XV

—Vamos —dijo Freud, cambiando de tema; volvíamos de casa de Brill y paseábamos por el parque camino del hotel—. Cuéntenos cómo le va con la señorita Nora.

Vacilé. Pero Freud me aseguró que podía hablar con toda libertad delante de Ferenczi, así que le referí toda la historia con detalle. El ilícito comercio carnal entre el señor Acton y la señora Banwell, presenciado por una Nora de apenas catorce años, algo más o menos intuido ya por Freud; la rabieta de la señorita Acton en la habitación del hotel, dirigida directamente contra mi persona; su aparente recuperación de la memoria, y la consiguiente identificación de señor Banwell como su agresor; la súbita aparición del propio Banwell, en compañía de los padres de la joven y del alcalde, y la coartada proporcionada por éste al señor Banwell.

Ferenczi, después de proclamar su repulsión por la naturaleza del acto realizado por la señora Banwell a Harcourt Acton —algo que se me antojó difícil de entender, viniendo de un psicoanalista—, preguntó por qué Banwell no podía haber agredido a Nora Acton aun cuando no hubiera asesinado a Elizabeth Riverford. Le expliqué que yo le había formulado la misma pregunta al detective, y que al parecer existían pruebas físicas que llevaban a concluir que las dos agresiones habían sido perpetradas por el mismo hombre.

—Dejemos los temas forenses a la policía, ¿de acuerdo? —dijo Freud—. Si el psicoanálisis pudiera ayudar en sus pesquisas, mejor que mejor. Si no, al menos ayudaremos al paciente. Tengo dos preguntas para usted, Younger. La primera: ¿no encuentra usted nada extraño en la afirmación de Nora de que, cuando vio a la señora Banwell con su padre, no entendió qué estaba presenciando exactamente?

—La mayoría de las norteamericanas de catorce años suele estar muy mal informada sobre ese particular, doctor Freud.

—Me hago cargo de ello —replicó Freud—, pero no me estoy refiriendo a eso. Lo que ella estaba insinuando es que ahora si entendía lo que había presenciado, ¿me equivoco?

—No, así es.

—¿Considera usted que una chica de diecisiete años estaría mucho mejor informada al respecto que una de catorce?

Empecé a captar lo que quería decirme.

—¿Cómo sabe ahora —preguntó el doctor Freud— lo que no sabía entonces?

—Ayer me dio a entender —le respondí— que lee libros de contenido explícito a ese respecto.

—Ah, sí, exacto, muy bien. En fin, habremos de reflexionar más sobre el asunto. Pero, por ahora, he aquí mi segunda pregunta: dígame, Younger, ¿por qué se revolvió contra usted?

—¿Se refiere a por qué me lanzó la taza y el platillo?

—Sí —dijo Freud.

—Y le dio con la tetera llena de té hirviendo —añadió Ferenczi.

No tenía ninguna respuesta.

—Ferenczi, ¿podría usted iluminar a nuestro amigo?

—Yo también estoy en la oscuridad —respondió Ferenczi—. La chica se ha enamorado de él. Eso es más que obvio.

Freud se dirigió a mí:

—Vuelva a pensar en ello. ¿Qué le dijo usted justo antes de que se pusiera violenta?

—Acababa de tocarle la frente —dije—, y no había dado resultado. Me senté. Le pedí que terminara una analogía que había empezado minutos antes. Estaba comparando con algo la blancura de la espalda de la señora Banwell, pero se interrumpió y no acabó de concretar ese algo. Le pedí que completara la comparación.

—¿Por qué? —preguntó Freud.

—Porque usted ha escrito que cuando un paciente empieza una frase y se interrumpe y no la acaba, es que se está manifestando una represión.

—Buen chico… —dijo Freud—. ¿Y cómo reaccionó Nora?

—Me dijo que me fuera. Sin previo aviso. Y entonces empezó a tirarme cosas.

—¿Así, sin más? —dijo Freud.

—Sí.

—¿Y?

De nuevo no supe qué responder.

—¿No se le ocurrió que Nora estaba celosa de cualquier interés que usted pudiera mostrar por Clara Banwell? ¿En especial de su espalda desnuda?

—¿Interés por la señora Banwell? —repetí, maquinalmente—. Jamás he visto a la señora Banwell.

