XXIII

Creo que mi corazón llegó literalmente a pararse durante unos segundos. Todos los rasgos de la persona de Nora Acton —los cabellos sueltos que le brincaban sobre las mejillas, los implorantes ojos azules, los brazos delgados, las manos de guantes blancos, el torso que menguaba gradualmente del pecho a la cintura—… todo en ella se confabulaba contra mí.

Al ver a Nora en el vestíbulo del hotel, pensé que era yo quien necesitaba tratamiento, más que ella, en cualquier caso. Por una parte, dudaba que alguna vez pudiera volver a sentir por alguien lo que sentía por ella; por otra, me sentía asqueado. En el cajón, cuando la muerte me rondaba de cerca, sólo podía pensar en Nora. Pero, al verla ahora en persona, una vez más me resultó imposible quitarme de la cabeza el secreto de sus repugnantes anhelos sexuales.

Debí de quedarme mirándola fijamente durante bastante más tiempo del que la cortesía autoriza. Rose Brill acudió a rescatarme diciendo:

—Usted debe de ser la señorita Acton. Nosotros somos amigos del doctor Freud y del doctor Younger. ¿Podemos ayudarla en algo, querida?

Con admirable gracia, Nora estrechó manos, cumplió con las cortesías de rigor y dejó bien claro, sin llegar a decirlo, que quería hablar conmigo. Yo tenía la certeza de que la joven estaba pasando por una gran conmoción interior.

Su compostura era admirable, y no sólo para una chica de diecisiete años.

Una vez alejada de los demás, me dijo:

—Me he escapado. Y no se me ocurre nadie más a quien acudir. Lo siento. Sé que le produzco repugnancia.

Sus últimas palabras fueron un cuchillada en mi corazón.

—¿Cómo podría usted causar esa impresión en alguien, señorita Acton?

—Lo he visto en su cara. Odio al doctor Freud. ¿Cómo podía saber eso de mí?

—¿Por qué se ha escapado de casa?

Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas.

—Están planeando encerrarme. Dicen que en un sanatorio; para un tratamiento de reposo. Pero en realidad es un manicomio, al norte de la ciudad. Mi madre ha estado hablando por teléfono con ellos desde el amanecer. Les ha dicho que tengo la fantasía de que me atacan en la noche, y ha alzado mucho la voz para asegurarse de que yo la oía, y de que también la oían el señor y la señora Biggs. ¿Por qué no puedo recordarlo más…, más nítidamente?

—Porque él le dio cloroformo.

—¿Cloroformo?

—Un anestésico quirúrgico —proseguí—. Produce los efectos que usted ha experimentado.

—Entonces él estuvo en casa. Lo sabía. ¿Por qué lo haría?

—Para que pareciera que se lo había hecho usted misma. Así nadie creería que había sido agredida en dos ocasiones —le respondí.

Me miró, y luego apartó la mirada.

—Se lo he contado al detective Littlemore —dije.

—¿Volverá por mí el señor Banwell?

—No lo sé.

—Al menos ahora mis padres ya no pueden mandarme a ese sitio.

—Sí pueden —dije yo—. Aún es su hija pequeña.

—¿Qué?

—La decisión es de ellos, mientras siga usted siendo menor de edad —le expliqué—. Puede que sus padres no me crean. No podemos probarlo. El cloroformo no deja huellas.

—¿Cuántos años tiene que tener una para dejar de ser menor de edad? —me preguntó con súbita urgencia.

—Dieciocho.

—Pues voy a cumplirlos el próximo domingo.

—¿De veras?

Iba a decir que entonces no tenía que tener ningún miedo de que la internaran contra su voluntad, pero me embargó un presentimiento.

—¿Qué pasa? —me preguntó.

—Tenemos que impedir que lo hagan antes del domingo. Si logran hacerlo hoy o mañana, no podrá recuperar la libertad hasta que sus padres lo digan.

—¿Aunque cumpla los dieciocho?

—Sí.

—Me escaparé de casa —dijo Nora—. Conozco una…, nuestra casita de verano. Ahora que han vuelto está vacía. Sería el último sitio donde se les ocurriría buscarme. El último sitio donde me buscaría nadie. ¿Podría venir conmigo? Está a sólo una hora en el ferry. El Day Line para en Tarry Town si se lo pides. Por favor, doctor. No tengo a nadie más.

Consideré lo que me pedía. Llevar a Nora fuera de la ciudad era sin duda algo muy sensato. George Banwell se las había arreglado para entrar en su dormitorio sin que nadie lo advirtiera. Podía volver a hacerlo. Y no convenía que Nora cogiera el ferry sola: no era prudente que una joven sin acompañantes, y menos aún una joven tan atractiva como la señorita Acton, se desplazara río arriba. Todo podía esperar hasta la noche. Freud estaba en la cama. Si los esfuerzos de Brill por contactar con su amigo del New York Times resultaban infructuosos, lo que yo debía hacer era ir a Worcester a hablar con Hall personalmente, pero eso bien podía esperar al día siguiente.

