Carl Jung estaba de pie, alto y derecho, en el umbral de la habitación de Freud. Iba formalmente vestido, con traje completo. Nada en su actitud sugería que instantes antes hubiera estado jugando con ramitas y guijarros en el suelo de su habitación.
Freud, en mangas de camisa y chaleco, rogó a su visitante que se pusiera cómodo. Su instinto le decía que aquella entrevista iba a ser decisiva. Jung, en efecto, no parecía estar bien. Freud no daba crédito a las acusaciones de Brill, pero empezaba a aceptar que Jung podía estar moviéndose fuera de la órbita de él, su maestro.
Freud sabía que Jung era más inteligente y creativo que cualquier otro de sus seguidores, y quien más potencial tenía para abrir nuevas fronteras. Pero Jung padecía, no había duda, de «complejo del padre». Cuando, en una de las cartas de los primeros tiempos, Jung rogaba a Freud que le enviara una fotografía suya, diciendo que la conservaría «como algo precioso», Freud se sintió halagado. Pero cuando le pidió explícitamente que lo mirara no como a un igual sino como a un hijo, Freud empezó a preocuparse, y se dijo a sí mismo que tendría que dedicar un cuidado especial a este asunto.
Razonó Freud que, por lo que él sabía, Jung no tenía ningún otro amigo varón. Jung siempre se rodeaba de mujeres, de muchas mujeres, de demasiadas mujeres. Ahí radicaba la otra dificultad. Dada su posición ante Hall, Freud no podía ya eludir durante más tiempo una conversación con Jung sobre la joven que había escrito afirmando ser su paciente y amante. Freud había leído la carta sin escrúpulos que Jung le envió a la madre de la joven. Y luego estaba lo que le acababa de contar Ferenczi del estado en que había visto su habitación del hotel.
El punto sobre el que Freud no albergaba ninguna duda era la adhesión de Jung a los principios fundamentales del psicoanálisis. En sus cartas privadas, en horas y horas de conversaciones, Freud había puesto a prueba, por activa y por pasiva, tal adhesión. No había duda alguna: Jung creía firme y totalmente en la etiología sexual de los trastornos psíquicos. Y había llegado a tal convicción por la mejor de las vías posibles: la superación de su propio escepticismo al ver que las hipótesis de Freud se confirmaban una y otra vez en la praxis clínica.
—Siempre hemos hablado con franqueza el uno con el otro —dijo Freud—. ¿Podemos seguir haciéndolo?
—Nada me gustaría más —dijo Jung—. Sobre todo ahora que me he liberado de su autoridad paternal.
Freud trató de no dejar traslucir su sorpresa.
—Estupendo, estupendo. ¿Café?
—No, gracias. Sí. Sucedió ayer, cuando usted decidió mantener oculta la verdad de su sueño del conde Thun a fin de preservar su autoridad. ¿Ve la paradoja? Tenía miedo de perder su autoridad, y, como consecuencia, la ha perdido. Le importa más la autoridad que la verdad; para mí no puede existir más autoridad que la verdad. Pero es mejor así. Su causa sólo prosperará si yo conservo mi independencia. Ya está prosperando, de hecho. ¡He resuelto el problema del incesto!
De todo este torrente de palabras, Freud se ciñó a dos:
—¿Mi causa?
—¿Qué?
—Ha dicho «su causa» —repitió Freud.
—No lo he dicho.
—Sí lo ha hecho. Es la segunda vez.
—Bien, es suya, ¿no? Suya y mía. Será infinitamente más fuerte ahora. ¿No me ha oído? He resuelto el problema del incesto.
—¿A qué se refiere con «resolver»? —dijo Freud—. ¿Qué problema?
—Sabemos que el hijo ya mayor no codicia sexualmente a su madre, con sus venas varicosas y sus pechos caídos. Esto es una obviedad. Ni la codicia el hijo infante, que aún no tiene ni una intuición de la penetración. ¿Por qué, entonces, las neurosis adultas giran tan frecuentemente en torno al complejo de Edipo, como sus casos y los míos nos confirman? La respuesta me vino dada en un sueño de la noche pasada. El conflicto adulto reactiva el material infantil. La libido reprimida del neurótico se ve forzada a regresar a los canales infantiles —¡justo como usted siempre dijo!—, donde encuentra a la madre, que una vez fue algo tan valioso para él. La libido se apega a ella, sin que la madre haya sido deseada realmente nunca.