—El inconsciente no se anda con demasiadas sutilezas en estos casos —dijo Freud—. Considere los hechos. Nora acababa de describir cómo Clara Banwell le hacía una felación a su padre, algo que ella presenció a la edad de catorce años. El acto es, por supuesto, repugnante para cualquier persona decente; nos causa el mayor de los ascos. Pero Nora no muestra ante usted ningún asco, pese a dejar entrever que entiende perfectamente la naturaleza de tal acto. Incluso dice que los movimientos de la señora Banwell le parecieron seductores. Ahora bien, es absolutamente imposible que Nora contemplara aquella escena sin sentir unos terribles celos. Una chica ya lo pasa bastante mal soportando a su propia madre: jamás podrá ver que otra mujer despierta la pasión de su padre sin sentir un acerbo y hondo resentimiento contra la intrusa. Nora, por tanto, envidiaba a Clara. Quería ser ella la que le hiciera una felación a su padre. Pero reprimió ese deseo; y lo ha estado alimentando desde entonces.

Hacía un momento había reprobado en mi interior a Ferenczi por haber mostrado repulsión ante un acto sexual «desviado», repulsión que yo, por una u otra razón, no compartía, pese al comentario de Freud en el sentido de que toda persona decente debería sentirla. Ahora, sin embargo, me encontré a mí mismo anegado por el mismo sentimiento. El deseo que le atribuía Freud a la señorita Acton me revolvía el estómago. Y ese asco resulta muy tranquilizador; hace las veces de prueba moral. Es difícil prescindir de un sentimiento moral anclado por el asco. No podríamos hacerlo sin que nuestro armazón del bien y del mal temblara de arriba abajo, como si hubiéramos perdido un tablón que sustentara todo el entramado.

—Al mismo tiempo —prosiguió Freud—, Nora planeó seducir al señor Banwell, para vengarse de su padre. Por eso, apenas unas semanas después, accedió a subir a la azotea a solas con Banwell para ver los fuegos artificiales. Por eso se avino también a pasear a solas con él por la orilla del romántico lago dos años después. Probablemente lo incitó con insinuaciones de sentirse interesada, como cualquier chiquilla bonita sabe hacer. La sorpresa que debió de sentir él cuando se vio rechazado enérgicamente, y no una, sino dos veces.

—Cosa que hizo porque el verdadero objeto de su deseo era su padre —añadió Ferenczi—. Pero, aun así, ¿por qué se pone como una fiera y ataca a Younger?

—Eso, ¿por qué, Younger? —preguntó Freud.

—Porque yo encarno la figura del padre.

—Exacto. Cuando usted la está psicoanalizando, asume el papel del padre. Es la predecible reacción de transferencia. En consecuencia, Nora desea ahora inconscientemente satisfacer a Younger con la boca y la garganta. Esa fantasía la estaba perturbando cuando Younger se acercó a ella para tocarle la frente. Según nos ha contado, en ese momento Nora empezó a soltarse el pañuelo del cuello. Ese gesto es una invitación a que Younger se aproveche de ella. Aquí, he de añadir, viene también la explicación de por qué tuvo éxito el hecho de tocarle la garganta, mientras que no lo tuvo el tacto de la frente. Pero Younger declinó la invitación y le dijo que no necesitaba quitarse el pañuelo. Y Nora se sintió rechazada.

—No parecía ofendida —dije yo—. Yo no entendía por qué.

—No olvide —prosiguió Freud— que ella se comporta como una joven presumida en relación con las magulladuras del cuello. De lo contrario, no se habría puesto el pañuelo. Así que se sentía muy sensible sobre cómo reaccionaría usted al verle el cuello y la espalda. Cuando usted le dijo que no se quitara el pañuelo, hirió sus sentimientos. Y cuando, poco después, sacó usted a relucir el asunto de la espalda de Clara Banwell, fue como si le hubiese dicho: «Es por Clara por quien me siento interesado, no por usted. Es la espalda de Clara la que quiero ver, no la suya». Así, sin buscarlo, le hizo usted revivir el acto de la traición de su padre, provocando en ella esa furia súbita, de otro modo inexplicable. De ahí su violenta arremetida contra usted, seguido de un deseo de ofrecerle la garganta y la boca.

—Irrefutable —dijo Ferenczi, sacudiendo la cabeza con admiración.

Al entrar en el salón de su casa de Gramercy Park, Nora Acton informó a su madre de que no dormiría en su alcoba esa noche; lo haría en la salita de la planta baja. Desde allí podría ver a los policías apostados en el exterior. De otra manera, dijo, no se sentiría segura.

Éstas fueron las primeras palabras que Nora dirigía a sus padres desde su salida del hotel. Cuando llegaron a casa, se había ido directamente a su habitación. Habían llamado al doctor Higginson, pero Nora no había querido verle. También se negó a bajar a cenar, alegando que no tenía hambre. Lo cual era falso, pues no había comido nada desde la mañana, cuando la señora Biggs le había preparado el desayuno.

