A diferencia de mí, Clara Banwell no parecía sentir ninguna incomodidad ante la mirada glacial de Nora Acton. Llenando el aire con un torrente fácil de palabras, le dijo adiós, comportándose ante el mundo como si Nora no nos acabara de sorprender a escasos centímetros el uno del otro. Me tendió la mano, besó a Nora en la mejilla, y añadió atentamente que no hacía falta que la acompañáramos a la puerta, porque no quería demorar ni un segundo la sesión de terapia de Nora. Instantes después, oí cómo la puerta principal se cerraba a su espalda.
Nora estaba en el mismo punto que había ocupado Clara Banwell minutos antes. No era lo más apropiado por mi parte quedarme admirando su belleza, dados los terribles acontecimientos de la noche pasada, pero no pude evitarlo. Era absurdo. Uno podía caminar kilómetros por la ciudad de Nueva York —como acababa de hacer yo aquella mañana—, o pasarse un mes en la estación Grand Central, sin toparse en ningún momento con una mujer de belleza física semejante. Y, sin embargo, en el espacio de cinco minutos yo había tenido ante mí a dos en el salón de la casa de los Acton. Pero qué contraste entre ambas…
Nora no llevaba adorno alguno en su persona: ni joyas, ni ropas bordadas. No llevaba parasol. No llevaba velo. Sólo una sencilla blusa blanca, con mangas hasta los codos, metida por el talle, un talle increíblemente fino, en una falda plisada azul celeste. La parte superior de la blusa, abierta, dejaba al descubierto la delicada estructura de sus clavículas y su largo, adorable cuello. Las magulladuras habían desaparecido de él, y ahora su piel era casi inmaculada. Llevaba el pelo rubio como de costumbre, hacia atrás y peinado en una larga trenza que le llegaba casi hasta la cintura. Como había dicho la señora Banwell, no era más que una chiquilla. Su cuerpo gritaba su juventud desde cada plano y curva de su anatomía, y en especial en el subido color de sus mejillas y sus ojos, que irradiaban con esperanza de criatura nueva su frescura y, añadiría yo, su furia.
—Lo odio a usted más que a nadie que haya conocido nunca —me dijo.
Es decir: volvía a ocupar, más que nunca, el lugar de su padre. Como empujada por un sino inexorable, se había topado con Clara Banwell y conmigo encerrados en un salón del mismo modo en que había sorprendido a su padre y a Clara teniendo trato carnal en el salón de otra casa, tres años atrás. Pero la diferencia capital —que entre la señora Banwell y yo no había nada— parecía escapársele. Y no era extraño. No era a mí a quien estaba mirando airadamente ahora. Era a su padre, que vestía mis ropas. Si yo hubiera deseado consolidar la transferencia psicoanalítica, no podría haber urdido una estratagema mejor. De haber deseado llevar el psicoanálisis de Nora a su clímax, no podía haber esperado una confabulación de acontecimientos más afortunada. Ahora tenía la oportunidad, y el deber, de tratar de mostrarle a la señorita Acton lo erróneo de la transposición que estaba teniendo lugar en su mente, para que acabara reconociendo que la rabia que imaginaba sentir por mí era en realidad la ira que sentía contra su padre.
En otras palabras, me sentía obligado a sepultar mi propia emoción. Tenía que ocultar hasta el más mínimo rastro de lo que sentía por ella. Por genuino que fuera. Por irresistible que fuera.
—Entonces estoy en desventaja, señorita Acton —repliqué—. Porque yo la amo más que a nadie que haya conocido nunca.
Un silencio perfecto nos envolvió durante varios latidos.
—¿De veras? —preguntó.
—Sí.
—Pero usted y Clara estaban…
—No, no estábamos. Lo juro.
—¿No estaban?
—No.
