XXI

Littlemore hurgó en la cerradura mientras yo aguardaba a su espalda. Debían de ser las dos de la mañana. Mi cometido era vigilar mientras él manipulaba en el orificio, pero no conseguía ver nada en la oscuridad. Ni podía oír nada por culpa del fragor mecánico que ahogaba todos los demás sonidos de alrededor. Y, en lugar de vigilar, me sorprendí contemplando las estrellas de la bóveda celeste.

Abrió la cerradura en menos de un minuto. El elevador era inusitadamente grande. Littlemore abrió la puerta, e instantes después nos vimos enclaustrados en la cabina débilmente iluminada. Dos llamas de gas arrojaban la luz suficiente para que Littlemore pudiera manejar la palanca. Con una fuerte sacudida, Littlemore y yo iniciamos el descenso hacia el cajón neumático.

—¿Seguro que está bien? —me preguntó el detective. Una de las dos llamas azules se reflejaba en sus ojos, y la otra en los míos, supongo. No se veía nada más. Los motores de encima de nuestras cabezas seguían emitiendo un fragor uniforme y grave, como si estuviéramos descendiendo por la aorta de un gigantesco torrente sanguíneo—. Aún estamos a tiempo. Podemos volvemos atrás.

—Tiene razón —dije—. Demos marcha atrás.

El elevador se detuvo con brusquedad.

—¿De verdad quiere dejarlo? —me preguntó Littlemore.

—No. Estaba bromeando. Adelante, bajemos de una vez.

—Gracias —dijo Littlemore.

Me recordaba a alguien, pero no lograba identificar a quién. Y de pronto me acordé: cuando era niño mis padres nos llevaban al campo a pasar el verano; no a la «casita» de la tía Mamie en Newport, sino a una genuina casita de campo sin agua corriente, de nuestra propiedad, situada cerca de Springfield. Yo adoraba esa casita. Allí tenía a mi mejor amigo: Tommy Nolan, que vivía durante todo el año en una granja de los alrededores. Tommy y yo solíamos caminar kilómetros y kilómetros a lo largo de las cercas de madera que separaban las granjas. Llevaba mucho tiempo sin acordarme de Tommy.

—¿Qué cree que va a hacerle el alcalde cuando se entere? —le pregunté a Littlemore.

—Despedirme —dijo él—. ¿Nota esa sensación en los oídos? Apriétese la nariz con los dedos y sople. Así despejará los conductos. Me lo enseñó mi padre.

Yo tenía otro método. Entre mis muchas habilidades inútiles estaba la de controlar a voluntad los músculos internos que abren las trompas de Eustaquio. El ritmo de descenso del elevador era desesperadamente lento. Apenas nos movíamos.

—¿Cuánto tarda en bajar? —le pregunté.

—Cinco minutos, me dijo el tipo —dijo el detective—. Mi padre aguantaba más de dos minutos bajo el agua.

—Parece que se llevaba bien con su padre.

—¿Con mi padre? Sigo llevándome. Es el mejor hombre que conozco.

—¿Y qué me dice de su madre?

—La mejor mujer —dijo Littlemore—. Haría cualquier cosa por ella. Verá, siempre me he dicho a mí mismo que si lograra encontrar a una chica como mi madre me casaba con ella al instante.

—Curioso que se dijera eso.

—Hasta que conocí a Betty —dijo Littlemore—. Era la doncella de la señorita Riverford. La primera vez que la vi fue…, bueno, hace unos tres días, y estoy loco por ella. Loco, loco. No se parece en nada a mi madre. Es italiana. Tiene mucho temperamento, creo. Me dio una bofetada la otra noche que todavía me duele.

—¿Le pegó?

—Sí. Pensó que estaba tonteando con mujeres —dijo el detective—. Tres días y ya no puedo tontear con mujeres. ¿Qué le parece?

—Pues que no le voy a la zaga. La señorita Acton me pegó ayer con una tetera humeante.

—Diantre —dijo Littlemore—. Vi el platillo roto en el suelo.

Empezó a oírse un ruido silbante en la cabina: el aire que el elevador desplazaba en el hueco a su descenso. El fragor de los motores de la superficie era ahora más lejano, un martilleo monótono, más perceptible que estrictamente audible.

—Tuve hace mucho tiempo una paciente, una joven… —dije— que me dijo que…, que quería tener relaciones sexuales con su padre.

—¿Qué?

—Ya me ha oído —dije.

—Eso es repugnante.

—¿Verdad?

