Aquel mismo día 1 de septiembre, a mediodía, Smith Ely Jelliffe —editor, médico psiquiatra y catedrático de enfermedades mentales en la Universidad de Fordham— invitó a comer a Carl Jung en un club de la calle Cincuenta y tres que daba al parque. Freud no había sido invitado. Ni Ferenczi, ni Brill, ni Younger. Su exclusión no molestó en absoluto a Jung. Era otra señal, se dijo, de la cada día mayor talla que estaba alcanzando internacionalmente. Un hombre menos magnánimo habría alardeado de ello, restregándoselo por las narices a sus compañeros. Pero él, Jung, se tomó con mucha seriedad su deber de caridad, y les ocultó su cita.
Era doloroso, sin embargo, tener que ocultar tantas cosas. Todo había empezado el primer día en Bremen. No es que Jung hubiera mentido exactamente, por supuesto. Eso, se decía a sí mismo, nunca lo haría. Pero no era culpa suya: eran los demás los que le inducían al fingimiento.
Por ejemplo, Freud y Ferenczi habían sacado pasajes de camarote de segunda clase en el George Washington. ¿Podía reprochársele a él algo? Para no avergonzar a sus compañeros, se había visto obligado a decir que, cuando él compró su pasaje ya no quedaban más que camarotes de primera. Luego estaba lo del sueño de su primera noche a bordo. El mensaje resultaba obvio —él, el soñante, estaba superando a Freud en agudeza y reputación—, de modo que, por delicadeza para con el orgullo puntilloso de Freud, había afirmado que los huesos que descubría en el sueño pertenecían a su esposa, y no a Freud. De hecho, había añadido inteligentemente que los huesos no eran sólo de su esposa, sino también de la hermana de su esposa: quería ver cómo reaccionaba Freud ante esto, dados los secretos vergonzosos íntimos del propio Freud. No habían sido más que trivialidades, es cierto, pero habían sentado los cimientos para los mayores y más graves fingimientos que habrían de resultarle necesarios desde su llegada a los Estados Unidos.
El almuerzo en el club de Jelliffe fue de lo más grato. En la mesa oval había nueve o diez comensales varones. Mezclado con la conversación sobre temas científicos especializados y con el excelente burdeos, se dio una considerable dosis de humor procaz, que Jung siempre agradecía. El movimiento sufragista femenino se llevó el grueso de los dardos. Uno de los hombres preguntó si alguno de los presentes había conocido a alguna sufragista a quien pudiera imaginar acostándose con alguien. La respuesta unánime fue «no». Alguien debería notificar a esas damas, dijo otro caballero, que aun en el caso de que consiguieran el derecho al voto ello no significaba que alguien fuera a acostarse con ellas. Todos coincidieron en que la mejor cura para cualquier mujer de las que pedían el derecho al voto era una buena y saludable monta. Tal tratamiento, sin embargo, resultaba tan poco apetecible que era más que preferible darles el voto.
Jung estaba en su elemento. Por una vez no tenía necesidad de fingirse menos rico de lo que era en realidad. No tenía necesidad de negar su linaje. Después de la comida, los comensales pasaron a un salón de fumadores, donde la conversación continuó aderezada con coñac. El grupo se fue diezmando hasta que, además de Jung, sólo quedaron Jelliffe y tres caballeros de más edad. Uno de ellos hizo ahora una seña apenas perceptible, y Jelliffe se levantó al instante para marcharse. Jung se levantó también, suponiendo que la partida de Jelliffe implicaba asimismo la suya propia. Pero Jelliffe le informó de que aquellos tres caballeros querían conversar un rato con él a solas, y que un carruaje le estaría esperando fuera cuando la charla hubiera terminado.
En realidad Jelliffe no era socio de aquel club. Se moría por serlo, sin embargo. Los socios con autoridad en aquel club y su censo de miembros eran precisamente aquellos tres caballeros que se quedaban con él, que eran además quienes habían pedido a Jelliffe que invitara a Jung a aquella comida.
—Siéntese, por favor, doctor Jung —dijo el hombre que había hecho la seña para que Jelliffe se marchara, indicándole un cómodo sillón con una de sus elegantes manos.
Jung trató de recordar el nombre del caballero en cuestión, pero le habían presentado a tantos y estaba tan poco acostumbrado al vino en el almuerzo que no lograba recordarlo.
