XX

En el edificio Van den Heuvel, un recadero corrió escaleras arriba al despacho del coroner Hugel para anunciarle que una ambulancia acababa de dejar un cuerpo en el depósito de cadáveres. Impertérrito, el coroner despidió al chico, pero éste no se iba. No era cualquier cadáver, le explicó el chico. Era el cadáver del detective Littlemore. El coroner Hugel, rodeado de cajas y de papeles sueltos amontonados por todo el suelo, lanzó un juramento y corrió al sótano con mayor rapidez si cabe que el recadero.

El cuerpo de Littlemore no estaba en la morgue, sino en la antecámara del laboratorio, donde Hugel hacía las autopsias. Habían entrado al detective en una camilla rodante y lo habían depositado sobre una de las mesas de autopsias. Los hombres de la ambulancia ya se habían ido.

Hugel y el recadero entraron atropelladamente en la antecámara y se quedaron petrificados al ver el cuerpo retorcido del detective. Hugel cogió del hombro al chico con inusitada fuerza, y avanzó despacio hacia la mesa de las autopsias.

—Oh, no… —dijo—. Es culpa mía.

—No, no lo es, señor Hugel —dijo el cadáver, abriendo los ojos.

El recadero soltó un grito.

—¡Por Martín Lutero redivivo, joder! —aulló Hugel.

El detective se incorporó en la camilla y se sacudió las solapas de la chaqueta: En los ojos del coroner vio una mezcla, al cincuenta por ciento, más o menos, de alivio y de ira que se le iba acumulando por momentos.

—Lo siento, señor Hugel —dijo, como avergonzado—. Pensé que sería una buena baza si el tipo que ha intentado matarme creía que lo había conseguido.

El coroner se apartó un par de pasos. Littlemore saltó de la mesa, y, en cuanto tocó el suelo con los pies, lanzó un grito de dolor. Tenía la pierna izquierda peor de lo que pensaba. Siguió al coroner Hugel pisándole los talones, y explicándole su teoría de la muerte de Seamus Malley.

—Absurdo —fue la respuesta de Hugel, que siguió subiendo las escaleras sin siquiera volverse para mirar a Littlemore, que cojeaba a su espalda—. ¿Por qué iba Banwell a arrastrar el cuerpo de Malley hasta el montacargas después de matarlo? ¿Para que le hiciera compañía mientras subía hasta el muelle?

—Puede que Malley muriera mientras subían juntos.

—Oh, ya veo… —dijo el coroner—. Banwell lo mata en el montacargas, y luego lo deja allí para multiplicar por mil las posibilidades de que lo detengan por dos asesinatos. Banwell no es ningún estúpido, detective. Es un hombre muy calculador. Si hubiera hecho lo que usted dice, habría bajado en el montacargas hasta el cajón, habría matado al tal Malley y se habría deshecho de su cuerpo de la misma forma en que usted dice que se deshizo del cuerpo de la señorita Riverford.

—Pero la arcilla, señor Hugel… Se me había olvidado contarle lo de la arcilla.

—No quiero oírlo —dijo el coroner. Habían llegado a su despacho—. No quiero oír ni una palabra más sobre el asunto. Vaya a ver al alcalde, ¿por qué no lo hace? No hay duda de que le escuchará de muy buen grado. Se lo dije: el caso está cerrado.

Littlemore pestañeó y sacudió la cabeza. Reparó en los montones de documentos y de cajas de embalar que había tiradas por todo el despacho.

—¿Va a alguna parte, señor Hugel?

—Pues la verdad es que sí —dijo el coroner—. Dejo el empleo.

—¿Se va?

—No puedo trabajar en estas condiciones. Mis conclusiones no se respetan.

—Pero ¿adónde piensa ir, señor Hugel?

—¿Cree que ésta es la única ciudad que necesita un médico forense?

El coroner examinó las cajas de informes diseminadas por el suelo de su despacho.

—De hecho tengo entendido que hay un puesto libre en Cleveland, Ohio. Allí seguro que valoran mis opiniones. Me pagarán menos, por supuesto, pero eso no importa. Tengo un dinero ahorrado. Nadie podrá quejarse de mis informes, detective. Mi sucesor encontrará un sistema perfectamente organizado. Que yo creé. ¿Tiene alguna idea del estado de la morgue antes de mi llegada?

—Pero señor Hugel… —dijo el detective Littlemore.