—Creo que es una de las cosas más repugnantes que he oído en la vida —dijo Littlemore.

—Bien, y yo…

—Ni una palabra más.

¡De acuerdo! —El tono cortante me salió con mucha más potencia de lo que deseaba; el eco reverberó interminablemente en toda la cabina—. Lo siento —dije.

—Nada, nada. La culpa es mía —replicó Littlemore, aunque no lo era.

A mi padre le habría parecido inconcebible reaccionar de un modo semejante. Él jamás dejaba entrever lo que sentía. Mi padre vivía según un principio muy simple: no mostrar nunca dolor de forma voluntaria. Durante mucho tiempo pensé que lo único que sentía era dolor, pues si hubiera sentido algo más, razonaba, podría haberlo expresado sin quebrantar su principio. Sólo lo comprendí mucho después. Todo sentimiento es doloroso, de un modo u otro. El gozo más exquisito es una punzada en el corazón, y el amor…, el amor es una crisis del alma. Por lo tanto, dados sus principios, mi padre no podía mostrar ninguno de sus sentimientos. Y no sólo no podía mostrar lo que sentía, sino que ni siquiera podía mostrar que sentía.

Mi madre odiaba la naturaleza hermética de su esposo, incluso sostiene que fue lo que acabó matándolo, pero, curiosamente, era el rasgo que yo más admiraba en mi padre. La noche en que se quitó la vida, su comportamiento durante la cena no fue en absoluto diferente del habitual en él. También yo oculto mis emociones todos los días de mi vida, y profeso a medias el principio de mi padre, aunque no oficio ni la mitad de bien que él esa mitad suya. Hace mucho tiempo que tomé la decisión siguiente: expresaría lo que siento, pero jamás mostraría de ningún otro modo la emoción. A eso me refiero cuando hablo de la mitad. Lo cierto es que sólo creo en el lenguaje como vía de expresión de sentimientos. Todas las demás vías de expresión no son sino actuación. Espectáculo. Apariencia.

Hamlet dice algo similar. Es prácticamente lo primero que dice en la obra. Su madre le ha preguntado por qué parece seguir tan abatido por la muerte de su padre. ¿Parece, señora?, replica él. Yo no sé «parecer». Y a continuación arremete contra las expresiones externas de la aflicción: la capa negra y el tradicional luto riguroso, el río que mana de los ojos. Tales manifestaciones, dice, ciertamente «parecen», porque son actuaciones que un hombre puede simular

—¡Dios mío! —dije en la oscuridad—. Dios mío. Lo tengo.

—¡Yo también! —exclamó Littlemore, con igual vehemencia—. Sé cómo mató a Elizabeth Riverford, a pesar de estar fuera de la ciudad. Banwell, me refiero. La chica estaba con él. Nadie lo sabía. Ni siquiera el alcalde. Banwell la mató dondequiera que estuvieran. Luego llevó el cuerpo a su apartamento, la ató, e hizo que pareciera que la habían matado allí dentro. Es increíble que no lo haya visto antes. ¿Es eso lo que usted ha pensado?

—No.

—¿No? ¿Y qué es lo que usted ha pensado, doc?

—No importa —dije—. Es algo en lo que llevo pensando mucho tiempo…

—¿Y qué es?

Inexplicablemente, decidí tratar de explicárselo.

—¿Ha oído hablar de ser o no ser?

—¿Lo de he ahí la cuestión?

—Sí.

—Shakespeare. Todo el mundo lo ha oído —dijo Littlemore—. ¿Qué quiere decir? Siempre he querido saberlo.

—Acabo de averiguarlo ahora mismo.

—Vida o muerte, ¿no? Va a matarse él mismo o algo parecido.

—Eso es lo que todo el mundo ha pensado siempre —dije—. Pero no es eso…, en absoluto.

Me había venido a la cabeza de repente: una visión integral, por entero esclarecedora, como el sol que luce con renovada fuerza después de la tormenta. Pero en aquel mismo instante el elevador llegó al final de su descenso, y se detuvo con una sacudida. Teníamos que salvar una cámara estanca. Littlemore se arrodilló para abrir las llaves de paso de la presión, que estaban a escasa distancia del suelo. Fuertes chorros de aire entraron a través de ellas. El olor era peculiar: seco y al mismo tiempo húmedo y mohoso. El aire a presión se hizo insoportable. La cabeza me empezó a latir con fuerza. Y era como si los ojos me presionaran el cerebro. El detective parecía padecer los mismos síntomas; impulsaba con furia el aire por los conductos nasales, mientras se tapaba la nariz con los dedos. Temí que fuera a reventarse un tímpano. Pero al final los dos nos las arreglamos para aclimatarnos a la presión. Y abrimos la puerta para pasar al cajón.

