Me había pedido que la besase.
Iba andando por la calle Cuarenta y dos, pero con los ojos de la mente aún veía los labios abiertos de Nora Acton. Aún sentía su suave garganta bajo mis manos. Aún la oía susurrarme «béseme».
La carta del presidente Hall, con sus inquietantes nuevas, seguía en el bolsillo de mi chaleco. En rigor no debería haber tenido en la cabeza más que un solo pensamiento: cómo vérmelas no sólo con el fracaso potencial de la conferencia de la semana siguiente en Clark sino con la posible ruina de la reputación de Freud, al menos en los Estados Unidos. Y, sin embargo, no podía pensar en otra cosa, ver otra cosa que la boca y los ojos cerrados de la señorita Acton.
No me engañaba. Sabía cuáles eran sus sentimientos hacia mí; era algo que ya había visto antes, demasiadas veces. Una de mis pacientes de Worcester, una chica llamada Rachel, solía insistir en desnudarse de cintura para arriba en todas las sesiones psicoanalíticas. Cada vez esgrimía un motivo diferente: unos latidos irregulares, la sensación de tener rota una costilla, un dolor punzante en la parte baja de la espalda… y Rachel no era más que una entre muchas. En todos estos casos no había tenido que resistir la tentación, porque no la había habido. Por el contrario, el hecho de que en mis pacientes psicoanalíticos se dieran tales maquinaciones de seducción se me antojaba algo macabro.
Si mis pacientes hubieran sido más atractivas, dudo que su comportamiento me hubiera inspirado los mismos sentimientos de rechazo. No soy persona de particular virtud. Pero esas mujeres no eran atractivas. La mayoría de ellas tenían edad suficiente para ser mi madre. Su deseo me producía repugnancia. Rachel era diferente. No carecía de atractivo: piernas largas, ojos oscuros —demasiado juntos, sin duda— y un tipo que podría calificarse de bueno, o de mejor que bueno. Pero era una neurótica agresiva, lo cual no me tentaba en absoluto.
Solía imaginar a otras chicas mucho más bonitas como pacientes. Solía imaginar lances inenarrables —pero no imposibles— en mi consulta. Así pues, siempre que alguna nueva paciente llamaba a mi puerta, me sorprendía enseguida valorando sus encantos. Por consiguiente, empecé a repugnarme a mí mismo, hasta el punto de preguntarme si debía seguir por la senda psicoanalítica. No había tenido ninguna paciente en todo el verano, y al fin había aparecido la señorita Acton.
Y me había pedido que la besase. No había modo de ocultarme a mí mismo lo que deseaba hacer con ella. Jamás había experimentado un deseo tan violento de dominar, de poseer. Dudaba mucho que me hallara inmerso en la batalla de la contratransferencia. Si he de ser sincero, sentía el mismo deseo prácticamente desde el instante mismo en que puse los ojos en la señorita Acton. Pero con ella la cosa era completamente diferente. La joven no sólo se estaba recuperando del trauma de una agresión física. Además estaba experimentando una transferencia de inusitada virulencia.
No había dado sino muestras de desagrado hacia mi persona hasta el momento en que sintió que le afloraban los recuerdos reprimidos, liberados por obra de la presión física que yo le estaba aplicando en la garganta. En ese momento, a sus ojos, me convertí en una figura magistral. Antes de ello, desagrado hubiera sido una palabra demasiado suave para describir lo que sentía por mi persona. Odio habría sido más exacto; lo había dicho, incluso. Y desde el momento en que recordó, quería entregarse a mí, o eso pensaba, al menos. Porque estaba claro como el agua, por mucho que me doliera admitido, que ese amor que ahora sentía, si podía llamarse así, no era más que un artificio, una ficción creada por la intensidad de la relación psicoanalítica.
Aunque no podía recordar haber cruzado la Quinta o la Sexta o la Séptima Avenida, me encontré de pronto en mitad de Times Square. Subí a la azotea-jardín del Hammerstein’s Victoria, donde tenía que reunirme con Freud y los demás para el almuerzo. La azotea-jardín era un teatro por derecho propio, con un escenario elevado, butacas, palcos, y un techo de quince metros de altura. El espectáculo, una función de funambulismo, no había terminado. La artista de la cuerda floja era una chica francesa con gorrito, vestido azul celeste y mallas azules. Cada vez que abría el parasol para recuperar el equilibrio, las damas de tiros largos que presenciaban el espectáculo gritaban al unísono. Nunca he entendido por qué los espectadores reaccionan de este modo: sin duda la persona que está sobre la cuerda floja no hace más que fingir que está en peligro.