—La llevaré —dije.

—¿Va a ir vestido con ese traje? —me preguntó.

Media hora después de que trajeran el correo de la mañana, la doncella de los Banwell informó a Clara de que un visitante —«un policía, señora»— esperaba en el vestíbulo. Clara siguió a la doncella hasta el recibidor de mármol, donde el mayordomo sostenía el sombrero de un hombre pequeño y pálido con traje marrón, ojos como cuentas, casi desesperados, y cejas y bigote poblados.

Clara, al verlo, dio un respingo.

—¿Quién es usted? —preguntó con frialdad.

—Charles Hugel, coroner —replicó Hugel, con no menos frialdad—. Estoy al frente de la investigación del asesinato de Elizabeth Riverford. Querría hablar un momento con usted.

—Ya —replicó Clara. Se volvió hacia el mayordomo—. Con quien este señor quiere hablar entonces, Parker, es con el señor Banwell, no conmigo.

—Con su permiso, señora —respondió Parker—. El caballero ha preguntado por usted.

Clara se volvió hacia el coroner.

—¿Ha preguntado usted por mí, señor…, señor…?

—Hugel —dijo Hugel—. Yo no… Es que he pensado, señora Banwell, que con su esposo fuera, usted…

—Mi marido no está fuera —dijo Clara—. Parker, informe al señor Banwell de que tiene una visita. Señor Hugel, creo que sabrá disculparme…

Minutos después, desde su vestidor, Clara oyó un torrente de juramentos lanzados por la voz grave de George Banwell, seguida de un portazo de la puerta principal. Luego Clara oyó cómo se acercaban hacia el vestidor los pesados pasos de su marido. Durante un instante, las manos de Clara —se estaba dando polvos en la cara— se pusieron a temblar, pero logró dominarlas y dejaron de hacerlo.

Una hora y cuarto después, Nora Acton y yo viajábamos en el ferry de vapor Hudson arriba, y dejábamos atrás los espectaculares acantilados naranja fuego de Nueva Jersey. Habíamos abandonado el Hotel Manhattan por la puerta del sótano, por si acaso; antes yo me había cambiado de atuendo. En el lado neoyorquino del río, una flota de tres barcos de madera de tres mástiles estaba fondeada bajo la tumba de Grant, con las velas blancas ondeando con indolencia al vivo sol, como parte de los profusos preparativos de la Hudson-Fulton Celebration[16] del próximo otoño. Apenas unas cuantas nubes algodonosas flotaban en un cielo sin mácula. La señorita Acton estaba sentada en un banco, cerca de la proa, con el pelo al aire y alborotado por la brisa.

—Es precioso, ¿verdad? —dijo.

—Para quien le gusten los barcos… —le respondí yo.

—¿A usted no le gustan?

—Estoy en contra de los barcos —dije—. Primero está el viento. Si la gente disfruta cuando le da el viento en la cara, tendría que ponerse delante de un ventilador. Luego están los humos de las chimeneas. Y luego esa sirena infernal…; la visibilidad es perfecta, no hay nadie en millas a la redonda, y tocan esa condenada sirena a un volumen tal que lo que hacen es matar a bancos enteros de peces.

—Mi padre me ha borrado de Barnard esta mañana. Llamó a la secretaría. Obligado por mi madre.

—Eso es reversible —dije, un tanto avergonzado por haber estado parloteando de forma tan ridícula.

—¿Le enseñó su padre a disparar, doctor Younger? —me preguntó Nora.

La pregunta me cogió de sorpresa. No tenía la menor idea de qué querría saber a través de ella, o si siquiera sabía a qué se refería.

—¿Qué le hace pensar que sé disparar? —dije yo.

—¿No saben hacerlo todos los hombres de nuestra clase social? —pronunció clase social casi con desprecio.

—No —contesté yo—. A menos que incluya usted el fanfarroneo o el hablar más de la cuenta.[17]

—Bueno, pero usted sabe —dijo ella—. Le vi hacerlo.

—¿Dónde?

—Ya se lo dije. En el concurso hípico del año pasado. Se estaba divirtiendo en la barraca de tiro.

—¿De veras?

—Sí —dijo ella—. Parecía divertirse de lo lindo.

La miré un largo rato, tratando de averiguar cuánto sabía. Mi padre, al suicidarse, había utilizado una pistola. Para decirlo sin ambages, se había volado la cabeza.