Nora Acton se levantó de la cama a las dos y media de la madrugada, sin que nadie la hubiera perturbado pero incapaz de conciliar el sueño. A través de la ventana veía al policía que patrullaba por la acera. Aquella noche había tres vigilando la casa: uno delante, otro detrás y un tercero en el tejado, éste desde el anochecer.

A la luz de una vela, Nora escribió una breve misiva con su pulcra letra, en una hoja blanca de papel de carta. Cuando terminó la metió en un pequeño sobre, en el que escribió una dirección y puso un sello. Bajó a hurtadillas las escaleras y metió por la ranura del correo de la puerta principal el sobre, que cayó en el buzón de fuera. El correo llegaba dos veces al día. El cartero recogería la carta antes de las siete de la mañana, y ésta llegaría a su destino antes del mediodía.

No me había imaginado lo enorme que era. Llamas azules de gas salpicaban las paredes del cajón, arrojando telas de araña de fluctuante luz y sombra sobre las vigas del techo y el piso con charcos que veíamos abajo. Salimos del elevador y bajamos por una empinada rampa. A Littlemore se le hizo muy penoso el descenso, y hacía muecas de dolor cada vez que cargaba el peso sobre la pierna derecha. Estábamos en el centro de un entramado de media docena de pasarelas de madera que partían en todas direcciones, desde donde alcanzábamos a divisar recinto tras recinto.

—¿De cuánto tiempo disponemos, doc? —me preguntó Littlemore.

—De veinte minutos —dije—. Después tendremos que «descomprimirnos» mientras subimos.

—De acuerdo. La que buscamos es la ventana cinco. Tiene que poner los números en ellas. Separémonos.

Littlemore se alejó en una dirección, cojeando de mala manera. Yo me alejé en otra. Al principio todo era silencio, un inquietante y cavernoso silencio marcado por un eco de goteras de agua, y por las pisadas inestables del detective. Luego caí en la cuenta de un rumor hondo y grave, como el sordo bramido de una bestia enorme. Venía, creí percibir, del propio río: el sonido de las profundidades.

El cajón estaba extrañamente vacío. Yo había esperado ver máquinas, perforadoras, signos de trabajo, de excavación. Pero lo único que veía era alguna que otra palanca o pala rota, tirada en el suelo entre rocas lisas diseminadas aquí y allá y charcos de agua oscura. Entré en una gran cámara, pero debía de ser interior porque no vi ninguno de los compartimentos para escombros que Littlemore llamaba ventanas. Un tablón se rompió bajo mis pies al empezar a avanzar sobre él. Al crujido le siguió de inmediato una especie de correteo, de algo que se escabullía con celeridad. ¿Era posible que hubiera ratones allí abajo, a más de treinta metros de profundidad?

El correteo cesó tan bruscamente que incluso dudé si había tenido lugar en realidad o si lo había imaginado. Pasé a otra cámara, tan vacía como la que acababa de dejar atrás. Mi pasarela llegó a su fin. Ahora tendría que avanzar a través de charcos, sobre un suelo embarrado, y cada una de mis pisadas era amplificada por el eco. En la cámara siguiente vi tres grandes planchas cuadrangulares de acero sobre la pared del fondo, como a medio metro del suelo. Había encontrado las ventanas. A ambos lados de cada una de ellas colgaba una serie de cadenas y cuerdas. En el primero vi el número siete grabado en la parte inferior. En el siguiente, el seis. Y, cuando me inclinaba para ver el número del tercero, una mano me agarró por el hombro.

—La hemos encontrado, doc —dijo el detective.

—¡Dios, Littlemore! —dije.

Descorrió el pestillo de la ventana número cinco y tiró de la palanca hacia arriba. La plancha se alzó como una cortina, que desapareció arriba, embutida en la pared de madera. El interior de la ventana era del tamaño de un ataúd: unos sesenta centímetros de alto por dos metros de ancho, revestido de hierro en sus cinco lados, lleno de piedras, trapos y escombros. La pared del fondo era a todas luces una compuerta hacia el exterior: las aguas del río. Y una de aquellas cadenas colgantes servía sin duda para abrirla.

—Aquí dentro no hay nada —dije.