—Dana —dijo, solícito, el caballero, cuyas oscuras cejas hacían resaltar su cabello plateado—. Charles Dana. Acabo de hablar de usted con mi buen amigo Ochs, del Times. Quiere contar algo sobre usted.
—¿Contar algo? —repitió Jung—. No entiendo.
—En relación con las conferencias que va a dar en Fordham la semana que viene. Quiere hacerle una entrevista. Una breve biografía, dos páginas completas del Times. Se hará usted famoso. Yo no he sabido decirle si aceptaría o no. Y le he dicho que se lo preguntaría.
—¿Por qué? —respondió Jung—. Yo…, yo no…
—Sólo hay un obstáculo —añadió Dana—. Ochs tiene miedo de que usted sea freudiano. No quiere que su periódico pueda asociarse con…, con un… Bueno, ya sabe lo que se dice de Freud.
—Que es un degenerado obsesionado por el sexo —dijo el hombre corpulento que se sentaba a su derecha, alisándose las patillas de boca de hacha.
—¿Freud cree de verdad en lo que escribe? —preguntó el tercer hombre, un caballero casi calvo—. ¿Lo de que toda chica a la que trata en su consulta intenta seducirle? ¿O lo que dice sobre las heces…? ¡Por el amor de Dios, heces…! ¿O sobre hombres exigentes que quieren sexo por el ano?
—¿Y de jovencitos que quieren penetrar a sus propias madres? —abundó el hombre corpulento, con expresión de absoluta repugnancia.
—¿Y Dios? —preguntó Dana, retacando el tabaco de su pipa—. Tiene que ser muy duro para usted, Jung.
Jung no sabía exactamente a qué se refería. Siguió en silencio.
—Le conozco, Jung —dijo Dana—. Sé lo que es. Es suizo. Cristiano. Un hombre de ciencia, como nosotros. Un hombre apasionado. Que actúa en función de sus deseos. Un hombre que necesita más de una mujer para desarrollarse. No hay por qué ocultar tales cosas entre nosotros. Esos hombres que no actúan, que dejan que sus deseos se enconen como llagas, cuyos padres eran buhoneros y que siempre se han sentido inferiores a nosotros…, sólo ellos podrían idear tales fantasías viles y bestiales, que envían a Dios y al hombre a las cloacas… Tiene que ser duro para usted que lo asocien con eso…
A Jung se le hacía más y más difícil asimilar aquel flujo de palabras. El alcohol debía de habérsele subido a la cabeza. Aquel caballero parecía conocerle, pero ¿cómo era eso posible?
—A veces lo es —respondió Jung con lentitud.
—No soy en absoluto antisemita. Puede preguntárselo a Sachs, aquí presente. —Señaló al hombre casi calvo sentado a su izquierda—. Muy al contrario, admiro a los judíos. Su secreto es la pureza racial, un principio que han comprendido mucho mejor que nosotros. Es lo que ha hecho de ellos la gran raza que son. —El hombre al que se había referido como Sachs no hizo ni dijo nada, y el hombre corpulento se limitó a fruncir los labios carnosos. Y Dana continuó—: Pero el pasado domingo, cuando miré a nuestro ensangrentado Salvador e imaginé a ese judío vienés diciendo que nuestra pasión por Él es sexual, se me hizo difícil rezar. Muy difícil. Y he de suponer que usted ha debido enfrentarse a similares dificultades. ¿O es que a los discípulos de Freud se les exige abandonar la iglesia?
—Yo voy a la iglesia —fue la torpe respuesta que Jung logró articular.
—Yo, la verdad —dijo Dana—, no puedo decir que entienda este furor por la psicoterapia. Los enmanuelistas, el Nuevo Pensamiento, el mesmerismo, el doctor Quackenbos…
—Quackenbos… —carraspeó desaprobadoramente el hombre de las patillas.
—El eddyismo —prosiguió Dana—, el psicoanálisis… Todos son cultos, a mi entender. Pero la mitad de las mujeres de Norteamérica andan por ahí pidiéndolo a gritos, y será mejor que no beban del pozo equivocado. Beberán del suyo, créame, doctor Jung, en cuanto lean lo que dirá de usted el Times. Bien, resumiendo: podemos convertirle en el psiquiatra más famoso de Norteamérica. Pero Ochs no escribirá sobre usted si usted no deja bien claro, inequívocamente claro, en sus conferencias en Fordham que no es partidario de las obscenidades freudianas. Buenas tardes, doctor Jung.
