XXII

El amplísimo vestíbulo del ático de los Banwell en el Balmoral tenía el suelo de baldosas de mármol, de un blanco lechoso veteado de plata, en el centro del cual podían leerse, embutidas en el mármol, dos iniciales entrelazadas de color verde oscuro: G. B. Tales iniciales proporcionaban al señor Banwell una satisfacción extraordinaria cada vez que las veía; le encantaba ver sus iniciales en todo aquello que poseía. Clara Banwell las detestaba. Una vez se atrevió a poner una costosa alfombra oriental en el vestíbulo, y le explicó a su marido que el mármol estaba tan pulido que sus invitados corrían el riesgo de resbalar y caerse. Al día siguiente, el vestíbulo estaba vacío. Clara jamás volvió a ver la alfombra, y nadie en aquella casa volvió a mencionarla, ni ella ni Banwell.

A las diez de aquel viernes por la mañana, un mayordomo recibió el correo de Banwell en el vestíbulo. En un sobre se veía la bonita y curvilínea letra de Nora Acton. Estaba dirigida a la señora Clara Banwell. Por desgracia para Nora, George Banwell estaba aún en casa. Por fortuna, el mayordomo tenía por costumbre llevarle el correo a la señora Banwell en primer lugar, y es lo que hizo aquella mañana. Por desgracia, Clara aún tenía en la mano la carta de Nora cuando entró en el dormitorio su marido.

Clara, de espaldas a la puerta, sintió que su marido estaba detrás de ella. Se volvió para saludarle, mientras mantenía la carta de Nora oculta a su espalda.

—George —dijo—. Aún no te has ido…

Banwell miró de hito en hito a su mujer.

—A otro perro con ese hueso —le replicó.

—¿Con qué hueso?

—Con esa expresión inocente. La recuerdo de cuando actuabas sobre un escenario.

—Pensaba que te gustaba vérmela en los escenarios —dijo Clara.

—Me gustaba, sí. Pero sé lo que significa.

George Banwell se acercó a su mujer, la rodeó con los brazos y le arrancó la carta de las manos.

—No lo hagas —dijo Clara—. Vas a enfurecerte.

La lectura de la carta de otra persona puede proporcionar el gusto de violar a dos personas a un tiempo: el remitente y el destinatario. Cuando Banwell vio que la carta que escondía su mujer era de Nora, tal gusto se hizo más dulce. Pero en cuanto fue cayendo en la cuenta de su contenido la cosa se le empezó a antojar menos dulce.

—No sabe nada —dijo Clara.

Banwell siguió leyendo, y sus facciones fueron endureciéndose.

—Nadie la creerá, además, George.

George Banwell le tendió la carta a su mujer.

—¿Por qué? —le preguntó Clara en voz baja, cogiéndola.

—¿Por qué qué?

—¿Por qué te odia tanto?

Despuntaba el alba cuando Littlemore y yo finalmente llegamos al coche de policía que el detective había hecho apostar a unas manzanas al sur del Puente de Manhattan. Los dos habíamos salido despedidos por el hueco del elevador, y, después de seguir subiendo unos tres metros en el aire, caímos en picado y nos zambullimos en el agua. Aún no habíamos llegado a tierra firme, pues. Tuvimos que quedarnos allí agarrados a los cables del elevador, ateridos y exhaustos, hasta que el agua subió lo bastante para que pudiéramos subirnos al muelle. Allí cargamos el baúl en un bote de remos, el mismo que habíamos utilizado para desplazarnos hasta el muelle la noche anterior. Por fortuna, el coche de Littlemore nos esperaba en un muelle situado a unas manzanas al sur; no creo que ninguno de nosotros hubiera podido remar mucho más. Me daba la impresión de que Littlemore se había saltado ciertas normas para conseguir el coche policial, pero eso era asunto suyo.

Le dije al detective que teníamos que telefonear a los Acton; no podíamos perder ni un segundo. Tenía el terrible presentimiento de que algo había sucedido durante la noche. Fuimos, empapados, hasta la comisaría. Esperé en el coche mientras Littlemore entraba cojeando. Volvió al cabo de unos minutos: todo estaba en orden en casa de los Acton. Nora estaba bien.