—Me enseñó mi tío —dije—. No mi padre.

—¿Su tío Schermerhorn o su tío Fish?

—Sabe de mí más de lo que imaginaba, señorita Acton.

—Un hombre que figura en el Registro Social no puede quejarse mucho de que se sepa públicamente quiénes son sus parientes.

—Yo no me inscribí en esa lista. Me inscribieron, lo mismo que a usted.

—¿Lloró mucho su muerte?

—¿La muerte de quién?

—De su padre.

—¿Qué es lo que quiere saber, señorita Acton?

—¿Lo hizo?

—Nadie llora mucho los suicidios —dije.

—¿No? Sí, supongo que la muerte de los padres es algo normal. Su padre perdió al suyo, y el padre de su padre al suyo…

—Pensé que no le gustaba Shakespeare.

—¿Cómo se siente alguien, doctor, criado por alguien a quien desprecia?

—¿No lo sabría mejor usted, señorita Acton?

—¿Yo? —dijo Nora—. A mí me crio alguien a quien amo.

—No da usted esa impresión cuando habla de sus padres.

—No estoy hablando de mis padres —replicó Nora—. Estoy hablando de la señora Biggs.

—Yo no odiaba a mi padre —dije.

—Yo odio al mío. A mí al menos no me asusta decirlo.

El viento se hizo más fuerte. Quizá el tiempo estaba cambiando. Nora Acton miraba con fijeza la orilla. ¿Qué es lo que quería hacerme sentir exactamente? No tenía la menor idea.

—Tenemos eso en común, señorita Acton —dije—. Los dos crecimos queriendo no ser como nuestros padres. Como ninguno de ellos. Pero el desafío, dice el doctor Freud, denota tanto apego como la obediencia.

—Ya veo: usted ha conseguido llegar al desapego.

Unos minutos después Nora me pidió que le dijera más cosas sobre las teorías de Freud. Lo hice, evitando toda mención a Edipo y afines. Contraviniendo todo protocolo médico al uso, le describí algunos casos de mis anteriores pacientes —de forma anónima, por supuesto—, con intención de ilustrar cómo funciona la transferencia y cuáles son sus efectos extremos en los pacientes psicoanalíticos. A tal fin le hablé de Rachel, la jovencita que trataba de desnudarse ante mí en casi todas las sesiones.

—¿Era guapa? —preguntó Nora.

—No —mentí.

—Está mintiendo —dijo ella—. A los hombres siempre les gusta ese tipo de chica. Supongo que tuvo relaciones sexuales con ella.

—Por supuesto que no —le respondí, sorprendido por su explicitud.

—No estoy enamorada de usted, doctor Younger —dijo, como si se tratara de la respuesta más lógica que darme en aquel momento—. Sé que es eso lo que piensa. Ayer me equivoqué y pensé que sentía algo por usted, pero todo se debió a unas circunstancias realmente duras, y a su propia declaración de afecto por mí.

—Señorita Acton…

—No se alarme. No pretendo que se ratifique en lo que me dijo. Entiendo que lo que me dijo ayer no refleja ya sus verdaderos sentimientos, lo mismo que lo que yo dije ayer ya no refleja los míos. No siento nada por usted. Esa transferencia de la que habla, que dice que hace que los pacientes amen u odien a sus terapeutas, no tiene nada que ver conmigo. Yo soy su paciente, como usted dijo. Eso es todo.

Dejé que sus palabras quedaran sin respuesta mientras el ferry seguía su rumbo río arriba.

Poco después de mediodía, el detective Littlemore estaba frente a una pequeña y sórdida celda del vasto y gris castillo de reclusión conocido como las Tumbas. No había luz natural, ni ventanas en parte alguna. Junto a Littlemore había un guardia de prisiones. Ambos miraban fijamente, a través de un enrejado de barrotes de acero, el cuerpo tendido de Chong Sing. Yacía inconsciente sobre un mugriento catre. Tenía la ropa interior llena de manchas. Y los pies desnudos y sucios.

—¿Está dormido? —preguntó Littlemore.

Riendo entre dientes, el guardia le explicó que el sargento Becker había obligado a Chong a mantenerse despierto toda la noche. Littlemore, al principio, se sorprendió al oír el nombre de Becker. Luego cayó en la cuenta: habían encontrado el cuerpo de la señorita Sigel en Tenderloin, por lo que el interrogatorio le había correspondido a Becker. Sin embargo, el detective seguía intrigado. Chong había declarado el día anterior, y había admitido haber visto a su primo Leon matar a la joven. Eso había dicho el alcalde. ¿Qué quería Becker de Chong para mantenerlo en vela toda la noche?