Mildred Acton, recostada en el sofá del salón, anunció que estaba exhausta y le dijo a su hija que no estaba siendo nada razonable. Con sendos policías haciendo guardia tanto en la puerta principal como en la trasera, ¿cómo podía existir algún peligro? Así que de ningún modo iba a permitir que Nora durmiera en la salita de la planta baja. Los vecinos podrían verla, y ¿qué iban a pensar? La familia debía esforzarse al máximo para comportarse como si no hubiera caído sobre ella la desgracia.

—Madre —dijo Nora—, ¿cómo puedes decir que he sido deshonrada?

—Yo no he dicho tal cosa. Harcourt, ¿he dicho yo tal cosa?

—No querida —dijo Harcourt Acton, de pie ante la mesa de centro. Estaba examinando detenidamente la correspondencia acumulada de las últimas semanas—. Por supuesto que no.

—Lo que he querido decir exactamente es que debemos comportarnos como si no hubieras sido deshonrada.

—Pero es que no he sido deshonrada —dijo la joven.

—No seas obtusa, Nora —le reconvino su madre.

Nora suspiró.

—¿Qué tienes en el ojo, padre?

—Oh, un accidente de polo —explicó Harcourt Acton—. Me di yo mismo con el astil, tonto de mí. ¿Te acuerdas del desprendimiento de retina que tuve? Pues es el mismo ojo. No veo nada de nada con él. ¿Cómo se llama esa mala suerte que siempre tiene uno?

Nadie contestó a su pregunta.

—Bueno —añadió enseguida—, no es nada comparado con lo tuyo, Nora, por supuesto. No he querido decir que…

—¡No te sientes ahí! —le gritó la señora Acton a su marido, cuando éste se hallaba a punto de dejarse caer en un sillón—. No, tampoco ahí. Mandé tapizar esos sillones justo antes de marcharnos.

—Pero ¿dónde voy a sentarme, entonces, querida? —preguntó Acton.

Nora cerró los ojos. Se dio la vuelta para irse.

—Nora —dijo su madre—, ¿cuál es el nombre de esa facultad a la que vas a ir?

La joven se detuvo en medio del salón, con todos los músculos tensos.

—Barnard —dijo.

—Harcourt, tendremos que contactar con ellos mañana a primera hora.

—¿Para qué tenéis que contactar con ellos? —preguntó Nora.

—Para decirles que no vas a ir, naturalmente —dijo Mildred Acton—. No puedes hacerlo en las actuales circunstancias. El doctor Higginson dice que tienes que descansar. Yo nunca he aprobado que fueras, además. ¡Una facultad para señoritas! En mis tiempos jamás se oyó nada parecido.

Nora enrojeció.

—No puedes.

—¿Cómo dices? —dijo la señora Acton.

—Voy a recibir una educación.

—¿Has oído eso, Harcourt? Me ha llamado inculta —le dijo a su marido Mildred Acton—. Esas copas no, Harcourt; usa las que están encima.

—¿Padre? —dijo Nora.

—Bien, Nora —dijo su padre—, tenemos que pensar qué es lo mejor para ti.

Nora miró a sus padres con indisimulada furia. Salió corriendo del salón y subió las escaleras sin detenerse en la primera planta, donde estaba su dormitorio, ni en la segunda, y llegó a la tercera, de techos bajos y pequeños cuartos. Fue directamente a la alcoba de la señora Biggs, entró y se echó en la cama de la anciana criada, hundiendo la cara en la áspera almohada. Si su padre no le permitía ir a Barnard, le dijo a la señora Biggs, se escaparía de casa.

La señora Biggs hizo cuanto pudo por consolar a Nora. Unas buenas horas de sueño, le dijo, le harían mucho bien. Era ya medianoche cuando Nora accedió al fin a irse a la cama. Para cerciorarse de que se sentía segura, la señora Biggs hizo que el señor Biggs se sentara en el pasillo en una silla pegada a la puerta de la alcoba de su joven señora, y se quedara allí sentado toda la noche.

El viejo sirviente no se despegó ni un segundo de su puesto aquella noche, aunque se quedó dormido al cabo de un raro. Los agentes de policía hicieron asimismo su guardia en el exterior de la casa. Resultó, pues, enormemente sorprendente que, en mitad de la noche, Nora Acton sintiera de pronto que alguien le apretaba con fuerza un pañuelo contra la boca, mientras le ponía en el cuello la fría y afilada hoja de una navaja.

