XVII

La exquisita Clara Banwell, ataviada con un vestido verde a juego con sus ojos, estaba desvistiendo a la igualmente exquisita, aunque casi desesperada Nora Acton, tranquilizándola, confortándola, infundiéndole confianza. Al llegar a la casa poco después de que se hubiera ido el detective Littlemore, Clara había despedido airosamente a todo el mundo de la alcoba de Nora, tanto a familiares como a policías. Cuando Nora estuvo desnuda, Clara le preparó un baño de agua fría y la ayudó a meterse en la bañera. Nora, sollozando, le rogó a Clara que le dejara hablar: le habían sucedido tantas cosas horribles.

Clara puso dos dedos en los labios de Nora.

—Calla —dijo—. No hables, cariño. Cierra los ojos.

Nora obedeció. Clara bañó a la joven con cuidado, le lavó el pelo, le limpió con delicadeza las heridas, aún no curadas del todo, con un suave paño mojado.

—No me creen —dijo Nora, conteniendo las lágrimas.

—Lo sé. No te preocupes.

Clara trataba de consolar a la atribulada chiquilla. Pidió a la señora Biggs, que vagaba en vilo por el pasillo, que trajera la pomada que había dejado el doctor Higginson.

—¿Clara?

—Sí.

—¿Por qué no has venido antes?

—Chsss… —le respondió Clara, refrescándole la frente—. Ya estoy aquí…

Luego, vacía ya la bañera, Nora siguió en ella un rato con el torso cubierto por una toalla blanca y los ojos cerrados.

—¿Qué me estás haciendo, Clara? —preguntó.

—Rasurándote. Tenemos que hacerlo, para poder limpiar esa horrible quemadura. Además estará mucho más bonito así. —Clara le cogió la mano y se la llevó sobre los centímetros más íntimos—. Aquí —dijo—. Apriétate aquí, cariño. —Clara colocó su mano fuerte encima de la de su joven amiga, y la mantuvo así, con firmeza, haciendo presión hacia abajo y cambiando de posición de cuando en cuando para permitirle seguir haciendo su trabajo—. Nora, George ha estado conmigo toda la noche. La policía me ha preguntado, y he tenido que decírselo. Ahora debes decírselo tú también. Porque si no van a encerrarte. Ya están haciendo gestiones para internarte en un sanatorio.

—No me importaría ir a un sanatorio —dijo Nora.

—No seas boba. ¿No te gustaría más venir conmigo al campo? Eso es lo que vamos a hacer, cariño. Tú y yo, las dos, solas, como nos gusta. Allí podremos hablar con libertad de todo eso.

Clara terminó de dar los últimos toques al rasurado. Y le aplicó a Nora en la quemadura la pomada que había dejado el doctor Higginson.

—Pero debes decirles eso.

—¿Qué debo decirles?

—Bueno, que te lo hiciste todo tú misma. Que estabas furiosa contra todos nosotros: George, tu madre y tu padre. Incluso contra mí. Intentabas desquitarte de todos nosotros.

—No, yo nunca podría estar furiosa contra ti.

—Oh, cariño, ni yo contra ti. —Clara fijó su atención en las dos heridas que tenía en los muslos. Les aplicó la pomada del doctor Higginson moviendo con suavidad los dedos en círculos—. Pero debes decírselo ahora mismo. Diles lo mucho que sientes todo este lío. Te sentirás mucho mejor. Y luego puedes venirte conmigo todo el tiempo que quieras.

Ni siquiera el coroner, hombre de temperamento voluble, pasaba casi nunca de la exaltación al abatimiento con tanta rapidez como cuando escuchó de labios del detective Littlemore el informe de los hechos de horas antes en el domicilio de los Acton.

Littlemore había tratado de que el coroner se interesase por Elsie Sigel, pero Hugel desechó el tema de forma concluyente. El coroner Hugel había oído lo del revuelo en casa de los Acton por casualidad, a través de los recaderos del alcalde que fueron a buscar a Littlemore. Y de ahí su ira: ¿por qué no se le había informado a él de todo aquello y sí a Littlemore? Luego, al oír el relato de Nora, Hugel dejó escapar varios «¡jajá!» y «¡ya lo tenemos!» y «ya se lo dije, ¿o no?». Finalmente, al enterarse del descubrimiento de la barra de labios, los cigarrillos y el látigo, volvió a dejarse caer en la silla.