No lograba dar con mis compañeros. Era muy tarde; debían de haberse marchado. Así que volví al edificio de Brill en Central Park West, donde sabía que acabarían recalando. Llamé a la puerta, pero nadie respondió. Crucé la calle y me senté en un banco, completamente solo, con Central Park a mi espalda. Saqué del maletín la carta de Hall. Después de releerla media docena de veces, volví a meterla y saqué otras cosas para leer, no creo necesario decir qué cosas.
—¿Las tiene? —le preguntó el coroner Hugel a Louis Riviere, jefe del departamento fotográfico ubicado en el sótano de la jefatura de policía.
—Estoy dándoles el fijador —dijo en voz alta Riviere, de pie ante una cubeta de revelado del cuarto oscuro.
—Pero si te dejé las placas a las siete de la mañana… —protestó Hugel—. Seguro que están listas.
—Tranquilo, por favor —dijo Riviere, encendiendo una luz—. Entra. Puedes mirarlas.
Hugel entró en el cuarto oscuro y examinó con detenimiento y gran nerviosismo las fotografías. Fue pasándolas rápidamente, una por una, apartando las que no le interesaban. Al final se detuvo, y se quedó mirando un primer plano del cuello de la joven, en el que podía verse una pequeña y acusada marca circular.
—¿Qué es esto, esta marca en la garganta de la chica? —preguntó.
—Una magulladura, ¿no? —dijo Riviere.
—Ninguna magulladura puede ser un círculo tan perfecto —respondió el coroner, quitándose las gafas y llevándose la fotografía a unos centímetros de los ojos. La fotografía mostraba un pequeño redondel granulado y oscuro en el cuello casi blanco de la víctima.
—Louis, ¿dónde tienes la lupa?
Riviere sacó un objeto que parecía un vasito invertido. El coroner se lo quitó de las manos, lo colocó sobre la fotografía del círculo oscuro, y miró a través de él.
—¡Lo tengo! —gritó Hugel—. ¡Lo tengo!
Del exterior del cuarto oscuro les llegó la voz del detective Littlemore.
—¿A qué refiere, señor Hugel?
—Littlemore —dijo el coroner—, está usted aquí. Excelente.
—Me pidió que viniera, señor Hugel.
—Sí, y ahora verá por qué —dijo el coroner, haciéndole un gesto para que mirara a través de la lupa de Riviere.
El detective hizo lo que le pedía. Las líneas granuladas del interior del círculo negro, aumentadas, daban lugar a unas formas mucho más definidas.
—Diga —dijo Littlemore—. ¿No son letras?
—Sí, lo son —replicó el coroner, triunfante—. Dos letras.
—Pero son algo extrañas, ¿no? —comentó el detective—. No están bien. La segunda podría ser una J. La primera…, no sé.
—No están bien porque están al revés, señor Littlemore —dijo el coroner—. Louis, explícale al detective por qué están al revés.
Riviere miró las letras a través de la lupa.
—Sí, las veo; son dos letras, entrelazadas. Si están en sentido invertido, la de la derecha, que el señor Littlemore dice que es una J, no es una J sino una G.
—Exacto —dijo el coroner—. Y la de la derecha en realidad es la de la izquierda, y viceversa.
—Pero ¿por qué —preguntó Riviere— están escritas al revés?
—Porque es la señal que dejó en el cuello de la joven el alfiler de corbata del asesino. —Hugel hizo una pausa para dar dramatismo a sus revelaciones—. Recuerden que el asesino utilizó una corbata de seda para estrangular a la señorita Riverford. Fue lo suficientemente inteligente como para no dejar la corbata, pero cometió un error. La corbata, al cometerse el crimen, llevaba prendido el alfiler, un alfiler con las iniciales en relieve del asesino. Dio la casualidad que el alfiler estuvo en contacto con la suave y sensible piel de la garganta de la joven. A causa de la fuerte prolongada presión sobre el cuello de la víctima, las iniciales dejaron en él una marca similar a la que dejaría en un dedo cualquier muesca en la cara interior de un anillo muy prieto. Esta marca, caballeros, nos brinda las iniciales del nombre del asesino con tanta claridad como si nos hubiera dejado una tarjeta de visita, sólo que vistas como en un espejo. La letra de la derecha es una G al revés, porque la G es la primera letra del nombre del hombre que mató a Elizabeth Riverford. La de la izquierda es una B al revés, porque ese hombre es George Banwell. Ahora ya sabemos por qué tuvo que robar su cuerpo del depósito de cadáveres. Vio la marca del alfiler con las iniciales y supo que tarde o temprano yo acabaría descifrándolas. Lo que no supo prever fue que el robo del cuerpo no serviría para nada, ¡porque aquí están estas fotografías!