Desde la comisaría fuimos al apartamento de Littlemore, en Mulberry Street. Nos cambiamos de ropa —el detective me dejó un traje que me quedaba bastante mal—, y nos tomamos varios litros de café caliente cada uno. Sugerí que rompiéramos la tapa del baúl con una piqueta, pero Littlemore estaba decidido a cumplir con las normas a partir de aquel momento. Mandó a un chico en busca de los cerrajeros, y nos quedamos allí esperando, con el pelo aún mojado, paseándonos con impaciencia. O, más bien, paseándome yo solo. Porque Littlemore se había sentado en una mesa de operaciones, para descansar la pierna. A sus pies estaba el baúl. Estábamos solos. Cuando llegamos a la comisaría, Littlemore confiaba en encontrar al coroner, a quien yo había visto el día anterior, pero no había ni rastro de él por ninguna parte.

Tendría que haberme marchado y dejado solo a Littlemore. Tendría que haber vuelto a reunirme con el doctor Freud y mis otros invitados en el hotel. Aquel viernes era el último día que habríamos de pasar en Nueva York. Saldríamos para Worcester al día siguiente al atardecer. Pero yo quería ver lo que había en el baúl. Si la joven Riverford estaba dentro, sin duda se probaría que Banwell era el asesino, y Littlemore podría detenerle al fin.

—Dígame, doc —me dijo Littlemore—. ¿Sabría decir si alguien ha sido estrangulado con sólo ver su cadáver? —El detective me llevó a la fría cámara de la morgue. Buscó entre los cuerpos, y se detuvo ante uno, y lo descubrió. Era el cadáver parcialmente embalsamado de Elsie Sigel. Littlemore me había contado ya lo que sabía de ella.

—Esta chica no fue estrangulada —dije.

—Lo que significa que Chong Sing está mintiendo. ¿Cómo sabe que no fue estrangulada?

—No veo ningún edema en el cuello —respondí—. Y mire este pequeño hueso aquí… Está intacto. Normalmente se rompe cuando la víctima muere estrangulada. No hay ni rastro de traumatismo traqueal o esofágico. No tiene ningún aspecto de estrangulamiento. Aunque sí de muerte por asfixia.

—¿Cuál es la diferencia?

—Murió por falta de oxígeno. Pero no por estrangulamiento.

Littlemore hizo una mueca.

—¿Quiere decir que alguien la encerró en el baúl cuando aún estaba viva? ¿Y que murió asfixiada?

—Eso parece —dije—. Extraño. ¿Se ha fijado en las uñas?

—A mí me parecen normales, doc.

—Eso es lo extraño. Tienen las puntas intactas. Littlemore lo comprendió al instante.

—No luchó en absoluto —dijo—. No trató de salir del baúl arañando la tapa.

Nos miramos.

—Cloroformo —dijo el detective.

En ese momento tocaron a la puerta principal del laboratorio. Eran Samuel e Isaac Friedlander, los cerrajeros. Con unas tijeras enormes parecidas a las de podar, cortaron los dos candados del baúl. Littlemore les hizo firmar un papel que daba fe de lo que habían hecho, y les pidió que se quedaran para que fueran testigos de la apertura del baúl. Aspiró profundamente, y levantó la tapa.

No percibí ningún olor. Lo primero que vi fue una embrollada mezcla de ropas apretadas y empapadas, tachonadas de joyas. Luego Littlemore señaló una mata de pelo negro apelmazado.

—Ahí está —dijo—. Esto no va a ser agradable.

Se puso un par de guantes, cogió el pelo y lo levantó. Y se le quedó en la mano un puñado de pelo enmarañado y chorreante.

—La han descuartizado —dijo uno de los Friedlander.

—La han hecho pedacitos —dijo el otro.

—Vaya —dijo Littlemore, apretando los dientes y echando sobre la mesa la mata de pelo. Pero acto seguido volvió a levantarla—. Un momento —dijo—. Es una peluca.

El detective empezó a vaciar el contenido del baúl, un objeto tras otro, registrando cada uno de ellos en un cuaderno de inventarios y metiéndolos en bolsas u otros recipientes. Además de la peluca, había varios pares de zapatos de tacón alto, numerosas prendas de lencería, media docena de vestidos de fiesta, un buen puñado de joyas y artículos de tocador, una estola de visón, un abrigo ligero de mujer… Pero ninguna mujer.