—Se acabó —dijo, con voz queda. La cara se le empezaba a oscurecer—. Hay que internar a esa joven.

—No, espere un momento, señor Hugel. Escuche esto.

Littlemore le contó el descubrimiento del alfiler de corbata.

Hugel apenas acusó la nueva.

—Demasiado poco. Demasiado tarde —dijo con amargura. Soltó un gruñido de disgusto—. Había creído todo lo que había contado antes. Esa joven debe ser internada, ¿me ha oído?

—Cree que está loca…

El coroner aspiró profundamente.

—Le felicito, detective, por su lógica afilada como una hoja. El caso Riverford-Acton está cerrado. Informe al alcalde. Yo no voy a hablar con él.

El detective parpadeó, sin comprender.

—No puede cerrar el caso, señor Hugel.

—No existe tal caso —dijo el coroner—. No puedo llevar adelante una investigación de asesinato sin cuerpo del delito. ¿Comprende? No hay asesinato sin cadáver. Y no puedo llevar adelante una investigación por agresión sin agresión. ¿O tendremos que procesar a la señorita Acton por agresión contra su propia persona?

—Un momento, señor Hugel. No se lo he contado. ¿Se acuerda del hombre de pelo negro? Descubrí adónde fue. Primero fue al Hotel Manhattan, ¿qué le parece? Y luego a un burdel de la calle Cuarenta. Así que voy yo mismo a ese burdel, y la madama me da un soplo que me conduce a Harry Thaw, que…

—¿De qué diablos me está usted hablando, detective?

—De Harry Thaw, el tipo que mató a Stanford White.

—Sé quién es Harry Thaw —dijo el coroner, con considerable dominio de sí mismo.

—No va a creerme, señor Hugel, pero si el chino no es el asesino, creo que nuestro hombre puede ser Harry Thaw.

—Harry Thaw…

—¿Se libró, recuerda? Se fue de rositas —dijo Littlemore—. Bien, pues en su juicio hubo un affidávit de su mujer, y…

—¿Va usted a meter a Harry Houdini también en esto?

—¿Houdini? Houdini es ese artista del escapismo, señor Hugel.

—Sé quién es Houdini —dijo el coroner Hugel en voz muy baja.

—¿Por qué dice que estoy metiendo a Houdini en esto? —preguntó Littlemore.

—Porque Harry Thaw está en una celda con mil candados, detective. No se fue de rositas. Está encerrado en el manicomio penitenciario Matteawan.

—¿De veras? Pensaba que estaba libre. Pero entonces… Entonces no puede ser él…

—No.

—No lo entiendo. Esa mujer del burdel adonde fue el hombre del pelo negro…

¡Olvídese del hombre del pelo negro! —estalló el coroner—. Nadie escucha nada de lo que digo. Escribo un informe, y nadie lo lee. Decido una detención, y se hace caso omiso. Doy por cerrado el caso.

—Pero los hilos… —respondió Littlemore—. Los pelos. Las heridas. Usted lo dijo, señor Hugel. Lo dijo usted mismo.

—¿Qué es lo que dije?

—Dijo que el tipo que mató a la señorita Riverford agredió también a la señorita Acton. Dijo que había pruebas. Eso significa que la señorita Acton no se lo ha inventado todo. Que hubo una agresión, señor Hugel. Que tenemos un caso. Alguien agredió a esa chica el lunes.

—Lo que dije, detective, es que todos los indicios físicos apuntaban a que el agresor era la misma persona en los dos casos, no que hubiera pruebas. Lea mi informe.

—¿No pensará que la señorita Acton…? ¿No creerá que se ha dado ella misma esos latigazos?

El coroner miraba hacia el frente con sus ojos taciturnos, faltos de sueño.

—Repugnante —dijo.

—¿Y qué me dice del alfiler de corbata? Dijo que el alfiler de corbata tenía las iniciales del señor Banwell. Es exactamente lo que usted andaba buscando, señor Hugel.

—Littlemore, ¿es usted sordo? Ya oyó a Riviere. La marca en el cuello de Elizabeth Riverford no era GB. Me equivoqué —rio entre dientes Hugel, furioso—. No he hecho más que equivocarme.