El golpeteo en la puerta de la habitación de la señorita Acton continuó mientras el pomo giraba a derecha e izquierda. Al final la puerta se abrió, e irrumpieron en la habitación cinco personas. Reconocí a tres de ellas: el alcalde McClellan, el detective Littlemore y George Banwell. Las otras dos eran un caballero y una dama de más que evidente condición acaudalada.
Casi en la cincuentena, el hombre tenía la tez clara, aunque bronceada y un tanto descarnada, la barbilla puntiaguda, y unas entradas muy pronunciadas; llevaba además una venda de gasa blanca que le cubría la mayor parte del ojo izquierdo. Enseguida se hizo patente que se trataba del padre de la señorita Acton, aunque los largos miembros que tan graciosamente adornaban la anatomía de su hija parecían amanerados y decadentes en él, y los rasgos tan delicadamente femeninos de ella no sugerían sino falta de seguridad en sí mismo en él. La mujer, que supuse era la madre de la señorita Acton, medía no más de un metro cincuenta. De contorno mucho más ancho que su marido, llevaba gran cantidad de joyas y un profuso maquillaje, y zapatos de tacón peligrosamente alto, sin duda destinados a añadir unos cuantos centímetros a su estatura. Tal vez había sido atractiva en un tiempo. Fue ella la que habló en primer lugar:
—¡Nora, pobre muchacha! ¡Qué mala suerte! He estado angustiada desde que nos han contado esa cosa monstruosa que te ha pasado. Hemos viajado horas y horas por carretera. Harcourt, ¿es que vas a quedarte ahí quieto sin hacer nada?
El padre de Nora se disculpó ante su robusta esposa, extendió el brazo hacia ella y la condujo hasta una silla, en la que ella se dejó caer con un sonoro grito de extenuación. El alcalde me presentó al señor Acton y a su esposa Mildred. Resultó que el grupo acababa de llegar al vestíbulo del hotel cuando alguien llamó a recepción para quejarse de unos ruidos que se estaban produciendo en la habitación de la señorita Acton. Les aseguré que nosotros estábamos perfectamente, y mientras lo hacía deseaba con todas mis fuerzas que la taza de té no estuviera hecha pedazos al pie de la pared del fondo del cuarto. Ellos daban la espalda al desaguisado, empero, y creo que no habían llegado a verlo.
—Todo irá bien ahora, Nora —dijo el señor Acton—. El alcalde me asegura que nada de esto ha salido en la prensa, a Dios gracias.
—¿Por qué tuve que hacerte caso? —le dijo a su hija Mildred Acton—. Ya dije que jamás tendríamos que haberte dejado sola en Nueva York. ¿No lo dije, Harcourt? ¿Has visto lo que ha pasado? Creí que iba a morirme cuando me lo contaron. ¡Biggs! ¿Dónde está Biggs? Te hará las maletas enseguida. Tenemos que salir de aquí cuanto antes, Nora. Inmediatamente. Creo que el violador está aquí en el hotel. Tengo una gran intuición para estas cosas. En cuanto he entrado en esta habitación he sentido sus ojos en mi persona.
—¿En tu persona, querida mía? —preguntó Acton.
No puedo decir que viera en la señorita Acton el cálido afecto o el sentido de protección que uno esperaría ver en una joven que recibe a sus padres tras una larga y azarosa separación. Ni la culpaba por ello, dado el tenor de los comentarios que sus progenitores le habían hecho hasta el momento. Lo extraño era que la señorita Acton no hubiera dicho nada todavía. Había empezado a hacerlo varias veces, pero ninguno de sus esfuerzos había llegado a plasmarse en palabra alguna. Una violenta afluencia de sangre le afloraba ahora a las mejillas. Entonces caí en la cuenta: la joven había vuelto a perder el habla. O eso pensé hasta que la señorita Acton dijo, con voz queda y serena:
—No me han violado, mamá.
—Calla, Nora —intervino su padre—. Esa palabra no se dice.
—¡Tú no puedes saberlo, pobrecita! —exclamó su madre—. No tienes memoria de la agresión. Nunca llegarás a saberlo.
