XIV

En la década de 1870, se alzó una caprichosa profusión de alto gótico victoriano en el solar triangular de la esquina de la calle Diez con la Sexta Avenida, que contrastaba de forma poderosa y discordante con el barrio proletario y de reputación dudosa que lo circundaba. El nuevo y polícromo juzgado era toda una urdimbre de tejados de empinada pendiente, con gabletes y pináculos que se alzaban en cualquier altura y emplazamiento. Su atalaya se hallaba coronada por una torrecilla de cincuenta metros de altura. En un edificio anexo se alzaba una prisión de cinco plantas y del mismo estilo, y anexo a la prisión había otro gran edificio que albergaba un mercado. La gente lo conocía como Jefferson Market; la idea era que una institución de la ley y el orden no tenía por qué estar aislada de las demás de la vida diaria.

Durante el día, los casos criminales de gran trascendencia se dirimían en el juzgado de Jefferson Market. Horas después, el mismo tribunal se convertía en el Tribunal Nocturno de la ciudad, donde se juzgaban casos de vicio y costumbres. En consecuencia, la cárcel de Jefferson Market la ocupaban normalmente prostitutas a la espera de fallo y castigo. Fue allí, en aquella cárcel, donde Littlemore encontró a una exhausta aunque ilesa Betty el miércoles por la noche.

Estaba en una celda grande y atestada de la tercera planta. Separada del pasillo por unos barrotes. Las ventanas daban a la calle Diez. Había unas veinticinco o treinta mujeres encerradas, de pie en pequeños grupos o sentadas en largos y estrechos bancos adosados a las paredes.

La celda se dividía en dos partes, que correspondían a dos clases de detenidas. Unas quince jóvenes, vestidas como Betty con traje de faena: sencillas y oscuras faldas de un único tono, y hasta los tobillos, por supuesto, y blusas blancas de manga larga. Estas mujeres eran las obreras de la fábrica de camisas donde Betty llevaba empleada menos de una jornada. Entre ellas había algunas muy jóvenes, incluso alguna chiquilla de trece años.

Sus otras compañeras de celda eran como una docena de mujeres, de edades diversas y más llenas de colorido en atuendo y afeites. La mayoría se sentía notoriamente a sus anchas, en un entorno más que familiar. Una, sin embargo, era más vocinglera que las demás: se quejaba a los guardias y quería saber cómo podían tener en un calabozo a una mujer en sus circunstancias. Littlemore la reconoció al instante: la señora Susan Merrill. Era la única que tenía una silla, una deferencia de las demás para con ella. Sobre los hombros llevaba un chal color burdeos, y en los brazos un bebé que dormía plácidamente pese al fragor de la celda.

La placa del detective Littlemore le abrió las puertas de los calabozos, pero no le permitió sacar a Betty. Estuvieron a un par de palmos el uno del otro, separados por barrotes de hierro que iban del suelo al techo, charlando en voz baja.

—Tu primer día de trabajo, Betty —le dijo Littlemore— ¿y te pones en huelga?

No había ido a la huelga. Cuando Betty llegó a la fábrica aquella mañana, fue directamente a la planta novena y se incorporó al grupo de un centenar de chicas que cosían. Pero el caso es que había unos cincuenta taburetes vacíos frente a otras tantas máquinas de coser ociosas. Lo que había sucedido era lo siguiente: el día anterior, unas ciento cincuenta costureras habían sido despedidas por «ser partidarias de los sindicatos». Aquella noche, en respuesta, el Sindicato de Trabajadoras de la Confección convocó una huelga contra la fábrica de Betty. En el curso de la mañana siguiente, un pequeño grupo de trabajadores y sindicalistas se fue congregando en la calle de la fábrica, gritando hacia las obreras de las plantas superiores.

—Nos llamaban esquiroles —le explicó Betty—. Ahora entiendo por qué me contrataron tan rápido: estábamos reemplazando a las sindicalistas despedidas. No he sido una esquirol, ¿verdad, Jimmy? ¿Verdad que no?

—Supongo que no —dijo Littlemore—. Pero ¿por qué han ido a la huelga, de todas formas?