—¿Qué hacía eso allí, entonces? El alfiler de corbata en el árbol, quiero decir.

—¿Cómo voy a saberlo? —aulló Hugel—. ¿Por qué no se lo pregunta a ella? No tenemos nada. Nada. Sólo a esa chica del demonio. Ningún jurado del país la creería ahora. Seguramente puso ella misma ese alfiler en el árbol. Es…, es una psicópata. Hay que encerrarla.

Sándor Ferenczi retrocedió hacia la puerta de la habitación de Jung deshaciéndose en sonrisas y asentimientos de cabeza, como se retiraría de la presencia real un cortesano. Acababa de comunicarle, con cierto temor, que Freud quería verle a solas.

—Dígale que pasaré a verle dentro de diez minutos —le había respondido Jung—. Con sumo placer.

Ferenczi esperaba encontrarse al implacable suizo gravemente ofendido, y no al Jung en calma que le había recibido. Ferenczi tendría que informar a Freud de que el cambio de talante de Jung le había parecido inquietante. Más aún, tendría que contarle lo que Jung estaba haciendo.

En el suelo de la habitación de Jung había centenares de guijarros Y piedrecitas, así como gran cantidad de ramitas y hierbas. Ferenczi no tenía la menor idea de dónde procedía todo aquello; seguramente de algún solar en obras, algo que podía encontrarse por doquiera, en Nueva York. El propio Jung estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, jugando con guijarros y ramitas. Había empujado todos los muebles —sillones, lámparas, mesa— hacia un lado para despejar la habitación y habilitar un amplio espacio en el centro. En tal espacio había levantado un pueblo de piedras, con docenas de diminutas casas que rodeaban un castillo. Cada casa tenía su propio terreno de hierba detrás de ella: quizá una huerta o un jardín trasero. En el centro del castillo, Jung estaba tratando de plantar una ramita en horquilla con dos largos tallos de hierba atados a ambos extremos, pero no conseguía que las hierbas se mantuvieran derechas hacia lo alto. Por eso, adivinaba Ferenczi, necesitaba otros diez minutos. Y suponiendo, añadió para sus adentros, que el retraso anunciado no tuviera nada que ver con el revólver que había visto en la mesilla de noche de Jung.

Sin duda es imposible que una casa exhiba una expresión en su fachada, pero al acercarme a la casa de piedra caliza de los Acton, en Gramercy Park, a última hora de la mañana del jueves, habría jurado que eso era exactamente lo que aquella casa estaba haciendo. Antes de que nadie me abriera la puerta yo ya sabía que algo había pasado en su interior.

La señora Biggs me hizo pasar. Su locuacidad habitual se había esfumado. La mujer, literalmente, se retorcía las manos. En un angustiado susurro, me dijo que todo era culpa suya. Estaba arreglando la casa, dijo. Y añadió que de haberlo sabido jamás se lo habría enseñado a nadie.

Poco a poco fue calmándose, y me enteré de los terribles sucesos de la noche pasada, incluido el descubrimiento del cigarrillo revelador. Menos mal, dijo luego la señora Biggs con alivio, que la señora Banwell estaba ahora arriba. Era obvio que la anciana sirviente consideraba a Clara Banwell más capaz de controlar las cosas que los propios padres de la joven. La señora Biggs me dejó en el salón. Un cuarto de hora después, entró en él Clara Banwell.

Estaba vestida para irse. La señora Banwell llevaba un sombrero sencillo con un velo transparente, y un parasol cerrado que a juzgar por su mango iridiscente debía de ser muy caro.

—Disculpe, doctor Younger —dijo—, no quiero retrasar su entrevista con Nora, pero ¿podría hablar un momento con usted antes de irme?

—Por supuesto, señora Banwell.

Mientras se quitaba el sombrero y el velo, no pude evitar advertir la largura y espesor de sus pestañas, tras las que centelleaban unos ojos llenos de inteligencia. No era una de esas dríadas que nos cuenta Edith Wharton, «sometidas a las convenciones de los salones». Antes bien, las convenciones la hacían brillar. Era como si todas nuestras modas las hubiéramos escogido para que pudiera lucirse aquel cuerpo, aquella piel de marfil, aquellos ojos verdes. No logré leer nada en su expresión; se las arreglaba para parecer a un tiempo orgullosa y vulnerable.