Nunca había estado en casa de Jelliffe, y no me esperaba tal lujo ostentoso. El vocablo apartamento no era el apropiado en este caso, a menos que uno tuviera en mente los apartamentos reales, como los de Versalles, que era claramente la morada que Jelliffe pretendía evocar. Podía verse por doquier porcelana china azul, estatuas blancas de mármol, multitud de patas exquisitamente torneadas: patas de cómodas altas, patas de sofás Davenport, patas de aparadores Credenza… Si lo que quería Jelliffe era transmitir a sus invitados una impresión de riqueza personal, lo conseguía con creces.

Conocía a Freud lo bastante para saber que todo aquello le repelía, y el bostoniano que había en mí sentía lo mismo. Ferenczi, por el contrario, se mostraba cándidamente abrumado por todo aquel esplendor. Le entreoí intercambiando chanzas antes de la cena con dos damas de edad en el salón, donde los sirvientes nos ofrecieron entremeses en bandejas de oro, no de plata. Ferenczi, con traje blanco, era el único varón que no vestía de negro. Algo que no parecía incomodarle en absoluto.

—Tanto oro —les decía admirativamente a las damas; en el alto techo podían contemplarse escenas celestiales de yeso ribeteadas de pan de oro—. Me recuerda a nuestra Ópera de Budapest, obra de Ybl. ¿Han estado allí alguna vez?

Ninguna de las dos damas había estado nunca en la Ópera de Budapest. Y se mostraron confusas. ¿No les acababa de decir Ferenczi que venía de Hungría?

—Sí, sí —dijo Ferenczi—. Oh, miren ese pequeño querubín de la esquina, con las diminutas uvas colgándole de la boca. ¿No es adorable?

Freud estaba enfrascado en su conversación con James Hyslop, profesor retirado de lógica de la Universidad de Columbia, que llevaba una trompetilla del tamaño de la campana de un gramófono. Jelliffe se había adherido como un apéndice a Charles Loomis Dana, el eminente neurólogo que, a diferencia de él, era un asiduo de los mismos círculos sociales que la tía Mamie. En Boston, los Dana eran la realeza: Hijos de la Libertad, íntimos de los Adams, etcétera. Yo conocía a una de las primas lejanas de los Dana, una tal señorita Draper, de Newport, donde más de una vez había hecho que el teatro casi se viniera abajo con su interpretación de un viejo sastre judío. Jelliffe me recordaba a un senador estrechador de manos. Exhibía una expresión de una muy alta valía propia, y movía su impresionante circunferencia corporal como si ésta fuera sinónimo de masculinidad.

Jelliffe me atrajo hacia su grupo, al que regalaba con historias de su famoso cliente Harry Thaw, que al parecer vivía como un rey en el hospital donde estaba confinado. Jelliffe llegó hasta el punto de decir que se cambiaría por él sin pensarlo dos veces. Lo que saqué en claro de sus comentarios al respecto fue que Jelliffe disfrutaba enormemente del hecho de ser su psiquiatra.

—¿Se imaginan ustedes? —añadió—. Hace un año nos tenía a todos atestiguando sobre su insania, para librarlo de la acusación de asesinato. ¡Y hoy quiere que atestigüemos que está cuerdo, para librarlo del manicomio! ¡Y lo conseguiremos!

Jelliffe rio de forma atronadora, con el brazo sobre el hombro de Dana. Varios de sus oyentes se unieron a sus carcajadas. No Dana, ciertamente. Había como una docena de invitados diseminados por el salón, pero comprendí que se esperaba muy especialmente a uno más. Y, en efecto, poco después el mayordomo abrió las puertas y precedió a una dama hasta el interior de la sala.

—La señora Clara Banwell —anunció.

—¿Puede usted psicoanalizar a cualquiera, doctor Freud? —preguntó la señora Banwell, al entrar en el comedor de Jelliffe con los demás comensales—. ¿Podría psicoanalizarme a mí?

En 1909, los invitados a una mesa norteamericana de moda, cuando se les convocaba finalmente a ésta, hacían su entrada en el comedor por parejas, cada una de las damas del brazo de uno de los caballeros. La señora Banwell no iba del brazo de Freud, sin embargo. En el último momento había dejado caer los dedos en la muñeca de Younger, pero aun así se las arregló para dirigirse a Freud, y al hacerlo atrajo la atención de todo el grupo.

Clara Banwell había vuelto del campo justo aquella mañana, en el mismo automóvil que el señor y la señora Acton. Jelliffe se había encontrado con ella por casualidad en el vestíbulo del edificio, y al saber que su marido, el señor George Banwell, tenía otro compromiso, le había rogado que asistiera a su cena aquella noche. Le había asegurado que compartiría la velada con invitados de lo más interesante. A Jelliffe Clara Banwell le parecía absolutamente irresistible, y su marido insoportable.

