XVI

Tendré que actuar como si no la amara, como si no sintiera nada por ella. Eso me decía a mí mismo mientras me afeitaba el jueves por la mañana. A las diez y media debía llamar a la puerta de los Acton para seguir con el psicoanálisis de Nora. Sabía que podía poseerla. Pero sería una explotación, una manipulación; sería aprovecharme de su vulnerabilidad terapéutica, y una violación del juramento hipocrático que hice al convertirme en médico.

Es imposible describir las ideas que me vienen a la mente cuando imagino a esta mujer, y la imagino casi a cada instante de vigilia. Bien, no es imposible, pero tampoco aconsejable. Lo que literalmente no puedo describir es el vacío que siento en los pulmones cuando no estoy en su presencia. Es como si muriera de deseo de ella.

Ser o no ser, he ahí la cuestión:

¿qué es más noble para el espíritu,

padecer los sinsabores de la cruel fortuna

o alzarse en armas contra un mar de adversidades,

y, al combatirlas, darles término? Morir…

En otras palabras, ser no es sino sufrir el propio destino, no hacer nada y así vivir, mientras que no ser es actuar, alzarse en armas y morir… Porque actuar significa morir, Hamlet dice que sabe por qué no ha actuado: el miedo a la muerte, concluye el soliloquio, o a algo de después de la muerte, le ha hecho un cobarde y ha confundido su voluntad.

Así que para Hamlet, ser es la estasis, el padecimiento, la cobardía, la inacción, mientras que no ser es lo vinculado al valor, a la iniciativa, a la acción. O así es como siempre ha entendido todo el mundo este parlamento. Pero yo me sigo preguntando. Sí, al final, cuando por fin Hamlet actúe contra su tío, morirá. Quizá sabe que ése es su destino. Pero ser no puede equipararse a la inacción. La vida y la acción son demasiado la misma cosa. Ser no puede significar no hacer nada. Hamlet se queda paralizado porque, para él, actuar ha sido equiparado en cierto modo a no ser, y esta falsa identificación, esta equivalencia espuria, no ha sido nunca entendida cabalmente.

Pero, merced a Freud, no puedo ya pensar en Hamlet sin pensar en Edipo, y me temo que algo similar ha empezado a sucederme también con mis sentimientos por la señorita Acton. Si Freud tiene razón y la señorita Acton desea sodomizar a su propio padre, creo que no podría soportarlo. Lo sé: es totalmente irracional por mi parte. Si Freud tiene razón, todo el mundo tiene esos deseos. Nadie puede evitarlo, y nadie debería ser denostado por ello. Sin embargo, en el momento en que contemplo esa posibilidad en la señorita Acton, pierdo mi capacidad para amarla. Pierdo por completo mi voluntad de amor: ¿cómo vamos a merecer ser amados los seres humanos llevando como llevamos dentro esos deseos repugnantes?

En casa de los Acton, la mañana del jueves comenzó con un auténtico alboroto. Nora despertó al alba, se levantó vacilante y se tambaleó hasta la puerta, la abrió y se desplomó sobre el señor Biggs, que dormía en su silla justo enfrente de la alcoba. La noticia corrió como la pólvora, y saltó la alarma: la señorita Acton había sido agredida durante la noche.

Los dos policías que custodiaban la casa en el exterior subieron atropelladamente las escaleras, y acto seguido las bajaron, y fueron de un lado para otro como posesos, con escasos o nulos resultados. Se llamó de nuevo con urgencia al doctor Higginson. El anciano y bienintencionado médico, visiblemente afectado por la nueva agresión padecida por Nora, y abochornado por el lugar de la quemadura, le dio a la joven un ungüento que ella debía aplicarse a medida que fuera necesitándolo. Luego se marchó, sacudiendo la cabeza, y asegurando a la familia que Nora no había sufrido más daños. Se presentaron más policías en la casa. El detective Littlemore, que se había quedado dormido sobre su mesa la noche pasada, llegó a las ocho de la mañana.

Littlemore encontró a Nora y a sus consternados padres en el dormitorio de la joven. Agentes uniformados examinaban el suelo alfombrado y las ventanas. Littlemore le tendió su equipo de detección a uno de ellos y le dio instrucciones para que comprobase si había huellas dactilares en el pomo de la puerta, en los postes de la cama o en el alféizar de la ventana. Nora, inmóvil centro de atención en todo aquel maremágnum, estaba sentada en una esquina de la cama, aún en camisón, con el pelo alborotado y los ojos atónitos y estupefactos, y prestaba declaración una y otra vez.