—No tenía por qué haberlo —respondió Littlemore. Se sentó en el suelo con suma dificultad, y empezó a quitarse los zapatos.

—Bien, en cuanto esté ahí dentro usted cierra la ventana y me inunda todo esto. Deme un minuto, doc; un minuto exactamente, y…

—Un momento… ¿No irá a salir al río?

—Por supuesto que sí —dijo él, remangándose las perneras del pantalón—. El cuerpo de la chica está justo fuera de la compuerta exterior. Tiene que estar. Y la voy a meter aquí. Luego me saca usted de aquí y nos vamos a casa como si nada.

—¿Con esa pierna?

—Estoy bien.

—Apenas puede andar —dije. Nadar con ella le resultaría doloroso, dado su estado (corría el riesgo de fracturársela), pero bregar con desechos o con un cadáver bajo el agua, a más de treinta metros de profundidad, era una temeridad. Cualquier corriente fuerte podría arrastrarlo sin remedio.

—Es la única manera —dijo Littlemore.

—No, no lo es —dije yo—. Voy yo.

—Ni se le ocurra —dijo el detective. Se agachó para meterse en el cubículo, pero no pudo doblar la pierna derecha. Se volvió y trató, en vano, de deslizarse hasta dentro de espaldas. Me miró con impotencia.

—Venga, salga de ahí —dije—. Además, usted es el que sabe cómo funciona este artilugio.

Así, sorprendentemente, un minuto después, quien se metía dentro de la ventana era yo mismo, desnudo de cintura para arriba, sin zapatos ni calcetines. Examiné el cubículo con todo el detenimiento que pude, sabiendo que segundos después iba a estar inmerso en el agua fría. Del techo sobresalía una especie de asidero de hierro. Me aferré a él con fuerza. De las paredes sobresalían unos tubos de goma. Me dije que me aventuraría a salir al agua del río el menos tiempo posible. Al cabo de sesenta segundos, Littlemore volvería a abrir desde dentro la compuerta. Yo casi estaba convencido de que no iba a haber cuerpo alguno allí fuera. La teoría de Littlemore se me antojaba absolutamente improbable. Las planchas de la ventana eran demasiado fuertes y pesadas. Parecía imposible que el cuerpo de una joven pudiera llegar a obstruir su buen funcionamiento.

Littlemore quiso hacer una última comprobación. A mi espalda, cayó con ruido metálico la compuerta interna. La negrura absoluta me desorientó por completo. No sé por qué, pero no me había imaginado que habría de enfrentarme a ella. El rumor sordo del río, fuera, era ahora más fuerte, y su eco llenaba el cubículo. Oí un violento golpe en la pared: la señal de Littlemore de que se disponía a abrir, o tratar de abrir, la compuerta exterior.

Entonces, en ese mismo momento, me asaltó una duda pavorosa: tendríamos que haber comprobado antes la ventana. Sabíamos que había algo que no funcionaba bien en ella. ¿Y si Littlemore no podía abrir de nuevo la ventana después de haber caído yo ya al exterior, al agua del río? Golpeé con el puño contra la pared para detener a Littlemore. Pero o no me oyó o interpretó el golpe como una respuesta afirmativa a su señal de instantes antes. Porque me llegó el chirrido de las cadenas y la súbita embestida de un agua increíblemente fría. El cubículo todo se invirtió, y fui arrojado, con fuerza irresistible, a las profundidades del río.

Fuera de la verja de hierro forjado que rodeaba Gramercy Park, había un hombre alto, de pelo oscuro, en pie en medio de las sombras. Eran las tres de la madrugada. El parque estaba vacío, e iluminado esporádicamente por lámparas de gas diseminadas por sus rincones. La mayoría de las casas circundantes estaban a oscuras, aunque en una de ellas —la sede del Players Club— había luces y se oía música. La iglesia de Calvary estaba silenciosa y sumida en la negrura, y su campanario se alzaba hacia el cielo como una masa de oscuridad.

El hombre del pelo oscuro observaba al policía que patrullaba por la acera, delante de la casa de los Acton. En el pequeño círculo de luz de una farola, Carl Jung vio a este agente conversando con otro policía, quien, al cabo de varios minutos continuó su ronda, doblando la esquina de una calleja en dirección, al parecer, a la parte trasera de la casa. Jung sopesó sus opciones. Tras varios minutos de reflexión, se dio la vuelta y, frustrado, emprendió el regreso al Hotel Manhattan.