Nora empezó a respirar pesadamente. Demasiado pesadamente. La ropas que vestía no le quedaban prietas, pero debajo debía de llevar alguna otra prenda. Su respiración se circunscribía a la parte alta de su torso. Preocupado por si se desmayaba, la conduje hasta la puerta principal, y la abrí. Necesitaba aire. Al otro lado de la calle se extendía la arboleda variegada de Gramercy Park. Nora avanzó hacia el descansillo de la entrada. Le indiqué que si salía debía decírselo a sus padres.
—¿Por qué? —dijo—. Podemos ir sólo al parque.
Cruzamos la calle y, en una de las puertas de hierro forjado del parque, Nora sacó del bolso una llave dorada y negra. Se produjo un momento violento cuando la ayudé a franquear la puerta: debía decidir si le ofrecía o no el brazo para empezar a caminar. Me las arreglé para no hacerlo.
Desde el punto de vista terapéutico, me encontraba ante una situación harto delicada. No temía por mí a pesar de que a mis sentimientos por aquella joven parecía no afectarles el hecho de que pudiera ser emocionalmente inestable o incluso estar mentalmente enferma. Si Nora se había hecho ella misma aquella quemadura, cabían dos posibilidades. O bien había actuado con plena conciencia, y mentía a todo el mundo, o bien lo había hecho en un estado de disociación, en una suerte de hipnosis o sonambulismo, que había quedado aislado del resto de su conciencia. Creo que, considerada la situación en su conjunto, yo prefería la primera opción, aunque ninguna de las dos era demasiado halagüeña.
No lamentaba haberle confesado mis sentimientos. Me había visto forzado por las circunstancias. Pero si mi declaración de amor había sido tal vez honorable, el haber seguido actuando en consecuencia no lo habría sido en absoluto. Ni el bellaco de más baja estofa se habría aprovechado de una chiquilla en su estado. Tenía que encontrar un modo de hacérselo saber. Tenía que despojarme del papel de amante que acababa de arrogarme y tratar de volver a ser su médico.
—Señorita Acton —dije.
—¿No va a llamarme Nora, doctor?
—No.
—¿Por qué?
—Porque sigo siendo su médico. Y para mí no puede ser Nora. Es mi paciente. —No estaba seguro de cómo iba a tomarse ella esto, pero proseguí—: Cuénteme lo que le pasó anoche. No, espere: ayer, en el hotel, me dijo que había recuperado la memoria de la agresión del lunes. Cuénteme primero todo lo que recuerde de ella.
—¿Debo hacerlo?
—Sí.
Me preguntó si podíamos sentarnos, y encontramos banco en un rincón apartado. Seguía sin saber, me explicó, cómo había empezado todo, o cómo había llegado allí. Aquella parte de su memoria seguía soterrada. Lo que recordaba era que la estaban atando en la oscuridad del dormitorio de sus padres. Estaba de pie, maniatada por las muñecas Y fuertemente sujeta a algún saliente del techo.
No llevaba puestas más que unas bragas. Las persianas estaban cerradas y las cortinas echadas.
El hombre estaba detrás de ella. Le había rodeado el cuello con una tira suave de tela —quizá seda—, y la estaba apretando tanto que apenas podía respirar, y mucho menos gritar. También la estaba azotando con algo, una correa o una especie de fusta. Dolía, pero era soportable, como una azotaina no muy severa. Lo que la aterrorizaba era la seda ceñida a su garganta: pensaba que quería mataría. Pero cada vez que estaba a punto de desvanecerse, el hombre aflojaba ligeramente la presión del estrangulamiento, lo justo para dejar que su víctima recuperara un poco el resuello.
El hombre empezó a azotarla con más fuerza. El dolor se hizo tan intenso que ella pensó que no podría soportarlo. Y de pronto el látigo cesó, y el hombre se le acercó por detrás, hasta tan cerca que ella pudo sentir su aliento áspero en la espalda. El hombre la tocó; la señorita Acton no dijo dónde; y yo no pregunté. Mientras lo hacía, ella sintió que una parte del cuerpo de él —«una parte dura», dijo— entraba en contacto con su cadera. El hombre emitió un feo sonido, y luego cometió un error: la corbata que apretaba el cuello de ella se aflojó de pronto, y ella aspiró con fuerza y lanzó un grito, un grito tan fuerte y prolongado como se lo permitieron los pulmones. Y entonces debió de desmayarse. Lo siguiente que recordaba era que la señora Biggs estaba a su lado.