El guardia pudo responder a esa pregunta: en primer lugar, fue Becker quien había hecho hablar a Chong; pero Chong se había negado a admitir que hubiera ayudado a su primo a matar a la joven Sigel. Insistió en que había entrado en el cuarto de Leon cuando la chica ya estaba muerta.

—¿Y Becker no se lo ha tragado? —preguntó Littlemore.

El guardia tarareó una tonada y sacudió la cabeza.

—Le ha estado sacudiendo toda la noche, como le he dicho. Tendría que haberle visto.

El somnoliento Chong Sing se dio la vuelta en el catre, dejando al descubierto el ojo derecho, amoratado e hinchado como una ciruela. Tenía sangre seca debajo de la nariz, y más abajo de la oreja. Era muy posible que tuviera la nariz rota, pero Littlemore no podía estar seguro.

—Oh, Dios… —dijo el detective—. ¿Se ha venido abajo?

—Ajá.

Littlemore le dijo al guardia que le abriera la celda. Despertó al adormilado preso. Se acercó una silla, se encendió un cigarrillo, le ofreció otro a Chong. El chino miró con disgusto a su nuevo interrogador. Cogió el cigarrillo.

—Sé que entiende el inglés, señor Chong —dijo Littlemore—. Quizá pueda ayudarle. No tiene más que responder a un par de preguntas. ¿Cuándo empezó a trabajar en el Balmoral, a finales de julio?

Chong Sing asintió con la cabeza.

—¿Y en el puente? —preguntó el detective.

—Puede que al mismo tiempo —dijo Chong con voz ronca—. Puede que unos días más tarde.

—Si no estuvo allí, Chong, ¿cómo pudo verlo? —le preguntó Littlemore.

—…

—Si entró en el cuarto de Leon después de que éste hubiera matado a la chica, ¿cómo sabe que la mató?

—Ya lo he contado —replicó Chong—. Oí una pelea. Miré por el ojo de la cerradura.

Littlemore echó una mirada al carcelero, que confirmó que Chong había contado la misma historia el día anterior.

El detective volvió a mirar a Chong Sing.

—¿Fue así, entonces?

—Sí, fue así.

—No, no fue así. Yo estaba allí, señor Chong, ¿se acuerda? Fui al cuarto de Leon. Quité la llave. Y miré por el ojo de la cerradura. Y no se veía nada de nada.

Chong guardó silencio.

—¿Cómo consigue esos trabajos, señor Chong? ¿Cómo consiguió dos trabajos para el mismo patrón, el señor Banwell?

El chino se encogió de hombros.

—Estoy tratando de ayudarle —dijo Littlemore.

—Leon —dijo Chong en voz baja—. Él me consiguió los trabajos.

—¿Cómo conoció Leon a Banwell?

—No lo sé.

—¿No lo sabe?

—No lo sé —repitió Chong—. Yo no he matado a nadie.

Littlemore se levantó de la silla e hizo un gesto al guardia para que le abriera la puerta de la celda.

—Sé que no lo ha hecho —dijo.

La casa de verano de los Acton era un cottage típico de Newport: una pequeña propiedad con ínfulas de asemejarse —o incluso de superar— a los patrones de la alta nobleza europea. Yo tenía intención de volver a la ciudad después de dejar a Nora en la puerta, pero no fui capaz de hacerlo. No quería dejar sola a Nora, ni siquiera en aquel sitio seguro.

Los criados recibieron a Nora con calor, y abrieron puertas y ventanas en un frenesí de actividad. No parecían conocer ninguna de sus tribulaciones. Aunque sin hablarme apenas, Nora quería que yo lo viese todo. Me condujo por la planta baja de la casa principal. Una escalera doble de mármol ascendía desde la galería del vestíbulo de dos niveles. A la derecha había una cúpula de vidrio de colores; a la izquierda, una biblioteca octogonal con vigas de madera. Y por todas partes columnas de mármol y adornos dorados de escayola.

En la trasera había una veranda con techo de azulejo. Una ondulante ladera de césped y altos robles descendía con nitidez hacia el río que discurría abajo, a lo lejos. Nora entró en la espesura. Yo la seguí, y pronto llegamos a las caballerizas, donde en el aire había un sano olor a caballo y heno fresco. Resultó que el cocinero se había tomado la libertad de enviar una cesta de picnic a las caballerizas por si a la señorita Acton se le ocurría salir a cabalgar.

Demostró ser tan buena amazona como yo jinete. Al cabo de un rápido trecho a medio galope, extendimos una manta sobre un retazo de sombra con una magnífica vista del Hudson. Dentro de la cesta de picnic había una docena de almejas en hielo, pollo frío, croquetas de patata, una lata llena de galletitas saladas y una ensalada de cerezas y sandía. Además de una cantimplora de té helado, el cocinero había metido media botella de vino de Burdeos, para el caballero, cómo no. Yo no había comido nada desde la noche anterior.