Littlemore tuvo un súbito y horrible pensamiento. Le habían dicho que la ventana cinco no funcionaba bien. Visualizó a Younger sumergido en el río, golpeando desesperadamente contra el casco del cajón, con los ojos desorbitados, mientras que él, el detective Littlemore, estaba dentro, de pie, tirando de las cadenas con impotencia. ¿Se arrepentía de no haber sido él quien estuviera en el agua helada del río?

Al cabo de un minuto exacto, Littlemore manipuló las poleas una tras otra, con rapidez, haciendo volver la ventana a su posición original y cerrando la compuerta exterior. El mecanismo funcionó a la perfección. Littlemore abrió luego la compuerta interior. Cayeron fuera litros y litros del interior, algo que el detective ya esperaba. Aunque lo que no se imaginaba era lo que encontró dentro del cubículo de la ventana: nada.

—Oh, no —dijo Littlemore—. Oh, no…

Cerró la ventana de un portazo, abrió la compuerta exterior, contó de uno a diez segundos, y volvió a repetir la operación anterior. Abrió la compuerta interior. Más agua: ni rastro de Younger. En un enloquecido frenesí, Littlemore repitió el proceso, aunque ahora con una diferencia. Rezó. Con todo su corazón y todas sus fuerzas, rezó para encontrar al doctor en el interior de la ventana.

—Por favor, Dios —imploró—. Que esté ahí dentro. Olvídate de todo lo demás. Pero que esté él ahí dentro.

Por tercera vez, Littlemore abrió la compuerta de acero de la ventana cinco, empapándose los zapatos y los bajos de los pantalones al hacerlo. El cubículo aparecía ahora totalmente limpio. Sus cuatro paredes metálicas estaban relucientes. Pero el interior seguía vacío.

El detective miró el reloj: habían transcurrido dos minutos y quince segundos. El récord de su padre había sido exactamente ese tiempo: dos minutos y quince segundos; pero su padre lo había logrado flotando, sin hacer el mínimo esfuerzo, en un estanque apacible y cálido. El doctor Younger jamás podría sobrevivir tanto tiempo. Littlemore lo sabía, pero no quería aceptarlo. Aturdido, mecánicamente, repitió los movimientos por cuarta y quinta vez, con el mismo resultado. Se dejó caer de rodillas, mirando con fijeza el compartimento metálico vacío. No sintió el dolor de la pierna. Sintió, aunque siguió sin mover un músculo, que el cajón de un millón de toneladas experimentaba una colosal sacudida en lo alto, por encima de su cabeza. Tras la sacudida oyó un chirrido metálico prolongado, también muy por encima de su cabeza. Era como si el techo del cajón hubiera sido rozado por el vientre de un submarino.

Cuando el ruido cesó, sin embargo, Littlemore percibió otro sonido. Un sonido débil. Un golpeteo. Miró a su alrededor; no alcanzaba a identificar el origen. Giró hacia la izquierda sobre manos y rodillas, conteniendo la respiración, sin osar entregarse a la esperanza. Los golpecitos venían de detrás de la plancha de acero de la ventana seis. De rodillas, Littlemore tiró de las poleas, descorrió el cerrojo de la plancha y la abrió. Otra oleada de agua cayó directamente sobre la cara del detective arrodillado, y del cubículo salió despedido un enorme baúl negro, que lo derribó de espaldas. A lo que siguió la cabeza de Stratham Younger, con un tubo de goma en la boca.

El agua no dejó de fluir por completo hacia fuera; siguió cayendo despacio, como de una bañera que desborda. Littlemore, con el baúl encima de la panza, miró sin habla al doctor. Younger escupió el tubo.

—Res… respiradores… —dijo el doctor, tan aterido de frío que no podía dejar de tiritar—. Den… tro de las ven… tanas…

—Pero ¿por qué no ha vuelto usted por la ventana cinco?

—No he po… dido —respondió Younger, con un castañeteo de dientes—. La com… puerta exterior no se a… bría lo suficiente… Y la seis es… taba abierta.

Librándose del peso del baúl, Littlemore dijo:

—¡Lo ha encontrado, doc! ¡Lo ha encontrado! ¡Mire esto! —El detective quitaba con la mano el barro del baúl—. ¡Idéntico al que encontramos en el cuarto de Leon!

—Ábralo —dijo Younger, asomando aún la cabeza por la ventana seis.