Mientras me contaba todo esto Nora guardaba la compostura, con las manos enlazadas sobre el regazo. Sin cambiar de actitud, me preguntó:
—¿Está disgustado conmigo?
—No —dije—. En sus recuerdos de la agresión, ¿era Banwell el agresor?
—Creí que sí. Pero el alcalde dijo que…
—El alcalde dijo que Banwell estaba con él el domingo por la noche, cuando fue asesinada la otra mujer. Si usted recuerda a Banwell como su agresor, debe decirlo.
—No lo sé —dijo Nora en tono quejumbroso—. Creía que sí. No sé. Estuvo detrás de mí todo el tiempo.
—Cuénteme lo de anoche.
Me contó lo del intruso que había entrado en su dormitorio. Esta vez, dijo, estaba segura de que era Banwell. Hacia el final del relato, sin embargo, se apartó de mí una vez más. ¿Me estaba ocultando algo?
—Ni siquiera tengo lápiz de labios —concluyó, muy seria—. Y esa cosa horrible que encontraron en mi armario… ¿De dónde se supone que he sacado yo eso?
Señalé un hecho obvio:
—Ahora lleva usted maquillaje. El más leve brillo en los labios, el más tenue colorete en las mejillas.
—¡Pero esto es de Clara! —protestó—. Me lo ha dado ella. Ha dicho que me sentaría bien.
Seguimos sentados en silencio. Al final, habló ella:
—No cree una palabra de lo que le he contado.
—No creo que quisiera mentirme.
—Pero lo hago —respondió ella—. Lo he hecho.
—¿Cuándo?
—Cuando he dicho que le odio —dijo ella, al cabo de una larga pausa.
—Cuénteme lo que se ha callado.
—¿A qué se refiere?
—Algo de la noche pasada; algo que le hace dudar de sí misma.
—¿Cómo lo sabe? —me preguntó.
—Usted dígamelo.
A regañadientes, confesó que en el episodio de la noche anterior había un detalle inexplicable. Su posición de espectadora privilegiada, desde la que había presenciado todo lo que le estaba pasando, no era la del nivel de sus ojos sino la de un lugar en lo alto de la alcoba, muy por encima de ella misma y de su agresor. De hecho se había visto yaciendo en el lecho, como si fuera un mero testigo de la escena y no la víctima.
—¿Cómo es posible eso, doctor? —exclamó, con voz suave—. No es posible, ¿verdad?
Yo quería consolarla, pero lo que tenía que decide no era muy consolador que dijéramos.
—Lo que me describe es la forma en que a veces vemos las cosas en sueños.
—Pero si lo soñé, ¿cómo me hice esa quemadura? —susurró—. Yo no me quemé a mí misma, ¿o sí? ¿Lo hice?
No pude contestarle. Estaba considerando una posibilidad aún más lúgubre. ¿Podía haberse infligido ella misma las terribles heridas de la primera agresión? Intenté imaginarla hiriendo con un cuchillo o una navaja de afeitar su propia piel suave hasta sangrar… Me resultaba imposible creerlo.
De la zona sur de la ciudad nos llegó un fragor de voces humanas que acabó de pronto en una gran ovación lejana. Nora me preguntó qué podía ser aquello, y yo le dije que posiblemente los huelguistas. Los líderes sindicales habían convocado una marcha en respuesta a unos conflictos laborales que habían tenido lugar en la zona sur el día anterior. Un conocido agitador llamado Gompers había jurado convocar una huelga que paralizaría toda la industria de la ciudad de Nueva York.