—Señor Hugel… —dijo el detective Littlemore.
El coroner dejó escapar un suspiro.
—¿Tengo que explicarlo otra vez, detective?
—Banwell no lo hizo, señor Hugel —dijo Littlemore—. Tiene una coartada.
—Imposible —dijo Hugel—. Su apartamento está en la misma planta del mismísimo edificio. El asesinato tuvo lugar entre la medianoche y las dos de la madrugada del domingo. Banwell pudo volver de cualquier compromiso que hubiera tenido antes de esa hora.
—Tiene una coartada —repitió Littlemore—. ¡Y menuda coartada…! Estuvo con el alcalde McClellan toda la noche del domingo, y no se despidieron hasta la mañana del lunes. Y estuvieron fuera de la ciudad.
—¿Qué? —dijo el coroner.
—Y hay otro fallo en su teoría —intervino Riviere—. Usted no está tan familiarizado con las fotografías como yo. ¿Éstas las sacó usted mismo?
—Sí —respondió el coroner, frunciendo el ceño—. ¿Por qué?
—Son ferrotipos. Técnica ya obsoleta. Tiene suerte de que aún me quedara algo de sulfato de hierro. La imagen que aquí vemos difiere de la realidad. La izquierda es la derecha, y la derecha es la izquierda.
—¿Qué? —repitió el coroner.
—Una imagen del revés. Así que si la marca del cuello de la chica es el revés de las verdaderas iniciales, la fotografía es el revés del revés.
—¿Un doble revés? —preguntó Littlemore.
—Un doble negativo —dijo Riviere—. Y un doble negativo es un positivo. Lo que significa que esta foto muestra las iniciales en el orden correcto y no al revés.
—No puede ser —exclamó Hugel, más dolido que incrédulo, como si Littlemore y Riviere estuvieran tratando de robarle algo.
—Pero lo es, no hay duda —dijo Riviere.
—Así que es una J —dijo el detective Littlemore—. El tipo se llama Johnson o algo así. ¿Cuál es la primera inicial?
Riviere volvió a mirar a través de la lupa.
—No tiene ningún aspecto de ser una letra. Pero, de serlo, podría ser una E. O quizá no: quizá una C.
—Charles Johnson —dijo Littlemore.
El coroner seguía quieto en el mismo sitio, repitiendo:
—No puede ser.
Al final un taxi paró frente al edificio de Brill, y los cuatro hombres —Freud, Brill, Ferenczi y Jones— se apearon de él. Resultó que habían ido al cine después del almuerzo, una película de policías y ladrones llena de locas persecuciones. Ferenczi no paraba de hablar de ella. De hecho, según contaba Brill, había saltado hacia un lado de la butaca cuando creyó que se le venía encima una locomotora: era la primera película que veía en su vida.
Freud me preguntó si quería que nos quedáramos una hora en el parque para que le informara sobre la señorita Acton. Dije que nada me gustaría más, pero que había surgido algo que convenía tratar antes: el correo me había traído malas noticias.
—Usted no es el único que ha tenido malas noticias, entonces —dijo Brill—. Jones ha recibido un telegrama esta mañana de Boston. De Morton Prince: lo detuvieron ayer.
—¿Al doctor Prince? —dije, anonadado.
—Lo acusan de obscenidad —continuó Brill—. Y la obscenidad en cuestión es la siguiente: dos artículos que estaba a punto de publicar en los que describía curaciones de la histeria a través del psicoanálisis.
—Yo no me preocuparía por Prince —dijo Jones—. Fue alcalde de Boston, ya saben. Saldrá bien parado de ésta.
Morton Prince no fue jamás alcalde de Boston, lo fue su padre, pero Jones lo afirmó con tal seguridad que no quise avergonzarlo. En lugar de ello, pregunté:
—¿Cómo pudo saber la policía lo que Prince tenía intención de publicar?
—Es exactamente lo que me he estado preguntando —dijo Ferenczi.
—Yo nunca me he fiado de Sidis —añadió Brill refiriéndose a un médico del consejo editorial de la revista de Prince.
—Pero no debemos olvidar que hablamos de Boston. Allí detienen a un sándwich de pechuga de pollo si no va convenientemente aderezado.[11] Detuvieron a aquella chica australiana, ya saben, Kellerman, la nadadora, porque el traje de baño no le tapaba las rodillas.
