemore, y se internaron en un pasadizo. Tras pasar junto a una gran reja cuadrada de hierro que había en uno de los muros, Littlemore pegó el oído contra éste y le dijo a Betty que hiciera lo mismo. Y ambos oyeron, muy lejano, el mismo sonido lastimero que tanto había asustado a Betty.

—Una galería de ventilación —dijo Littlemore—. Un sistema de aire a presión. Tiene que haber una bomba. Cuando la bomba se pone en marcha, se oye ese ruido. Cuando la bomba se para, se deja de oír.

Siguieron por el pasadizo como un centenar de metros, y pasaron frente a media docena de rejas de hierro similares y doblaron tres o cuatro cerradas esquinas. Las uñas de Betty se clavaban en el brazo de Littlemore. Y al cabo llegaron al final. Un muro les cerraba el paso, pero en él había una pequeña placa de metal que brillaba bajo el último chorro de gas azul. Littlemore apretó la placa, y el muro giró sobre sí mismo y se abrió.

A la luz del faro eléctrico se vieron ante un estudio masculino lujosamente amueblado. Las paredes estaban llenas de estanterías, aunque en ellas, en lugar de libros, había colecciones de maquetas de puentes y edificios. En mitad del estudio se alzaba un enorme escritorio con lámparas de latón encima. Littlemore encendió una de ellas. En silencio, el detective y Betty abandonaron el estudio y echaron a andar por un pasillo. Cruzaron un vestíbulo de mármol blanco, y entonces oyeron un ruido ahogado. En el mismo pasillo, más adelante, después de pasar por el salón más grande que tanto Betty como Littlemore habían visto en su vida, se encontraron ante una puerta que vibraba con ruido: el pomo giraba de izquierda a derecha. Era evidente que alguien trataba en vano de abrir la puerta desde el otro lado. Littlemore le interpeló en voz alta, identificándose como policía.

Respondió una voz de mujer:

—Abra la puerta. Déjeme salir.

A Littlemore no le llevó mucho tiempo abrir la puerta. Al hacerlo él y Betty vieron el interior de un armario de la ropa blanca, y la espalda de una mujer en tal espacio exiguo. Una mujer con las manos atadas a la espalda. Clara Banwell se dio la vuelta, dio las gracias al detective y le rogó que la desatara.

El sudor perlaba de brillo la frente de Henry Kendall Thaw al ver al policía al otro lado de Gramercy Park, en su ronda de vigilancia bajo la farola de gas, enfrente de la casa de los Acton. Le empapaba la parte posterior de la camisa, bajo la chaqueta del esmoquin. Y se le deslizaba por mangas y pantalones abajo.

Desde su posición estratégica de la calle Veintiuna este, entre las avenidas Cuarta y Lexington, Thaw podía abarcar toda la hilera de soberbias casas de la calle Gramercy Park South. Alcanzaba a ver también el Players Club, vivamente iluminado para la velada del viernes. Y, ciertamente, veía también lo que había tras los visillos translúcidos de las ventanas de la primera planta del club, donde acaudalados caballeros maduros y jóvenes mujeres de hombros desnudos iban de un lado a otro con cócteles Dúplex y Bronx.

Los ojos de Thaw veían más que los de Jung. Detectó, tres pisos más arriba de la acera donde se paseaba el policía, un movimiento en el tejado de la casa de los Acton. En él, recortada contra el cielo de la noche, distinguió la silueta de otro policía con un rifle en las manos. Thaw era un hombre nervudo, enjuto hasta el punto de conferirle un aspecto frágil, y de brazos algo más largos de lo normal. Tenía una cara asombrosamente juvenil para un hombre que frisaba la cuarentena. Habría sido incluso guapo de no ser por sus ojos pequeños y demasiado hundidos y sus labios demasiado gruesos. En movimiento o inmóvil, parecía incapaz de contener el resuello.

Thaw estaba ahora en movimiento. Caminó hacia el este, sin salir en ningún momento, de las sombras. Al cruzar Lexington Avenue se bajó aún más sobre los ojos el ala del sombrero: conocía muy bien la casa de la esquina. La había vigilado durante horas en los viejos tiempos, a fin de ver si salía de ella cierta joven, una preciosa joven a la que quería hacer daño con una intensidad tal que con sólo pensar en ello sentía un hormigueo en la piel. Bordeó la verja de hierro del parque hasta llegar a su esquina sureste, donde sólo Irving Street lo separaba de los policías que vigilaban la casa. Ninguno de ellos lo vio entrar en el callejón trasero de las casas de Gramercy Park South.