—Pero ¿qué diablos…? —exclamó Littlemore, rascándose la cabeza—. ¿Dónde está la chica? Seguro que había otro baúl. Doc, seguro que había otro y que ni llegó a verlo.

Le expresé al detective lo que pensaba sobre tal hipótesis.

Littlemore me acompañó hasta la calle ferozmente luminosa. Le pregunté qué pensaba hacer a continuación. Su plan, me explicó, era examinar a conciencia el baúl y su contenido en busca de algo que pudiera relacionarlo con Banwell o con la chica asesinada. Quizá la familia de la señorita Riverford, que vivía en Chicago, pudiera reconocer alguna de sus pertenencias.

—Si consigo poner el nombre de Elizabeth Riverford en uno solo de esos collares, tengo pillado a Banwell —dijo Littlemore—. ¿Quién sino Banwell habría metido sus cosas en un baúl, bajo el Puente de Manhattan, al día siguiente de que fuera asesinada? ¿Por qué iba a hacerlo si no fuera el asesino?

—¿Y por qué iba a hacerlo si fuera el asesino? —dije yo.

—¿Y por qué iba a hacerlo si no lo fuera?

—Un conversación muy fructífera —hice notar.

—Muy bien, no sé por qué. —Littlemore encendió un cigarrillo—. ¿Sabe?, hay montones de cosas en este caso que se me escapan. Durante un tiempo creí que el asesino era Harry Thaw.

—¿Ese Harry Thaw?

—Sí. Iba a anotarme el mayor tanto de la historia de la investigación policial. Pero luego resultó que Thaw está encerrado en un manicomio del norte del estado.

—Yo no lo llamaría exactamente «encerrado».

Le expliqué lo que sabía por Jelliffe: que las condiciones de confinamiento de Thaw eran de lo más laxas. Littlemore quería saber la fuente de esta información. Le dije que Jelliffe era uno de los principales psiquiatras de Thaw, y que por lo que yo sabía la familia de Thaw parecía estar pagando a todo el personal del hospital psiquiátrico.

Littlemore se quedó con la mirada fija.

—Ese nombre… Jelliffe. Lo conozco de algo. ¿No vivirá en el Balmoral, por un casual?

—Sí. Cené en su casa hace dos noches.

—Hijo de perra —dijo Littlemore.

—Creo que es la primera vez que le oigo decir palabrotas, detective Littlemore.

—Creo que es la primera vez que lo hago. Hasta luego, doc.

Moviéndose con toda la rapidez que le permitía la pierna, entró cojeando en el edificio, no sin darme de nuevo las gracias por encima del hombro antes de desaparecer.

Caí en la cuenta de que no llevaba dinero. Mi cartera había quedado en los pantalones que colgaban del tendedero exterior de la ventana de la cocina de Littlemore. Por fortuna, encontré una moneda de cinco centavos en el bolsillo del pantalón de Littlemore. Y también tuve suerte al despertar cuando mi tren entró en la estación subterránea de Grand Central, no sé dónde habría acabado si no llego a despertarme.

En una casa de dos pisos de la calle Cuarenta, justo a unas calles de Broadway, el detective Littlemore tocó con furia la chabacana aldaba. Transcurridos unos instantes, abrió la puerta una chica que el detective no había visto nunca.

—¿Dónde está Susie? —preguntó.

La chica, a través de un cigarrillo que no se molestó en quitarse de los labios, le dijo escuetamente que la señora Merrill no estaba en casa. Al oír voces femeninas al fondo del pasillo, Littlemore se abrió paso hasta el salón, una amplia estancia con profusión de espejos. Había una docena de chicas en diversos grados de desnudez, y con ropa interior predominantemente negra y escarlata. En el centro descubrió a la chica que buscaba.

—Hola, Greta —dijo.

Greta pestañeó, pero no abrió la boca. Parecía mucho menos somnolienta que la vez anterior.

—Ha venido este fin de semana, ¿verdad? —le preguntó Littlemore.

Greta seguía sin abrir la boca.