—Me temo que mis noticias son aún peores, caballeros —dije—, y atañen al doctor Freud directamente. Las conferencias de la semana que viene están en la cuerda floja. El doctor Freud ha sido directamente atacado; me refiero a que han arremetido contra su nombre. En Worcester. No saben cuánto lamento tener que ser el portador de estas malas noticias.
Seguí resumiendo como pude la carta del presidente Hall, sin entrar en las sórdidas acusaciones contra Freud. Un representante de una familia enormemente rica de Nueva York se reunió con Hall ayer, ofreciendo una donación a la Universidad de Clark que Hall describe como «de lo más atractiva». La familia en cuestión está dispuesta a financiar un hospital de cincuenta camas para enfermos mentales y nerviosos; correría con los gastos de un nuevo edificio dotado del más moderno equipamiento médico, y con los del personal y las enfermeras, y los salarios serían lo bastante tentadores para atraer a los mejores neurólogos de Nueva York y de Boston.
—Eso ascendería a medio millón de dólares —dijo Brill.
—A mucho más —respondí yo—. Nos convertiría de golpe en la institución psiquiátrica líder de la nación. Superaríamos a la McLean.
—¿Qué familia es? —preguntó Brill.
—Hall no lo dice —respondí yo.
—Pero ¿está permitido hacer eso? —preguntó Ferenczi—. Una familia particular pagando a una universidad pública…
—Lo llaman filantropía —respondió Brill—. Por eso son tan ricas las universidades norteamericanas. Y por eso pronto superarán a las mejores universidades europeas.
—Majaderías —saltó Jones—. Jamás.
—Siga, Younger —dijo Freud—. No hay nada malo en todo lo que nos ha dicho hasta ahora.
—La familia ha estipulado dos condiciones —proseguí—. Un miembro de la familia al parecer es un conocido médico con ideas propias sobre psicología. La primera condición es que el psicoanálisis no pueda practicarse en el nuevo hospital, ni enseñarse en ninguno de los planes de estudios que se imparten en Clark. Y la segunda, que las conferencias que el doctor Freud debía dar la semana que viene sean canceladas. De otro modo, la donación irá a otro hospital… de Nueva York.
Se alzaron exclamaciones de consternación y rechazo.
Sólo Freud mantuvo una actitud estoica.
—¿Qué dice Hall que va a hacer? —preguntó.
—Me temo que eso no es todo —dije—. Ni lo peor. Al presidente Hall se le ha entregado un dossier sobre el doctor Freud.
—Continúe, por favor —me reprendió Brill—. Deje de jugar al escondite.
Expliqué que este dossier pretendía aportar pruebas documentales de la conducta licenciosa —criminal, en suma—, de Freud. Al presidente Hall se le ha dicho que pronto se informará de la conducta gravemente impropia de Freud en la prensa neoyorquina. La familia tiene la convicción deque, cuando Hall lea tales informaciones, hará que la presentación de Freud en Clark se cancele definitivamente por el bien de la universidad.
—El presidente Hall no me ha enviado todo el dossier —dije—, pero la carta resume las acusaciones. ¿Puedo darle la carta, doctor Freud? El presidente Hall me pide muy especialmente que le comunique que cree que tiene Usted el derecho de ser informado de todo lo que se dice en su contra.
—Muy caballeroso por su parte —dijo Brill.
No sé por qué —quizá porque era yo el receptor de la carta—, pero me sentía responsable del inminente desastre. Era como si yo, personalmente, hubiera invitado a Freud a Clark, con el solo propósito de destruirle. No sólo me sentía preocupado por Freud. Tenía motivos egoístas para no querer ver la ruina de aquel hombre, sobre cuya autoridad había apuntalado yo muchas de mis creencias, y tantas cosas de mi vida. Ninguno de nosotros era un santo, pero yo había llegado a creer hacía ya bastantes años que Freud era diferente de todos nosotros. Imaginaba que, a diferencia de mí, por ejemplo, había logrado a través de la introspección psicológica acceder a un plano que lo ponía a resguardo de las tentaciones más bajas. Esperaba con todas mis fuerzas que las acusaciones de la carta de Hall fueran falsas, aunque se diera en ellas ese grado de detalle que lleva en su seno el timbre de la verdad.
—No hay ninguna necesidad de que lea esa carta en privado —dijo Freud—. Diga lo que se dice contra mí. No tengo secretos para ninguno de los presentes.
Empecé por el más leve de los cargos.