A unos cinco kilómetros de allí, en su apartamento del segundo piso de la pequeña casa de Warren Street, el coroner Charles Hugel había preparado sus bolsas de viaje. Estaba en medio del salón, mordiéndose los nudillos. Acababa de entregar la carta de dimisión al alcalde. Había dado el aviso a su casero. Había ido al banco a cerrar su cuenta corriente. Todo el dinero que poseía estaba delante de él, en el suelo, apilado en pulcros montones. Tenía que decidir cómo llevado. Se agachó y se puso, por tercera vez, a contar los billetes, mientras se preguntaba si sería suficiente para empezar una nueva vida en alguna ciudad más pequeña. Sus manos se estremecieron y abrieron y un billete de cincuenta dólares brincó al aire cuando oyó que llamaban a su puerta.

Si el policía que vigilaba frente a la casa de los Acton hubiera mirado hacia arriba habría visto un oscurecimiento más intenso en la ventana del dormitorio de Nora. Y posiblemente habría reparado en que la sombra de un hombre acababa de pasar por delante de la ventana. Pero no alzó la mirada.

El intruso se aflojó la corbata blanca de seda. En silencio, se la quitó del cuello y se enrolló los extremos en las manos. Se acercó a la cama de Nora. Pese a la oscuridad, pudo distinguir la forma durmiente de la joven en el lecho. Vio la línea con la que la bonita barbilla descendía hasta la suave e indefensa garganta. Deslizando la corbata entre el cabecero de la cama y la almohada, la hizo bajar despacio, muy despacio, y luego la fue pasando por debajo de la almohada, hacia el cuello de la joven, infinitamente despacio, hasta que los dos extremos emergieron de debajo de la almohada. Escuchó durante todo el tiempo la respiración de la joven, que era suave y pausada.

Resulta de interés preguntarse si el cuchillo de cocina, de no haberlo retirado Mildred Acton de debajo de la almohada de su hija, le habría sido a ésta de alguna ayuda. Nora Acton, despertada con sobresalto por un hombre en la oscuridad, ¿habría podido defenderse con aquel cuchillo? Nora siempre dormía boca abajo. En caso de haber podido hacerse con él, ¿habría sido capaz —con la respiración ahogada— de utilizarlo para salvar su vida?

Buenas preguntas, pero absolutamente retóricas, ya que no sólo el cuchillo no estaba allí, tampoco estaba Nora.

—Manos arriba, señor Banwell —dijo una voz a espaldas del intruso, que sintió el cañón de un arma de fuego pegado a sus costillas. Un faro eléctrico, empuñado por un agente de policía uniformado que estaba de pie en el umbral, iluminó de pronto todo el dormitorio. George Banwell alzó las manos y las dejó en el aire, delante de la cara.

—Apártese de la cama, señor Banwell —dijo el detective Littlemore, que seguía clavándole el cañón de la pistola en la espalda—. Muy bien, Betty, ya puedes levantarte.

Betty Longobardi se bajó de la cama, temerosa pero desafiante. Mientras cacheaba a Banwell palpándole los bolsillos, Littlemore miró hacia la chimenea del dormitorio de Nora. En ella, como esperaba, se veía un trozo de pared girado y abierto, y detrás del hueco se adivinaba un pasadizo.

—Bien. Puede bajar las manos. Póngalas a la espalda. Despacio y con mucho cuidado.

Banwell no se movió.

—¿Cuál es su precio? —preguntó.

—Más de lo que puede usted pagar —le respondió Littlemore.

—Veinte mil —dijo Banwell, aún con las manos a la altura de la cabeza—. Les daré a cada uno de ustedes veinte mil dólares.

—Las manos a la espalda —repitió Littlemore.

—Cincuenta mil —dijo Banwell. Entornando los ojos en dirección al haz de luz entrevió a dos hombres en el umbral del dormitorio, uno sosteniendo el farol y el otro detrás de él, además de quienquiera que le estuviera clavando en la espalda el cañón de la pistola. Al oír «cincuenta mil», los hombres del umbral se movieron en su sitio, incómodos. Banwell se dirigió a ellos.