—Sabes de quién te estoy hablando —dijo Littlemore—. De Harry.

—Conocemos a montones de Harrys —dijo una de las chicas.

—Harry Thaw —dijo el detective.

Greta se sorbió la nariz. Sólo entonces se dio cuenta Littlemore de que la chica había estado llorando. Trataba de ocultarlo, pero de pronto se derrumbó y hundió la cara en un pañuelo. Las otras chicas se agruparon a su alrededor enseguida, y le susurraron palabras de solidaridad y consuelo.

—Fue a ti, ¿no, Greta? —dijo Littlemore—. Era a ti a quien azotaba, ¿verdad? ¿Lo hizo también el domingo pasado? —Repitió la pregunta, esta vez dirigida a las demás chicas—. ¿Le hizo daño Thaw? ¿Fue eso lo que pasó?

—Déjela en paz —dijo la chica del cigarrillo en la boca.

Además del pañuelo, Greta asía una pequeña tela rosa con unas cintas rosas colgando de ella: un babero. El detective cayó en la cuenta de que no se oía en absoluto el llanto de bebé que tan patente había sido en su visita anterior.

—¿Qué le ha pasado al bebé? —preguntó.

Greta se quedó inmóvil.

Littlemore aventuró:

—¿Qué le ha pasado a tu bebé, Greta?

—¿Por qué no he podido quedármela? —estalló Greta, sin dirigirse a nadie en concreto. Volvió a echarse a llorar. Sus compañeras hicieron lo que pudieron por consolarla, pero no lo lograron—. No hacía daño a nadie.

—¿Alguien le ha quitado el bebé? —preguntó Littlemore.

Greta volvió a ocultarse la cara. Una de las chicas dijo:

—Se la ha quitado Susie. Una crueldad, eso es lo que es. Se la ha dado a una familia de la Cocina del Infierno.[15] Y a Greta ni siquiera le ha dicho quiénes son.

—Y encima le está descontando a Greta tres dólares a la semana para pagar a quienes la cuidan —añadió otra—. No es justo.

—Y apuesto a que Susie no les está dando más que un dólar y medio a la semana —apostilló la fumadora con perspicacia.

—No me importa el dinero —dijo Greta—. A la que quiero es a Fannie. Quiero que me la devuelva.

—Quizá yo pueda conseguir que te la devuelva —dijo Littlemore.

—¿De verdad? —dijo Greta, esperanzada.

—Podría intentarlo.

—Haré todo lo que quiera —dijo Greta con voz gimiente—. Lo que sea.

Littlemore consideró la posibilidad de obtener información de aquella mujer a quien acababan de quitarle su bebé.

—Es gratis —dijo, poniéndose el sombrero—. Decidle a Susie que volveré.

Había llegado hasta la puerta principal cuando oyó la voz de Greta a su espalda:

—Estuvo aquí. Vino a eso de la una de la madrugada.

—¿Thaw? —dijo Littlemore—. ¿Este domingo pasado? Greta asintió con la cabeza.

—Puede preguntarles a las chicas. Estaba como loco. Quiso estar conmigo. Siempre he sido su preferida. Le dije a Susie que no quería, pero no me hizo ningún caso. Y como siempre le empezó a pedir el dinero que le debe por que tengamos la boca cerrada, pero él se echó a reír a carcajadas y…

—¿Dinero para que tengáis la boca cerrada?

—El dinero para que nosotras tampoco testificáramos en el juicio, para que no contáramos todo lo que nos había hecho. Susie sacó cientos de dólares. Susie le dijo que eran para todas, pero se lo quedó todo ella. No vimos ni un centavo. Pero la madre de Thaw dejó de pagar cuando lo mandaron al manicomio. Por eso estaba tan furiosa Susie. Le dijo que tendría que pagar el doble y por adelantado si quería estar conmigo. Y le hizo prometer que iba a ser bueno. Pero no lo fue. —La expresión ausente volvió al semblante de Greta, que siguió hablando como si contara cosas que le habían sucedido a otra persona—. Después de desnudarme, arranca las sábanas de la cama y me dice que va a atarme, como solía hacer siempre. Le digo que se aparte o… Y me dice: «¿O qué?», y se echa a reír como un loco. Y luego dice: «¿No sabes que soy un demente? Puedo hacer lo que me dé la gana. ¿Qué van a hacer? ¿Encerrarme?». Y es entonces cuando aparece Susie; supongo que había estado escuchando todo el tiempo.