Littlemore estaba a punto de responder que el baúl tenía echados los candados cuando otra tremenda sacudida estremeció todo el cajón, y acto seguido, de nuevo, se oyó un fuerte chirrido metálico sobre sus cabezas.

—¿Qué es eso? —preguntó Younger.

—No lo sé —respondió Littlemore—, pero es la segunda vez que pasa. Venga, tenemos que irnos.

—Hay un pequeño problema —dijo Younger, que no se había movido de la ventana, de la que seguía saliendo agua—. Tengo un pie enganchado.

La compuerta exterior de la ventana seis se había cerrado como un cepo sobre el tobillo de Younger. Por eso seguía entrando agua en el cubículo: la compuerta exterior aprisionaba el pie de Younger, de hecho éste sobresalía hacia el río, y había quedado ligeramente entreabierta. Con la pierna libre, Younger empujaba con todas sus fuerzas la compuerta exterior sin lograr moverla un ápice.

—No se esfuerce —dijo Littlemore, cojeando hacia las poleas de la pared—. La abriré yo. Deme un segundo.

—Mucho cuidado —replicó Younger—. Entrará una tonelada de agua.

—La cerraré en cuanto consiga usted sacar el pie de la compuerta. ¿Preparado? Pues bien. Allá voy. —Littlemore tiraba de la polea en vano. La cadena no se movía—. Puede que no pueda abrir la compuerta exterior si no cierra antes la compuerta interior. Vuelva a meter la cabeza.

Younger se avino de mala gana. Volvió a meter la cabeza en el interior de la ventana seis y a meterse el tubo del respirador en la boca, y se preparó para recibir otro aluvión. Pero ahora Littlemore no podía cerrar la compuerta interior. Tiró de la palanca con todas sus fuerzas, pero la plancha no bajaba. Quizá, sugirió Younger, la compuerta interior no funcionaba cuando la compuerta exterior seguía abierta.

—Pero es que las dos están abiertas —dijo Littlemore.

—Y por eso no funciona ninguna.

—Estupendo —dijo el detective, que se aprestó a tratar de soltar el tobillo de Younger del cepo de la compuerta. Lo intentó directamente, tirando del pie de Younger. Y luego torciéndolo un poco. Sin ningún éxito, y causándole a Younger unas cuantas punzadas de dolor intenso.

—Littlemore…

—¿Qué?

—¿Por qué se están apagando las luces?

Las llamas azules de gas dispuestas en hilera en el lado opuesto de la cámara habían mermado en intensidad: de alumbrar como antorchas habían pasado a hacerlo como vacilantes cerillas. Y, poco a poco, se fueron apagando.

—Alguien está cortando el gas —dijo Littlemore, que había salido del interior de la ventana.

Una vez más, les llegó de lo alto un ruido desagradable, ominoso: el rozar de un metal contra la madera. Esta vez la fricción terminó con un sonido agudo, metálico, distante, seguido de un sonido nuevo. Littlemore y Younger miraron hacia arriba, hacia las vigas pobremente iluminadas. Les llegó como el ruido atronador de un tren subterráneo que se acercara hacia ellos. Y luego lo vieron: una columna de agua, de unos treinta centímetros de diámetro, caía airosamente desde el techo. Al golpear contra el suelo produjo un tremendo estruendo, y estalló en todas direcciones. El East River se precipitaba sobre el cajón.

—¡Madre mía! —exclamó Littlemore.

—Santo Dios —añadió Younger.

El East River no se precipitaba sólo sobre aquella cámara. Similares cataratas caían con estrépito a través de media docena de agujeros diseminados por el cajón. El ruido era ensordecedor.

Lo que había sucedido era lo siguiente: los trabajos en el cajón del Puente de Manhattan habían terminado. Por eso Younger no había visto ni herramientas ni maquinaria alguna. El plan, desde el principio, era inundar el cajón cuando finalizara el trabajo en su interior. Poco tiempo antes, sin embargo, el señor Banwell había decidido de pronto adelantar el anegamiento. Sacó de la cama a dos de sus ingenieros para impartirles órdenes de última hora. Éstos, en cumplimiento de ellas, se desplazaron hasta las obras de Canal Street y pusieron en funcionamiento motores largamente ociosos.

Estos motores, a su vez, ponían en funcionamiento un sistema muy parecido a una red de «riego» embutido en el techo, de un grosor de siete metros, del cajón. Dado que en el cajón habrían de llevarse a cabo voladuras con dinamita, a los autores del proyecto les había preocupado mucho el riesgo de incendio. Y sus precauciones resultaron muy acertadas: el cajón, en efecto, se había incendiado una vez, y sólo se logró salvarlo mediante el anegamiento de sus cámaras. Para que el agua penetrara en su interior había sido necesario abrir tres niveles de planchas de hierro forjado: de ahí los tres ruidos sucesivos de roce de metal sobre madera.