—Piénsenlo, muchachos. Son inteligentes. Lo veo en su cara. ¿Dónde creen que el jefe Byrnes ha conseguido su fortuna? ¿Se hacen alguna idea de cuánto tiene en el banco? Trescientos cincuenta mil dólares. Ésa es la cifra. Yo lo he hecho rico, y les haré ricos a ustedes.

—Al alcalde no le gustará su intento de sobornarnos —dijo Littlemore, bajando uno de los brazos de Banwell y colocándole una esposa en la muñeca.

—¿Van a hacerle caso a este idiota que tengo a mi espalda? —bramó Banwell, aún dirigiéndose a los hombres del umbral del dormitorio, con voz fuerte y confiada pese a su penosa situación—. Lo destrozaré en el juicio. Lo destrozaré, ¿me oyen? Sean listos. ¿Quieren ser pobres toda la vida? Piensen en sus mujeres, en sus hijos. ¿Quieren que sean pobres toda su vida? No se preocupen por el alcalde. El alcalde es mío, soy su propietario.

—¿Eso crees, George? —dijo el hombre que estaba detrás del policía uniformado que llevaba el farol. Luego dio un paso hacia delante: era el alcalde McClellan—. ¿De veras, George?

Littlemore cerró la esposa restante sobre la otra muñeca, y el mecanismo emitió un placentero clic. Con una rapidez asombrosa en un hombre de su edad, Banwell se escabulló de entre las manos del detective y, con los brazos sujetos a la espalda, echó a correr hacia el pasadizo. Pero tuvo que detenerse y agacharse para meterse en él, lo cual fue su perdición. Littlemore tenía la pistola en la mano, y el tiro habría dado en el blanco, pero no disparó. En lugar de ello, se precipitó hacia delante a grandes zancadas y golpeó a Banwell en el cabeza con la culata de la pistola. Banwell soltó un grito y cayó al suelo fulminado.

Minutos después, el detective Littlemore sentó a un semiinconsciente Banwell al pie de las escaleras de los Acton, y lo ató al pasamanos con otro par de esposas que le proporcionó uno de los policías de uniforme. Al señor Banwell le caía sangre por las mejillas. Otro policía dejaba salir de su dormitorio a unos azorados Harcourt y Mildred Acton.

En el Players Club, la chica del guardarropa dio la bienvenida a un nuevo cliente, que también le causó sorpresa, no sólo porque hubiera entrado por la puerta trasera sino porque llevaba un sobretodo en pleno verano. A Harry Thaw le proporcionaba un placer especial disfrutar de su libertad en unas estancias diseñadas por el hombre al que había dado muerte tres años atrás: el señor Stanford White. Dio el nombre de Monroe Reid, de Filadelfia. Y fue con este mismo nombre con el que se presentó a otro cliente, un caballero extranjero al que conoció en la pequeña sala de baile, donde unas bailarinas actuaban sobre un escenario elevado. Harry Thaw y Carl Jung hicieron buenas migas aquella noche. Cuando Jung mencionó que el socio del club al que conocía era Smith Jelliffe, Thaw exclamó que también él lo conocía, aunque luego no le ofreció detalles demasiado veraces sobre tal conocimiento.

—Buen trabajo, detective —le dijo el alcalde McClellan a Littlemore en el salón de los Acton—. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos jamás lo habría creído.

La señora Biggs estaba vendando la herida del cráneo del señor Banwell; al detenido lo retenían dos pares de esposas: unas le sujetaban las muñecas a la espalda, las otras lo ataban al pasamanos. El señor Acton se había servido una bebida larga.

—¿Podría decimos qué está pasando, señor McClellan? —preguntó.

—Me temo que tampoco yo lo sé a ciencia cierta —respondió el alcalde—. Sigo sin entender cómo se las pudo arreglar George para asesinar a la señorita Riverford…

Llamaron a la puerta. La señora Biggs miró a sus señores, que a su vez miraron al alcalde. Littlemore dijo que abriría él la puerta. Instantes después, todos vieron entrar en la sala al coroner Charles Hugel, férreamente sujeto por el agente John Reardon.

—Lo pillé, detective —dijo Reardon—. Tenía las maletas hechas, como usted dijo.