Había sido George Banwell, afirmaba invariablemente. Había sido George Banwell, con un cigarrillo y una navaja, en mitad de la noche. ¿Es que nadie iba a detener a George Banwell? La pregunta dio lugar a abrumadas protestas por parte del señor y la señora Acton. No podía haber sido George, repetían. Era imposible. ¿Cómo podía Nora estar absolutamente segura de ello si la agresión había tenido lugar en plena noche?

Littlemore se enfrentaba a un problema. Deseaba tener algo más en contra de Banwell que el testimonio de la joven. Después de todo, la memoria de la señorita Acton no era lo que podía decirse muy fiable. Y, peor aún, hasta ella admitía que ni siquiera pudo ver al hombre que la había atacado aquella noche en su alcoba. Estaba demasiado oscura. Lo que dijo, y a Littlemore le habría gustado que no lo hubiera expresado de ese modo, fue que «estaba segura» de que había sido Banwell. Si Littlemore detenía a Banwell, al alcalde no le haría mucha gracia. Al señor McClellan tampoco le gustaría lo más mínimo que Banwell fuera siquiera interrogado.

Así pues, el detective pensó que lo mejor sería esperar a ver cuáles eran las órdenes del alcalde.

—Con su permiso, señorita Acton —dijo—, ¿podría hacerle una pregunta?

—Adelante —dijo ella.

—¿Conoce usted a William Leon?

—¿Cómo dice?

—William Leon —dijo Littlemore—. Es chino. Conocido también como Leon King.

—No conozco a ningún chino, detective.

—Quizá esto le refresque la memoria, señorita —dijo el detective.

Se metió la mano en el bolsillo del chaleco, sacó una fotografía y se la tendió a la joven. Era la instantánea que había cogido del apartamento de Leon, en la que se veía a éste con dos jóvenes. Una de ellas era Nora Acton.

—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó la joven.

—Si pudiera usted decirme quién es, señorita —dijo Littlemore—. Es muy importante. Puede ser un hombre peligroso.

—No lo sé. Nunca lo he sabido. Insistió en sacarse esta foto con Clara y conmigo.

—¿Clara?

—Clara Banwell —dijo Nora—. Es la que está a su lado. Él era uno de los chinos de Elsie Sigel.

Ambos nombres le resultaron enormemente interesantes al detective Littlemore. A menos que William Leon tuviera debilidad por las Elsies y conociera a varias, acababa de identificar no sólo a la otra mujer de la fotografía, sino asimismo a la autora de las cartas que había encontrado en el baúl; y, muy posiblemente, la chica que estaba dentro del baúl, junto al manojo de cartas.

—Elsie Sigel —repitió Littlemore—. ¿Puede usted hablarme de ella, señorita? ¿Es una chica judía?

—No, santo Dios, no —dijo Nora—. Elsie hacía una labor misionera. Habrá oído hablar de los Sigel. Su abuelo era muy famoso. Hay una estatua de él en Riverside Park.

Littlemore silbó para sus adentros. El general Franz Sigel era famoso de verdad, un héroe de la guerra de Secesión que llegó a ser un político muy popular en la ciudad de Nueva York. A su funeral, en 1902, asistieron más de diez mil neoyorquinos que quisieron rendir un último homenaje a aquel anciano, de cuerpo presente en uniforme de gala. Se suponía que las nietas de los generales de la guerra de Secesión no escribían cartas de amor a directores de restaurantes chinos de Chinatown. Que no escribían cartas a hombres chinos de ninguna clase. Littlemore preguntó cómo había conocido la señorita Sigel a William Leon.

Nora le contó lo poco que sabía. La primavera anterior, Clara y ella se habían ofrecido para colaborar en una de las asociaciones de caridad del señor Riis. Habían visitado casas de vecinos de todo el Lower East Side, prestándose a ayudar en lo que pudieran. Un domingo, en Chinatown, se habían encontrado con Elsie Sigel, que estaba dando una clase de Sagradas Escrituras. Uno de los alumnos tenía una cámara. Nora se acordaba bien, porque era muy diferente de los demás: mucho mejor vestido, de inglés mucho más cultivado. Nora nunca supo su nombre, pero Elsie parecía conocerlo bien. Fue su aparente amistad con Elsie lo que les llevó a Clara y a ella a acceder a sus persistentes ruegos para que se hicieran una fotografía juntos.