—Tienen todo el derecho de ir a la huelga —dijo Nora, claramente deseosa de cambiar de tema—. Los capitalistas deberían avergonzarse de sí mismos, por emplear a todos esos obreros y no pagarles lo suficiente para que puedan mantener a sus familias. ¿Ha visto usted las casas donde viven?
Me contó que la pasada primavera Clara Banwell y ella habían visitado a familias que vivían en casas de vecindad del Lower East Side. Había sido idea de Clara. Así es como había conocido a Elsie Sigel y al chino por el que le había preguntado el detective Littlemore.
—¿Elsie Sigel? —repetí. La tía Mamie la había mencionado en su fiesta—. ¿La que se fugó a Washington?
—Sí —dijo Nora—. A mí me pareció absurdo que estuviera haciendo de misionera cuando hay gente que se está muriendo de hambre y que no tiene ni casa. Y Elsie trabajaba sólo con hombres, cuando quienes más sufren son las mujeres y los niños. —Clara, me explicó Nora, había hecho hincapié en visitar a aquellas familias abandonadas por el marido y padre, o en las que éste había muerto en accidente de trabajo. Clara y Nora habían conocido a muchas de estas familias, y habían pasado muchas horas en sus casas. Nora cuidaba de los más pequeños mientras Clara intimaba con las mujeres y los niños mayores. Empezaron a visitar a estas familias una vez a la semana, y les llevaban comida y cosas que necesitaban. En dos ocasiones había llevado a bebés al hospital, y les habían salvado de alguna grave enfermedad o de la muerte misma. Una vez, me contó Nora en tono sombrío, al saber que una chica faltaba de su casa, Clara y ella la habían buscado en todas las comisarías y hospitales de la zona, y al final la habían encontrado en el depósito de cadáveres. El forense les dijo que la chica había sido violada. Su madre no tenía a nadie que la consolara o ayudara. Clara hizo ambas cosas. Nora había visto una miseria indescriptible aquel verano, pero también —o eso creí entrever— el calor de un amor familiar desconocido para ella hasta entonces.
Cuando terminó su relato, seguimos allí sentados, mirándonos. Sin aviso previo, Nora dijo:
—¿Me besaría si se lo pidiese?
—No me lo pida, señorita Acton —dije.
Me cogió la mano y se la llevó hacia sí, y con el dorso de mis dedos se tocó la mejilla.
—No —dije, cortante. Me soltó al instante. Todo había sido culpa mía. Le había dado motivos para creer que podía tomarse la libertad que acababa de tomarse, y de pronto le había quitado el suelo de debajo de los pies—. Tiene que creerme —le dije—. Nada en el mundo me gustaría más. Pero no puedo. Sería aprovecharme de usted.
—Quiero que se aproveche de mí —dijo ella.
—No.
—¿Porque tengo diecisiete años?
—Porque es mi paciente. Escúcheme. Lo que cree sentir por mí…, no debe creer en ello. No es real. Es una creación del psicoanálisis. Le sucede a toda persona psicoanalizada.
Me miró como si yo estuviera bromeando.
—¿Cree usted que sus preguntas estúpidas me han hecho mirarle con mejores ojos?
—Piense en ello. En un momento dado siente indiferencia hacia mí. Luego furia. Luego celos. Luego… otra cosa. Pero no soy yo. No es por nada que yo haya hecho. ¿Cómo iba a serlo? Usted no me conoce. No sabe nada de nada de mí. Todos esos sentimientos vienen de otro lugar de su vida. Y afloran por esas preguntas estúpidas que yo le hago. Pero pertenecen a otra parte. Son sentimientos que usted siente por otra persona, no por mí.
—¿Cree que estoy enamorada de otra persona? ¿De quién? ¿No se referirá a George Banwell?
—Puede que lo haya estado.
—Nunca. —Hizo un genuino gesto de asco—. Lo detesto.
Me lo jugué el todo por el todo. Odiaba hacerlo, porque a partir de entonces me miraría con repugnancia; no era el momento de decírselo, pero era mi obligación.