El agua le llegaba ya a Littlemore hasta las pantorrillas, y ascendía de forma continua. Younger luchó con más denuedo por liberar el pie aprisionado, pero sin éxito.

—Esto es bastante desagradable —dijo—. ¿Tiene usted un cuchillo?

Littlemore se buscó la navaja en el bolsillo, y se la tendió con presteza a su compañero. Younger echó una mirada desaprobadora a la hoja de poco más de cinco centímetros.

—No servirá.

—¿No servirá para qué? —gritó el detective. Con el estruendo del agua apenas podían oírse.

—Pensaba cortármelo —gritó Younger.

—¿Cortarse qué?

El agua le llegaba ya hasta las rodillas, y su ascenso era ahora más rápido.

—El pie —dijo el doctor. Sin dejar de mirar la navaja de Littlemore, añadió—: Supongo que podría matarme. En lugar de ahogarme.

—Deme eso —dijo el detective, arrebatándole la navaja de la mano. El agua se hallaba ahora a unos cuantos centímetros del nivel de la ventana.

—El tubo del respirador. Utilícelo.

—Oh, está bien. Buena idea —dijo Younger, metiéndose el tubo de goma en la boca. Pero volvió a sacárselo de inmediato—. Quién lo iba a decir… Han cortado el aire.

Littlemore cogió uno de los tubos y trató de respirar a través de él. Y el resultado de su prueba fue el mismo.

—Bien, detective —dijo Younger, incorporándose cuanto podía—. Creo que es un buen momento para que empiece a…

—Cállese —replicó Littlemore—. Ni lo mencione siquiera. Yo no me voy a ninguna parte.

—No sea estúpido. Coja el baúl y métase en el elevador.

—No me voy a ninguna parte —repitió Littlemore. Younger alargó la mano, agarró a Littlemore por la camisa y lo atrajo hacia él, para susurrarle con fiereza al oído:

—Nora. La he abandonado. No la creí, y la he dejado en la estacada. Ahora van a internarla. ¿Me oye? La van a encerrar… O la encierran o Banwell acaba con su vida.

—Doc…

—No me llame doc —dijo Younger—. Tiene que salvarla. Escúcheme. Puedo morir. Usted no me obligó a venir; yo quería ver la prueba. Ahora es usted la única persona que cree a Nora. Tiene que lograrlo. Tiene que hacerlo. Salvarla. Y decirle que… Oh, déjelo ¡Váyase ahora mismo!

Younger empujó a Littlemore con tanta fuerza que el detective se tambaleó hacia atrás y cayó dentro del agua. Se puso en pie. El agua superaba ya el piso del cubículo de la ventana. Littlemore dirigió al médico una larga mirada, y se dio la vuelta, y se alejó caminando a duras penas, y dejó atrás la catarata y siguió avanzando por el agua, que le llegaba ya a los muslos. Y desapareció.

—¡Ha olvidado el baúl! —le gritó Younger, pero el detective no pareció oírle. La inundación llegaba ya a media altura del cubículo. Younger, con gran esfuerzo, conseguía mantener la cabeza varios centímetros por encima del nivel del agua. Pero de pronto reapareció Littlemore, con un trozo de sólida tubería de plomo de casi dos metros y una roca lisa en las manos.

—¡Littlemore! —gritó Younger—. ¡Váyase!

—¿Ha oído hablar de Arquímedes? —dijo el detective—. La palanca.

Se abrió paso chapoteando en el agua hacia Younger y puso la roca sobre el suelo del cubículo, ahora lleno casi hasta el borde superior. Sumergió la cabeza y colocó un extremo del tubo de plomo debajo de la compuerta exterior, justo al lado del pie aprisionado de Younger; y el resto del tubo rígido sobre la roca, a fin de posibilitar una acción de palanca. Con las dos manos, apretó hacia abajo el extremo libre del tubo. Pero lo único que logró fue que la roca se deslizara de debajo del tubo, hacia un lado.

—¡Maldita sea! —dijo Littlemore, emergiendo del fondo. Los ojos de Younger seguían fuera del agua, pero no la boca. Ni la nariz. Alzó una ceja en dirección a Littlemore.