—¿Sabe dónde vive Elsie Sigel, señorita Acton? —preguntó Littlemore.

—No, pero dudo que vaya a encontrarla en casa, detective —dijo Nora—. Elsie se escapó con un joven en julio. A Washington. Lo sabe todo el mundo.

Littlemore asintió con la cabeza. Dio las gracias a Nora, y luego le preguntó al señor Acton si había algún teléfono que él pudiera utilizar. Cuando consiguió comunicar con la jefatura de policía, dejó instrucciones para que localizaran a los padres de una tal Elsie Sigel, nieta del general Franz Sigel. Si los Sigel confirmaban que no habían visto a su hija desde julio, debían llevarlos al depósito de cadáveres.

Cuando Littlemore volvió al dormitorio de Nora, ya no quedaban en él más que la joven y la señora Biggs, su anciana sirviente. Se iba en ese momento el último agente de policía, que informó a Littlemore de que no había encontrado ninguna huella ni en los postes de la cama ni en los alféizares. En cuanto a los pomos, había entrado y salido de la alcoba de la joven demasiada gente. La señora Biggs trataba de restaurar el orden en el caos dejado por los policías. Nora seguía tal como la había dejado Littlemore, que ahora examinaba el dormitorio.

—Señorita Acton —dijo al cabo—, ¿cómo cree que entró aquí ese hombre anoche?

—Bueno…, supongo que ha debido de… No lo sé.

Era, se dijo Littlemore, un verdadero enigma. En la casa de los Acton sólo había dos puertas: la principal y la trasera. Ambas habían sido custodiadas durante toda la noche por sendos y fornidos policías, que juraron que nadie había pasado por delante de ellos. El viejo señor Biggs se había dormido enseguida, es cierto, pero había pegado la silla a la puerta de su joven señora, por eso Nora se había desplomado sobre él al abrir la puerta por la mañana. Habría sido muy difícil que alguien hubiera logrado pasar la barrera del criado sin despertarlo.

¿Era posible que el intruso hubiera escalado el muro hasta su ventana? El dormitorio de Nora estaba en la primera planta. No parecía probable que el hombre hubiera podido hacerlo; y, dado que además la alcoba daba al parque, cualquiera que hubiera acometido tal arriesgada empresa se habría expuesto a la vista del policía apostado ante la puerta principal. ¿Podría haberse deslizado desde el tejado? Tal vez. Al tejado se podía acceder desde los tejados de los edificios colindantes. Pero los vecinos juraron que ningún extraño había entrado en sus casas la noche anterior. Al detective Littlemore, además, se le antojaba bastante improbable que un hombre corpulento hubiera podido deslizarse a través de la ventana de la señorita Acton.

Fue mientras Littlemore inspeccionaba esas ventanas cuando en el relato de Nora Acton empezaron a aparecer algunos puntos flacos. El primero fue el descubrimiento por parte de la señora Biggs de un cigarrillo apagado en la papelera de la señorita Acton, una colilla con restos de lápiz de labios. La señora Biggs pareció muy sorprendida. Y Littlemore también.

—¿Es suyo esto, señorita? —le preguntó éste a la joven.

—Por supuesto que no —dijo Nora—. No fumo. Ni siquiera tengo barra de labios.

—¿Y qué es lo que hay en sus labios ahora? —preguntó Littlemore.

Nora se llevó las manos a la boca. Y entonces recordó que había visto cómo Banwell le pintaba los labios. Lo había olvidado por completo. El episodio entero era tan borroso, tan extrañamente nebuloso en su cabeza… Le contó al detective lo que le había hecho Banwell. Añadió que sin duda había puesto también lápiz de labios en la boquilla del cigarrillo, y lo había dejado en la papelera antes de marcharse. Pero no mencionó el rasgo más extraño de su recuerdo del incidente: que había visto a Banwell desde arriba, y no desde abajo. Y siguió insistiendo en que no tenía ningún producto de maquillaje.

—¿Le importa que eche un vistazo a su cuarto, señorita Acton? —preguntó Littlemore.

—Sus hombres lo han inspeccionado durante más de una hora, detective —le respondió la joven.

—¿Le importa si lo hago, señorita?

—Hágalo.

Ninguno de los agentes había examinado hasta entonces los efectos personales de la señorita Acton. Littlemore lo hizo ahora. En el cajón de abajo del tocador encontró varios cosméticos: una polvera, un frasco de perfume, un lápiz de labios. También encontró un paquete de cigarrillos.