—Oh, no vas a creértelo. Lo primero de todo es el calor que hace: es como un horno. Luego te cobran por todo: por las taquillas, por las máquinas de coser, por las agujas, por los taburetes… Así que no cobras ni la mitad del salario que te prometen. Jimmy, una chica que la semana pasada trabajó setenta y dos horas, cobró tres dólares, ¿qué te parece? ¡Tres dólares! Es…, es…, ¿a cuánto sale la hora?

—Cuatro centavos la hora —dijo Littlemore—. Horrible.

—Y eso no es lo peor. Cierran todas las puertas para que las chicas no paren de trabajar ni un momento; no te dejan ni ir al cuarto de baño.

—Santo Dios, Betty, tendrías que haberte marchado. No tendrías que haberte unido a ningún piquete ni haberte puesto a romper cristales y demás.

Betty estaba mitad indignada, mitad confusa.

—No estuve en ningún piquete, Jimmy.

—Bueno, ¿y por qué te han detenido, entonces?

—Porque me fui. Los jefes nos dijeron que iríamos a la cárcel si nos marchábamos, pero no les creí. Y nadie se puso a romper cristales. Los policías no paraban de dar palos a la gente.

—Ésos no eran policías.

—Oh, sí, sí que lo eran.

—Oh, Dios —dijo Littlemore—. Tengo que sacarte de aquí.

Le hizo una seña a uno de los guardias y le explicó que Betty era su chica y que no había ido a la huelga en absoluto, que estaba en el calabozo por error. Al oír las palabras «mi chica», Betty miró hacia el suelo y sonrió con embarazo.

El guardia, compadre de Littlemore, le respondió con pesar que tenía las manos atadas.

—No soy yo, Jimmy —dijo—. Tienes que hablar con Becker.

—¿Con Beck? —preguntó Littlemore, mientras se le iluminaban los ojos—. ¿Está aquí Beck?

El guardia condujo a Littlemore por un pasillo hasta una salita donde cinco hombres bebían, fumaban y jugaban a un ruidoso juego de cartas bajo una bombilla eléctrica de luz vacilante. Uno de ellos era el sargento Charles Becker, un hombre robusto como una boca de incendios, de cabeza pequeña y redonda y poderosa voz de barítono. Becker, que llevaba quince años en el cuerpo, trabajaba en el distrito policial más depravado de Manhattan, conocido como el Tenderloin, donde los casinos y burdeles, incluido el de Susan Merrill, se mezclaban con los más chabacanos teatros de vodevil y los «palacios» de la langosta. La presencia de Becker en aquellos calabozos era un golpe de buena suerte para el detective Littlemore, que se había pasado seis meses como policía de ronda de la brigada de Becker.

—Hola, Becker —saludó Littlemore.

—¡Littlemouse![13] —bramó Becker, que repartía las cartas—. Chicos. Os presento a mi hermanito, que es detective en el centro. Jimmy, éste es Gyp, y éstos Whitey, Lefty y Dago. Te acuerdas de Dago, ¿no?

—Dago… —dijo Littlemore.

—Hace dos o tres años —contó Becker a sus compadres, refiriéndose a Littlemore—, este colega me resolvió un caso de atraco en un santiamén. Y me entregó al atracador, que aún está pagando por lo que hizo. Los malos siempre pagan, chicos. ¿Qué estás haciendo aquí, Jimmy, echando una ojeada?

Becker escuchó lo que Littlemore tenía que decirle, sin quitar los ojos de la mesa de póquer. Con el bramido de un hombre que saborea su gran despliegue de magnanimidad, ordenó a los guardias que soltaran a la chica del detective. Littlemore le dio las más sentidas gracias a Becker y volvió corriendo a la celda, donde se hizo cargo de Betty. Camino de la calle, Littlemore asomó la cabeza en la sala de la partida de póquer y volvió a darle las gracias a Becker.

—Oye, Becker —añadió luego—: ¿Me harías otro favor?

—Tú dirás, hermanito —dijo Becker.