En ese momento, Louis Riviere y Stratham Younger aparecieron en el pasillo.

—¡Monsieur Littlemore! —exclamó Riviere—. ¡Está vivo!

—Por desgracia —concedió el coroner—. Caballeros, si me disculpan, tengo trabajo que hacer.

Clara Banwell estaba refrescándose en la bañera cuando oyó que la puerta principal de la casa se cerraba con ruido. Era un cuarto de baño tipo turco, con azulejos mudéjares azules, de Andalucía, instalado en el apartamento de los Banwell por deseo expreso de Clara. Como oyera a su marido gritando a voz en cuello su nombre desde el vestíbulo, se arropó apresuradamente con dos toallas de baño blancas, una para el torso y la otra, a modo de turbante, para el pelo.

Aún chorreando agua a su paso, encontró a su marido en el vastísimo salón, con un vaso en la mano, mirando el río Hudson. Se estaba sirviendo un bourbon con hielo.

—Ven aquí —dijo Banwell desde el otro extremo del salón, sin volverse—. ¿La has visto?

—Sí.

Clara siguió donde estaba.

—¿Y?

—La policía cree que se hizo la quemadura ella misma. Creen que o está loca o que quiere vengarse de ti.

—¿Qué les has dicho? —preguntó Banwell.

—Que estuviste aquí en casa toda la noche.

Banwell soltó un gruñido.

—¿Qué dice ella?

—Nora es muy frágil, George. Creo que…

El vivo ruido de la botella de whisky golpeando contra la mesa de cristal cortó en seco sus palabras.

La mesa no se rajó, pero el alcohol salpicó al salir con fuerza del gollete de la botella. George Banwell se volvió para encararse con su esposa.

—Ven aquí —dijo.

—No quiero.

—Ven aquí.

Clara obedeció. Cuando estuvo cerca de él, él miró hacia abajo.

—No —dijo ella.

—Sí.

Clara empezó a soltarle el cinturón. Mientras lo sacaba de las trabillas del pantalón, él se sirvió otro whisky. Ella le tendió el cinturón de piel negra. Y levantó las manos con las palmas juntas. Banwell le ató las muñecas con el cinturón, pasó el extremo por la hebilla, estiró con fuerza. Ella hizo una mueca de dolor.

Él la atrajo bruscamente hacia sí y trató de besarla en los labios. Ella sólo le permitió besarla en las comisuras, volviendo la mejilla ora a un lado, ora a otro. Él hundió la cabeza en el cuello desnudo de ella; ella aspiró profundamente el aire.

—No —dijo Clara.

Banwell la obligó a arrodillarse. Aunque atada por las muñecas, Clara podía mover las manos con la suficiente libertad para desabrocharle el pantalón. Banwell le arrancó la toalla blanca que la envolvía.

Minutos después, George Banwell estaba sentado en el gran sofá, completamente vestido, bebiendo bourbon, mientras Clara, desnuda, seguía arrodillada en el suelo, de espaldas a su esposo.

—Dime lo que te ha dicho Nora —le ordenó Banwell, aflojándose la corbata.

—George… —Clara levantó la mirada hacia él—. ¿No podrías dejado ya? No es más que una chiquilla. ¿Cómo va a hacerte daño?

Se dio cuenta enseguida de que sus palabras habían atizado, más que aquietado, la ira latente de su esposo. Éste se levantó del sofá, abotonándose.

—Una chiquilla… —repitió.

El francés debía de tener debilidad por el detective Littlemore, porque le plantó sendos besos en las mejillas.

—Tendré que hacerme el muerto más a menudo —dijo Littlemore—. Jamás había sido usted tan amable conmigo, Louie.

Riviere le puso una gran carpeta en los brazos.

—Ha salido perfecta —dijo—. Me he sorprendido hasta yo, la verdad. No esperaba tanto detalle en una ampliación. No es habitual.

Dicho lo cual, el francés se alejó por el pasillo, aclarando mientras lo hacía que no se trataba de un adieu sino de un au revoir.

Me quedé solo, pues, con el detective Littlemore.

—¿Se ha estado… haciendo el muerto? —le pregunté.

—Era una broma. Cuando recobré el conocimiento, estaba en la ambulancia, y se me ocurrió que podía ser divertido.

Reflexioné un poco.

—¿Y lo ha sido?

Littlemore miró a su alrededor.

—Muy divertido —dijo—. Oiga, ¿qué está haciendo usted aquí?