—No, ella no —terció una de las chicas del grupo, que se había congregado en el pasillo—. La que estaba escuchando era yo. Y fui y le conté a Susie lo que estaba pasando. Y Susie entró en tromba en el cuarto. Él le tiene un miedo del demonio a Susie. Claro que Susie no habría hecho nada si le hubiera pagado por adelantado, como le había pedido. Pero tendría que haber visto al tipo corriendo por la casa como una rata.

—Vino a mi cuarto —dijo otra chica—. Lloriqueando y moviendo los brazos como un chiquillo. Luego entró Susie y lo echó fuera con cajas destempladas.

La chica del cigarrillo fue la que puso el broche a la historia:

—Lo persiguió por toda la casa. ¿Y sabe dónde acabó pillándolo? Detrás de la nevera. Mordiéndose las uñas. Susie lo sacó de las orejas, lo llevó a rastras por el pasillo y lo echó a la calle. Como el saco de basura que es. Por eso la metieron en el calabozo, ya sabe. Becker vino un par de días después…

—¿El sargento Becker? —preguntó Littlemore.

—Sí, Becker —le respondió la chica—. Jamás sucede nada sin que Becker meta las narices.

—¿Testificaría que Thaw estuvo aquí el domingo pasado? —preguntó Littlemore.

Ninguna de las chicas respondió. Hasta que Greta dijo:

—Yo lo haré. Si encuentra a mi Fannie.

Littlemore estaba de nuevo a punto de marcharse cuando la fumadora le preguntó:

—¿Quiere saber adónde fue después?

—¿Cómo lo sabes? —le respondió el detective.

—Se lo oí a su amigo; se lo dijo al conductor. Yo estaba aquí arriba, en la ventana.

—¿Qué amigo?

—El que vino con él.

—Pensaba que había venido solo —dijo Littlemore.

—Nanay —dijo la chica—. Un hombre gordo. Me vino como caído del cielo. Desprendido con el dinero, eso tengo que concedérselo. Doctor Smith: así se llamaba a sí mismo.

—Doctor Smith —repitió el detective, con la sensación de haber oído aquel nombre recientemente—. ¿Adónde fueron?

—Gramercy Park. Oí que se lo decía al conductor bien alto y claro.

—Hijo de perra —dijo Littlemore.

Cuando llegué al hotel eran más de las diez. El empleado de recepción me tendió la llave mientras miraba con aire altivo la chaqueta gastada de Littlemore, que dejaba un llamativo vacío entre los extremos de las mangas y el comienzo de mis manos. Se me informó de que había llegado una carta para mí y que el doctor Brill la había recogido en mi nombre. El empleado de recepción me indicó con un gesto un rincón del vestíbulo, y vi a Brill sentado con Rose y Ferenczi.

—Santo Dios, Younger —dijo Brill cuando me acerqué a saludarlos—. Tiene un aspecto horrible. ¿Qué ha estado haciendo toda la noche?

—Tratar de mantener la cabeza fuera del agua, más que nada —dije.

—Abraham… —le dijo Rose a su marido en tono de reproche—. Lleva una chaqueta que no es suya, eso es todo.

—Rose ha venido —me dijo Brill— para decide a todo el mundo lo cobarde que soy.

—No —replicó Rose con firmeza—. Estoy aquí para decirle al doctor Freud que él y Abraham deben seguir con la publicación del libro del doctor Freud. Los cobardes son los que han escrito esos terribles mensajes. Abraham me lo ha contado todo, doctor Younger, y no nos vamos a dejar intimidar. ¿Se imagina la quema de un libro en este país? ¿Es que no saben que tenemos libertad de prensa?

—Entraron en nuestro apartamento, Rosie —dijo Brill—. Y lo dejaron todo lleno de ceniza.

—¿Y tú quieres correr a esconderte en tu madriguera? —le respondió Rose.

—¿Lo ve? —me dijo Brill, alzando las cejas en un gesto de impotencia.