Éste era el momento en el que, si alguna vez iba a hacerlo, la señorita Acton debía decir que había recuperado la memoria. Pero no lo hizo. En lugar de ello, dijo:
—Me quedaré aquí en el hotel para seguir con mi tratamiento. No quiero ir a casa.
—¿La has oído, Harcourt? —dijo la madre, lastimera.
—En casa no me sentiría a salvo —dijo la señorita Acton—. El hombre que me atacó podría estar vigilándola por si aparezco. Señor McClellan, usted mismo me dijo eso el domingo.
—La chica tiene razón —dijo el alcalde McClellan—. Estará mucho más segura en el hotel. El asesino no sabe que está aquí.
Yo sabía que esto no era cierto, por la nota que la señorita Acton había recibido en la calle. Y ella, obviamente, lo sabía también. De hecho, vi que al oír las palabras del alcalde cerraba con fuerza la mano derecha, de la que no pudo evitar que sobresaliera una esquina de la nota. No dijo nada, no obstante. Se limitó a desplazar la mirada de McClellan a sus padres, como si aquél hubiera dejado bien claro cuál era su postura al respecto. Me daba la impresión de que lo que estaba haciendo era tratar de evitar la mirada escrutadora del señor Banwell.
Banwell había estado observando a Nora con una expresión peculiar en el semblante. Físicamente, dominaba a todos los presentes. Si se me exceptuaba a mí, era el más alto de la habitación, y mucho más fornido. Llevaba el pelo oscuro peinado hacia atrás con algún tipo de ungüento, y las canas de las sienes le daban un aspecto muy atractivo. Tenía la mirada fija en Nora. Podrá sonar absurdo, y cualquier otro observador sin duda lo negaría de plano, pero lo que mejor describiría su expresión al mirarla, a mi juicio, sería decir que parecía sentir unos enormes deseos de ejercer violencia sobre la señorita Acton. Ahora estaba hablando, pero en su voz no podía percibirse el menor rastro de ese sentimiento.
—Lo que sin duda hay que hacer es sacar a Nora de la ciudad —dijo, con lo que sonaba a bronca pero sincera preocupación por su seguridad—. ¿Por qué no a mi casa de campo? Clara puede llevarla.
—Prefiero quedarme aquí —dijo Nora, con la mirada baja.
—¿De veras? —insistió Banwell—. Tu madre piensa que el asesino está en el hotel. ¿Cómo puedes estar segura de que no te está vigilando incluso en este mismo instante?
La cara de la señorita Acton enrojeció de nuevo cuando el señor Banwell se dirigió a ella. Todo su cuerpo, me pareció ver, se tensaba por el miedo.
Anuncié que me marchaba. La señorita Acton levantó la mirada hacia mí, llena de ansiedad. Añadí, como si se hubiera olvidado algo:
—Oh, señorita Acton, su receta…, ya sabe, para el sedante que le mencioné. Aquí la tiene. —Saqué del bolsillo un talonario de recetas, escribí rápidamente unas palabras y se las tendí. Había escrito: ¿Fue Banwell?
Leyó el mensaje. Asintió con la cabeza, leve pero rotundamente.
—¿Por qué no me la da a mí? —dijo Banwell, entrecerrando los ojos al mirarme—. Mi ayudante, que espera abajo, puede ir inmediatamente a la farmacia.
—Muy bien —respondí yo. Alargué una mano hasta la mano de la señorita Acton y le cogí las dos notas: la receta con mis palabras y la nota anónima que le habían dado en la calle. Y le tendí esta última a Banwell.
Banwell la leyó. Yo casi estaba convencido de que iba a estrujada entre su dedos y a quedarse mirándome con aire amenazante, traicionándose como el villano de una novela romántica. Pero lo que hizo fue exclamar:
—¿Qué diablos es esto… Mantén la boca cerrada? Será mejor que nos dé una explicación, joven.
—Es una advertencia que esta mañana le han dado en la calle a la señorita Acton —dije—. Como usted bien sabe, señor Banwell, porque la escribió usted mismo. —Se hizo un silencio estupefacto—. Señor alcalde, señor Littlemore: este hombre es el criminal que están buscando. La señorita Acton recordó la agresión justo unos minutos antes de que ustedes entraran en el cuarto. Les conmino a que lo detengan de inmediato.
—¿Cómo se atreve usted…? —empezó a decir Banwell.