Cuando acabamos de comer, Nora me preguntó:

—¿Es usted honrado?

—En exceso —dije—. Pero sólo porque soy un pésimo actor. ¿Llamarán los criados a sus padres para decirles que está usted aquí?

—No hay teléfono. —Se quitó el panamá y dejó que el sol enredara los rayos en su pelo—. Lamento mi comportamiento en el ferry, doctor. No sé por qué saqué a relucir a su padre. Perdóneme, por favor. Me siento como atrapada en una casa en llamas en la que no hay salida. Clara es la única persona a la que he sido capaz de acudir en busca de socorro, y ahora ni ella puede ayudarme.

—Hay una salida —dije—. Se quedará aquí hasta el domingo. Entonces tendrá ya dieciocho años y dejará de estar bajo el control de sus padres. Al mismo tiempo, con algo de suerte, el detective Littlemore habrá comprobado la prueba que tenemos contra Banwell y ya lo habrá detenido.

—¿Qué prueba?

Le conté nuestra bajada al cajón. Era posible que a esas alturas, le expliqué, el detective Littlemore hubiera confirmado que el contenido del baúl pertenecía a la señorita Riverford, que era todo lo que necesitaba para detener al señor Banwell. Quizá estuviera ya detenido en aquel momento.

—Lo dudo mucho —dijo Nora cerrando los ojos—. Cuénteme algo más.

—¿Qué?

—Cuénteme cualquier cosa que no tenga nada que ver con Banwell.

En la residencia de Gramercy Park de los Acton, la madre de Nora estaba registrando de arriba abajo el cuarto de su hija. Nora había desaparecido. Mildred Acton envió a la señora Biggs al parque para ver si la encontraba, pero la joven no estaba allí. El pensamiento de haber sido engañada por su hija llenaba de indignación a la señora Acton. Al parecer su hija estaba trastornada: era una mala hija y estaba trastornada. No podía confiar en ella. La señora Acton había presenciado el descubrimiento de cigarrillos y cosméticos en el dormitorio de su hija: ¿qué más podría ocultar?

La señora Acton no había encontrado nada que mereciera la pena confiscarse, pero al meter la mano debajo de la almohada se quedó atónita al descubrir un cuchillo de cocina.

El hallazgo tuvo un efecto extraño en Mildred Acton. Durante una fracción de segundo cruzó por su cabeza una serie de imágenes sangrientas; las del nacimiento de su única hija, entre ellas, con el consiguiente recordatorio de que, a partir de ese acontecimiento, su marido y ella dormían en camas separadas. Instantes después, las sangrientas imágenes y sus asociaciones cesaron. La señora Acton las olvidó por completo, pero la dejaron en un estado de ansiedad. Con el sentimiento de estar haciendo lo que debía al proteger a su hija de sí misma, devolvió el cuchillo a la cocina.

La señora Acton quería que su marido hiciese algo. Deseaba que no fuera tan negado para todo, siempre encerrado en su estudio de la ciudad o jugando al polo en el campo. Harcourt mimaba terriblemente a Nora. Pero era un desastre en todo. Si no hubiera heredado la pequeña fortuna de su padre, habría acabado en una institución de beneficencia. Mildred se lo había dicho centenares de veces.

La señora Acton decidió que debía llamar inmediatamente al doctor Sachs para que le administrara otro masaje eléctrico. Cierto que le había dado uno el día anterior, y que el precio era escandaloso. Pero tenía la sensación de que no podría vivir sin recibir otro. El doctor Sachs era tan bueno en eso. Aunque habría sido mucho mejor, reflexionó, si hubiera podido encontrar a un médico cristiano que fuera igual de experto. Pero ¿no decía todo el mundo que los mejores médicos eran judíos?

Por supuesto, mi mente se quedó en blanco en el momento mismo en que Nora me pidió que dijera algo para distraerla. Y entonces se me ocurrió:

—Anoche —dije— resolví lo de ser o no ser.

—No sabía que se necesitara una solución —dijo Nora.

—Oh, la gente lleva siglos tratando de solucionar esto. Pero nadie lo ha logrado, porque todos han pensado siempre que no ser significaba morir.

—¿Y no significa eso?

—Bueno, si se lee así surge un problema. Todo el parlamento equipara no ser con acción: tomar las armas, tomar venganza y así sucesivamente. Entonces, si no ser significa morir, la muerte tendrá de su lado a la acción, cuando no hay duda de que tal título le pertenece a la vida. ¿Cómo ha pasado, pues, la acción al lado del no ser? Si pudiéramos responder a esta pregunta, sabríamos por qué, para Hamlet, ser significa no actuar, y habríamos resuelto la verdadera adivinanza: por qué no actúa, por qué se queda paralizado durante tanto tiempo. La estoy aburriendo, ¿verdad?