—Bien, pues yo no. Y tampoco voy a permitirte que utilices la excusa de mis faldas, como si fuera a mí a quien estuvieras protegiendo. Doctor Younger, tiene que ayudarme. Dígale al doctor Freud que para mí sería un insulto si la preocupación por mi seguridad demorara lo más mínimo la publicación de su libro. Esto es Norteamérica. ¿Para qué murieron todos aquellos jóvenes en Gettysburg?

—¿Para asegurarse de que toda esclavitud fuera una esclavitud asalariada? —preguntó Brill.

—Cállate —le dijo Rose—. Abraham ha puesto todo su corazón en ese libro. Ese libro ha dado un sentido a su vida. No somos ricos, pero en este país tenemos dos cosas que valen más que cualquier otra: dignidad y libertad. ¿Qué nos queda si cedemos en eso ante esa gente?

—Ahora está haciendo campaña —dijo Brill, lo que provocó que Rose arremetiera con el bolso contra el hombro de su marido—. Pero ya ve por qué me casé con ella.

—Hablo en serio —continuó Rose, arreglándose el sombrero—. El libro de Freud tiene que salir. No me voy de este hotel hasta que pueda decírselo al doctor Freud en persona.

Elogié la valentía de Rose, y Brill me reprendió por ello, afirmando que el mayor peligro que yo había arrostrado en la vida era el de bailar toda la noche con debutantes sobremanera ansiosas. Le respondí que probablemente tenía razón, y pregunté por Freud. Al parecer no había bajado aquella mañana. Según Ferenczi, que había llamado a su puerta, se encontraba «indigesto». Además, añadió en un susurro, Freud y Jung habían tenido una formidable bronca la noche anterior.

—Y va a montarse una mayor cuando Freud lea lo que Hall le ha mandado esta mañana a Younger —dijo Brill, tendiéndome la carta que le había entregado el recepcionista.

—¿No habrá abierto mi correspondencia, Brill? —le pregunté.

—¿No es horrible? —dijo Rose, refiriéndose a su marido—. Lo ha hecho sin decírnoslo. Yo nunca se lo habría permitido.

—Era de Hall, por el amor de Dios —protestó Brill—. Younger no aparecía por ninguna parte. Si Hall quiere suspender las conferencias de Freud, ¿no creen que todos deberíamos saberlo?

—Imposible —dije yo.

—Puede darlo casi por hecho —replicó Brill—. Véalo usted mismo.

Era un sobre abultado. Dentro había unos folios doblados de papel vitela. Cuando los desdoblé me vi ante un artículo a siete columnas, como la plana de un periódico, con el siguiente gran titular: «NORTEAMÉRICA SE ENFRENTA A SU MOMENTO MÁS TRÁGICO», DR. CARL JUNG. Debajo podía verse una fotografía de cuerpo entero de un digno Jung con gafas, al que se aludía como «el famoso psiquiatra suizo». Lo extraño era que el papel era demasiado grueso y de buena calidad para que pudiera ser papel de prensa. Y, más extraño aún, la fecha que aparecía en la parte superior era el domingo, 5 de septiembre, dos días después.

—Son las galeradas de un artículo que aparecerá en el Times del próximo domingo —dijo Brill—. Lean la nota de Hall.

Reprimiendo mi irritación, hice lo que me sugería. La carta de Hall decía lo siguiente:

Mi querido Younger:

Esto que le adjunto lo he recibido de la familia que ha hecho a la universidad la generosísima donación que usted ya conoce. Me informa de que es una página del New York Times que verá la luz el domingo. Vea lo que dice. La familia ha sido tan amable de enviármela de antemano para que pueda tomar medidas ahora en lugar de esperar a que estalle el inevitable escándalo. Por favor, haga saber al doctor Freud que no tengo deseos de cancelar sus conferencias, que con tan sumo interés he esperado, pero es muy probable que, dadas las circunstancias, al doctor Freud, o incluso a nosotros, no le interese llamar excesivamente la atención viniendo aquí a pronunciarlas. Obviamente yo no doy crédito a semejantes insinuaciones, pero estoy obligado a tener en cuenta lo que puedan pensar los demás. Tengo la ferviente esperanza de que este artículo periodístico no sea en realidad más que un montaje y de que nuestro vigésimo aniversario pueda celebrarse sin contratiempos, con toda normalidad.