—¿Quién es este…, esta persona? —preguntó Mildred Acton, refiriéndose a mí, como es lógico—. ¿De dónde ha salido?
—Doctor Younger —dijo el alcalde McClellan—, no se hace usted cargo de la gravedad de una falsa acusación. Retírela ahora mismo. Si quien le ha dicho eso es la señorita Acton, la memoria le está jugando una mala pasada.
—Señor alcalde… —empezó el detective Littlemore.
—Ahora no, Littlemore —dijo con voz calma el alcalde—. Doctor, retire su acusación, pídale disculpas al señor Banwell y díganos lo que le ha contado la señorita Acton.
—Pero señor… —dijo el detective Littlemore.
—¡Littlemore! —aulló el alcalde, con tal furia que hizo que el detective reculara un par de pasos—. ¿Es que no me ha oído?
—Alcalde McClellan —intervine yo—. No entiendo. Acabo de decirle que la señorita Acton recuerda la agresión. Su propio detective quiere decir algo que al parecer confirma lo que he dicho. La señorita Acton ha identificado definitivamente a su agresor: el señor Banwell.
—No tenemos más que su palabra, doctor…, si es que lo es —dijo Banwell. Miró con dureza a la señorita Acton; me pareció ver que pugnaba denodadamente por reprimir una emoción interna muy fuerte—. Nora, sabes perfectamente que yo no te he hecho nada. Díselo a estas personas, Nora.
—Nora —dijo la madre—. Dile a este joven que tiene una impresión equivocada.
—¿Nora, querida? —dijo el padre.
—Dilo, Nora —dijo Banwell.
—No voy a decirlo —respondió la joven. Pero fue todo lo que dijo.
—Señor alcalde —dije—. No puede permitir que la señorita Acton sea contrainterrogada por el hombre que la agredió… Un hombre que ha asesinado ya a otra joven.
—Younger, estoy seguro de que su intención es buena —respondió el alcalde—, pero está usted equivocado. George Banwell y yo estuvimos juntos el domingo por la noche, cuando fue asesinada Elizabeth Riverford. Estuvo conmigo ¿me oye?, conmigo, toda la velada y toda la noche, hasta la mañana del lunes. A más de cuatrocientos kilómetros de distancia. Es materialmente imposible que pudiera asesinar a nadie.
En la biblioteca, cuando Jung se hubo marchado, grandes bocanadas de humo en espiral ascendieron despacio hacia el techo. Un criado retiró las copas, cambió los ceniceros y se alejó en silencio.
—¿Lo tenemos? —preguntó el hombre casi calvo, al que antes se habían referido como Sachs.
—Sin duda —respondió Dana—. Es incluso más débil de lo que había imaginado. Y tenemos más que suficiente contra él para destruirlo, llegado el caso. ¿Tiene Ochs tus comentarios, Allen?
—Oh, sí —respondió el caballero corpulento de labios gruesos y patillas de boca de hacha—. Los publicará el mismo día en que entreviste al suizo.
—¿Y qué hay de lo de Matteawan? —preguntó Sachs.
—Déjamelo a mí —dijo Dana—. Lo que falta es impedir sus otros medios de difusión. Lo cual ya estará hecho mañana mismo.
Aun después de oír la exculpación de Banwell por parte del alcalde McClellan, no podía aceptar su inocencia. Subjetivamente, quiero decir. Desde el punto de vista objetivo no tenía ninguna base para la incredulidad o la protesta.
Nora se negaba a volver a casa. Su padre le suplicó que lo hiciera. Su madre estaba indignada ante «la testarudez» de su hija. El alcalde zanjó la cuestión. Una vez vista la nota de advertencia, dijo, estaba claro que el hotel ya no era un lugar seguro. Pero la casa de los Acton podía protegerse mediante vigilancia policial. Ciertamente podría conseguirse que fuera más segura que un gran hotel con multitud de entradas. Apostarían agentes en el exterior de la casa, enfrente y detrás, día y noche. Además, le recordó el alcalde a la señorita Acton, ella era aún menor de edad: tenía que plegarse a la voluntad de su padre, aun en contra de la suya propia.
Pensé que la señorita Acton iba a estallar de algún modo, pero lo que hizo fue ceder, con la condición de que le permitieran seguir el tratamiento conmigo a la mañana siguiente.
—Máxime —añadió— cuando ahora sé que no puedo fiarme de la memoria que he recuperado.