—Hay una señora ahí dentro, con un bebé. ¿Alguna posibilidad de soltarla también a ella?

Becker aplastó la colilla de un cigarrillo. Su voz siguió siendo normal, pero la actitud jocosa de sus compadres cesó de inmediato.

—¿Una señora? —preguntó Becker.

Littlemore supo enseguida que algo se había torcido, pero no sabía qué.

—Se refiere a Susie, jefe —dijo Gyp, cuyo verdadero nombre era Horowitz.

—¿Susie? Susie Merrill no está en mi calabozo, ¿o sí, Whitey? —dijo Becker.

—Está ahí dentro, jefe —respondió Whitey, cuyo nombre verdadero era Seidenschner.

—¿Tienes algo con Susie, Jimmy?

—No, Beck —dijo Littlemore—. Es que he pensado que…, hombre, que estando con ese bebé y demás…

—Ajá —dijo Becker.

—Olvida lo que he dicho, Beck —dijo Littlemore—. Me refería a que si…

Becker gritó a los guardias que soltaran a Susie inmediatamente. Acompañó la orden con una sarta de imprecaciones selectas que expresaban su indignación por el hecho de que un bebé estuviera en su calabozo y gritando a voz en cuello que si volvían a entrar «otros bebés» allí en el futuro se los trajeran de inmediato a su presencia. Este último comentario desató un torrente de carcajadas entre los compadres de la timba. Littlemore decidió que lo mejor era esfumarse sin tardanza. Dio las gracias por tercera vez a Becker —ahora éste no le contestó— y condujo a Betty hasta la calle.

La calle Diez estaba casi desierta. Una brisa soplaba desde el oeste. En la escalinata de la entrada de la cárcel, bajo las sombras del colosal edificio victoriano, Betty se detuvo:

—¿Sabes quién es esa mujer? —le preguntó a Littlemore—. ¿La del bebé?

—Me hago una idea.

—Pero Jimmy, es…, es una madama.

—Lo sé —dijo Littlemore, sonriendo—. He estado en su casa.

Betty le dio una bofetada en un lado de la boca.

—Huy —dijo Littlemore—. Sólo fui a hacerle algunas preguntas sobre el asesinato de Riverford.

—Oh, Jimmy, ¿y por qué no lo has dicho antes? —dijo Betty. Se llevó las manos a la cara, y luego las puso en la de él, y sonrió—. Lo siento…

Se abrazaron. Seguían abrazándose instantes después, cuando las pesadas puertas de roble de la cárcel se abrieron con ruido y cayó sobre ellos un haz de luz. Susan Merrill estaba en el umbral, cargada con el bebé, con uno de sus enormes sombreros. Littlemore la ayudó a bajar las escaleras. Betty se ofreció a coger al bebé en brazos, a lo que la mujer accedió de buen grado.

—Así que eres tú el que me ha echado una mano —dijo Susie—. Supongo que crees que ahora te debo algo, ¿no?

—No, señora.

Susie levantó la cabeza para mirar mejor al detective. Reclamó el bebé a Betty y, en un susurro tan tenue que Littlemore apenas alcanzó a oírla, dijo:

—Vas a hacer que te maten.

Ni Littlemore ni Betty dijeron nada.

—Sé a quién andas buscando —siguió Susie, aún en voz apenas audible—. El 18 de marzo de 1907.

—¿Qué?

—Sé quién, y sé qué. Tú no lo sabes, pero yo sí. Pero yo no hago nada gratis.

—¿Qué pasa con el 18 de marzo de 1907?

—Averígualo tú. Y échale el guante tú —dijo Susie entre dientes, con un veneno tan virulento en el tono que cubrió con una mano la cara del bebé como si quisiera protegerlo de él.

—¿Qué pasó ese día? —insistió Littlemore.

—Pregúntalo en la puerta de al lado —susurró Susie Merrill, antes de desaparecer en la penumbra creciente.

Rose nos echó del apartamento; una verdadera delicadeza por su parte. No quería por nada del mundo que Freud se metiera en labores de limpieza. Y en cuanto a Brill, parecía tan nulo como un soldado con síndrome de DaCosta[14]. No iba a venir a la cena, anunció, y nos pidió que lo excusáramos de algún modo.