—El doctor Freud tiene una teoría. Una teoría que tal vez podría aplicarse a usted, señorita Acton.
—¿Qué teoría?
Su desconcierto crecía por momentos.
—Se lo advierto: es desagradable en extremo. Bien, Freud cree que todos nosotros, desde muy temprana edad, albergamos…, deseamos secretamente…, bueno, en su caso él cree que cuando vio a la señora Banwell con su padre, cuando la vio arrodillada ante su padre, haciéndole una…
—No tiene por qué decirlo —me interrumpió.
—Cree que usted sintió celos.
Me miró fijamente, sin expresión alguna en el semblante.
Estaba teniendo dificultades para explicarme con claridad.
—Celos directos, físicos. Lo que quiero decir es que el doctor Freud cree que cuando vio lo que Clara Banwell le estaba haciendo a su padre, usted deseó ser quien estaba…, que usted acarició la fantasía de ser la que le estaba…
—¡Cállese! —gritó. Se tapó los oídos con las manos.
—Lo siento.
—¿Cómo puede saber él eso?
Estaba aterrorizada. Ahora se llevó las manos a la boca. Registré mentalmente su reacción. Oí sus palabras. Pero traté de creer que no las había oído. Sentía ganas de decir: Debo de estar oyendo mal; por un instante me ha parecido oír que ha preguntado usted cómo lo sabía Freud.
—No se lo he dicho a nadie, nunca —susurró, enrojeciendo hasta las orejas—. A nadie. ¿Cómo es posible que lo sepa?
No podía sino mirarla fijamente, sin expresión, como instantes antes me había mirado ella.
—¡Oh, soy sucia! —clamó, y echó a correr por el parque hacia su casa.
Cuando salió del Child’s Lunch Room, después de hablar con Susie, Littlemore se dirigió a pie hacia la comisaría de la calle Cuarenta y siete, para ver si habían echado el guante a Chong Sing o a William Leon. En efecto, ambos hombres habían sido detenidos… un centenar de veces, le dijo a Littlemore el capitán Post, irritado. En las horas siguientes a las órdenes de búsqueda y captura, con sus correspondientes descripciones, de estos sujetos, habían recibido docenas de llamadas desde los cuatro puntos cardinales de la ciudad, e incluso de Nueva Jersey, llamadas de gente que creía haber visto a Chong. En el caso de Leon había sido aún peor: todo chino con traje y corbata era William Leon. Reardon era, pues, el único hombre del capitán Post que había visto realmente al escurridizo Chong Sing. El capitán lo iba enviando a aquellas comisarías que afirmaban haber detenido al señor Chong, y Reardon comprobaba que en todas ellas se había llevado a cabo una detención errónea.
—Esto no está bien. Hemos metido en el calabozo a media Chinatown y seguimos sin detenerlos a ellos. Tengo que decides a los chicos que dejen ya de detener gente. Mire. ¿Quiere probar con algunas de estas llamadas?
Post le lanzó a Littlemore el fajo del registro de llamadas en las que se afirmaba haber visto a los sospechosos que aún no habían sido comprobadas. El detective las examinó cuidadosamente, deslizando el dedo por las hojas manuscritas. Se detuvo hacia la mitad de una de las hojas, donde le llamó la atención una descripción de una línea: Canal altura río. Chino visto trabajando muelles. Se ajusta descripción sospechoso Chong Sing.
—¿Tiene un coche? —preguntó Littlemore—. Quiero echar un vistazo a éste.
—¿Por qué?
—Porque hay arcilla roja en esos muelles —respondió el detective.
Littlemore se puso al volante del único coche de policía del capitán Post, acompañado de un agente uniformado. Tomaron Canal Street y enfilaron hacia el límite oriental de la ciudad, donde se ultimaba la construcción del inmenso Puente de Manhattan sobre el East River. Littlemore se detuvo a la entrada de las obras y se quedó mirando a los operarios.