Le conté al detective que había hecho un descubrimiento relativo al caso Acton potencialmente importante. De pronto, sin embargo, caí en la cuenta de que no estaba muy seguro de cómo iba a exponérselo. Nora había experimentado una forma de desdoblamiento astral, fenómeno por el que uno parece estar en dos sitios al mismo tiempo. Recordaba vagamente que, en mis tiempos de Harvard, había leído cosas sobre el desdoblamiento en relación con algunos de los experimentos primeros con las nuevas anestesias que tanto habían cambiado la medicina quirúrgica. Mi investigación de este caso lo confirmaba: estaba convencido de que a Nora le habían administrado cloroformo. A la mañana siguiente el olor habría desaparecido, y no quedaría ni rastro de cualquier posible efecto.

Mi problema estribaba en que Nora me había confesado que no le había contado nada al detective Littlemore sobre el extraño modo en que ella había vivido el incidente. Había tenido miedo de que no la creyera. Decidí ser directo:

—Hay algo que la señorita Acton no le ha contado de la agresión que padeció la noche pasada. Ella la vio; es decir, experimentó su propia participación en ella y su contemplación de ella, como si hubiera estado fuera de su cuerpo. —Al oír mis propias y lúcidas palabras, caí en la cuenta de que había elegido la menos comprensible y menos convincente de las explicaciones posibles. La expresión en el semblante del detective no contribuyó gran cosa a que cambiara mi impresión. Añadí—: Como si estuviera flotando por encima de su cama.

—¿Flotando por encima de su cama? —repitió Littlemore.

—Eso es.

—¡Cloroformo! —dijo Littlemore.

Me quedé estupefacto.

—¿Cómo diablos puede usted saber eso?

—H. G. Wells. Es mi autor preferido. Tiene un relato en el que un tipo pasa por esa misma experiencia cuando le están sometiendo a una operación después de aplicarle cloroformo.

—Me parece que he perdido la tarde en la biblioteca.

—No, nada de eso —dijo el detective—. Así puede usted encontrar un apoyo científico a…, ya sabe, a lo de flotar y el cloroformo y demás.

—Sí. ¿Por qué lo dice?

—Escuche: dejemos eso unos segundos, ¿de acuerdo? Tengo que comprobar una cosa mientras estamos aquí. ¿Viene conmigo? —Littlemore echó a andar por el pasillo y bajó las escaleras, cojeando ostensiblemente. Y me explicó, por encima del hombro—: Hugel tiene un microscopio muy bueno ahí abajo.

En el sótano, fuimos hasta un pequeño laboratorio forense, con cuatro losas de mármol y equipo médico de calidad excelente. Littlemore sacó de los bolsillos tres sobres pequeños, con sendas muestras de tierra o arcilla rojiza en su interior. Una de ellas, me explicó, procedía del apartamento de Elizabeth Riverford, otra del sótano del Balmoral, y la tercera del Puente de Manhattan, de un muelle propiedad de Banwell. Colocó las tres muestras sobre los portaobjetos de tres microscopios. Se movió de uno a otro con rapidez.

—Casan —dijo—. Las tres. Lo sabía.

Abrió la carpeta de Riviere. La fotografía, pude ver por fin, mostraba el cuello de una joven marcado con un pequeño círculo oscuro, granulado. Era, si había entendido bien al detective, cosa de la que no estaba muy seguro, la imagen «en negativo» de la fotografía de una marca que habían encontrado en el cuello de la difunta señorita Riverford. Littlemore examinó con detenimiento esta fotografía, comparándola con un alfiler de corbata dorado que se había sacado de otro bolsillo. Me enseñó el alfiler —que llevaba el monograma GB— y me invitó a compararlo con la fotografía.

Lo hice. Con el alfiler en la mano, vi que el círculo oscuro del cuello de la joven asesinada, con su enlace de iniciales, era a todas luces similar al sello del alfiler de corbata.

—Son muy parecidos —dije.

—Sí —dijo Littlemore—. Casi idénticos. El único problema es que, según Riviere, no deberían ser parecidos. Deberían ser contrarios. No lo entiendo. ¿Sabe dónde encontramos ese alfiler? En el jardín trasero de los Acton. Para mí, este alfiler prueba que Banwell estuvo en casa de los Acton; y que trepó a un árbol, seguramente para meterse por la ventana del cuarto de la chica. —Se sentó en una silla; sin duda le dolía demasiado la pierna para seguir de pie—. Usted sigue pensando que fue Banwell, ¿no, doctor?