—No, no me aburre en absoluto. Pero no ser sólo puede significar muerte —dijo Nora—. No ser significa… —se encogió de hombros— no ser.

Yo había estado recostado sobre un lado. Me incorporé.

—No. Es decir, sí. Es decir, no ser tiene un segundo significado. Lo opuesto a ser no es sólo muerte. No ser es también parecer.

—¿Parecer qué?

—Sólo parecer. —Me puse en pie. Me puse a pasear y, me avergüenza decir, empecé a hacer que me crujieran los nudillos sin el menor disimulo—. La clave ha estado ahí durante todo este tiempo, en el principio mismo de la obra, cuando Hamlet dice: ¿Parece, señora? No, es. Yo no sé «parecer». Piense en ello. Dinamarca está podrida. Todo el mundo debería estar de duelo por la muerte del padre de Hamlet. Su madre, sobre todo. Él, Hamlet, debería ser el rey. Pero, en lugar de ello, Dinamarca celebra el matrimonio de su madre… ¿con quién, precisamente? Con su odiado tío, que ha subido al trono.

»Y lo que más le irrita es el fingimiento de la pena, el parecer, el vestir de negro de la gente que no puede esperar a festejar los banquetes por el matrimonio y a retozar en las camas como animales. Hamlet no quiere ser parte de ese mundo. Él no fingirá. Se niega a parecer. Él es.

»Se entera entonces de la muerte de su padre. Jura venganza. Pero a partir de ese momento entra en el mundo del parecer. Su primer paso es adoptar un talante bufonesco, para que parezca que se ha vuelto loco. Luego escucha sobrecogido cómo un actor llora por Hécuba. Luego alecciona a los actores sobre cómo fingir de forma convincente. Incluso escribe un guión para ellos, para que lo representen esa noche, una escena que él hace pasar por anodina pero que revive la muerte de su padre, a fin de sorprender a su tío y hacerle confesar su culpa.

»Está cayendo en el dominio de la representación, del parecer. Para Hamlet, ser o no ser no es ser o no existir. Es ser o parecer. Ésa es la decisión que ha de tomar. Parecer es actuar: fingir, representar un papel. He ahí la solución a todo Hamlet; ahí mismo, delante de las narices de todo el mundo. No ser es parecer, y parecer es actuar. Ser, por lo tanto, es «no actuar». ¡De ahí su parálisis! Hamlet está decidido a no parecer, y eso significa no actuar en absoluto. Si sigue fiel a su decisión, si es, no puede actuar. Pero si decide vengar a su padre, debe actuar: debe decidir parecer en lugar de ser.

Miré a mi audiencia de una persona.

—Ya veo —dijo Nora—. Porque debe engañar para poder vengarse de su tío.

—Sí, sí, pero es algo universal. Toda acción es actuación. Toda realización es representación. No por nada estas palabras tienen una doble acepción. Concebir significa planear, pero también engañar. Fabricar es elaborar algo con pericia, pero también engañar. El arte es engaño. Artesanía: engaño. No hay forma de eludido. Si queremos desempeñar un papel en el mundo, debemos actuar, interpretar. Pongamos que un hombre psicoanaliza a una mujer. Se convierte en su médico, y asume su papel. No está mintiendo, pero está actuando. Si abandona ese papel con ella, asume otro: amigo, amante, marido, lo que sea. Podemos elegir qué papel interpretamos, pero sólo eso.

Nora tenía las cejas fruncidas.

—Yo he actuado —dijo—. Con usted.

A veces sucede: tiene lugar ese instante en el que la verdad surge de pronto en medio de otra escena, cuando la acción está en otra parte y la atención entretenida. Sabía de qué me estaba hablando: de su fantasía secreta en relación con su padre, que había confesado el día anterior, pero que obviamente había intentado mantener en secreto.

—Es culpa mía —respondí—. No quise escuchar la verdad. Tuve el mismo sentimiento que Hamlet todo el tiempo que me fue posible. No quería creer que la teoría de Freud sobre la obra fuera acertada.

—¿El doctor Freud tiene una teoría sobre Hamlet? —preguntó.

—Sí. Es…, es lo que le dije. Que Hamlet tiene el deseo secreto de…, de tener relaciones sexuales con su madre.

—¿El doctor Freud dice eso? —exclamó Nora—. ¿Y usted cree que es cierto? Qué repulsivo.

—Bueno, sí, pero me sorprende un poco oírselo decir a usted.

—¿Por qué? —dijo ella.

—Por lo que dijo usted ayer.