En determinadas ocasiones sociales, hombres por lo general dignos y graves se comportan como actores en escenario, y actúan mientras hablan, y mientras actúan gesticulan. Y el motivo siempre es una mujer. Clara Banwell producía ese efecto en los invitados varones de Jelliffe. Tenía veintiséis años, y una piel blanca de princesa japonesa empolvada. Todo en ella era perfecto. Su figura, exquisita. Su pelo, negro oscuro. Sus ojos, verde mar, y con el brillo de una inteligencia provocadora. De cada oreja pendía una iridiscente perla oriental, y del cuello, de una finísima cadena de plata, una única perla concha rosa, engastada en un cestillo de platino y brillantes. En cuanto esbozaba una sonrisa —y jamás hacía más que esbozarla—, los hombres caían a sus pies.

—Lo que las mujeres quieren —respondió Freud a su pregunta, mientras los invitados iban tomando asiento a la mesa, una mesa rutilante de cristal— es un misterio, tanto para el psicoanalista como para el poeta. Si al menos pudiera usted decírnoslo, señora Banwell… Pero no puede. Ustedes son el problema, pero son tan incapaces de resolverlo como nosotros los pobres varones. Ahora bien, lo que los hombres quieren es casi siempre obvio. Nuestro anfitrión, por ejemplo, en lugar de la cuchara, acaba de coger el cuchillo.

Todas las miradas se volvieron hacia la voluminosa y sonriente figura de Jelliffe, que presidía la mesa, y era cierto: en la mano derecha tenía el cuchillo, pero no el cuchillo del pan, sino el del segundo plato.

—Y ello significa que la señora Banwell ha despertado los instintos agresivos de nuestro anfitrión —dijo Freud—. Esta agresividad, que surge en circunstancias de competencia sexual fácilmente comprensibles para todo el mundo, guía su mano hacia el cubierto equivocado, y revela así deseos inconscientes ocultos incluso para él mismo.

Se levantó un murmullo entre los comensales.

—Un poco, un poco, he de confesar —exclamó Jelliffe, con desenfadado buen humor, agitando el cuchillo en dirección a Clara Banwell—. Salvo, claro está, en lo referente a que los deseos en cuestión sean inconscientes.

Su civilizada y escandalosa respuesta hizo que estallara una carcajada general.

—Como contraste —prosiguió Freud—, mi buen amigo Ferenczi aquí presente se está prendiendo puntillosamente la servilleta al cuello de la camisa, de modo idéntico a como se le mete el babero a un infante. Está apelando a su instinto maternal, señora Banwell.

Ferenczi miró a un lado y otro de la mesa con perplejidad afable; sólo entonces repararon los demás comensales en que Ferenczi era el único que se había colocado de tal guisa la servilleta.

—Usted ha charlado largo y tendido con mi marido hace un rato, doctor Freud —dijo la señora Hyslop, una dama con aspecto de abuela que se sentaba junto a Jelliffe—. ¿Qué ha podido saber acerca de él?

—Profesor Hyslop —respondió Freud—, ¿me confirmará usted algo que voy a decirle? ¿Me ha mencionado en algún momento el nombre de pila de su madre?

—¿Cómo? —dijo Hyslop, alzando la trompetilla hacia Freud.

—No hemos hablado en absoluto de su madre, ¿verdad, profesor Hyslop? —preguntó Freud.

—¿De mi madre? —dijo Hyslop—. No, en absoluto.

—Su madre se llamaba Mary —dijo Freud.

—¿Cómo lo ha sabido? —exclamó Hyslop. Paseó una mirada acusadora en torno a la mesa—. ¿Cómo lo ha averiguado? No le he dicho en ningún momento el nombre de mi madre.

—Sí lo ha hecho —dijo Freud—, pero no se ha dado cuenta. Lo que me intriga de veras es el nombre de su esposa. Jelliffe me dice que es Alva. Confieso que yo había dado por supuesto que era alguna variante de Mary. Estaba casi seguro. A este respecto, tengo una pregunta que hacerle, señora Hyslop, si no le importa. ¿Tiene su marido algún apodo cariñoso que emplea con usted?

—Vaya, mi segundo nombre de pila es Maria —dijo una sorprendida señora Hyslop—. Y él siempre me ha llamado Marie.

Ante tal reconocimiento, Jelliffe dejó escapar un pequeño grito de admiración, y Freud recibió una salva de aplausos.