—Ahora sé lo que le ha contado Nora —continuó—. Sobre mí. Anoche no lo sabía.

—Lo siento —respondí—. Son los gajes nada envidiables de ser médico.

—¿Da por sentado que lo que sus pacientes le cuentan es verdad?

No dije nada.

—Bien, en este caso es verdad —dijo—. Nora me vio con su padre, como le ha contado. Pero, puesto que ya sabe todo eso, quiero que sepa el resto. No lo hice sin el conocimiento de mi marido.

—Le aseguro, señora Banwell…

—Por favor, no. Usted cree que estoy tratando de justificarme. —Cogió una fotografía de la repisa de la chimenea: era de Nora, con trece o catorce años—. Yo ya estoy más allá de justificaciones y demás, doctor. Lo que quiero contarle es por el bien de Nora, no por el mío. Recuerdo cuando se mudaron a esta casa. George la reconstruyó para ellos. Nora era increíblemente atractiva, ya entonces. Con sólo catorce años. Al verla sentías que por una vez las diosas habían dejado a un lado sus diferencias y la habían creado entre todas como un presente para Zeus. Yo no tengo hijos, doctor.

—Entiendo.

—¿De veras? No tengo hijos porque mi marido no me permitiría quedarme embarazada. Dice que estropearía mi figura. Nosotros nunca hemos tenido…, bueno, relaciones sexuales normales, mi marido y yo. Ni una sola vez. Él no se lo permitiría.

—Tal vez sea impotente.

—¿George? —El solo pensamiento pareció divertirla.

—Es difícil de creer que un hombre se reprima voluntariamente, dadas las circunstancias.

—Debo entender que es un cumplido, doctor. Bien, George no se reprime. Me hace gratificarle de…, de otro modo. Para el coito normal, recurre a otras mujeres. Mi marido desea a muchas de las mujeres jóvenes que conoce y las consigue. Deseaba a Nora. Y resultó que el padre de Nora me deseaba a mí. George vio la oportunidad, por tanto, de conseguir lo que deseaba. Me obligó a seducir a Harcourt Acton. Por supuesto no me estaba permitido hacer con Harcourt lo que tenía prohibido con mi propio marido. De ahí lo que vio Nora.

—Su marido creía que podía hacer que Acton prostituyera a su hija.

—A Harcourt no se le pedía que entregara él mismo a Nora. Lo único que necesitaba mi marido era que Harcourt sintiera que su felicidad dependía tanto de mí que sería reacio, profundamente reacio, a cualquier roce entre las dos familias. Así que, cuando llegó el momento, lo que hizo fue mirar para otro lado.

Entendí. En cuanto la señora Banwell inició su relación con el señor Acton, George Banwell hizo su primer acercamiento a Nora. Su estrategia, parece obvio, funcionó. Cuando Nora se quejó a su padre y le rogó que rompiera con Banwell, el señor Acton hizo que no la creía y la reprendió, como si su hija, según me contó Nora, hubiera hecho algo malo. Y lo había hecho, en efecto: había puesto en peligro su precioso arreglo con la señora Banwell.

—Hágase una idea de lo que tiene que ser —añadió Clara Banwell— para un hombre como Harcourt Acton que se le ofreciera aquello que tan sólo había acariciado en sueños…, o más bien lo que jamás se había atrevido ni a soñar. Tengo casi la certeza de que Acton habría hecho cualquier cosa que yo le hubiera pedido.

Sentí una presión peculiar justo debajo del esternón.

—¿Obtuvo su marido lo que perseguía?

—¿Lo pregunta por razones profesionales, doctor?

—Por supuesto.

—Por supuesto. La respuesta, creo, es no. Aún no, al menos. —Dejó la fotografía de Nora en la repisa de la chimenea, junto a una fotografía de sus padres—. En cualquier caso, doctor, Nora es consciente de que soy… infeliz en mi matrimonio. Y creo que ahora está tratando de rescatarme.

—¿Cómo?