—¿Qué dije ayer?

—Confesó —dije— que sentía el mismo tipo de deseo incestuoso.

—Usted está loco.

Bajé la voz, pero hablé con severidad.

—Señorita Acton: usted admitió ayer en el parque, con toda claridad, que sintió celos cuando vio a Clara Banwell con su padre. Dijo que había deseado ser usted quien…

Nora enrojeció vivamente.

—¡Cállese! Sí, dije que estaba celosa, ¡pero no de Clara! ¡Qué repugnante! ¡Sentía celos de mi padre!

Nos miramos en silencio, ahora de pie, a ambos lados de la pequeña manta de lana. Un par de ardillas, que habían estado jugueteando alrededor del tronco de un árbol, se quedaron quietas de pronto, mirándonos con recelo.

—¿Por eso se consideraba sucia? —le pregunté.

—Sí —susurró ella.

—Eso no es sucio —dije—. Si lo comparamos con otras cosas, al menos.

Mi comentario último no le hizo gracia. Le toqué la mejilla. Bajó la mirada. Tomé su barbilla en mi mano, le levanté la cara hasta la altura de la mía y me incliné hacia ella. Me apartó.

—No —dijo.

No quería mirarme a los ojos. Retrocedió un paso y se puso a recoger las cosas del picnic: metió los restos en la cesta, sacudió las migas de la manta. En silencio, cabalgamos de regreso hasta las cuadras, y volvimos a la casa.

En definitiva: todos mis exquisitos escrúpulos éticos de no aprovecharme del interés transferencial que Nora sentía por mí, suponiendo que sintiera alguno, se habían ido al traste en cuanto me había confesado un deseo sáfico, no incestuoso. Sentí un gran embarazo al descubrir aquello de mí mismo, aunque hubiera cierta lógica en ello. En el momento en que supe la verdad, ya no sentí que si Nora me besaba estaría besando a su padre. Quizá debí concluir que estaría besando a Clara, pero el caso es que yo no lo sentí así.

La casa principal estaba en silencio; el aire de la tarde de verano en perfecta quietud, con sus grandes estancias interiores vacías y umbrosas. Todas las ventanas tenían las persianas echadas, para proteger del sol mobiliario y cortinajes, supuse. Nora, pensativa y silenciosa, me condujo hasta la biblioteca octogonal de espléndida madera labrada. Cerró las puertas a nuestra espalda y me señaló un sillón. Me estaba indicando que me sentara en él, y lo hice. Ella se arrodilló en el suelo, frente a mí.

Por primera vez desde que me había rechazado, despegó los labios para decir:

—¿Se acuerda de la primera vez que me vio? ¿Cuándo no podía hablar?

No lograba descifrar su expresión. Parecía arrepentida y virginal a un tiempo.

—No perdí la voz.

—¿Cómo dice?

—Lo fingí —dijo Nora.

—Intenté no dejar traslucir lo seca que se me había quedado la boca de pronto.

—Por eso pudo hablar a la mañana siguiente…

Asintió con la cabeza.

—¿Por qué? —pregunté.

—Y mi amnesia.

—¿Qué ocurre con la amnesia?

—Tampoco era real —dijo ella.

—¿No tuvo amnesia, entonces?

—No. También la simulé.

La joven me miró. Tuve la sensación extraña de que me encontraba ante alguien a quien no conocía de nada. Traté de reorientar lo que sabía o pensaba sobre los nuevos hechos. Traté de reestructurar las diversas escenas de la semana anterior, a fin de hacerlas casar de forma coherente. Pero no pude. ¿Por qué?

Nora sacudió la cabeza mientras se mordía el labio inferior.

—Quería hundir a Banwell, ¿no es cierto? —le pregunté—. ¿Iba a decir que quien se lo hizo fue él?

—Sí.

—Pero estaba mintiendo.

—Sí. Pero lo demás…, casi todo lo demás era verdad.

Parecía implorar comprensión solidaria. Yo no sentía ninguna. No era extraño que dijera que la transferencia no tenía nada que ver con ella. No la había psicoanalizado en absoluto.

—Me ha dejado en ridículo —dije.

—No era mi intención… No pude… Es tan…

—Todo lo que me ha contado es mentira.

—No. Banwell trató de poseerme cuando yo tenía catorce años. Y volvió a intentarlo cuando tenía dieciséis. Y vi a mi padre con Clara. Aquí mismo, en esta sala.

—Me dijo que había visto a su padre y a Clara en la casa de verano de Banwell.

—Sí.

—¿Por qué me mintió en eso?

—No lo hice.