Lo dijo con aparente sinceridad, pero era imposible saber si de verdad dudaba de la fidelidad de su memoria o si, por el contrario, estaba censurando a quienes se negaban a darle crédito. Después de eso, no me miró más, ni una sola vez. El descenso en el ascensor resultó insufrible, pero la señorita Acton se comportó con una dignidad de la que carecía su madre, que parecía considerar como una afrenta personal todo lo que iba surgiendo a cada paso. Se me fijó una cita para que fuera a la casa de Gramercy Park a la mañana siguiente temprano, y los Acton partieron en un automóvil hacia el centro de la urbe. Lo mismo hizo el alcalde McClellan. Banwell me dirigió una última mirada, en absoluto benévola, y montó en un coche de caballos. El detective Littlemore y yo nos quedamos solos en la acera.
Se volvió hacia mí.
—¿Le ha dicho que fue Banwell?
—Sí —dije.
—Y la cree, ¿no?
—Sí.
—¿Puedo preguntarle algo? —dijo Littlemore—. Pongamos que una chica pierde la memoria. Que se le queda vacía. Y que en un momento dado la memoria le vuelve. ¿Puedes fiarte de esa memoria que ha recuperado? ¿Puedes poner la mano en el fuego por ella?
—No —le respondí—. Podría ser falsa. Podría ser una fantasía. Podría tomar por memoria una fantasía.
—¿Pero usted la cree?
—Sí.
—¿Qué me está diciendo entonces, doctor?
—No sé lo que le estoy diciendo —dije—. ¿Puedo preguntarle algo, detective? ¿Qué quería decirle al alcalde en la habitación de la señorita Acton?
—Quería recordarle que el coroner Hugel, que está a cargo del caso, también creía que Banwell era el asesino.
—¿Creía, dice? —le pregunté—. ¿Quiere decir que ya no lo cree?
—Bueno, ahora ya no podrá pensarlo más, después de lo que acaba de decir el alcalde —dijo Littlemore.
—¿No podría Banwell ser el agresor de la señorita Acton aunque no fuera el asesino de la otra joven?
—No —respondió el detective Littlemore—. Tenemos pruebas. Fue el mismo tipo en los dos casos.
Volví a entrar en el hotel, inseguro de mí mismo, de mi paciente, de mi situación. ¿Era concebible que McClellan estuviera encubriendo a Banwell? ¿Estaría Nora a salvo en su casa? El conserje dijo en alto mi nombre. Había una carta para mí; la acababan de dejar. Era de G. Stanley Hall, presidente de la Universidad de Clark. La carta era larga. Y profundamente inquietante.
El detective Littlemore, frente a la entrada del Hotel Manhattan, echó a andar por la acera en dirección a la parada de taxis.
Por el viejo cochero de la noche anterior sabía que el hombre del pelo negro —el que había salido del Balmoral a medianoche del domingo— había montado en un taxi rojo y verde de motor de gasolina enfrente del Hotel Manhattan. Aquella información era de gran valor para el detective. Apenas una década atrás, todos los taxis de Manhattan eran de tracción animal. En 1900 había un centenar de vehículos automóviles pululando por la ciudad, pero su motor era eléctrico. De una pesadez plúmbea a causa de sus baterías de casi cuatrocientos kilos, los taxis eléctricos eran muy populares pero lentos y pesados. Los pasajeros, de cuando en cuando, se veían obligados a bajarse para empujar en una pendiente particularmente empinada. En 1907, la New York Taxicab Company lanzó la primera flota de automóviles de alquiler de gasolina, equipados con taxímetros para que los clientes pudieran ver a cuánto iba ascendiendo la carrera. Estos taxis tuvieron un éxito instantáneo: es decir, un éxito entre las clases altas, pues sólo ellas podían permitirse la tarifa de cincuenta centavos por milla. No obstante pronto llegaron a superar en número a todos los demás coches de alquiler, eléctricos y de caballos de la ciudad. Los taxis de gasolina de Nueva York se reconocían al instante, por su inconfundible combinación de colores rojo y verde.
