El miércoles me desperté a las seis de la mañana. No había soñado con Nora Acton, que yo supiera, al menos; pero, en cuanto abrí los ojos en la caja blanca con boiserie de mi habitación del hotel, me puse a pensar en ella. ¿Podía el deseo sexual por la persona de su padre estar detrás de los síntomas de la señorita Acton? Ésa era, lisa y llanamente, la idea de Freud. Yo no quería creer que estuviera en lo cierto; el pensamiento me resultaba repulsivo.
Nunca me gustó Edipo. No me gustaba la obra; no me gustaba el hombre; no me gustaba la teoría epónima de Freud. Era la parte del psicoanálisis que nunca acepté. Que tenemos una vida mental subconsciente; que reprimimos constantemente nuestros deseos sexuales prohibidos y las agresividades que suscitan; que estos deseos reprimidos se manifiestan en nuestros sueños, nuestros lapsus linguae, en nuestras neurosis… En todo esto sí creía. Pero que los hombres quieren sexo con su madre, y las chicas con su padre…, eso me negaba a aceptarlo. Freud diría, por supuesto, que mi escepticismo era una «resistencia». Diría que me negaba a que la de Edipo fuera una teoría acertada. Y no había duda de que tenía razón. Pero la resistencia, fuera lo que fuere, sin duda no probaba lo acertado de la teoría que no se acepta.
Y ésa era la razón por la que yo seguía acudiendo a Hamlet y a la solución irresistible aunque exasperante que Freud proponía de su enigma. En dos frases, Freud había demolido la idea largamente aceptada de que Hamlet era, como lo había considerado Goethe, el bisabuelo de Jung, el esteta demasiado intelectual, constitucionalmente incapaz de una acción resuelta. Como señala Freud, Hamlet realiza acciones decididas repetidas veces. Mata a Polonia. Planea y ejecuta su obra-dentro-de-la-obra, engañando a Claudio para que revele su culpa. Envía a la muerte a Rosencrantz y Guildenstern. Al parecer sólo hay una cosa que es incapaz de hacer: vengarse del villano que mató a su padre y se llevó al lecho a su madre.
Y la razón, la verdadera razón, nos dice Freud, es muy sencilla: Hamlet ve en los actos de su tío sus propios deseos secretos, sus deseos edípicos.
Claudio no ha hecho más que llevar a la práctica lo que Hamlet habría querido hacer. «Así el odio que debía llevarle a la venganza», escribe Freud, «es suplantado en él por autorreproches, por escrúpulos de conciencia». Que Hamlet padece su propio reproche es innegable. Una y otra vez se castiga, excesiva, casi irracionalmente. Incluso piensa en el suicidio. O al menos es como se ha interpretado siempre el monólogo Ser o no ser. Hamlet se pregunta si se da muerte a sí mismo. ¿Por qué? ¿Por qué Hamlet se siente culpable y tiene ideas suicidas cuando piensa en vengar a su padre? Nadie en trescientos años había logrado explicar el soliloquio más célebre de toda la dramaturgia. Hasta Freud.
Según Freud, Hamlet sabe —inconscientemente— que también él quería matar a su padre, y que también él quería reemplazar a su padre en el lecho de su madre. Que era lo que Claudio había hecho. Claudio es, por tanto, la encarnación de los deseos secretos de Hamlet. Es el espejo de Hamlet. Los pensamientos de Hamlet van directamente de la venganza a la culpa y el suicidio porque se ve a sí mismo en su tío. Matar a Claudio será a un tiempo una recreación de sus deseos edípicos y una suerte de autoinmolación. Por eso se siente paralizado Hamlet. Por eso no puede decidirse a actuar. Es un histérico; padece la insufrible culpa de unos deseos edípicos que no ha logrado reprimir del todo.
Y sin embargo, razonaba yo, tenía que existir otra explicación. Ser o no ser tenía que encerrar otro sentido. Imaginaba que si fuera capaz de resolver ese soliloquio podría vindicar mi objeción a la totalidad de la teoría de Edipo. Pero nunca he logrado hacerlo.
En el desayuno encontré a Brill y a Ferenczi en la misma mesa que habían ocupado el día anterior. Brill atacaba valientemente un bistec con huevos. Ferenczi no estaba tan en forma: insistió en que no iba a probar bocado en todo el día. Ambos parecían un poco forzados en su conversación conmigo; creo que interrumpí una charla privada.
—Los camareros —decía Ferenczi— son todos negros. ¿Es eso normal en los Estados Unidos?
—Sólo en los mejores establecimientos —respondió Brill—. Los neoyorquinos se opusieron a la emancipación, no lo olvide, hasta que se dieron cuenta de lo que significaba: podrían tener a los negros como criados, y además les costarían menos.
—Nueva York no se opuso a la emancipación de los negros —intervine yo.
—¿Una revuelta no es oposición? —preguntó Brill.
Ferenczi dijo:
—No le haga caso, Younger. De veras.
—Sí, no me haga caso —respondió Brill—. Nadie me lo hace. Debemos, por el contrario, hacer caso a Jung, porque es más importante que el resto de nosotros juntos.