—Así es.

—Tiene que venir conmigo a ver al alcalde —dijo el detective.

Smith Ely Jelliffe, sentado cómodamente en un asiento de primera fila del Hippodrome, el teatro cubierto más grande del mundo, lloraba mansamente. Y lo mismo hacían la mayoría de los que asistían con él al espectáculo. Se sentían conmovidos por aquella solemne marcha de jóvenes buceadoras, sesenta y cuatro en total, que se sumergían en el lago de cinco metros de profundidad que se abría en el gigantesco escenario del Hippodrome. (El agua era real; receptáculos de aire y pasillos submarinos hacían posible una vía de escape hacia la trasera del escenario). ¿Quién podía contener las lágrimas ante el espectáculo de aquellas adorables y decorosas jóvenes en traje de baño que desaparecían en las aguas rizadas del lago para no volver a ver la tierra nunca más, condenadas a actuar en el circo del rey marciano para siempre y tan lejos de casa?

El dolor de Jelliffe ante aquello se veía aliviado por el conocimiento de que volvería a ver a dos de las chicas y pronto. Media hora más tarde, con sendas buceadoras a cada lado, del brazo. Jelliffe entró con visible satisfacción en el comedor con columnas del Roman Gardens de Murray, en la calle Cuarenta y dos. Tras Jelliffe iban dejando su estela dos largas boas rosas que llevaban al cuello sus acompañantes femeninas. Ante él las enormes columnas de escayola del Roman Gardens, ornadas de hojas, se alzaban hasta los techos de treinta metros de altura, donde las estrellas eléctricas centelleaban y una luna gibosa cruzaba el firmamento a una velocidad antinatural. Una fuente pompeyana de tres niveles susurraba en el centro del restaurante, mientras doncellas desnudas jugueteaban en la distancia del trampantojo de las paredes.

Jelliffe pesaba tanto como sus dos buceadoras juntas. Creía que su circunferencia de abdomen lo hacía sumamente impresionante… para el sexo femenino. Disfrutaba de un modo muy especial de sus buceadoras porque aquella noche deseaba dejar una viva impronta en la velada. Cenaba con el Triunvirato. Jamás lo habían invitado. Jamás había llegado a estar más cerca de su núcleo cerrado que en los almuerzos ocasionales en el club. Pero su caché había subido muchos puntos gracias a su relación y contactos con los nuevos psicoterapeutas.

Jelliffe no necesitaba dinero. Lo que necesitaba era renombre, estima general, prestigio, estatus…, y todo ello se lo podía dar el Triunvirato. Eran ellos, por ejemplo, quienes le recomendaron a los abogados de Harry Thaw, lo que le permitió gustar por vez primera el sabor de la fama. El día más grande de su vida había sido aquel en que apareció su fotografía en los periódicos dominicales, que se habían referido a él como «uno de los más distinguidos alienistas del estado».

El Triunvirato también había mostrado un sorprendente interés por su editorial. Eran hombres a todas luces progresistas. Al principio le habían prohibido aceptar ningún artículo en el que se mencionara el psicoanálisis, pero su actitud había cambiado. Hacía un año aproximadamente le dieron instrucciones para que les enviara los resúmenes de todos los trabajos en los que se mencionara a Freud para que ellos le notificaran después cuáles de ellos recibían su aprobación. Fue el Triunvirato quien le recomendó que publicara a Jung. Fue el Triunvirato quien le animó a hacerse con la traducción de Brill del libro de Freud, cuando parecía que Morton Prince se disponía a publicarla en Boston. Y habían contratado a un corrector para que le ayudara en la puesta a punto de dicha traducción.

Jelliffe había calculado taimadamente el número de jovencitas que llevaría a la cena. Las jovencitas eran su especialidad. Tenía variados contactos sociales y profesionales con tal estamento humano. Conocía los mejores «establecimientos» para caballeros de la ciudad. Cuando se le preguntaba, él siempre recomendaba el Players Club de Gramercy Park. El Triunvirato, sin embargo, nunca le había pedido nada al respecto. Así que, cuando lo invitaron a unirse a ellos en el Roman Gardens, pensó que era el momento propicio. Como todo hombre de mundo sabía, en la planta de arriba del Roman Gardens había veinticuatro suites de soltero de lujo, cada una con cama de matrimonio y baño y una botella de champán en su cubitera con hielo. Al principio Jelliffe había pensado en cuatro chicas y cuatro habitaciones, pero tras reflexionar sobre el asunto decidió que era insuficiente desde el punto de vista de la camaradería entre varones. Así que no serían más que dos: el turnarse con ellas añadiría picante al asunto.