—Ahí está —dijo, señalando a un hombre—. Es él.
No era difícil identificar a Chong Sing: un chino solo, bien visible, entre una multitud de obreros blancos y negros. Empujaba una carretilla llena de bloques de hormigón ligero.
—Vaya a por él —le dijo Littlemore al agente—. Si echa a correr, lo atrapo yo.
Chong Sing no corrió. Al ver al policía uniformado, agachó la cabeza y siguió empujando la carretilla. Cuando el policía le puso la mano en el hombro, Chong se entregó sin resistirse. Otros operarios se pararon a observar la detención sin incidentes, pero ninguno intervino. Cuando el agente volvió con Chong al coche de policía, donde les esperaba el detective Littlemore, los hombres habían vuelto al trabajo como si nada hubiera sucedido.
—¿Por qué huyó ayer, señor Chong?
—No huí —dijo Chong—. Tengo que trabajar, ¿lo ve? Tengo que trabajar.
—Voy a acusarle de complicidad en un asesinato. ¿Entiende lo que eso significa? Pueden colgarle.
Littlemore hizo un gesto para ilustrar esto último.
—Yo no sé nada —dijo el chino con voz lastimera—. Leon se fue. Luego salía olor de su apartamento. Eso es todo.
—Sí, claro —dijo el detective.
Littlemore ordenó al agente que llevara al detenido a la cárcel de las Tumbas. Y se quedó en los muelles. Quería echar un vistazo sin prisa. Las piezas del rompecabezas se estaban reajustando en la cabeza de detective, y empezaban a encajar poco a poco. Littlemore sabía que iba a encontrar arcilla al pie del Puente de Manhattan, y tenía el presentimiento de que George Banwell había pisado esa arcilla.
Todo el mundo sabía que Banwell estaba construyendo las torres del Puente de Manhattan. Cuando el alcalde McClellan adjudicó el contrato a la American Steel Company de Banwell, los periódicos de Hearst habían hablado de corrupción: condenaron al alcalde por favorecer a un viejo amigo y predijeron alegremente demoras, interrupciones y costes adicionales. Lo cierto es que Banwell levantó aquellas torres no sólo sin salirse del presupuesto sino en un tiempo récord. Había supervisado personalmente las obras, lo cual le dio a Littlemore la idea.
Littlemore fue andando hacia el río, mezclándose con la masa humana de operarios. Si quería, podía mezclarse casi con cualquier tipo de individuos. Littlemore era muy bueno dando la impresión de estar a sus anchas, porque estaba a sus anchas; sobre todo porque las cosas encajaban en su sitio. Chong Sing tenía dos empleos, y los dos se los había proporcionado el señor George Banwell. ¿No era interesante?
El detective llegó al atestado muelle central justo a tiempo para el cambio de turno. Centenares de hombres sucios y con botas pululaban por el muelle, mientras otros, en una larga fila, esperaban para montar en el elevador que les bajaría al cajón. El fragor de las turbinas, un vibrante ruido mecánico, llenaba el aire con su furioso son monótono.
Si alguien le hubiera preguntado a Littlemore cómo detectaba un problema, una infelicidad en el ambiente, no habría sabido responder. Entabló conversación con un grupo de hombres y supo enseguida el mal final que había tenido Seamus Malley. El pobre Malley, le explicaron los obreros, era otra víctima del mal del cajón. Cuando abrieron la puerta del elevador, hacía un par de mañanas, lo encontraron tirado en el suelo, muerto, con hilos de sangre seca en las orejas y en la boca.
Los hombres se quejaban amargamente del cajón, al que llamaban «la caja» o «el ataúd». Algunos pensaban que estaba maldito. Casi todos tenían problemas de salud, le echaban la culpa al cajón. La mayoría decía que estaban contentos de que el trabajo estuviera casi acabado, pero los más viejos chascaban la lengua y replicaban que pronto echarían de menos aquel trabajo bajo el agua: en cuanto dejara de llegar regularmente el jornal a su bolsillo. ¿Podía llamarse «jornal» a tres dólares por doce horas de trabajo?