—Se afirma que no está casado con la mujer con la que vive, aunque usted la haga aparecer ante el mundo como su esposa.
—Pero ése no es Freud —saltó Brill—. Es Jones.
—¿Qué dice usted? —replicó Jones, indignado.
—Oh, vamos, Jones —dijo Brill—. Todos sabemos que no está casado con Loë.
—Que Freud no está casado… —dijo Jones, mirando por encima de su hombro izquierdo—. Qué absurdo…
—¿Qué más? —preguntó Freud.
—Que fue usted expulsado de un reputado hospital —continué, incómodo— porque no hacía más que hablar sobre fantasías sexuales con chiquillas de doce y trece años, que estaban en el centro por dolencias puramente físicas, no nerviosas.
—¡Pero si ése sigue siendo Jones! —volvió a exclamar Brill.
Jones parecía súbita y profundamente interesado en la arquitectura del edificio de Brill.
—Que ha sido procesado por el marido de una de sus pacientes, y que otro llegó a dispararle —dije.
—¡Otra vez Jones! —volvió a exclamar Brill.
—Que en la actualidad está teniendo una aventura —continué— con la quinceañera que le lleva la casa.
Brill miró a Freud, y luego a mí y a Ferenczi y a Jones, que ahora miraba hacia el cielo, al parecer observando los patrones migratorios de las aves de Manhattan.
—¿Ernest? —dijo Brill—. ¿No será usted? Díganos que no es usted.
Jones emitió una serie de musicales aclaraciones de garganta, pero ninguna respuesta a la pregunta.
—Es usted asqueroso —le dijo Brill—. Asqueroso de verdad.
—¿Eso es todo, Younger? —preguntó Freud.
—No, señor —respondí. La acusación final era la peor de todas—. Hay una cosa más, que en la actualidad tiene usted otra aventura sexual, con una paciente suya: una joven rusa de diecinueve años que estudia medicina. Se dice que la aventura ha llegado a ser tan notoria que la madre de la joven le ha escrito rogándole que no arruine la vida de su hija. El dossier añade que adjunta la carta que usted escribió a la madre de esta joven a modo de respuesta. En su carta, o, más exactamente, en la que se afirma que es su carta, usted le pide dinero a cambio de… no seguir con la relación sexual con su hija.
Cuando terminé, nadie dijo nada durante un largo rato. Al final Ferenczi no pudo aguantar más:
—¡Pero si ése es Jung, por el amor de Dios!
—¡Sándor! —le reconvino Freud, cortante.
—¿Escribió eso Jung? —preguntó Brill—. ¿A la madre de una paciente?
Ferenczi se llevó la mano a la boca.
—Oh —dijo—. Pero, doctor Freud, no puede permitir que piensen que es usted… Van a contárselo a los periódicos. Puedo imaginar ya los titulares.
Y yo también: FREUD, EXCULPADO DE TODAS LAS ACUSACIONES.
—Así pues —caviló Brill, sombrío—, nos atacan en Boston, en Worcester y en Nueva York al mismo tiempo. No puede ser una coincidencia.
—¿Cuál es el ataque de Nueva York? —preguntó Ferenczi.
—Lo de Jeremías y Sodoma y Gomorra —contestó Brill con irritación—. Esos dos mensajes no han sido los únicos que he recibido. Ha habido muchos más.
Todos mostramos nuestra sorpresa, y le pedimos a Brill que nos lo explicara con detalle.
—Empezó justo después de que me pusiera a traducir el libro de Freud sobre la histeria —dijo—. Cómo han podido saber que lo estaba haciendo es un absoluto misterio para mí. Pero la misma semana en que empecé, recibí la primera misiva, y no ha hecho más que empeorar desde entonces. Me llegan cuando menos lo espero. Me están amenazando, estoy seguro. Siempre es algún pasaje bíblico de tenor homicida; y siempre sobre los judíos y la lascivia y el fuego. Me hace pensar en los pogromos.
Nadie obstruyó esta vez el paso a Littlemore cuando subió las escaleras en el 782 de la Octava Avenida. Eran las cuatro de la tarde, hora de la preparación de la cena en el restaurante, del que surgían gritos en cantonés salpicados por el chisporroteo sibilante de los trozos de pollo zambullidos en el aceite hirviendo. A Littlemore, que no había comido desde la mañana, no le habría importado regalarse con un buen plato de chop suey de pollo. Sintió ojos fijos en él en cada descansillo, pero no vio a nadie. Oyó que alguien corría por un pasillo, arriba, y un susurrante sonido de voces. En el apartamento 4C, su llamada produjo el mismo efecto de la vez anterior: no contestó nadie, pero oyó pasos apresurados que bajaban por la escalera trasera.