Jones tomó el metro hasta su hotel, que estaba un poco más al sur de la ciudad y era más barato que el nuestro, mientras que Freud, Ferenczi y yo decidimos caminar hasta el Hotel Manhattan atajando por el parque. Es asombroso lo desierto que puede estar al anochecer el mayor parque de Nueva York. Primero barajamos hipótesis acerca del extraordinario estado en que habíamos encontrado el apartamento de Brill; luego Freud nos preguntó a Ferenczi y a mí cómo debería responder a la carta del presidente Hall.

Ferenczi declaró que debíamos enviar un desmentido inmediato, explicando que la conducta impropia atribuida a Freud era en realidad imputable a Jones y a Jung. A ojos de Ferenczi, lo único que estaba por ver era si Hall nos creía o no.

—Ya conoce a Hall, Younger —dijo Freud—. ¿Qué opina al respecto?

—El presidente Hall aceptará vuestra palabra —respondí, queriendo decir que aceptaría la mía—. Pero me he estado preguntando, doctor Freud, si no será precisamente eso lo que ellos quieren que usted haga.

—¿Quiénes?

—Quienes estén detrás de todo esto —dije.

—No le sigo dijo Ferenczi.

—Entiendo lo que Younger quiere decir —dijo Freud—. Quienquiera que haya urdido esto sabe sin duda que esas conductas son atribuibles a Jones y a Jung, no a mí. Por lo tanto me empujan a incriminar a mis amigos, con lo que Hall ya no podrá afirmar que se enfrenta a un mero rumor. Por el contrario, yo habré corroborado la acusación, y Hall se verá obligado a tomar medidas. Que posiblemente incluirán el veto de las conferencias de Jones y Jung la semana próxima. Yo sigo pronunciando las mías, a cambio de la caída en desgracia de dos de mis seguidores; de los dos mejor situados para expandir mis ideas por el mundo.

—Pero no puede usted no decir nada —protestó Ferenczi—. Como si fuera usted culpable de lo que le acusan.

Freud se quedó pensativo.

—Negaremos las acusaciones; pero no haremos más que eso. Le mandaré a Hall una breve carta haciendo constar los hechos: soy un hombre casado, jamás me han despedido de un hospital, jamás me han disparado, etcétera. Younger, ¿le colocará a usted esto en una situación incómoda?

Comprendí la pregunta. Quería saber si me sentiría obligado a informar a Hall de que, si bien Freud era inocente de los cargos que se le imputaban, Jones y Jung no lo eran. Naturalmente, yo no iba a hacer tal cosa.

—En absoluto, señor —le respondí.

—Perfecto —concluyó Freud—. A partir de ahí, lo dejaremos en manos de Hall. Si, a causa de la «jugosa donación» prometida, Hall está dispuesto a impedir que en las aulas de su universidad se enseñen las verdades del psicoanálisis, entonces… no es un aliado que merezca la pena, y los Estados Unidos pueden irse al diablo.

Ante la entrada de la cárcel de Jefferson Market, Betty Longobardi le dijo a Littlemore:

—Vámonos de aquí.

Littlemore no sentía los mismos deseos de irse. Hizo que Betty le siguiera hacia la Sexta Avenida, con su riada de hombres y mujeres rumbo al norte camino de casa. En la esquina, a unos pasos de la escalinata del juzgado, Littlemore se detuvo y se negó a moverse. Por encima del estruendo atronador del tren elevado, empezó a contarle a Betty, lleno de excitación, el ajetreado día que había tenido hasta entonces.

—Pero esa mujer ha dicho que van a matarte, Jimmy —fue la respuesta de Betty, y a Littlemore le pareció que ésta no denotaba por sus logros todo el aprecio que él hubiera deseado.

—También ha dicho que debía preguntar en la puerta de al lado —respondió—. Y seguro que se refería a este juzgado. Vamos; lo tenemos ahí delante.

—No quiero.

—Es un juzgado, Betty. No puede pasarnos nada malo en un juzgado.