Jelliffe causó impresión, sí, pero no la que él había imaginado. Cuando le hicieron pasar al reservado donde el Triunvirato tenía la mesa preparada, el bon vivant y sus damas se encontraron con una inequívoca froideur por parte de los tres caballeros allí sentados. Ni siquiera se levantaron, ninguno de ellos. Jelliffe, incapaz de percibir la causa de su actitud, les saludó sin amilanarse, llamó al maître para pedirle una sillas, y acto seguido anunció a los presentes que al terminar la cena les esperaban arriba dos suites de soltero. Con un gesto elegante de la mano, el doctor Charles Dana revocó la orden de las sillas. Jelliffe entendió al fin que no debía insistir y les susurró a las chicas que sería mejor que les esperaran arriba.

Poco después, el Triunvirato fue informado por Jelliffe de que Abraham Brill, sin previo aviso, había pospuesto indefinidamente la publicación del libro de Freud. Lástima, dijo Dana. Y ¿qué se sabía de las conferencias del doctor Jung en Fordham? Jelliffe les dijo que sus planes para las conferencias de Fordham seguían al ritmo previsto, y que el New York Times se había puesto en contacto con él para que le concertara una entrevista con Jung.

Dana se volvió hacia el caballero corpulento de las patillas de boca de hacha.

—Starr, ¿no le ha entrevistado también a usted el New York Times?

Starr, metiéndose una ostra en la boca, dijo que por supuesto que le habían entrevistado, y que él les había respondido sin pelos en la lengua. La conversación derivó entonces hacia la persona de Harry Thaw, y a este respecto se advirtió a Jelliffe en términos nada equívocos que el tal Thaw no debía ser objeto de más experimentos.

Cuando terminó la cena Jelliffe temió que su valoración ante el Triunvirato no había mejorado en absoluto. Dana y Sachs ni siquiera le estrecharon la mano al marcharse. Pero su ánimo en declive experimentó una inyección de aliento cuando Starr, que se había rezagado un poco del grupo que partía, preguntó si le había oído bien al decir que les esperaban dos suites arriba. Jelliffe le respondió que sí. Los corpulentos caballeros se miraron el uno al otro, ambos visualizando a una corista con una boa al cuello reclinada junto a una botella de champán helada sin abrir. Starr expresó entonces su opinión de que las cosas ya pagadas no debían desperdiciarse.

—¿Ha perdido el juicio, detective? —preguntó el alcalde McClellan. Era el jueves por la noche, y estábamos los tres en su despacho con las puertas cerradas.

Littlemore le había pedido una cuadrilla de operarios para que bajaran al cajón neumático del Puente de Manhattan a investigar la ventana estropeada. Estábamos sentados frente al alcalde, al otro lado de su escritorio. McClellan se había levantado.

—Señor Littlemore —dijo; sin duda había heredado el porte militar de su padre—. Prometí a esta ciudad un metro, y se lo he dado. Prometí a esta ciudad Times Square, y se lo he dado. Prometí a esta ciudad el Puente de Manhattan, y por Dios que voy a dárselo aunque sea la última maldita cosa que haga en mi puesto de alcalde. Bajo ninguna circunstancia voy a permitir que el trabajo de ese puente se obstaculice lo más mínimo… Ni un solo segundo. Y bajo ninguna circunstancia voy a permitir que se incomode en modo alguno a George Banwell. ¿Me oye?

—Sí, señor —dijo Littlemore.

—Elizabeth Riverford fue asesinada hace cuatro días, y, que yo sepa, hasta el momento no han hecho ustedes nada más que perder su maldito cuerpo.

—Bueno, yo he encontrado un cuerpo, señor alcalde —dijo en tono manso Littlemore.

—Oh, sí… La señorita Sigel —dijo McClellan—. Que me está causando incluso más problemas que la señorita Riverford. ¿Ha visto los periódicos de la tarde? Está en todos ellos. ¿Cómo puede el alcalde de esta ciudad permitir que una chica de buena familia aparezca en el baúl de un chino? ¡Como si yo fuese personalmente responsable de algo semejante! Olvídese del señor Banwell, detective. Encuéntreme a ese William Leon.