La mente me dio vueltas; daba palos de ciego. Y entonces recordé: la casa de verano de sus padres estaba en los Berkshires, Massachusetts. No estábamos en absoluto en la casa de verano de sus padres. Estábamos en la casa de verano de George Banwell. Los criados la conocían tan bien no porque fueran sus criados, sino porque había frecuentado aquella casa a menudo. La situación se volvió súbitamente frágil, como si pudiera quebrarse en cualquier momento. Me puse en pie. Ella me cogió de la mano y alzó los ojos hacia mí.

—Se hizo todas esas cosas usted misma… —dije—. Se azotó usted misma. Se hizo esas marcas usted misma. Se quemó usted misma.

Sacudió la cabeza.

Me vinieron a la mente toda una serie de recuerdos.

El primero: yo ayudando a Nora a montar en un coche a la puerta del hotel; mis manos le habían ceñido por entero la cintura, incluida la parte baja de la columna, Y ella ni se había inmutado. Cuando le toqué el cuello para despertarle la memoria que había perdido —lo cual era mentira—, la sujeté otra vez por la parte baja de la columna. Y tampoco esta vez dio la menor muestra de acusar mi tacto.

—No tiene heridas —dije—. Las simuló. Se las pintó en la piel, Y no permitió que nadie la tocara. Nunca la agredió nadie.

—No —dijo ella.

—¿No la agredió nadie o no porque niega lo que digo?

—No —repitió ella.

La cogí por las muñecas. Soltó un gritito ahogado.

—Le estoy haciendo un pregunta muy sencilla. ¿La azotó alguien? Ahora no me importa quién lo hiciera. ¿Algún hombre…, Banwell u otro cualquiera, la ha azotado alguna vez? Sí o no. Dígamelo.

Sacudió la cabeza.

—No —susurró—. Sí. No. Sí… Pensé tanto, de tal forma que iba a morir…

Si no hubiera sido tan horrible, el hecho de que cambiara de historia cuatro veces habría resultado hasta divertido.

—Enséñeme la espalda —dije.

Sacudió la cabeza.

—Sabe que es verdad. El doctor Higginson se lo dijo.

—Lo engañó a él también.

Le agarré la parte de arriba del vestido, lo desgarré, lo dejé caer hasta debajo de los hombros. Dejó escapar un grito ahogado, pero no se movió ni trató de impedírmelo. Ni una sola marca en los hombros. Le miré la parte alta del pecho: desnuda, intocada. Le di la vuelta. No parecía tener heridas en la espalda, pero no podía verle muy abajo porque un corsé blanco, de encaje, la cubría desde los omóplatos hacia abajo.

—¿Va a desgarrarme también el corpiño?

—No. Ya he visto suficiente. Vuelvo a la ciudad, y usted se viene conmigo. —Sí, tal vez tenía que estar recluida en una institución mental, después de todo. Y, si no en una institución mental, al menos sí a cargo de alguien, no a mi cargo, desde luego. Ni siquiera estaba dispuesto a cargar con la responsabilidad de haberla acompañado a la casa de campo de los Banwell—. La llevo a casa.

—Muy bien —dijo ella.

—Oh, ¿ya no le preocupa que puedan encerrarla en un manicomio? ¿Otra mentira de las suyas?

—No. Es cierto. Pero tengo que irme de aquí.

—¿Me toma por tonto? —le pregunté, sabiendo de antemano que la respuesta era sí—. Si corriera el riesgo de que la encerraran no querría irse de aquí por nada del mundo.

—No puedo pasar la noche en esta casa. El señor Banwell acabaría enterándose. Los criados podrían mandarle un telegrama desde el pueblo esta noche.

—¿Y? —le pregunté.

—Vendría a matarme —dijo Nora.

Reí con desdén, pero ella se limitó a mirarme. Estudié sus mendaces ojos azules con tanta hondura como me fue posible. O bien se creía lo que estaba diciendo, o bien era la mayor mentirosa con que me había topado en la vida, que lo era.

—Otra vez me está tomando por tonto —dije—. Pero voy a creer que quiere decir exactamente lo que dice. Banwell sabe que lo ha acusado de ser su agresor; puede que tenga razones para tenerle miedo, pese a haberse inventado la agresión. En cualquier caso, con mayor razón he de llevarla a casa.

—No puedo ir así —dijo ella, mirándose el vestido desgarrado—. Me pondré algo de Clara. ¿Me espera?

Llegaba ya a la puerta cuando la llamé en voz alta, y le pregunté:

—¿Por qué me ha traído aquí?

—Para decirle la verdad.

Abrió la puerta doble y se apresuró escaleras arriba, pegándose el vestido contra el pecho con ambas manos. Por fortuna, no había ningún miembro de la servidumbre y nadie pudo verla. Porque de otro modo habrían llamado a la policía para denunciar una violación.