Littlemore miró el reloj. Encendió un cigarrillo para combatir los olores que anegaban el pasillo, y se aprestó a esperar, no demasiado, porque esperaba llegar a casa de Betty a tiempo para invitarla a cenar. Minutos después, el agente John Reardon subía por las escaleras tirando de un sumiso y amedrentado chino.
—Tal como me había dicho, detective —dijo el agente Reardon—. Salía por la puerta trasera como si le estuvieran ardiendo los pantalones.
Littlemore examinó al desdichado Chong Sing.
—No quiere hablar conmigo, ¿verdad, señor Chong? —dijo—. Supongo que tendremos que echar un vistazo a su casa. Abra la puerta.
Chong Sing era mucho más bajo que ambos policías. Era fornido, de nariz aplastada y ancha y piel cuarteada.
Hizo un gesto de impotencia, tratando de dar a entender que no hablaba inglés.
—Ábrela —ordenó el detective Littlemore, golpeando la puerta cerrada.
El chino sacó una llave y abrió la puerta. Su apartamento de una pieza era todo un modelo de orden y limpieza. No había ni una mota de polvo, ni una taza fuera de su sitio. Dos catres bajos, cubiertos por una telas míseras, al parecer hacían las veces de camas, sofás y mesas. Las paredes estaban desnudas. Varias varillas de incienso ardían en un rincón, y daban un efluvio acre al aire caliente y quieto.
—Todo bien limpio para nosotros —dijo Littlemore, examinando lo que veía—. Muy considerado de su parte. Pero se le ha escapado un detalle. —Con un gesto de la barbilla, Littlemore señaló el techo. Tanto Chong Sing como el agente Reardon alzaron la vista hacia el techo. En el techo bajo se veía una espesa mancha negruzca de casi un metro de largo sobre cada catre.
—¿Qué es eso? —preguntó el agente.
—Manchas de humo —dijo Littlemore—. Opio, Jack. ¿No ves algo raro en esa ventana?
Reardon miró hacia la única ventana de la pieza, una pequeña ventana de una sola hoja. Estaba cerrada.
—No. ¿Qué le pasa? —preguntó el agente Reardon.
—Está cerrada —respondió Littlemore—. Estamos casi a cuarenta grados y la ventana está cerrada… Mire lo que hay fuera.
Reardon abrió la ventana y se asomó a un estrecho conducto de ventilación. Y volvió con un montón de objetos que encontró sobre un saliente, un poco más abajo: una lámpara de aceite cubierta por cristal, media docena de largas pipas, cazoletas y una aguja. Chong Sing parecía sumido en una honda confusión; sacudía la cabeza, miraba a Littlemore y luego al agente Reardon y luego otra vez a Littlemore.
—Usted tiene aquí un fumadero de opio, ¿no, señor Chong? —dijo el detective—. ¿Subió alguna vez al apartamento de la señorita Riverford en el Balmoral?
—¿Eh? —dijo Chong Sing, encogiéndose de hombros con impotencia.
—¿Cómo se manchó de arcilla roja los zapatos? —volvió a la carga el detective.
—¿Eh?
—Jack —dijo Littlemore—, llévese al señor Chong al calabozo de la Cuarenta y siete. Dígale al capitán que es un traficante de opio.
Cuando el agente Reardon agarró a Chong por el brazo, éste habló al fin:
—Esperen. Se lo contaré. Yo sólo vivo aquí durante el día. No sé nada del opio. Nunca he visto opio aquí dentro.
—Seguro que no —dijo Littlemore—. Lléveselo de aquí, Jack.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Chong—. Les diré quién vende opio, ¿de acuerdo?
—Lléveselo de aquí, Jack —dijo el detective Littlemore.
A la vista de las esposas de Reardon, Chong exclamó:
—¡Espere! Les diré algo más. Les enseñaré algo. Síganme por el pasillo. Les enseñaré lo que están buscando.
La voz de Chong había cambiado: ahora parecía asustada de verdad. Littlemore le hizo una seña a Reardon para que dejara que el chino les precediera por el oscuro y estrecho corredor. Seguía llegando el estrépito del restaurante, dos tramos de escaleras más abajo, y al avanzar por el pasillo detrás de Chong y pasar por delante del hueco de la escalera, Littlemore empezó a oír los acordes disonantes de la música de cuerda china. El olor de la carne se hizo más y más penetrante. Las puertas de las casas estaban abiertas para que sus moradores pudieran observar a placer lo que acontecía en el exterior. Todas las puertas salvo una. La única puerta cerrada era la del apartamento del fondo del pasillo. Chong se detuvo.