—Nada de eso es mío —dijo Nora—. No sé de dónde ha salido.

Littlemore hizo venir de nuevo a los agentes para que llevaran a cabo una inspección más a fondo del dormitorio. Minutos después, en una balda alta del armario, escondido bajo un montón de jerséis de invierno, uno de los policías encontró algo totalmente inesperado. Un látigo corto, de mango doblado. Littlemore no estaba familiarizado en absoluto con las prácticas medievales de la flagelación. Pero hasta él podía ver que aquel tipo de látigo permitía azotar zonas de difícil acceso, como la espalda del flagelador.

Menos mal que no hemos detenido a Banwell, pensó Jimmy Littlemore.

El detective no supo qué pensar, sin embargo, cuando otro de los policías le obsequió con un descubrimiento que había realizado en el jardín. Se había subido a un árbol para ver si era posible pasar desde él al tejado. No era posible, pero al bajarse había visto algo que al principio tomó por una moneda: un pequeño y reluciente círculo de metal. Estaba en una hendidura del tronco del árbol, como a unos treinta centímetros del suelo. Le tendió el objeto a Littlemore: un alfiler de corbata de oro, redondo, con un monograma, y un hilo de seda blanca prendido de su broche. Las iniciales del monograma eran GB.

Brill llegó tarde a desayunar; nunca lo había hecho antes. Cuando apareció en la sala del desayuno, su aspecto era lamentable. Sin afeitar, con una de las puntas del cuello de la camisa disparado hacia arriba. Rose, nos contó a Freud, Ferenczi y a mí, había tenido insomnio durante toda la noche. Hacía una hora le había dado láudano. Él apenas había dormido. Dijo que necesitaba hablar con nosotros en privado, fuera de la vista pública. Fuimos, pues, nosotros cuatro, a la habitación de Freud, y dejamos un mensaje abajo para Jones y otro para Jung, que ni siquiera sabíamos si estaba en el hotel.

—No puedo hacerlo —estalló Brill, cuando llegamos a la habitación de Freud—. Lo siento, pero no puedo. Ya se lo he dicho a Jelliffe. —Se refería, al parecer, a su traducción del libro de Freud—. Si sólo me afectara a mí, les aseguro que… Pero no puedo poner en peligro a Rose. Ella es todo lo que tengo. Lo entienden, ¿verdad?

Hicimos que se sentara. Cuando se calmó lo suficiente para poder hablar con normalidad y coherencia, Brill trató de persuadimos de que las cenizas de su apartamento estaban relacionadas con los telegramas bíblicos que había estado recibiendo.

—Ya la han visto ustedes —dijo, refiriéndose a Rose—. La convirtieron en una estatua de sal. Lo ponía en el telegrama, y ha sucedido.

—¿Alguien puso deliberadamente cenizas en su casa? —preguntó Ferenczi—. ¿Por qué?

—Como advertencia —respondió Brill.

—¿Advertencia de quién? —pregunté yo.

—De la misma gente que detuvo a Prince en Boston. La misma gente que está tratando de boicotear las conferencias de Freud en Clark.

—¿Cómo saben dónde vive usted? —preguntó Ferenczi.

—¿Cómo saben que Jones se acuesta con su criada? —respondió Brill.

—No debemos sacar conclusiones —dijo Freud—. Pero es rigurosamente cierto que alguien ha conseguido gran cantidad de información sobre nosotros.

Brill se sacó un sobre del bolsillo del chaleco, y de él sacó un trocito cuadrado y con los bordes mellados de papel quemado, con algunos caracteres mecanografiados legibles. Se veía con claridad una ü (así, con diéresis). Un espacio o dos a su derecha había una letra que era quizá una H mayúscula. Y no podía leerse nada más.

—He encontrado esto en la sala de mi casa —dijo Brill—. Me han quemado el original de la traducción. El original de Freud. Y han puesto las cenizas en mi apartamento. La próxima vez quemarán el edificio entero. Lo dicen en el telegrama: «hizo llover azufre y fuego»; «deténgase antes de que sea demasiado tarde». Si publico el libro de Freud van a matarnos a Rose y a mí.