—Mira Malley —dijo uno—. Ni siquiera podía permitirse un techo sobre su cabeza con ese «jornal». Por eso está muerto. Lo han matado. Nos están matando a todos nosotros.
Pero otro replicó que Malley tenía un techo; tenía incluso una esposa…, y que era por eso por lo que se pasaba las noches en el cajón, allá abajo.
Littlemore vio huellas de arcilla roja por todo el muelle; se agachó para atarse los cordones de los zapatos, y cogió con disimulo algunas muestras. Preguntó si el señor Banwell iba mucho por aquel muelle. La respuesta fue afirmativa. De hecho, le dijeron, el señor Banwell bajaba al ataúd como mínimo una vez al día, a fin de ver cómo iba el trabajo. A veces le acompañaba el mismísimo McClellan, el alcalde.
El detective preguntó qué opinión les merecía trabajar para Banwell. Un infierno, le respondieron. Todos estuvieron de acuerdo en que a Banwell le tenía sin cuidado cuántos de ellos morían en el cajón, y en que lo único que le importaba era que el trabajo avanzara más rápido. Que ellos recordaran, el día anterior había sido la primera vez que Banwell había mostrado alguna preocupación por sus vidas.
—¿A qué se refieren? —preguntó Littlemore.
—Nos dijo que no nos preocupáramos por la ventana cinco.
Las «ventanas», le explicaron los obreros, eran los compartimentos utilizados para deshacerse de los escombros. Cada una tenía un número, y la ventana cinco se había obstruido. Normalmente el patrón, Banwell, habría ordenado arreglarla de inmediato, algo que todo operario del cajón odiaba, porque requería una maniobra difícil y arriesgada en la que al menos un hombre debía permanecer dentro de ella mientras ésta estaba llena de agua. Pero el día anterior, por primera vez, Banwell les dijo que no se preocuparan. Un hombre sugirió que tal vez el patrón se estaba ablandando. Pero los otros discreparon: decían que Banwell no tenía ningún interés en correr riesgos estando el puente a punto de terminarse.
Littlemore asimiló esta información. Y luego fue hasta el elevador.
El hombre que lo manejaba —un viejo arrugado y sin un pelo en la cabeza— estaba en su interior, sentado en un taburete. El detective le preguntó quién había cerrado las puertas del elevador dos noches atrás: la noche en que murió Malley.
—Yo —dijo el viejo, con aires de propietario.
—¿Estaba el elevador aquí arriba cuando lo cerró con llave esa noche? ¿O estaba abajo?
—Aquí arriba, por supuesto. No es usted muy despierto, ¿eh, joven? ¿Cómo iba a estar mi montacargas allá abajo si yo estaba aquí arriba?
Una buena pregunta. El elevador se manejaba manualmente. Sólo un hombre en su interior podía hacer que ascendiera o descendiera. De ahí que, cuando el encargado del elevador terminaba su jornada nocturna, éste quedaba necesariamente arriba, en el muelle. Pero si el viejo a cargo del elevador le había formulado a Littlemore una buena pregunta, Littlemore le contestó con una pregunta mejor.
—¿Cómo llegó él hasta aquí arriba, entonces?
—¿Qué?
—El muerto —dijo Littlemore—. Malley. ¿Estuvo abajo el martes por la noche, cuando todo el mundo estaba arriba?
—Eso es —dijo el viejo, sacudiendo la cabeza—. Maldito idiota. No era la primera vez. Le dije que no debía hacerlo. Se lo dije.
—¿Y lo encontraron aquí arriba, en su montacargas, a la mañana siguiente?
—Eso es. Y bien muerto. Aún puede verse la sangre. Llevo ya dos días intentando limpiarla, y no se va. Con jabón, con sosa, y nada. ¿Lo ve?
—Bien, entonces ¿cómo subió hasta aquí arriba? —volvió a preguntar el detective.