—Esta mañana me he despertado con catarro —terció una matrona que se sentaba enfrente de Ferenczi—. Y es el final del verano. ¿Querrá eso decir algo, doctor Freud?

—¿Un catarro, señora? —Freud se paró a reflexionar—. Me temo que a veces un catarro sólo es un catarro.

—Pero ¿las mujeres son realmente tan misteriosas? —preguntó Clara Banwell, retomando lo anterior—. Yo creo que está usted siendo muy indulgente con las personas de mi sexo. Lo que las mujeres quieren es lo más sencillo del mundo. —Se volvió hacia el hombre de pelo oscuro, joven y extremadamente guapo, que tenía a su derecha; la pajarita blanca le quedaba algo torcida, y aún no había dicho esta boca es mía—. ¿Y usted qué piensa, doctor Younger? ¿Puede decimos qué es lo que quiere una mujer?

A Younger le estaba costando hacerse una idea de cómo era Clara Banwell. Para empezar, se le hacía difícil separar la idea de la señora Banwell y de George Banwell, a quien Younger seguía considerando el asesino pese a la exculpación del alcalde. Younger tampoco podía quitarse de la cabeza la descripción de Nora Acton de la adorable espalda de Clara Banwell, y el suave movimiento ondulante de su cabeza a la luz de la luna, mientras se echaba el pelo hacia atrás, sobre los hombros.

Younger creía que Nora era la joven más adorable que había visto en su vida. Pero Clara Banwell era casi tan adorable como ella, si no más. El deseo, en un hombre, dice Hegel, siempre empieza por un deseo del deseo del otro. Era imposible que un hombre mirara a Clara Banwell sin desear que ella lo distinguiera de los demás, que le otorgara su favor, que deseara algo de él. Jelliffe, por ejemplo, se habría hecho el haraquiri si Clara hubiera tenido a bien hacerle el honor de pedírselo. Camino del comedor, cuando la mano de Clara descansaba sobre su brazo, Younger había sentido el contacto en todo el cuerpo. Pero también había algo en ella que a él le incitaba a distanciarse. Quizá era que había conocido ya a Harcourt Acton. Younger no se consideraba un puritano, pero la idea de Clara Banwell satisfaciendo a un hombre que parecía tan débil no era lo que se dice edificante.

—Estoy seguro, señora Banwell —respondió él—, que si fuera usted quien nos instruyera sobre el tema de la mujer, sería mucho más interesante que si intentara hacerlo yo.

Podría decirle, supongo, lo que sienten realmente las mujeres en relación con los hombres —dijo Clara, incitante—. Al menos con los hombres que les importan. ¿Le interesaría eso? —Una oleada de asentimiento se alzó entre los comensales, sobre todo entre los comensales varones—. Pero no lo haré, a menos que ustedes los hombres me prometan decir lo que sienten de verdad en relación con las mujeres. —El trato fue rápidamente cerrado por aclamación unánime, aunque Younger no abrió la boca, ni tampoco Charles Dana, que estaba sentado al otro extremo de la mesa.

—Bien, dado que me fuerzan a hacerlo, caballeros —dijo Clara—, les confesaré un secreto. Las mujeres son inferiores a los hombres. Sé que es retrógrado por mi parte afirmar esto, pero negarlo es absurdo. Todas las riquezas de la humanidad, materiales y espirituales, son creaciones de hombres. Nuestras altísimas ciudades, nuestra ciencia, nuestro arte, nuestra música…, todo ha sido construido, descubierto, pintado y compuesto por ustedes los varones. Las mujeres lo sabemos. No podemos evitar que nos superen hombres más fuertes, y no podemos evitar sentir resentimiento hacia ellos. El amor de una mujer por un hombre es mitad pasión, mitad odio. Cuanto más ama a ese hombre, más le odia. Si un hombre merece la pena, habrá de ser superior a la mujer; y si es superior a ella, habrá una parte de ella que lo odiará. Sólo en belleza superamos a los varones, y por tanto no es extraño que las mujeres veneremos la belleza por encima de todas las cosas. Por eso —concluyó—, el mayor de los riesgos que puede correr una mujer es verse en presencia de un hombre bello.

Sus oyentes estaban como hipnotizados, reacción que a Clara Banwell no le resultaba en absoluto inusitada. Younger sintió que le había lanzado una mirada fugacísima al término de su parlamento —y él no fue el único hombre presente que tuvo esa impresión—, pero se dijo a sí mismo que no habían sido más que imaginaciones. También se le ocurrió a Younger que la señora Banwell tal vez acababa de explicar el conflicto de extremos emocionales que su propia madre había experimentado en relación con su padre. El padre de Younger se quitó la vida en 1904; su madre no volvió a casarse. Younger se preguntaba si su madre habría amado y odiado siempre a su padre como lo había descrito Clara Banwell.