Ferenczi trató de rebatirle, arguyendo que sus miedos eran desproporcionados, pero Freud le interrumpió:

—Sea cual sea la explicación, Abraham —dijo, poniendo una mano en el hombro de Brill—, dejemos el libro a un lado por ahora. El libro puede esperar. No es tan importante para mí como lo es usted.

Brill inclinó la cabeza y puso una mano sobre la de Freud. Me pareció que estaba a punto de echarse a llorar. Y en ese preciso momento llamó a la puerta un camarero, que entró con el café y la bandeja de pastelillos que había pedido Freud. Brill se enderezó. Aceptó una taza de café.

Parecía enormemente aliviado por el último comentario de Freud; como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Se sonó la nariz, y, ya en un tono completamente diferente —su tono habitual, medio jocoso—, dijo:

—No es por mí por quien debería preocuparse, de todas formas. ¿Se ha fijado en Jung? ¿Sabe usted, doctor Freud, que Ferenczi y yo pensamos que Jung está psicótico? Es nuestro meditado dictamen médico. Dígaselo, Sándar.

—Bueno, yo no diría psicótico —dijo Ferenczi—. Pero veo síntomas de que en cualquier momento puede venirse abajo.

—Tonterías —dijo Freud—. ¿Qué síntomas?

—Oye voces —respondió Ferenczi—. Se queja de que el suelo de Brill no es firme bajo sus pies. Se interrumpe en medio de una conversación. Y cuenta a todo el que acaba de conocer que a su abuelo lo acusaron falsamente de asesinato.

—Se me ocurren explicaciones diferentes a la psicosis —dijo Freud.

Vi que tenía algo en mente, pero no dio más detalles. Me estaba preguntando si sacar a colación la asombrosa interpretación del sueño de Freud sobre el conde Thun, pero no tenía la certeza de que Freud se lo hubiera contado a Brill y a Ferenczi. Pero enseguida supe que quien se lo había contado era el propio Jung.

—¡Y encima dice que usted soñó con él hace diez años! —exclamó Brill—. Ese hombre está loco.

Freud tomó aire y respondió:

—Caballeros, saben tan bien como yo que Jung alberga ciertas creencias sobre la clarividencia y el ocultismo. Me alegra comprobar que comparten ustedes mi escepticismo al respecto, pero Jung no es ni mucho menos el único que habla de una «visión más amplia».

—Una visión más amplia —dijo Brill—. Si yo profesase esa visión más amplia, usted diría que veo visiones. Él también tiene una visión más amplia del complejo de Edipo. Ya no acepta la etiología sexual, ¿lo sabía?

—Usted querría que así fuese —replicó Freud con calma—. Así lo apartaría de mi lado. Jung acepta la teoría sexual sin reservas. De hecho va a presentar un caso de sexualidad infantil en Clark la semana próxima.

—¿De veras? ¿Le ha preguntado lo que tiene pensado decir en Fordham?

Freud no respondió, pero miró a Brill detenidamente.

—Jelliffe me dijo que Jung y él han estado hablando del tema, y que Jung está muy preocupado por la tendencia a exagerar el papel del sexo en la psiconeurosis. Ésa fue su palabra: exagerar.

—Bueno, es cierto que no quiere exagerar esa importancia —cortó Freud—. Tampoco yo quiero hacerlo. Escúchenme, los dos. Sé que han tenido que sufrir el antisemitismo de Jung. Me dispensa a mí, y por tanto arremete con redoblado brío contra ustedes. Sé muy bien también, se lo aseguro, de las dificultades de Jung respecto de la teoría sexual. Pero han de recordar que para él fue más duro que para ustedes seguirme. Y será más duro también para Younger. Un gentil deberá superar una resistencia interior más fuerte. Y Jung no es sólo cristiano, sino hijo de pastor.

Nadie dijo nada, así que yo aventuré una objeción:

—Disculpe, doctor Freud, pero ¿qué diferencia hay en el hecho de que uno sea cristiano o judío?

—Mi querido muchacho —respondió Freud con brusquedad—, eso me trae a las mientes una de esas novelas del hermano de William James, ¿cómo se llama?

—¿Henry, señor?