—Señor alcalde, con el debido respeto —dijo Littlemore—, creo que los casos Riverford y Sigel están relacionados. Y creo que el señor Banwell está implicado en ambos.

McClellan cruzó los brazos.

—¿No cree que el asesino de la señorita Sigel sea el tal Leon?

—Puede que así sea, señor.

El alcalde aspiró profundamente.

—Señor Littlemore, su señor Chong…, el hombre que usted detuvo, ha confesado hace una hora. Su primo Leon mató a la señorita Sigel el mes pasado en un ataque de celos, después de haberla visto con otro chino. La policía ha estado en la casa de este otro hombre, y ha encontrado más cartas de la señorita Sigel. Leon la estranguló, y Chong lo vio todo. Incluso le ayudó a meter el cadáver en el baúl de Lean. ¿De acuerdo? ¿Está usted satisfecho?

—No estoy seguro, señor —dijo Littlemore.

—Bien, pues será mejor que lo esté. Quiero respuestas. ¿Dónde está Leon? ¿Fue agredida o no por segunda vez la señorita Acton? ¿Ha sido agredida realmente alguna vez? ¿Tengo que hacer yo el trabajo de todo el mundo? Y deje que le diga una cosa más, detective —concluyó McClellan—. Si usted o cualquiera entra en mi despacho diciendo que Elizabeth Riverford fue asesinada por un hombre que yo sé que no pudo hacerlo, voy a despedirles a todos ustedes. ¿Me he expresado con claridad?

—Sí, señor alcalde. Sí, señor —respondió Littlemore. Al fin nos dio la venia para que abandonáramos su despacho. En el pasillo, dije:

—Al menos sabemos que tenemos al alcalde en contra.

—Yo no he perdido el cuerpo de la Riverford —objetó Littlemore, con inusitada ira contenida—. ¿Qué diablos le sucede a todo el mundo? Tengo el alfiler de corbata, la arcilla, la muerte sin resolver del edificio de Banwell, el cual se ajusta a la descripción del coroner y se asusta cuando ve a la señorita Acton, que nos dice que quien la ha agredido es él, y no podemos ni siquiera bajar al cajón para ver lo que está atascando bajo el agua la ventana de los desechos de Banwell.

Yo le recordé que si Banwell estaba fuera de la ciudad la noche en que mataron a Elizabeth Riverford, él no podía ser el asesino.

—Sí, pero puede que tenga un cómplice que lo hizo —replicó Littlemore—. ¿Sabe algo del mal del buzo, doc?

—Sí, ¿por qué?

—Porque sé lo que tengo que hacer —dijo Littlemore, cuya cojera había empeorado—. Pero no puedo hacerlo yo solo. ¿Querría ayudarme?

Cuando Littlemore me explicó su plan, pensé que lo que me estaba proponiendo era lo más descabellado que había oído en mi vida. Pero luego, cuando reflexioné sobre ello, empecé a verlo de modo diferente.

Nora Acton estaba de pie sobre el tejado de su casa. La brisa agitaba los finos mechones de pelo que le bailaban en la frente. Alcanzaba a ver todo Gramercy Park, incluido el banco donde, varias horas antes, había estado sentada con el doctor Younger, y en el que dudaba que volvieran a sentarse juntos nunca más. No podía soportar seguir en su casa. Su padre estaba encerrado en su estudio, y ella se hacía una idea de lo que hacía allí. Trabajar no, ciertamente: su padre no trabajaba. Años atrás, Nora había descubierto la biblioteca secreta de su padre. Eran libros repugnantes. Fuera, había de nuevo dos policías de guardia en las puertas trasera y principal. Se habían ido por la mañana, pero habían vuelto al atardecer.

Se preguntó si se mataría si se tiraba desde aquel tejado. Y pensó que no. La joven volvió al interior de la casa, y bajó a la cocina. Buscó en el fondo de un armario y sacó uno de los cuchillos de trinchar de la señora Biggs. Se lo llevó arriba y lo colocó debajo de la almohada.

¿Qué podía hacer? No podía decirle la verdad a nadie, y no podía seguir mintiendo. Nadie la creería. Nadie la había creído.

Nora no tenía pensado utilizar el cuchillo de trinchar contra sí misma, por supuesto. No tenía ningún deseo de morir. Pero quizá tuviera que tratar de defenderse si él volvía.