Vi que Jung había sido el tema de conversación antes de mi llegada. Pregunté si podían aclararme un poco la naturaleza de la relación de Jung con Freud. Y lo hicieron.
Recientemente, en el curso de los dos últimos años, Freud había atraído a un nuevo grupo de seguidores suizos. Y el más prominente entre ellos era Jung. El grupo de Zurich estaba molesto con los discípulos originales de Viena de Freud, cuyos celos se habían intensificado cuando éste nombró a Jung redactor jefe del Anuario psicoanalítico, la primera publicación periódica del mundo dedicada por entero a la nueva psicología. Desde tal puesto, Jung tenía un gran poder decisorio en relación con los méritos de los trabajos de los demás. Los vieneses objetaban que Jung no había profesado genuinamente la «etiología sexual» de ciertos trastornos: el descubrimiento cardinal de Freud de que los deseos sexuales reprimidos se hallan detrás de la histeria y de otras enfermedades mentales. Creían que el nombramiento de Jung como redactor jefe mostraba un claro favoritismo de Freud. En esto, me dijo Brill, los vieneses tenían más razón de lo que sospechaban. Freud no sólo favorecía a Jung sino que lo había designado ya «príncipe heredero»: el hombre que, después de él, tomaría las riendas del movimiento.
No mencioné que yo mismo había oído a Freud decirle eso a Jung la noche anterior, y no lo hice sobre todo porque tendría que haber contado el «percance» de Freud. En lugar de ello, observé que Jung parecía sobremanera sensible a la opinión que Freud pudiera tener de él.
—Oh, todos los somos —respondió Ferenczi—. Pero no hay duda de que Freud y Jung tienen una relación muy paterno-filial. Yo mismo pude verlo en el barco. Y de ahí que Jung sea enormemente sensible a cualquier admonición que venga de Freud. Lo enfurece. Sobre, todo cuando, se trata de la transferencia. Jung tiene…, ¿cómo lo llamaría?, una filosofía diferente en lo relativo a la transferencia.
—¿Sí? ¿Y la ha publicado? —pregunté.
Ferenczi intercambió una mirada con Brill.
—No exactamente. Hablo de cómo enfoca su trato con los pacientes. Con sus pacientes… femeninas. Usted me entiende.
Empezaba a entender.
Brill suspiró.
—Se acuesta con ellas. Lo sabe todo el mundo.
—Yo nunca lo he hecho —dijo Ferenczi—. Pero aún no he tenido que enfrentarme a muchas tentaciones. Así que, lamentablemente, felicitarme por ello sería prematuro.
—¿Lo sabe el doctor Freud?
Quien suspiró esta vez fue Ferenczi.
—Una paciente de Jung escribió a Freud, tremendamente disgustada, contándoselo todo. Freud me enseñó cartas en el barco. Incluso hay una carta de Jung a la madre de la chica… Una carta muy curiosa. Freud me consultó pidiéndome consejo. —Ferenczi estaba claramente orgulloso de ello—. Le dije que no debía tomar la carta como una prueba concluyente. Yo, por supuesto, estaba ya al corriente de todo el asunto. Todo el mundo lo estaba. Era una chica preciosa…, judía, estudiante. Dicen que Jung no la trató bien.
—Oh, no —dijo Brill, mirando hacia la entrada de la sala del desayuno. Freud no venía solo; lo acompañaba un hombre a quien yo había conocido en New Haven, en el congreso psicoanalítico de unos meses atrás. Era Ernest Jones, uno de sus seguidores británicos.
Jones había viajado a Nueva York para unirse al grupo durante aquella semana. Vendría, pues, con nosotros a Clark el sábado. De unos cuarenta años, Jones era igual de bajo que Brill, aunque un poco más robusto. De cara extremadamente blanca, pelo oscuro y muy brillante, apenas tenía barbilla y su sonrisa de labios finos más parecía de autocomplacencia que de afabilidad. Tenía la costumbre peculiar de mirar hacia otra parte mientras hablaba con una persona. Freud, que bromeaba con él mientras se acercaba a nuestra mesa, estaba encantado de verle. Ni Ferenczi ni Brill parecían compartir tal deleite.
—Sándor Ferenczi —dijo Jones—. Qué sorpresa, viejo amigo. Pero ustedes no estaban invitados, ¿me equivoco? Por Hall, me refiero. Para dar una conferencia en Clark…
—No —respondió Ferenczi—. Pero…
—Y Abraham Brill —prosiguió Jones, paseando la mirada por la sala como en busca de otras personas conocidas—. ¿Cómo le va? ¿Sigue con sus tres pacientes?
—Cuatro —dijo Brill.
—Bien, considérese un hombre afortunado —replicó Jones—. A mí en Toronto los pacientes me desbordan la sala de espera y no tengo ni un minuto para ponerme a escribir. No, todo lo que tengo en cartera es el artículo para Neurology, un pequeño trabajo para Insanity y la conferencia que di en New Haven y que ahora Prince quiere publicar. Y ¿qué me dice de usted, Brill? ¿Tiene algo en mente?