—Ahí dentro —dijo—. Ahí dentro.
—¿Quién vive ahí? —preguntó Littlemore.
—Mi primo —dijo Chong—. Leon. Vivía aquí antes. Ahora no hay nadie.
La puerta estaba cerrada. Littlemore llamó, pero no obtuvo respuesta. Pero en el momento en que se acercó lo suficiente para golpear con los nudillos supo que el insoportable olor a carne no venía del restaurante precisamente. Sacó del bolsillo dos finas varillas de metal. Littlemore era un experto en abrir puertas cerradas con llave. Y abrió ésta en un periquete.
La habitación, aunque de tamaño idéntico a la de Chong Sing, contrastaba vivamente con ella. Estaba llena de adornos rojos y chillones. Por todas partes había jarrones grandes y pequeños, la mayoría con relieves de dragones y demonios. En el alféizar de la ventana había una caja lacada de colorete, con un espejo de cara redondo apoyado verticalmente detrás, y encima de un tocador una estatuilla de la Virgen con el Niño. Casi todo centímetro cuadrado de pared estaba cubierto por fotografías enmarcadas, y en todas ellas se veía a un chino de acusadas diferencias físicas con Chong Sing. El hombre de las fotografías era alto y extremadamente guapo, con nariz aguileña y tez suave y sin tacha. Llevaba una chaqueta norteamericana, camisa y corbata. Casi todas las fotografías mostraban a este hombre chino con jóvenes mujeres, mujeres jóvenes y diferentes.
Lo que más llamaba la atención, sin embargo, era un objeto imponente plantado en medio de la habitación: un enorme baúl cerrado. Era del tipo de baúl utilizado por los viajeros acomodados, con costados de cuero y herrajes de latón. Y de las dimensiones siguientes: sesenta centímetros de alto, sesenta de ancho y un metro de largo. Varias vueltas de una sólida cuerda lo mantenían bien atado e impedían que Littlemore pudiera levantar la tapa.
El aire era fétido. Littlemore apenas podía respirar. Una música china les llegaba de la habitación de justo encima de sus cabezas. Al detective le resultaba difícil pensar. Por imposible que parezca, el baúl parecía mecerse en el aire espeso. Littlemore abrió su navaja. El agente Reardon también llevaba una navaja. Juntos, sin decir una palabra, se acercaron al baúl y empezaron a cortar las macizas cuerdas. Un gran grupo de chinos, muchos protegiéndose la boca con pañuelos, les observaban desde el umbral.
—Guarda tu navaja, Jack —dijo Littlemore—. Encárgate de vigilar a Chong.
El detective seguía con las cuerdas. Cuando hubo cortado la última atadura, la tapa se abrió de pronto hacia arriba. Reardon se echó hacia atrás, tambaleante, bien por la sorpresa, bien por la explosión de gas pestilente que salió en oleadas del interior del baúl. Littlemore se tapó la boca con la manga, pero siguió donde estaba sin moverse. Dentro del baúl había tres cosas: un sombrero de mujer coronado por un ave disecada, un grueso manojo de cartas y sobres atados con un cordel, y el cuerpo doblado y apretado de una joven, en avanzado estado de descomposición, en ropa interior y con un colgante de plata en el pecho y una corbata de seda blanca ceñida con fuerza alrededor del cuello.
El agente Reardon ya no vigilaba en absoluto a Chong Sing. En lugar de eso, se hallaba al borde del desvanecimiento. Al percatarse de ello, Chong fue reculando despacio por entre el susurrante grupo de chinos y se escabulló por el pasillo.
Subimos pesadamente y en silencio los cuatro tramos de escaleras hacia el apartamento de Brill, todos preguntándonos, supongo, cómo reaccionar ante las dificultades surgidas en Worcester. Disponíamos de varias horas antes de la cena a la que Smith Jelliffe, el editor de Brill, nos había invitado. En el descansillo del quinto piso, Ferenczi hizo un comentario sobre el peculiar olor ambiental a hojas o papel quemado.
—¿Estarán quemando a un muerto en la cocina? —aventuró, servicial.
Brill abrió la puerta de su casa. Lo que vimos dentro fue inesperado de verdad.