Una vez dentro, Littlemore le mostró la placa al funcionario, que les dijo dónde estaban los archivos, pero advirtiéndoles de que nadie iba a estar allí a aquellas horas. Después de subir dos tramos de escaleras y de recorrer un intrincado y vacío laberinto de pasillos, Littlemore y Betty llegaron a una puerta en la que se leía ARCHIVOS. La puerta estaba cerrada con llave, y al otro lado, entrevieron, todo estaba a oscuras. Forzar cerraduras para entrar en los sitios no era el modus operandi habitual de Littlemore, pero dadas las circunstancias lo juzgó justificado. Betty miró a derecha e izquierda, nerviosa.

Littlemore forzó la cerradura. Cerró la puerta a su espalda, encendió la luz eléctrica. Estaban en una pequeña oficina con un gran escritorio. Había una puerta al fondo, y no estaba cerrada con llave. La puerta daba a un espacioso cuarto que parecía un almacén, lleno de armarios dispuestos uno tras otro, con cajones rotulados.

—No pone fechas —dijo Betty—. Sólo letras.

—Habrá una agenda de casos —dijo Littlemore—. Siempre hay una agenda de casos. Espera a que la encuentre.

No le llevó mucho tiempo. Volvió hasta el escritorio, donde además de dos máquinas de escribir, secantes y tinteros había un montón de tomos encuadernados en cuero, cada uno de ellos de medio metro aproximadamente de ancho. Littlemore abrió el primero. Cada página representaba un día del Tribunal Supremo de Nueva York, Período de Sesiones, Partes I a III. Las páginas que hojeó eran todas de 1909. Luego abrió un segundo tomo, que resultó ser una agenda de casos de 1908, y luego un tercero. Pasando rápidamente las hojas, llegó al 18 de marzo de 1907. Vio docenas de líneas de nombres y números de casos, consignados por manos expertas en escritura a plumilla, con numerosas tachaduras y enmiendas. Leyó en voz alta:

Diez quince de la mañana, casos del día, Parte III: Wells versus Interborough R. T. Co. Truax, J. Muy bien, Wells. Tenemos que encontrar Wells.

Pasó junto a Betty deprisa y volvió a entrar en el cuarto de los archivos, donde en el cajón rotulado con una W encontró el caso de Wells versus IRT: un clip unía tres hojas. Las miró.

—No hay nada —dijo—. Quizá fue un accidente de metro. Ni siquiera llegaron ante un tribunal.

Volvió a los tomos de cuero.

—Bernstein versus el mismo —leyó—. Mensinub versus el mismo. Selxas versus el mismo. Dios, hay como mínimo unos veinte casos contra la IRT. Supongo que tendremos que mirarlos uno por uno.

—Puede que ésos no sean los que buscas, Jimmy. ¿No hay nada más?

Diez quince de la mañana, Período de Sesiones: Tarbles versus Tarbles. ¿Un divorcio?

—¿Eso es todo? —preguntó Betty.

Diez treinta de la mañana, Período de Sesiones, Parte I, Período criminal (continuación del período de enero): el pueblo versus Harry K. Thaw.

Se miraron el uno al otro. Betty y Littlemore reconocieron el nombre al instante, como lo hubiera reconocido cualquier vecino de Nueva York, y, en aquellos días, casi cualquier habitante de la nación.

—Éste es aquel… —dijo Betty.

—… que mató al arquitecto en el Madison Square Garden —terminó la frase Littlemore. Luego cayó en la cuenta de por qué había callado Betty: se oían unos pesados pasos acercándose por el pasillo.

—¿Quién será? —susurró Betty.

—Apaga la luz —le dijo Littlemore.

Betty estaba al lado de la lámpara. Palpó debajo de la pantalla y tanteó en busca de los interruptores, pero el resultado de sus esfuerzos fue que se encendió otra bombilla. Los pasos cesaron. Luego volvieron a oírse. Ahora se dirigían sin ningún género de duda hacia la oficina de los archivos.

—Oh, no —dijo Betty—. Escondámonos en el cuarto de los archivos.