—Nora tiene mucha imaginación. No debe olvidarlo: aunque a sus ojos de hombre Nora parezca cabalmente una mujer, una presa lista para ser poseída, sigue siendo una niña. Una niña a quien sus padres jamás han entendido lo más mínimo. Como hija única, Nora ha vivido casi toda su vida en un universo propio.

—Ha dicho que estaba tratando de rescatarla a usted, ¿cómo?

—Tal vez crea que puede causarle la ruina a George diciéndole a la policía que la ha agredido. Tal vez crea que es cierto que lo ha hecho. Posiblemente hemos abrumado a la pobre criatura, y esté teniendo ese delirio.

—Tal vez su marido la haya agredido de verdad.

—No diré que George sea incapaz de hacer eso. Muy al contrario. Mi marido es capaz de casi todo. Pero en este caso, da la casualidad de que George vino a casa anoche justo después de que yo volviera de la cena. A las once y media. Nora dice que no se fue a su habitación hasta las doce menos cuarto.

—Su marido pudo haber salido de casa durante la noche, señora Banwell.

—Sí, lo sé. Podría haberlo hecho cualquier otra noche, pero no anoche. Estuvo demasiado ocupado, ya ve, haciendo sexo a su manera conmigo. Durante toda la noche. —Sonrió: una sonrisa pequeña, irónica, perfecta, y se frotó inconscientemente una de las muñecas. Sus largas mangas le tapaban las muñecas, pero vio que yo las estaba mirando. Aspiró hondo y dijo—: Será mejor que lo vea.

Se acercó a mí, tanto que vi de muy cerca los brillantes que centelleaban en los lóbulos de sus orejas, y me envolvió la fragancia de su pelo. Se remangó un poco y dejó al descubierto una excoriación reciente en cada muñeca. Yo había oído que había hombres que maniataban a mujeres por placer. No estaba seguro de que George Banwell le hubiera hecho precisamente eso a su mujer la noche pasada, pero sin duda fue ésa la imagen que me vino a la cabeza.

Clara rio sin ruido. Un tenue sonido irónico, no amargo.

—Soy una perdida, doctor, y al mismo tiempo una mujer virgen. ¿Ha oído semejante cosa alguna vez?

—Señora Banwell, no soy abogado, pero creo que tiene usted más que sobradas razones para pedir el divorcio de su marido. Incluso puede que no esté siquiera casada con él, ya que el matrimonio no ha llegado a consumarse.

—¿Divorciarme? No conoce a George. Antes me mata que dejar que me vaya. —Volvió a sonreír. No pude evitar imaginar qué se sentiría al besarla—. ¿Y quién iba a quererme a mí, doctor, en caso de que lograra ser libre? ¿Qué hombre iba a tocarme, sabiendo lo que he hecho?

—Cualquier hombre —dije.

—Es muy amable al decir eso, pero está mintiendo. —Me miró a la cara—. Está mintiendo cruelmente. Si quisiera podría tocarme ahora mismo. Pero jamás lo haría.

Miré aquellas facciones sin tacha, fatalmente adorables.

—No, señora Banwell, jamás lo haría. Pero no por las razones que usted dice —dije.

Y en ese preciso instante apareció Nora en la puerta de la sala.

La zancada del detective Littlemore, al salir de su entrevista con el coroner Hugel, había perdido su vivacidad acostumbrada. La nueva de que Harry Thaw seguía internado en un hospital penitenciario para enfermos mentales había sido un verdadero jarro de agua fría. Desde que leyó la transcripción sobre Thaw, Littlemore había pensado que el caso podía alcanzar dimensiones mayores de lo que nadie imaginaba, Y que quizá él se encontrara en el umbral de su resolución. Y ahora ni siquiera sabía si existía tal caso.

El detective se había formado una opinión muy alta del coroner Hugel, pese a sus estallidos y sus rarezas. Littlemore estaba seguro de que Hugel era capaz de resolver el caso. La policía, pensaba, no debía abandonar tan fácilmente. Y menos el coroner Hugel. Era demasiado inteligente.