Estas consideraciones causaron una reacción física singular en Sigmund Freud. Se produjo un aflujo de sangre a las arterias que rodean el córtex cerebral, y él lo acusó como una pesadez en el cráneo. Tragó saliva y dijo:
—¿Está negando el complejo de Edipo?
—No, en absoluto. ¿Cómo iba a negarlo? El término lo inventé yo.
—El término complejo es suyo —dijo Freud—. Y lo retiene, pero niega lo edípico.
—¡No! —clamó Jung—. Preservo todos sus descubrimientos fundamentales. El neurótico tiene complejo de Edipo. Su neurosis le hace creer que codicia sexualmente a su madre.
—Está diciendo que no existen deseos incestuosos reales. No en las personas sanas, al menos.
—¡Ni siquiera en los neuróticos! Es maravilloso. En el neurótico se genera un complejo de la madre porque su libido le fuerza a volver a los canales infantiles. Así, el neurótico se da a sí mismo una razón ilusoria para castigarse. Se siente culpable de un deseo que jamás tuvo.
—Ya veo. ¿Qué es entonces lo que le ha causado la neurosis? —preguntó Freud.
—Su conflicto actual. Cualquier deseo que el neurótico no admite tener. Cualquier tarea vital a la que no logra enfrentarse.
—Ah, el conflicto actual —dijo Freud. La cabeza ya no le pesaba. Lo que ahora sentía en ella era una peculiar ligereza—. Así que no hay necesidad de rastrear en el pasado sexual del paciente. Ni, por supuesto, en su niñez.
—Exacto —dijo Jung—. Nunca pensé así. Desde una perspectiva puramente clínica, es el conflicto actual el que debe desvelarse y sobre el que se debe actuar. El material sexual de la niñez, reactivado, puede sondearse, pero no es más que un señuelo, una trampa. Es el esfuerzo del paciente por huir de sus neurosis. Estoy escribiendo todo esto. Verá cuántos partidarios gana el psicoanálisis si se reduce el papel de la sexualidad.
—Oh, elimínelo por completo; nos irá aún mejor —dijo Freud—. ¿Puedo hacerle una pregunta? Si el incesto no se desea realmente, ¿por qué es un tabú?
—¿Tabú?
—Sí —dijo Freud—. ¿Por qué habría de haber una prohibición del incesto en cada una de las sociedades humanas que han existido hasta hoy, si jamás se ha dado en nadie tal deseo?
—Porque…, porque… muchas cosas son tabú y en realidad no se desean.
—Dígame una.
—Bueno, hay muchas. Hay una larga lista —dijo Jung.
—Dígame una.
—Bueno…, por ejemplo…, los cultos prehistóricos a los animales, los tótems; son… —Jung no fue capaz de terminar la frase.
—¿Puedo hacerle otra pregunta? —dijo Freud—. Dice que la idea le ha venido de la interpretación de un sueño. Me pregunto qué sueño será. Y si no será posible interpretarlo de otra manera.
—No dije que fuera a través de la interpretación de un sueño —replicó Jung—. Dije en un sueño. De hecho no estaba dormido del todo.
—No comprendo —dijo Freud.
—Ya sabe esas voces que oímos de noche, justo antes de conciliar el sueño. He aprendido a atender a esas voces. Una de ellas me habla con una sabiduría antigua. Y he visto a quien me habla. Es un anciano, un gnóstico egipcio…, una quimera, en realidad, que se llama Filemón. Ha sido él quien me ha revelado el secreto.
Freud no respondió.
—No me arredran sus insinuaciones de incredulidad —dijo Jung—. Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Herr Professor, de las que pueda soñar su psicología.
—Seguro que sí. Pero dejarse llevar por una voz, Jung…
—Quizá le estoy dando una impresión errónea —dijo Jung—. No acepto la palabra de Filemón sin razonamiento. Me expuso sus argumentos a través de una exégesis de los cultos primitivos de la madre. Le aseguro que al principio no creí lo que me decía. Puse varias objeciones, y a todas ellas me dio una contestación satisfactoria.
—¿Habla con él?
—Es obvio que no le gusta nada mi innovación teórica.
—Me preocupa su fuente —dijo Freud.