—No es una buena idea —dijo Littlemore.

Los pasos se acercaban más y más, y se detuvieron ante la puerta. El pomo giró, y la puerta se abrió. Era un hombre de corta estatura, con un sombrero de fieltro de ala curva y un terno de aspecto barato. El bolsillo interior de la chaqueta le abultaba un poco, como si llevara una pistola.

—¿No hay excusados aquí? —preguntó.

—En la segunda planta —dijo Littlemore.

—Gracias —dijo el hombre, y cerró la puerta a su espalda.

—Vamos —dijo Littlemore, volviendo apresuradamente al cuarto de los archivos.

El caso del Pueblo versus Thaw ocupaba unas dos docenas de cajones. Littlemore encontró la transcripción del juicio: miles de hojas divididas en legajos de diez centímetros de espesor, atados con gomas elásticas. La transcripción, en determinados pasajes, resultaba ilegible: letras desiguales, falta de puntuación, frases enteras de palabras incomprensibles. De la fecha del 18 de marzo de 1907 no había más que cincuenta o sesenta hojas. Littlemore fue hojeándolas hasta llegar a unas cuantas diferentes del resto, de mecanografía pulcra, separadas en párrafos, bien puntuadas.

—Un affidávit —dijo.

—Oh, Dios mío —dijo Betty—. ¡Mira!

Apuntaba hacia la frase me agarró por el cuello y hacia la palabra látigo.

Littlemore volvió rápidamente hasta la primera hoja del affidávit. Estaba fechada el 27 de octubre de 1903, y comenzaba así: Evelyn Nesbit, después del preceptivo juramento, afirma

—Es la mujer de Thaw, la corista —dijo Betty.

Evelyn Nesbit había sido descrita por más de un autor encandilado de la época como la joven más hermosa que hubiera existido jamás. Se casó con Harry Thaw en 1905, un año antes de que Thaw diera muerte a Stanford White.

—Antes de convertirse en su esposa —dijo Littlemore.

Siguieron leyendo:

Vivo en el Savoy Hotel, Quinta Avenida con la calle Cincuenta y nueve, en la ciudad de Nueva York. Tengo dieciocho años, y nací el día de Navidad del año 1884.

Varios meses antes de junio de 1903 estuve en el Doctor Bell’s Hospital de la calle Treinta y tres oeste, donde me operaron de apendicitis; y en el mes de junio, a petición de Henry Kendall Thaw, viajé a Europa. El señor Thaw y yo viajamos por Holanda y nos detuvimos en varios lugares para los enlaces de trenes, y luego fuimos a Múnich, en Alemania. Luego viajamos por las tierras altas de Bavaria, y finalmente fuimos al Tirol austriaco. Durante todo este tiempo el citado señor Thaw y yo viajábamos como marido y mujer, y nos representaba el citado señor Thaw, bajo el nombre de señor y señora Dellis.

—El muy víbora —dijo Betty.

—Bueno, al menos luego se casó con ella —dijo Littlemore.

Después de viajar juntos unas cinco o seis semanas, el citado señor Thaw alquiló un castillo en el Tirol austriaco, situado a media ladera de una montaña aislada. Este castillo debía de haber sido construido hacía varios siglos, pues las habitaciones y las ventanas eran de estilo muy antiguo. El señor Thaw me asignó un dormitorio para mi uso personal.

La primera noche estaba muy cansada, y me fui a la cama después de la cena. A la mañana siguiente desayuné con el citado señor Thaw. Después del desayuno, el señor Thaw dijo que quería contarme algo, y me pidió que entrara en mi dormitorio. Lo hice, y el señor Thaw, sin que yo lo provocara en absoluto, me agarró por el cuello y me arrancó el albornoz de mala manera. El citado Thaw estaba en un estado de excitación tremendo. Los ojos eran fieros, y tenía en la mano un látigo de cuero de vaca. Me agarró de nuevo y me tiró encima de la cama. Yo estaba indefensa, y quise gritar, pero el citado Thaw me puso los dedos en la boca y trató de ahogarme.