Varios de esos vehículos estaban aparcados en la parada de taxis del Hotel Manhattan. Los chóferes le dijeron a Littlemore que lo intentara en el garaje Allen de la calle Cincuenta y siete, entre las Avenidas Once y Doce, donde los taxis de Nueva York tenían su cuartel general y donde no le costaría mucho averiguar quién había estado trabajando en el turno de noche del domingo. Littlemore tuvo suerte. Dos horas después, tenía respuestas. Un chófer llamado Luria había recogido a un hombre de pelo negro en la entrada del Hotel Manhattan después de la medianoche del domingo. Luria lo recordaba bien, porque el hombre no salía del hotel sino que acababa de apearse de un coche de caballos. Littlemore averiguó también adónde había llevado al hombre del pelo negro aquella noche, y en cuanto lo supo se dirigió a esa dirección, que era una casa particular. Y ahí se le acabó la suerte.
La casa estaba en la calle Cuarenta, justo a un lado de Broadway. Era un edificio de dos plantas, con una llamativa aldaba y cortinas rojas en las ventanas. Littlemore tuvo que llamar cinco o seis veces antes de que una atractiva joven acudiera a abrir la puerta. La joven, pese a la hora que era, iba muy ligera de ropa. Cuando Littlemore le explicó que era un detective de la policía, ella puso los ojos en blanco y le dijo que esperara.
Al poco le hizo pasar a un salón con gruesas alfombras orientales, una deslumbrante serie de espejos en las paredes y muebles cubiertos por retazos de velvetón color púrpura. De las cortinas se desprendía un fuerte olor a tabaco y alcohol. Un bebé lloraba arriba. Cinco minutos después, otra mujer, mayor que la anterior y obesa, bajó por las escaleras de moqueta roja con una bata granate y un sombrero de enormes proporciones en la cabeza.
—Tiene usted mucho valor —dijo la mujer, que se presentó como Susan Merrill, señora Susan Merrill. De una caja fuerte oculta detrás de un espejo sacó otra caja fuerte más pequeña de hierro grabado, que abrió con una llave. Contó cincuenta dólares, y dijo:
—Aquí lo tiene. Ahora váyase. Ya voy con retraso.
—No quiero su dinero, señora —dijo Littlemore.
—Oh, no me diga. Me da usted asco; todos ustedes. Greta, vuelve aquí. —La chica ligera de ropa entró en el salón, bostezando. Aunque eran las tres y media, había estado durmiendo hasta que Littlemore llamó a la puerta—. Greta, el detective no quiere nuestro dinero. Llévatelo al cuarto verde. Que sea rápido, señor.
—Tampoco estoy aquí para eso, señora —dijo Littlemore—. Sólo quiero hacerle una pregunta. Un tipo vino aquí el domingo por la noche, muy tarde. Estoy tratando de encontrarlo.
La señora Merrill miró al detective, recelosa.
—Oh, ahora quiere a mis clientes, ¿eh? ¿Qué es lo que va a hacer, exprimirles también?
—Parece que conoce a unos policías malos —dijo Littlemore.
—¿Los hay de otra clase?
—Mataron a una chica el domingo —respondió Littlemore—. El tipo que lo hizo, la azotó. La ató, y le dio un montón de tajos. Luego la estranguló. Quiero a ese tipo. Esto es todo.
La mujer se arropó los hombros con la bata granate. Metió el dinero en la pequeña caja fuerte y la cerró.
—¿Era una puta de la calle?
—No —dijo Littlemore—. Era una chica rica. Muy rica. Vivía en un edificio muy elegante de la parte alta.
—Bien, es una pena. Pero ¿qué tiene eso que ver conmigo?
—El tipo vino aquí —dijo Littlemore—. Creemos que puede ser el asesino.
—¿Tiene usted idea, detective, de la cantidad de hombres que pasan por aquí el domingo por la noche?
—Ese tipo venía solo. Es alto, de pelo negro, diestro, con un maletín, o bolsa o lo que sea de color negro.
—Greta, ¿te acuerdas de alguien así?
—Déjame pensar —dijo la somnolienta Greta—. No. De nadie.
—Bien, ¿qué más quiere de mí? —dijo la señora Merrill—. Ya ha oído a Greta.
—Pero el tipo vino aquí, señora. El taxista lo dejó justo enfrente de su puerta.
—¿Lo dejó ahí fuera? Eso no quiere decir que entrara. Ésta no es la única casa de la manzana.
Littlemore asintió con la cabeza, despacio. Greta estaba demasiado apática, para su gusto, y la señora Merrill demasiado deseosa de que se fuera.