—La envidia es ciertamente la fuerza predominante en la vida mental de las mujeres, señora Banwell —dijo Freud—, por eso tienen tan poco sentido de la justicia.

—¿Los hombres no son envidiosos? —preguntó Clara.

—Los hombres son ambiciosos —respondió Freud—. Su envidia procede principalmente de esa fuente. La envidia de una mujer, por el contrario, siempre es erótica. La diferencia puede verse en los sueños diurnos. Todos tenemos sueños de vigilia, por supuesto. Los hombres, sin embargo, los tienen de dos clases: eróticos y ambiciosos. Los sueños que las mujeres sueñan despiertas son exclusivamente eróticos.

—Estoy segura de que los míos no lo son —replicó la oronda mujer del catarro.

—Creo que el doctor Freud tiene razón —dijo Clara Banwell— en todo lo que dice, y sobre todo en lo de la ambición de los hombres. Mi marido George, por ejemplo. Es el hombre perfecto. No es en absoluto bello. Pero es apuesto, veinte años mayor que yo, triunfador, fuerte, resuelto, indomable. Lo amo por todas esas cosas. Él, además, no tiene la menor idea de que yo existo en cuanto me pierde de vista: así es de ambicioso. Y, por eso, lo odio. La naturaleza necesita que lo odie. La consecuencia feliz, sin embargo, es que soy libre para hacer lo que me viene en gana; por ejemplo, estar aquí esta noche en una de las deliciosas cenas de Smith Jelliffe, y George jamás sabrá que me he ausentado del apartamento.

—Clara —dijo Jelliffe—. Estoy dolido. Jamás me ha dicho que tuviera tanta libertad.

—He dicho que soy libre para hacer lo que me viene en gana, Smith —respondió Clara—, no lo que le viene en gana a usted. —De nuevo se oyó una carcajada general—. Bien yo ya he confesado. ¿Qué dicen los caballeros? ¿No desprecian secretamente las ataduras de la fidelidad marital? No, Smith, por favor. Ya sé lo que piensa. Querría una opinión más objetiva. Doctor Freud, ¿es el matrimonio algo bueno?

—¿Para el individuo o para la sociedad? —respondió Freud—. Para la sociedad, el matrimonio es sin duda beneficioso. Pero las cargas de la moral civilizada son demasiado pesadas para muchos. ¿Cuántos años lleva casada, señora Banwell?

—Me casé con George a los diecinueve años —respondió Clara, y el pensamiento de una Clara Banwell de diecinueve años la noche de bodas ocupó la mente de varios de los presentes, no sólo varones—. Por lo tanto llevo casada siete años.

—Es ese caso sabrá lo suficiente —prosiguió Freud— para no sorprenderse por lo que digo; y si no por experiencia propia, lo sabrá por sus amigas. El coito satisfactorio no dura mucho en la mayoría de los matrimonios. Al cabo de cuatro o cinco años, el matrimonio tiende a fallar completamente en este punto, y ello es el augurio también del fin de la comunión espiritual entre los cónyuges. El matrimonio, por tanto, en la mayoría de los casos, acaba con un gran desencanto, tanto espiritual como físico. El hombre y la mujer retroceden, psicológicamente hablando, a su estado premarital, aunque con una diferencia. Ahora son más pobres. Más pobres en lo humano, porque han perdido una ilusión.

Clara Banwell miraba intensamente a Freud. Se había quedado sin habla durante un instante.

—¿Qué está diciendo? —preguntó en voz muy alta el profesor Hyslop, tratando de acercar la trompetilla a Freud.

—¿Sabe, doctor Freud? Aparte de los trucos de salón, es la atención crucial que presta a las enfermedades de la frustración sexual lo que me sorprende. Nuestro problema, seguramente, no estriba en que pongamos demasiado freno a la permisividad sexual, sino en que ponemos demasiado poco.

—Oh —dijo Freud.

—En el mundo hay hoy día mil millones de personas. Mil millones. Y el número crece en progresión geométrica. ¿Cómo van a vivir esos seres, doctor Freud? ¿Qué van a comer? Cada año llegan millones a nuestras costas: los más pobres, los menos inteligentes, los más proclives al crimen. Nuestra ciudad se halla cercana a la anarquía por culpa de ellos. Nuestras cárceles están atestadas. Se reproducen como moscas. Y nos roban. Y no los culpo: si un hombre no puede dar de comer a sus hijos, debe robar. Pero a usted, doctor Freud, si no le entiendo mal, sólo parecen preocuparle los males de la represión sexual. En mi opinión, a un hombre de ciencia deberían preocuparle más los peligros de la emancipación sexual.