Suyo afectísimo, etcétera etcétera.

La carta, para mi consternación, confirmaba la opinión de Brill: Hall estaba a punto de cancelar las conferencias de Freud en la Universidad de Clark. ¿Quién estaba orquestando aquella campaña en su contra? ¿Y qué tenía que ver Jung con todo aquello?

—Francamente —dijo Brill, quitándome el artículo de las manos—, no sé quién sale peor parado en este texto estúpido: Freud o Jung. Atiendan. ¿Dónde está…? Ah, sí, aquí: «A las chicas norteamericanas les gusta la forma de hacer el amor de los varones europeos». Es lo que dice nuestro amigo Jung. ¿Pueden creerlo? «Nos prefieren a nosotros porque ellas sienten que somos un poco… peligrosos». De lo único que sabe hablar es de lo mucho que lo desean las chicas norteamericanas. «Es natural en la mujer sentir temor cuando aman. La mujer norteamericana quiere que la dominen y la posean al modo arcaico europeo. El varón norteamericano no quiere más que ser el hijo obediente de su madre-esposa». Y ésta es la «tragedia norteamericana». Jung ha perdido por completo el juicio.

—Pero no es un ataque a Freud —dije.

—Tienen a otro individuo ocupándose de Freud.

—¿A quién? —pregunté.

—Una fuente anónima —dijo Brill— que se identifica como «doctor» y que habla en nombre de una «reputada» comunidad médica norteamericana. Escuchen lo que dice:

Conocí muy bien al doctor Freud de Viena hace unos cuantos años. Viena no es una ciudad moral. Antes bien lo contrario. La homosexualidad, por ejemplo, se considera allí un signo de temperamento ingenioso. Trabajando codo con codo con Freud en el laboratorio durante todo un invierno, supe que disfrutaba de la vida vienesa, disfrutaba de ella a conciencia. No ponía reparo alguno a la cohabitación, ni siquiera al engendramiento de hijos fuera del matrimonio. No era un hombre que viviera en un plano humanamente elevado. Su teoría científica, si es así como ha de llamarse, es el resultado de su entorno saturnal y la vida peculiar que llevaba en Viena.

—Dios santo —dije.

—Es un ataque claramente personal —apuntó Ferenczi—. ¿Habrá algún periódico norteamericano que lo publique?

—Aquí tienes tu libertad de prensa —dijo Brill, que recibió una fulminante mirada de su esposa—. Han ganado. Hall suspenderá las conferencias. ¿Qué podemos hacer?

—¿Lo sabe Freud? —pregunté.

—Sí. Se lo ha dicho Ferenczi —dijo Brill.

—Le leí fragmentos del artículo —explicó Ferenczi— a través de la puerta. No parecía muy molesto. Me ha dicho que ha oído cosas peores.

—Pero Hall no —dije yo. Freud viene soportando calumnias desde hace mucho tiempo. Nunca le han extrañado; hasta cierto punto, incluso se ha hecho inmune a ellas. Pero Hall no; tiene tanto terror a los escándalos como cualquier ciudadano de Nueva Inglaterra de vieja estirpe puritana. Que el New York Times lo proclame libertino el día antes de la inauguración de las celebraciones de la Universidad de Clark sería demasiado para él. Dije en voz alta—:

—¿Tiene Freud alguna idea de qué norteamericano de Nueva York lo conoció en Viena?

—Ninguno —exclamó Brill—. Dice que jamás ha trabajado con ningún norteamericano.

—¿Qué? —dije—. Pues ahí lo tenemos… Puede que todo el artículo sea falso. Brill, llama a tu amigo del Times. Pregúntale si van a publicar esto, y dile que es un libelo. No pueden publicar algo que es a todas luces mentira.

—¿Y por qué van a creerme a mí? —arguyó Brill.

Antes de que pudiera responderle, reparé en que Ferenczi y Rose habían fijado la mirada en algún punto situado a mi espalda. Me di la vuelta y me encontré con un par de ojos azules que me miraban. Era Nora Acton.