—No, le preocupan sus teorías, sus teorías sexuales —dijo Jung, con indignación visible y creciente—. Y por tanto cambia de tema y trata de llevarme a una conversación acerca de lo sobrenatural. Pero no me dejaré engañar. Tengo razones objetivas.
—¿Que le ha proporcionado un espíritu?
—Porque usted no haya experimentado nunca un fenómeno de ese tipo no quiere decir que no existan.
—Le concedo eso —dijo Freud—. Pero hay que aportar pruebas, Jung.
—¡Lo he visto, se lo aseguro! —exclamó Jung—. ¿No es eso una prueba? Lloraba contándome cómo los faraones borraban los nombres de sus padres de las lápidas de los mausoleos, práctica que no conocía y que he verificado luego. ¿Quién es usted para decir lo que es una prueba y lo que no lo es? Usted da por supuesta su conclusión: ese espíritu no existe, luego lo que veo y lo que oigo no cuentan como prueba.
—Lo que usted oye. No, no es una prueba, Carl, si sólo una persona puede oírlo.
Un extraño sonido empezó a llegar desde detrás del sofá en el que estaba sentado Freud: un crujido, o un chirrido; como si hubiera algo dentro de la pared que pugnase por salir al exterior.
—¿Qué es eso? —dijo Jung.
El crujido se hizo más fuerte, y acabó por llenar la habitación. Cuando llegó a lo que parecía su cenit, se oyó un tremendo astillamiento, como el estruendo de un trueno.
—¿Qué diablos…? —dijo Freud.
—Conozco ese ruido —dijo Jung. Un brillo triunfal destelló en sus ojos—. He oído ese ruido antes. ¡Ahí tiene su prueba! Ha sido una exteriorización catalizadora.
—¿Una qué?
—Un flujo interno de la psique que se manifiesta a través de un objeto externo —explicó Jung—. ¡Yo he producido ese ruido!
—Oh, vamos, Jung —dijo Freud—. Puede que haya sido un disparo.
—Está usted equivocado. Y para probarlo, haré que vuelva a producirse. ¡Ahora!
En el momento mismo en que Jung pronunció esa palabra, el ruido volvió a empezar. Y, de igual modo, fue ganando en intensidad hasta hacerse insoportable, y en el ápice de su ascenso se oyó un tremendo estallido.
—¿Qué me dice ahora? —dijo Jung.
Freud no dijo nada: se había desmayado y se deslizaba despacio del sofá al suelo.
El detective Littlemore, caminando desde los muelles de Canal Street hacia el centro, iba encajando las piezas del rompecabezas. Era el primer asesinato que había investigado en su vida. El señor Hugel se sentiría en la gloria cuando se lo contase.
No era en absoluto Harry Thaw: era George Banwell, de principio a fin. Era Banwell quien había asesinado a Elizabeth Riverford y quien había robado su cuerpo de la morgue. Littlemore imaginaba a Banwell conduciendo hasta la orilla del río, sacando el cuerpo y dejándolo sobre el muelle, y bajando en el elevador hasta el cajón neumático. Banwell tenía la llave que abría el elevador. El cajón era el lugar perfecto para deshacerse de un cadáver.
Pero Banwell suponía que iba a estar solo en el cajón. Debió de sorprenderse mucho cuando vio en él a Malley. ¿Cómo explicar el haber bajado allí en mitad de la noche con un cadáver a rastras? No había explicación posible, así que tuvo que matar a Malley.
El bloqueo de la ventana cinco y la reacción de Banwell eran el remate de la prueba. No quería por nada del mundo que nadie descubriera qué era lo que había obstruido la ventana cinco, ¿no es cierto?
El detective iba viendo todo esto mentalmente mientras se apresuraba casi sin resuello por Canal Street. Lo iba viendo todo salvo un gran coche negro y rojo, un Stanley Steamer, que lo seguía despacio a media manzana de distancia. En su imaginación, mientras cruzaba la calle, Littlemore vio su ascenso a teniente; vio al alcalde mismo condecorándole; vio a Betty admirando su nuevo uniforme. Pero no vio el Stanley Steamer que aceleraba de súbito. No vio cómo el vehículo hacía un ligero viraje para atropellarlo mortalmente, y por supuesto no se vio a sí mismo saltando por los aires al ser alcanzado en las piernas por el guardabarros del Stanley.