Entonces, sin provocación por mi parte, y sin el más mínimo motivo, empezó a darme fuertes y violentos latigazos. Tan brutalmente que me cortó y me magulló toda la piel. Yo le supliqué que no siguiera haciéndolo, pero no me hizo caso. De minuto en minuto paraba para descansar, pero enseguida volvía a azotarme.

Tenía un miedo horrible a que me matara; los criados no debían de oír mis lamentos, porque mi voz no llegaba muy lejos en el enorme castillo, y no podían venir a socorrerme. El citado Thaw me amenazaba con matarme, y su brutal agresión, como he dicho, me impedía moverme.

A la mañana siguiente Thaw vino a mi dormitorio y me sometió a un castigo parecido al del día anterior. Me fustigó con el látigo de cuero de vaca, y me desmayé. No sé cuánto tiempo estuve sin conocimiento.

—Qué horrible —dijo Betty—. Pero se casó con él… ¿Por qué?

—Por su dinero, supongo —dijo Littlemore. Volvió a pasar las hojas del affidávit, y dijo—: ¿Crees que es esto? ¿Lo que Susie me dijo que buscara?

—Debe de ser, Jimmy. Es lo mismo que le hicieron a la pobre señorita Riverford.

—Sí, lo sé —dijo Littlemore—. Pero esto es una declaración jurada, un affidávit. ¿Te parece Susie una persona que sepa mucho de affidávits?

—¿Qué quieres decir? No puede ser una coincidencia.

—¿Por qué iba a acordarse del día, del día exacto, en que este affidávit se leyó ante un tribunal? Algo no encaja. Creo que hay algo más. —Littlemore se sentó en el suelo, y siguió leyendo la transcripción. Betty suspiró con impaciencia. De pronto el detective dijo en voz alta—: Un momento. Aquí está. Mira esta P, Betty. El fiscal, el señor Jerome, está haciendo las preguntas. Mira quién es el testigo, el que está respondiendo a esas preguntas.

En el punto que Littlemore estaba señalando, la transcripción rezaba como sigue:

P. ¿Cuál es su nombre?

R. Susan Merrill.

P. Diga su profesión, por favor.

R. Tengo una casa de huéspedes para caballeros en la calle Cuarenta y tres.

P. ¿Conoce a Harry K. Thaw?

R. Sí, lo conozco.

P. ¿Cuándo lo conoció?

R. En 1903. Vino a mi casa para alquilar unas habitaciones. Y se las alquilé.

P. ¿Para qué dijo que las quería?

R. Dijo que estaba contratando a señoritas para el mundo del espectáculo.

P. ¿Llevó visitas a las habitaciones a partir de entonces?

R. Sí. La mayoría mujeres jóvenes, de quince años en adelante. Decían que querían dedicarse a los escenarios.

P. ¿Pasó en algún momento algo fuera de lo normal estando alguna de esas jóvenes en su casa?

R. Sí. Una joven había entrado en la habitación del señor Thaw. Al poco empecé a oír gritos, y entré corriendo en la habitación. La joven estaba atada a un poste de la cama. Él tenía un látigo en la mano derecha, y estaba a punto de azotarla. La joven tenía el cuerpo lleno de verdugones.

P. ¿Qué llevaba puesto?

R. Casi nada.

P. ¿Qué sucedió después?

R. Él estaba como loco y salió corriendo. La joven me dijo que había intentado matarla.

P. ¿Puede usted describir el látigo?

R. Era un látigo de amaestrar perros. Aquella vez.

P. ¿Hubo otras veces?

R. En otra ocasión fueron dos las chicas. Una de ellas estaba desnuda, y la otra casi. Las estaba azotando con una fusta de amazona.

P. ¿Habló usted con él de ello alguna vez?

R. Sí, lo hice. Le dije que no eran más que unas jovencitas y que no tenía derecho a azotarlas.

P. ¿Qué explicación le dio él?

R. Ninguna en absoluto. Dijo que lo necesitaban.

P. ¿Informó de ello a la policía?

R. No.

P. ¿Por qué no?

R. Me dijo que si lo hacía me mataría.