—¿Qué propones tú, Charles? ¿El fin de la emigración? —preguntó Jelliffe.

—La esterilización —replicó Dana con optimismo, dándose unos golpecitos en los labios con la servilleta—. El más mísero granjero sabe que no debe dejar que su peor ganado críe. Los hombres ya no procrean como los animales. Si al ganado se le permitiera criar libremente, tendríamos una carne pésima. Todo aquel que emigre a este país sin medios, debería ser esterilizado.

—No contra su voluntad, Charles, me imagino… —apuntó la señora Hyslop.

—Nadie les obliga a venir, Alva —replicó él—. Nadie les obliga a quedarse. ¿Cómo podría considerarse contra su voluntad, entonces? Si se quieren reproducir, que se vayan. Lo que es contra nuestra voluntad es cargar con el coste de su prole inadaptada, que acaba robando o mendigando. Hago una excepción, por supuesto, con aquellos que pasen un test de inteligencia. Una sopa exquisita, Jelliffe, de genuina tortuga, ¿no es cierto? Oh, sí, lo sé, me dirán ustedes que soy cruel y despiadado. Pero sólo les estoy quitando la fertilidad. El doctor Freud les quitaría algo mucho más importante.

—¿Qué? —preguntó Clara.

—La moral —respondió Dana—. ¿Qué tipo de mundo sería, doctor Freud, si sus teorías se extendieran por todas partes? Casi puedo imaginarlo. Las clases bajas harán escarnio de la «moral civilizada». La gratificación se convertirá en su dios. Todos harán causa común para rechazar la disciplina y el sacrificio, sin los cuales la vida carece de dignidad. La chusma se amotinaría. ¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Y qué querrá esta chusma cuando las normas de la civilización sean abolidas? ¿Usted cree que sólo van a querer sexo? Querrán normas nuevas. Querrán obedecer a algún loco nuevo. Querrán sangre; la suya, probablemente, doctor Freud, si es que la historia nos sirve de alguna guía. Querrán probar que son superiores, como las clases bajas pretenden hacer siempre. Y para probarlo matarán. Veo orgías de sangre; orgías de sangre a una escala jamás vista antes. Barrerá usted la moral civilizada, que es lo único que mantiene a raya la brutalidad humana. ¿Y qué ofrece usted a cambio, doctor Freud? ¿Qué pondrá usted en su lugar?

—Sólo la verdad —dijo Freud.

—¿La verdad de Edipo? —dijo Dana.

—Entre otras —dijo Freud.

—Sí, esa verdad que le hizo tanto bien —dijo Dana.

Una vela ardía vacilante junto a la cabecera de Nora Acton. La farola de Gramercy Park lucía pálidamente al otro lado de las cortinas. Su luz era insuficiente para iluminar la silueta del hombre cuya presencia en la habitación percibió, más que vio, Nora. Quiso gritar, pero su mente no controlaba ya su cuerpo. De alguna manera se había liberado y se despegaba de la cama. Parecía flotar y ascender hacia el techo, dejando su cuerpo menudo, envuelto en el camisón, abajo.

Ahora vio con nitidez a su agresor, pero desde arriba. Mirando hacia abajo, hacia sí misma, vio cómo el hombre le quitaba el pañuelo de la cara. Vio cómo le daba unos toques en la boca dormida, entreabierta, con un lápiz de labios rojo. ¿Por qué le pintaba los labios? Le gustó cómo le quedaban; siempre se lo había preguntado. ¿Qué haría el hombre a continuación? Desde lo alto, Nora observó cómo el hombre encendía un cigarrillo en la llama de la vela de la cabecera de su cama, y ponía una rodilla sobre su cuerpo supino, y apagaba el cigarrillo encendido directamente en su piel, allí abajo, a apenas dos centímetros de su parte más íntima.

Su cuerpo se resistió contra la rodilla que la mantenía sujeta contra el lecho. Lo veía todo desde arriba: se vio resistiéndose a la presión de la rodilla. Parecía que le dolía. Pero no le dolía, ¿no es cierto? Contemplándolo todo desde lo alto, no sentía nada: nada en absoluto. Y si, mientras se contemplaba, no sentía dolor, entonces es que no había dolor alguno, porque allí no había nadie más que ella que pudiera sentirlo, ¿no es cierto?