—Oh, amigo —dijo el detective. Aspiró aire y volvió a sumergirse. Volvió a colocar el tubo encima de la roca, y presionó con fuerza hacia abajo sobre el extremo libre del tubo. Esta vez la roca siguió en su sitio, pero la compuerta no se movió. Littlemore sacó la cabeza para coger aire, y al sumergirse de nuevo cayó con todo su peso sobre el extremo del tubo. Pero éste estaba muy deteriorado por la corrosión, y el peso de Littlemore hizo que se partiera limpiamente en dos. Pero justo en el segundo anterior a que se quebrara, la compuerta cedió hacia arriba unos milímetros, los suficientes para que Younger pudiera liberar el pie.

Los dos hombres salieron del agua al mismo tiempo: Littlemore cogiendo aire ruidosamente y chapoteando como un poseso, y Younger agitando apenas el agua. Éste aspiró con fuerza una sola vez, y dijo:

—Ha sido bastante melodramático, ¿no le parece?

—De nada —le replicó Littlemore, enderezándose.

—¿Qué tal la pierna? —le preguntó Younger.

—Bien. ¿Y qué tal el pie?

—Bien —dijo Younger—. ¿Qué le parece si volamos este antro infernal?

Con el baúl a rastras, abriéndose paso entre las fuertes cascadas cilíndricas de agua, los dos hombres desanduvieron el camino hacia la cámara central. La empinada rampa que conducía al elevador se hallaba ya medio sumergida por la riada. El agua caía también de lo alto del elevador, formando una cortina alrededor de la caja y deslizándose con ímpetu rampa abajo. El interior del elevador, sin embargo, al otro lado de la cortina de agua, parecía seco.

Entre los dos lograron empujar y arrastrar el baúl rampa arriba, meterlo en el elevador y entrar en él a continuación. Respirando pesadamente, Younger cerró la puerta de hierro. De pronto todo amainó. El violento anegamiento del cajón no era ya más que un grave rumor amortiguado. En la cabina, las azules llamas de gas seguían alumbrando. Y Littlemore dijo:

—Vamos arriba.

Movió la palanca hasta la posición de ascenso, pero el elevador siguió inmóvil. Volvió a intentarlo. Nada.

—Vaya sorpresa —dijo Littlemore.

Younger se subió al baúl y dio unos golpes en el techo del elevador.

—El hueco entero está inundado —dijo.

—Mire —dijo el detective, señalando hacia lo alto—. Hay una trampilla en el techo.

Era cierto: en el centro del techo del elevador había un par de grandes hojas con bisagras.

—Y ahí está lo que las abre —dijo Younger, apuntando hacia una gruesa cadena que había en la pared, de cuyo extremo colgaba un tirador rojo de madera. Saltó del baúl y agarró el tirador.

—Nos vamos arriba, detective… Y un poco más rápido que cuando bajamos.

—¡No! —gritó Littlemore—. ¿Está loco? ¿Sabe lo que tiene que pesar toda esa agua que hay ahí encima de nosotros? La única forma de no morir ahogados es morir antes aplastados.

—No. Ésta es una cabina presurizada —dijo Younger—. Superpresurizada. En el momento en que abra esa trampilla, usted y yo saldremos despedidos hacia arriba como expulsados por un géiser.

—Me está tomando el pelo —dijo Littlemore.

—Y escúcheme. Tendrá que ir exhalando el aire durante todo el ascenso. Le sugiero que grite. Lo digo en serio. Si mantiene la respiración, aunque sólo sea durante unos segundos, los pulmones reventarán como globos.

—¿Y si nos quedamos atrapados entre los cables?

Entonces nos ahogaremos —dijo Younger.

—Bonito plan.

—Estoy abierto a otras opciones.

A través del ventanuco de cristal de la puerta del elevador Littlemore pudo mirar hacia el interior del cajón. Ahora estaba casi oscuro por completo. El agua caía de todas partes. El detective tragó saliva.

—¿Y qué hacemos con el baúl?

—Nos lo llevamos con nosotros. —El baúl tenía dos asas de cuero. Cada uno de ellos asió una de ellas—. No se olvide de gritar, Littlemore. ¿Preparado?

—Eso creo.

—¡Una, dos… tres!

Younger accionó el tirador rojo. Las hojas de la trampilla del techo se abrieron al instante, y los dos hombres, cargados con un gran baúl negro y gritando como energúmenos, salieron hacia lo alto del hueco del elevador como disparados por un cañón.