—Sí, Henry. —Pero si me imaginaba que Freud iba a contestar a mi pregunta, estaba muy equivocado. Se volvió a Ferenczi y a Brill, y dijo—: ¿Preferirían ustedes que hiciéramos del psicoanálisis un asunto nacional judío? Por supuesto que es injusto que ascienda a Jung, cuando hay otros que llevan más tiempo conmigo. Pero nosotros los judíos tenemos que estar preparados para soportar cierto grado de injusticia si queremos seguir nuestro camino en el mundo. No nos queda más remedio. Si me hubiera apellidado Jones, no les quepa la menor duda de que mis ideas, a pesar de los pesares, habrían encontrado muchas menos resistencias. Fíjense en Darwin. Desaprueba el Génesis, y es aclamado como un héroe. Sólo un gentil puede llevar el psicoanálisis a la tierra prometida. Tenemos que lograr que Jung no ceje en su defensa de die Sache. Todas nuestras esperanzas dependen de él.

Lo que Freud dijo en alemán significa la causa. No sé por qué empleó esas palabras Freud, en lugar de las inglesas. Durante varios minutos nadie habló. Empezamos a desayunar. Brill, sin embargo, no comió nada. Se mordía las uñas. Di por supuesto que la conversación sobre Jung había terminado, pero volvía a equivocarme.

—¿Y qué hay de sus desapariciones? —preguntó Brill—. Jelliffe me contó que Jung se había ido del Balmoral no más tarde de la medianoche del domingo, pero el empleado de recepción asegura que no volvió al hotel antes de las dos. Son dos horas de las que no sabemos nada. Jung dice que al día siguiente se pasó toda la tarde durmiendo en su habitación, pero el empleado afirma que estuvo fuera hasta el atardecer. Usted llamó a la puerta de la habitación de Jung el lunes por la tarde, Younger. Yo también lo hice, e insistí bastante. No creo que estuviese dentro. ¿Dónde estaba, entonces?

Le interrumpí:

—Disculpe. ¿Ha dicho que Jung estaba en el Balmoral el domingo por la noche?

—Eso es —respondió Brill—. En casa de Jelliffe. Usted estuvo allí anoche.

—Oh —dije—. No me había dado cuenta.

—¿Cuenta de qué? —preguntó Brill.

—De nada —dije—. Ha sido sólo una coincidencia extraña.

—¿Qué coincidencia?

—La otra chica… La que fue asesinada… La mataron en el Balmoral. —Me moví en la silla, incómodo—. El domingo por la noche. Entre la medianoche y las dos.

Brill y Ferenczi se miraron.

—Caballeros —dijo Freud—, no sean ridículos.

—Y Nora fue agredida el lunes por la tarde —señaló Brill—. ¿Dónde?

—Abraham —dijo Freud.

—Nadie está acusando a nadie —dijo Brill en tono inocente, pero con una gran excitación dibujada en el semblante—. Sólo le estoy preguntando a Younger dónde está la casa de Nora.

—En Gramercy Park —le respondí.

—Caballeros —dijo Freud—. No voy a seguir escuchando esto.

Tocaron a la puerta. Abrimos, y entró en la habitación el mismísimo Jung. Nos saludamos, con frialdad, como era de esperar. Jung, que no se daba cuenta de nuestra incomodidad, se echó azúcar en el café y preguntó si habíamos disfrutado en la cena de Jelliffe.

—Oh, por cierto, Jung —dijo Brill—, le vieron el lunes.

—¿Cómo dice? —dijo Jung.

—Usted nos dijo —continuó Brill en tono de reproche que se pasó la tarde del lunes durmiendo en su cuarto. Pero resulta que lo vieron en la ciudad.

Freud fue hacia la ventana sacudiendo la cabeza. La empujó hasta abrirla de par en par.

—Nunca he dicho que estuviera en mi habitación toda la tarde —replicó Jung sin alterarse.

—Es extraño —dijo Brill—. Juraría que sí lo hizo. Y eso me recuerda, Jung, que estamos pensando en visitar Gramercy Park. Supongo que no nos acompañará, ¿me equivoco?

—Ya entiendo —dijo Jung.

—Entender ¿qué? —preguntó Brill.

—¿Por qué no lo dice sin rodeos? —le contestó Jung.

—No tengo la menor idea de lo que está hablando —respondió Brill.

Trataba deliberadamente de parecer un mal actor que finge ignorar algo sin demasiado éxito.

—Bien: me vieron en Gramercy Park —dijo Jung en tono frío—. ¿Qué va a hacer, denunciarme a la policía? —Se volvió hacia Freud—. Así que me ha hecho venir aquí para interrogarme… Bien, creo que me disculpará si no desayuno con ustedes. —Abrió la puerta para marcharse, pero se detuvo y se quedó mirando con fijeza a Brill—. No tengo nada de lo que avergonzarme.