Su cuerpo quedó tirado en Canal Street mientras el coche se alejaba a toda velocidad por la Segunda Avenida. Algunos de los horrorizados viandantes lanzaron imprecaciones contra el conductor que huía después de atropellar a un hombre. Uno de ellos le llamó asesino. Un policía que estaba en la esquina corrió hacia el caído Littlemore, que aún pudo hacer acopio de la fuerza suficiente para susurrarle algo al oído. El agente frunció el ceño, y luego asintió con la cabeza. Al cabo de diez minutos llegó una ambulancia tirada por caballos. Los enfermeros que recogieron a Littlemore no se molestaron siquiera en llevarlo a un hospital: enfilaron directamente hacia el depósito de cadáveres.
Jung levantó a Freud por las axilas y lo depositó encima del sofá. De pronto Freud le pareció a Jung viejo e inerme: su temible facultad de juicio era ahora tan inocua como sus brazos y piernas fláccidos y colgantes. Freud recobró el conocimiento en unos pocos segundos.
—Qué dulce tiene que ser… morir —dijo.
—¿Está enfermo?
—¿Cómo ha hecho eso? ¿Ese ruido?
Jung se encogió de hombros.
—Reconsideraré la parapsicología. Tiene usted mi palabra —dijo Freud—. El comportamiento de Brill… Lo lamento de verdad. No habla por mí.
—Lo sé.
—Llevo un año insistiendo demasiado en que me informe de sus actividades —dijo Freud—. Me doy cuenta. Eliminaré el exceso de libido, se lo prometo. Pero estoy preocupado, Carl. Ferenczi ha visto ese… pueblecito en su habitación.
—Sí. He encontrado una nueva manera de reavivar los recuerdos de la niñez. Jugar. Cuando era un chiquillo solía levantar pueblos enteros.
—Ya veo.
Freud se incorporó, con el pañuelo pegado a la frente. Aceptó un vaso de agua que le tendía Jung.
—Déjeme psicoanalizarle —dijo Jung—. Puedo ayudarle.
—¿Psicoanalizarme a mí? Ah, ya. Mi desmayo de hace unos segundos. ¿Cree que ha sido neurótico?
—Por supuesto.
—Estoy de acuerdo —dijo Freud—. Pero yo ya conozco su causa.
—Su ambición. Lo ha dejado ciego, terriblemente ciego. Como yo lo he estado.
Freud respiró profundamente.
—Ciego, se referirá, supongo, a mi miedo de ser destronado, a mi resentimiento por su éxito, a mis denodados esfuerzos para que no destaque.
Jung dio un respingo.
—¿Lo sabía?
—Sabía lo que diría —dijo Freud—. ¿Qué he hecho para merecer esa acusación? ¿No le he puesto al corriente de cada cosa que he ido haciendo, no le he mandado a mis propios pacientes, no le he citado, no le he concedido siempre crédito? ¿No he hecho todo lo que estaba en mi mano por usted, incluso a costa de herir a viejos amigos, confiándole tareas que bien podría haber seguido realizando yo mismo?
—Pero usted subestima lo más importante: mis descubrimientos. He resuelto el problema del incesto. Es una revolución. Pero usted no le concede la menor importancia.
Freud se frotó los párpados.
—Le aseguro que eso no es cierto. Aprecio en su justa medida su enorme importancia. Usted nos contó un sueño que había tenido a bordo del George Washington. ¿Se acuerda? Está en una honda bodega o cueva, muy por debajo del nivel del suelo. Y ve un esqueleto. Dijo que los huesos pertenecían a su esposa, Emma, y a su hermana.
—Supongo que sí —dijo—. ¿Por qué?
—¿Lo supone?
—Es así, como usted dice. ¿Y qué?
—¿De quién eran en realidad los huesos?
—¿A qué se refiere? —preguntó Jung.
—Estaba mintiendo.
Jung no respondió.
—Vamos —dijo Freud—. Al cabo de treinta años de ver a pacientes que me mienten, ¿cree que no me doy cuenta cuando lo hacen?
Jung seguía sin responder.
—El esqueleto era el mío, ¿no es cierto? —dijo Freud.
—¿Y qué si lo era? —dijo Jung—. El sueño me decía que estaba superándole. Y no quería herirle.