En el interior del apartamento de Brill estaba nevando, o lo parecía. Un fino polvo flotaba por la pieza, formando remolinos en la corriente de aire creada por nuestra entrada; el suelo estaba cubierto de aquella sustancia; todos los libros de Brill, todas las mesas, los alféizares, la sillas…, todo lo cubría aquella especie de polvo. El olor a fuego anegaba el apartamento. Rose Brill, de pie en medio de la habitación, blanquecina de pies a cabeza, con una escoba y un recogedor, barría como podía aquella especie de escarcha.
—Acabo de llegar —exclamó con desmayo—. Cerrad la puerta, por el amor de Dios. ¿Qué es esto?
Me agaché y cogí un poco con la mano.
—Ceniza —dije.
—¿Dejó algo cocinándose? —le preguntó Ferenczi.
—No —respondió ella, quitándose de los ojos el polvo blanco.
—Alguien lo habrá traído —dijo Brill. Se paseaba por la pieza como en trance, con las manos extendidas delante de él, cogiendo ceniza y apartándola hacia todos lados. De pronto se volvió hacia Rose:
—Mírenla. Mírenla…
—¿Qué pasa? —preguntó Ferenczi.
—¡Es una estatua de sal!
Cuando el capitán Post llegó con refuerzos de la comisaría de la calle Cuarenta y siete oeste, ordenó —por encima de las objeciones del detective Littlemore— la detención de media docena de chinos del 782 de la Octava Avenida, incluido el director del restaurante y dos clientes que tuvieron la mala fortuna de subir al piso de arriba a ver qué era todo aquel alboroto. El cuerpo fue retirado y enviado al depósito de cadáveres, y se dio comienzo a una doble caza del hombre.
El primer pensamiento de Littlemore fue que había encontrado el cuerpo desaparecido de Elizabeth Riverford, pero la descomposición estaba demasiado avanzada. No era médico forense, pero dudaba de que el cadáver de la señorita Riverford, asesinada el domingo por la noche, se hubiera descompuesto tanto hasta el miércoles. El señor Hugel, se dijo Littlemore, lo sabría con toda seguridad.
Entretanto, el detective examinaba las cartas que había encontrado en el baúl. Eran cartas de amor, más de treinta. Todas empezaban por Mi queridísimo Leon; todas las firmaba Elsie. Los vecinos diferían en cuanto al nombre del morador del apartamento. Algunos lo llamaban Leon Ling. Otros, William Leon. Dirigía un restaurante de Chinatown, pero nadie lo había visto desde hacía un mes. Hablaba un inglés excelente y vestía trajes de corte norteamericano.
Littlemore examinó las fotografías de las paredes. Los ocupantes del edificio le confirmaron que el hombre que salía en ellas era Leon, pero no sabían, o no querían decir, quiénes eran las mujeres que aparecían a su lado. Littlemore reparó en que todas ellas eran blancas. Y luego reparó en algo más.
Descolgó una de las fotografías. En ella se veía a Leon de pie, sonriente, entre dos jóvenes muy atractivas. Al principio el detective pensó que se estaba equivocando. Cuando se convenció de que no, se metió la fotografía en el bolsillo del chaleco, concertó una cita para el día siguiente con el capitán Post y se fue del edificio.
El aire de última hora de la tarde seguía siendo bochornoso, pero comparado con el apartamento del que acababa de salir era como el mismísimo paraíso terrenal. Cuando llegó a casa de Betty eran ya las nueve y media. Betty no estaba en casa. Su madre trató por todos los medios de hacerle comprender a Littlemore dónde estaba su hija, pero la mujer le hablaba en italiano, y además muy rápido, así que Littlemore no pudo captar nada de nada. Al final, uno de los hermanitos de Betty salió a la puerta y tradujo lo que decía su madre: Betty estaba en la cárcel.
Todo lo que sabía la señora Longobardi —una amable chica judía había venido a su casa a contárselo— era que había habido un problema en la fábrica donde Betty había empezado a trabajar esa misma mañana. Y se habían llevado a Betty, entre otras chicas.
—¿Llevado? —preguntó Littlemore—. ¿Adónde?
La madre no lo sabía.
Littlemore corrió a la estación de metro de la calle Cincuenta y nueve. Viajó de pie todo el trayecto hasta el centro: estaba demasiado inquieto para sentarse. En la jefatura de policía le dijeron que los huelguistas se habían despachado a gusto en una gran fábrica de ropa de Greenwich Village, donde los piquetes habían empezado a romper los cristales de las ventanas y la policía había detenido a dos docenas de los más alborotadores a fin de sanear un poco las calles. Ahora estaban todos en la cárcel. Los hombres en las Tumbas[12] y las mujeres en Jefferson Market.