Dada la celebridad del difunto general Sigel, la policía no tuvo ninguna dificultad en localizar la dirección de su nieta Elsie. Vivía con sus padres en Wadsworth Avenue, cerca de la calle Ciento ochenta. Un agente de la comisaría de Washington Heights, desplazado a esa dirección, acompañó al señor y la señora Sigel, y a la sobrina de ambos Mabel, al edificio Van den Heuvel. Allí, en una sala de espera del depósito de cadáveres, los recibió el detective Littlemore.

Éste supo por ellos que su hija Elsie, de diecinueve años, faltaba de casa desde hacía casi un mes; desde el día en que no volvió de una visita a su abuela Elie en Brooklyn. A los pocos días de su desaparición, los Sigel habían recibido un telegrama de Elsie, de Washington D. C., diciendo que estaba allí con un joven, con quien, evidentemente, se había casado. Rogaba a sus padres que no se preocuparan por ella, y les aseguraba que estaba bien, y les prometía volver a casa en otoño. Los padres habían conservado el telegrama, y se lo mostraron al detective. En efecto, había sido enviado desde un hotel de la capital de la nación, Y el nombre de Elsie figuraba al pie, pero no había forma de verificar que fuera ella quien realmente lo había enviado. El señor Sigel aún no había dado parte a la policía de la desaparición de su hija, y esperaba con ansiedad volver a tener noticias de ella y poder evitar el escándalo.

Littlemore les mostró a los Sigel las cartas que había encontrado en el baúl. Y éstos reconocieron la letra de su hija. El detective les enseñó luego el colgante de plata y el sombrero con el remate de un ave que llevaba puesto la joven muerta. Ni el señor ni la señora Sigel habían visto antes estos objetos, declararon por tanto que no pertenecían a Elsie. Pero su sobrina Mabel les contradijo. El colgante era de Elsie; se lo había regalado a su prima en junio.

Littlemore llevó a un lado al señor Sigel, y le dijo que sería mejor que echara una mirada al cadáver que había aparecido en el baúl del apartamento de Leon. Bajaron a la morgue, y al principio el señor Sigel no pudo identificar el cuerpo: estaba demasiado descompuesto. En tono sombrío, le dijo al detective que sabría si se trataba de ella si podía mirarle la dentadura. El colmillo izquierdo de Elsie estaba muy torcido hacia un lado. Y así estaba exactamente el colmillo izquierdo del cadáver que yacía sobre la losa de mármol.

—Es ella —dijo el señor Sigel con voz queda.

Cuando los dos hombres volvieron a la sala de espera, el señor Sigel lanzó una mirada glacial y acusadora a su esposa. La mujer pareció entender: tuvo un acceso de convulsiones. Nos llevó un buen rato tranquilizarla. Y luego el marido contó la historia.

La señora Sigel hacia apostolado en Chinatown. Llevaba años trabajando duro para convertir a los infieles chinos al cristianismo. El pasado diciembre había empezado a llevar a Elsie al centro misionero. Elsie se había tomado la labor con una pasión que hacía las delicias de su madre pero que al tiempo contrariaba a su padre. Pese a la rotunda desaprobación paterna, la joven empezó a ir sola a Chinatown varias veces a la semana, y empezó a dar unas clases dominicales de Sagradas Escrituras. Uno de sus más fervientes educandos, recordaba con amargura el señor Sigel, había osado llamar a la puerta de su casa en cierta ocasión, hacía unos meses. El señor Sigel no recordaba su nombre. Littlemore le mostró una fotografía de William Leon; el padre de Elsie cerró los ojos mientras asentía con la cabeza.

Cuando los Sigel se hubieron ido de la morgue, de regreso a una vida en la que habrían de soportar tanto su aflicción como su celebridad —los periódicos les esperaban ya a la salida—, el detective Littlemore se preguntaba dónde estaría el señor Hugel. Littlemore había supuesto que el coroner desearía realizar él mismo la autopsia y oír de primera mano lo que tenían que decir los Sigel. Pero el coroner no se había presentado en la morgue. Uno de sus ayudantes médicos, el doctor O’Hanlon, había examinado el cadáver, e informó a Littlemore de que la señorita Sigel había muerto por estrangulación, y de que llevaba muerta tres o cuatro semanas; añadió, al final, que el coroner Hugel estaba arriba, en su despacho, y que no mostraba el más mínimo interés por el caso.