—Quería verme muerto, Carl. Primero me convirtió en su padre, y ahora quiere que muera.
—Entiendo —dijo Jung—. Entiendo adónde quiere ir a parar. Mis innovaciones teóricas son una tentativa de derrocarle. Eso es lo que dice siempre, ¿no? Si alguien disiente de usted, sólo puede tratarse de un síntoma neurótico. Una resistencia, un deseo edípico, un parricidio del padre…, cualquier cosa menos la verdad objetiva. Perdóneme, pero debo de haberme contagiado del deseo de que se me entienda intelectualmente por lo menos una vez. No que se me diagnostique, sólo que se me entienda. Pero quizá no es posible con el psicoanálisis. Quizá la verdadera función del psicoanálisis sea insultar y lisiar a los demás susurrándoles al oído sus complejos, como si ello fuera una explicación de algo. ¡Qué teoría más desastrosa!
—Escuche lo que está diciendo, Jung. Escuche su voz. Le pido tan sólo que considere la posibilidad, la mera posibilidad, de que sea su «complejo del padre», son sus propias palabras, el que está hablando aquí. Sería una enorme lástima para usted hacer una declaración pública de unas teorías cuyas verdaderas motivaciones sólo verá usted más adelante.
—Me ha preguntado si podíamos hablar con toda sinceridad —dijo Jung—. Yo, por lo menos, lo estoy intentando. Veo a través de usted. Conozco su juego. Usted hurga en los síntomas de los demás, en cada lapsus linguae, buscando continuamente sus puntos débiles, convirtiendo en niño a todo el mundo, mientras usted sigue en lo alto, deleitándose en la autoridad del padre. Nadie se atreve a coger de las barbas al Maestro. Bien, no tengo ni una pizca de neurosis. No soy yo quien se ha desmayado. No soy yo el incontinente. Hoy ha dicho usted algo que es verdad: que su desmayo es neurótico. Sí, yo he padecido una neurosis: la suya, no la mía. Creo que usted odia a los neuróticos; creo que el psicoanálisis es la válvula de escape de ese odio. Nos convierte a todos en sus hijos, y se queda yacente a la espera de alguna expresión agresiva por nuestra parte, que está seguro que en algún momento tendrá lugar, y entonces se pone en pie de un salto y grita ¡Edipo, o deseo de muerte! Bien, pues no doy un centavo por sus diagnósticos.
Se hizo un silencio perfecto en la habitación.
—Ya sé que se tomará todo esto como una crítica —dijo Jung, con un punto de falta de seguridad en sí mismo—, pero lo que le estoy diciendo lo dicta la amistad.
Freud sacó un cigarro.
—Es por su bien —dijo Jung—. No por el mío.
Freud apuró el vaso de agua. Sin encenderse el cigarro, se levantó y fue hasta la puerta de la habitación.
—Tenemos un pacto, nosotros los psicoanalistas; un pacto entre nosotros —dijo Freud—. Ninguno tiene que avergonzarse de su pequeña dosis de neurosis. Pero jurar que uno es la viva estampa de la salud mientras actúa anormalmente sugiere falta de visión de su propia enfermedad. Recupere su libertad. Ahórreme su amistad. Adiós.
Freud abrió la puerta para que saliera Jung. Mientras lo hacía, Jung dijo unas últimas palabras:
—Verá lo que esto significará para usted. El resto es silencio.
El frío y el silencio en Gramercy Park no eran los habituales. Cuando Nora se hubo marchado corriendo, seguí allí en el banco largo rato, mirando con fijeza su casa, y luego la vieja casa del tío Fish, que estaba a la vuelta de la esquina y que yo solía visitar de chico. El tío Fish nunca nos dejaba la llave del parque. Al principio me asaltó confusamente la idea de que, como Nora se había llevado la llave, no iba a poder salir de aquel parque. Luego caí en la cuenta de que la llave era para entrar, no para salir.
Aunque odiosa a mis ojos en todos los aspectos, me veía obligado a admitir lo acertado de la teoría de Edipo de Freud. Llevaba tanto tiempo oponiéndome… Claro que varios de mis pacientes me habían hecho confesiones a las que bien podía haber dado una interpretación edípica. Pero nunca había oído a ninguno confesar así, a quemarropa, sin barnices interpretativos, unos deseos incestuosos.