Littlemore creía en la eficacia de la policía. Llevaba ocho años en el cuerpo, desde el día en que mintió para entrar como agente de ronda subalterno. Era el primer trabajo de verdad que había tenido en la vida, y se aferró a él con todas sus fuerzas. En los primeros tiempos, le encantaba vivir en las barracas policiales. Le encantaba comer con los otros policías, escuchar las historias que contaban. Sabía que había algunas manzanas podridas, pero pensaba que eran la excepción. Si alguien le dijera, por ejemplo, que su héroe el sargento Becker extorsionaba a los burdeles y casinos de Tenderloin a cambio de protección, pensaría que le estaba tomando el pelo. Si alguien le dijera que el nuevo jefe de policía estaba también en el ajo, le respondería que estaba loco. En suma, el detective Littlemore admiraba a sus superiores en el cuerpo, y Hugel le había dejado tirado.

Pero Littlemore nunca se revolvía contra quien le hubiera decepcionado. Su reacción era precisamente la contraria. Lo que quería era que el coroner volviera al redil. Necesitaba encontrar algo que lo convenciera de que el caso debía seguir abierto. Hugel había tenido desde el principio la convicción de que Banwell era el culpable, y quizá tuviera razón.

Y sin duda Littlemore creía en el alcalde McClellan aún más que en el coroner Hugel, y el alcalde había proporcionado a Banwell una sólida coartada para la noche del asesinato de Elizabeth Riverford. Pero Banwell tal vez tenía un cómplice, tal vez un cómplice chino. ¿No había contratado el propio Banwell a Chong Sing para que trabajara en la lavandería del Balmoral? Y ahora resultaba que el asesino de la señorita Riverford podía no ser el agresor de la señorita Acton: eso es lo que el coroner Hugel acababa de decirle. Así que quizá el cómplice de Banwell había matado a Elizabeth Riverford y Banwell había agredido a la señorita Acton. Basándose en esta teoría, Littlemore pensó que Hugel seguía equivocándose. Pero el detective, por alta que fuera la estima que le merecieran las facultades del señor Hugel, no lo consideraba infalible. E imaginaba que, si tenía razón en lo fundamental, al coroner no le importaría equivocarse en el detalle.

Así pues, Littlemore recuperó el brío en la zancada, y se aprestó al trabajo que tenía que hacer. Primero fue calle arriba hacia la jefatura de policía, donde encontró a Louis Riviere en el cuarto oscuro del sótano. Littlemore le preguntó si le podía hacer un negativo de la fotografía de la marca en el cuello de Elizabeth Riverford. El francés le respondió que volviera a recogerla al final de la jornada.

—¿Y podría ampliármela también, Louie? —le preguntó Littlemore.

—¿Por qué no? —le respondió Riviere—. La luz es buena. Luego el detective se dirigió hacia el norte: tomó el metro hasta la calle Cuarenta y dos, y de allí caminó hasta la casa de Susie Merrill. Llamó, y nadie respondió, así que se apostó en una esquina de la manzana, en la otra acera. Una hora después vio salir de la casa a la robusta Susie, con otro de sus enormes sombreros, éste coronado por un abigarrado conjunto floral. Littlemore la siguió hasta un Child’s Lunch Room de Broadway, donde la mujer tomó asiento sola en uno de los reservados. Littlemore esperó a que la sirvieran, para ver si alguien se reunía con ella. Cuando la señora Merrill atacaba su plato de carne con verduras, Littlemore se deslizó hasta el asiento de enfrente.

—Hola, Susie —dijo—. Lo encontré. Lo que quería que encontrara.

—¿Qué está haciendo aquí? Váyase. Le dije que me mantuviera fuera del asunto.

—No, no me lo dijo.

—Bien, se lo digo ahora —dijo Susie—. ¿Quiere que nos maten a los dos?

—¿Quién, Susie? Thaw está encerrado en un manicomio del norte del estado.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Supongo que no podrá ser él quien le mate, entonces —dijo Susie.

—Supongo que no.

—Entonces no hay nada más que hablar, ¿no?

—No me oculte información, Susie.

—Si quiere que le maten, allá usted; pero a mí déjeme al margen. —La señora Merrill se levantó, dejó treinta centavos en la mesa: cinco centavos por el café, veinte por la carne con verduras y cinco de propina para la camarera—. Tengo un bebé en casa —añadió para termina…

Littlemore le agarró un brazo.

—Piénselo bien, Susie. Quiero respuestas, y voy a volver por ellas.