Nora había admitido los suyos. Espero haber sabido admirar como se merece esa conciencia de sí misma. Pero no dejaba de despertar en mí una repugnancia irremediable.
Vete a un convento. Estaba pensando en la reiterada admonición de Hamlet a Ofelia, poco después del ser o no ser: que entrara en un convento. ¿Va a ser una madre de pecadores?, le pregunta. Así seas tan casta como el hielo…, no te librarás de la calumnia. ¿Se pintaría la cara? Dios os da una cara, y vosotras os hacéis otra.
Creo que los razonamientos de mi corazón eran como sigue: sabía que no podría soportar tocar ahora a Nora. Apenas podía soportar pensar en ella… de aquel modo. Pero hube de admitir, maldita sea, que tampoco podía soportar el pensamiento de que cualquier otro hombre la tocara.
Me levanté del banco, me pasé las manos por el pelo. Me obligué a centrarme en los aspectos médicos del caso. Seguía siendo su médico. Desde el punto de vista clínico, la aceptación de Nora de que la noche anterior había contemplado su propia agresión desde lo alto de la alcoba era mucho más importante que el reconocimiento de sus deseos edípicos. Le había dicho que tales experiencias eran habituales en los sueños, pero, en combinación con la realidad de la quemadura del cigarrillo en la piel, su relato sonaba muy cercano a la psicosis. Seguramente necesitaba algo más que el psicoanálisis. Con toda probabilidad, tendría que ser hospitalizada. Vete a un sanatorio psiquiátrico…
Sin embargo, no podía creer que se hubiera infligido las heridas de la primera agresión, los brutales latigazos del lunes. Ni estaba dispuesto a admitir como una certeza incuestionable que la agresión de la noche anterior hubiera sido una mera alucinación. Ciertos recuerdos asociados a la facultad de medicina iban y venían fugazmente de mi cabeza.
La Universidad de Nueva York estaba tan sólo a unas manzanas de distancia. Resultó finalmente que la puerta de Gramercy Park estaba cerrada con llave. Tuve que saltar la verja, y, quién sabe por qué, al hacerlo me sentí como un criminal.
Al cruzar Washington Square pasé por debajo del arco monumental de Stanford White y me maravillé ante el potencial asesino del amor. ¿Qué otras obras podría haber creado el gran arquitecto si no hubiera sido asesinado por un marido celoso y loco, el hombre al que Jelliffe trataba de dar el alta médica para que pudiera salir del manicomio? Un poco más adelante estaba la excelente biblioteca de Universidad de Nueva York.
Empecé por el trabajo del profesor James sobre el óxido nitroso, que yo ya conocía bien de mis tiempos de Harvard, pero no encontré nada que se ajustase a la descripción que buscaba. Los textos generales de anestesiología no me sirvieron de nada. Así que acudí a la literatura física. En las fichas del catálogo encontré una que rezaba PROYECCIONES ASTRALES, pero resultó ser un desvarío teosófico. Luego encontré una docena de entradas sobre DESDOBLAMIENTO. En éstas, tras un par de horas de indagación, di por fin con lo que estaba buscando.
Tuve mucha suerte: Durville me proporcionó varias referencias de libros recién publicados sobre apariciones. Bozzano había consignado un caso enormemente sugestivo, y Osty otro aún más claro (Revue Métapsychique, número de mayo-junio). Pero fue el caso que encontré en Battersby el que despejó cualquier duda que aún pudiera quedarme:
Luchaba con tanta violencia que ni dos enfermeras y un especialista fueron capaces de sujetarme… Lo siguiente que recuerdo es un grito penetrante que se oía en el cuarto, y que yo estaba arriba en el aire, mirando hacia abajo, hacia la cama sobre la que se inclinaban las enfermeras y el médico. Yo era consciente de que trataban en vano de hacer que callara. De hecho les oí que decían: «Señorita B., señorita B., no grite de ese modo. Está asustando a los demás pacientes». Al mismo tiempo, yo sabía muy bien que estaba fuera de aquel cuerpo, el mío, que gritaba, Y que no podía hacer nada para que callara.
No tenía el número de teléfono del detective Littlemore, pero sabía que trabajaba en la nueva jefatura de policía del centro. Si no lograba dar con él, le dejaría un recado.