Los comentarios de Jones habían hecho que el ambiente se alejara mucho de la cordialidad. Brill adoptó una expresión de desencanto fingido.
—Sólo el libro de Freud sobre la histeria, me temo —dijo.
En los labios de Jones hubo un amago de movimiento, pero no salió ninguna palabra de ellos.
—Sí, sólo mi traducción de Freud —siguió Brill—. Mi alemán estaba mucho más oxidado de lo que imaginaba, pero he logrado llevarlo a cabo.
El semblante de Jones se llenó de alivio.
—Freud no necesita traductor al alemán, so imbécil —dijo, riendo con ruido—. Freud escribe en alemán. Necesita un traductor al inglés.
—Yo soy su traductor al inglés —dijo Brill.
Jones pareció quedarse estupefacto. Le dijo a Freud:
—¿No…, no estará…, está usted dejando que Brill le traduzca al inglés? —Y, dirigiéndose a Brill—. Pero ¿está su inglés a la altura de la empresa, viejo amigo? Usted es un emigrante, después de todo.
—Ernest —dijo Freud—, está exteriorizando sus celos.
—¿Yo celoso de Brill? —replicó Jones—. ¿Cómo voy a estar yo celoso de Brill?
En ese momento, un botones con una bandeja de plata en la mano pronunció en voz alta el nombre de Brill. En la bandeja había un sobre. Brill, dándose aires, obsequió al botones con diez centavos de propina.
—Siempre he deseado recibir un telegrama en un hotel —dijo con voz alegre—. Ayer por poco me envío uno a mí mismo, sólo para comprobar qué se siente.
Pero cuando Brill abrió el sobre y sacó el mensaje, se le demudó el semblante. Ferenczi se lo cogió de la mano y nos lo mostró a todos nosotros. El telegrama decía:
ENTONCES EL SEÑOR HIZO LLOVER AZUFRE Y FUEGO SOBRE SODOMA Y GOMORRA STOP Y HE AQUÍ QUE EL HUMO SUBÍA DE LA TIERRA COMO EL HUMO DE UN HORNO STOP PERO A SU ESPALDA SU MUJER MIRÓ HACIA ATRÁS Y SE CONVIRTIÓ EN UNA ESTATUA DE SAL STOP DETÉNGASE ANTES DE QUE SEA DEMASIADO TARDE.
—¡Otra vez! —susurró Brill.
—Me parece a mí —terció Jones— que no hay razón para que se le cambie la cara como si hubiera visto un fantasma. Está claro que es obra de algún fanático religioso. Norteamérica está llena de ellos.
—¿Y cómo sabían que estaba aquí? —respondió Brill, en absoluto tranquilo.
El alcalde George McClellan vivía en el Row, en una de las señoriales casas de estilo Nueva Grecia que flanqueaban el lado norte de Washington Square, justo a un lado de la Quinta Avenida. Al salir de su casa el miércoles por la mañana, temprano, McClellan se sobresaltó al ver al coroner Hugel acercándose apresuradamente hacia él, desde el parque del otro lado de la calle. Los dos caballeros se encontraron entre las columnas de la entrada principal de la casa del alcalde.
—Hugel —dijo McClellan—. ¿Qué está usted haciendo aquí? Santo Dios, señor mío, tiene usted aspecto de no haber dormido en varios días.
—Tenía que asegurarme de que daba con usted —exclamó el coroner, sin resuello—. Lo hizo Banwell.
—¿Qué?
—George Banwell mató a la joven Riverford —dijo Hugel.
—No sea ridículo —le contestó el alcalde—. Conozco a Banwell desde hace veinte años.
—Desde que entré en el apartamento de la joven —dijo Hugel—, Banwell no hizo más que tratar de obstruir la investigación. Me amenazó con hacer que me apartaran del caso, y trató de impedir la autopsia.
—La mayoría de los hombres, Hugel, no disfrutaría en absoluto al ver el cadáver abierto de una hija.
Si el alcalde intentaba apelar a la sensibilidad de Hugel, erró el blanco.
—Se ajusta punto por punto a la descripción del asesino. Vivía en el edificio; era amigo de la familia: la joven le habría abierto la puerta sin ningún temor; pudo limpiar a conciencia el apartamento antes de la llegada de Littlemore.
—Ya lo había examinado usted antes —argumentó el alcalde.
—En absoluto —dijo Hugel—. Yo sólo inspeccioné el dormitorio. Littlemore tenía que encargarse del resto del apartamento.
—¿Sabía Banwell que iba a ir Littlemore? ¿Se lo dijo usted?
—No —gruñó el coroner—. Pero ¿cómo explica usted su terror de ayer al ver a la señorita Acton en la calle?
Le relató al alcalde los acontecimientos del día anterior, que a su vez le había relatado Littlemore.
—Banwell trató de huir porque pensó que la joven lo identificaría como su agresor.
—Tonterías —respondió el alcalde—. Se reunió conmigo minutos después en el Hotel Manhattan. ¿Es usted consciente de que los Banwell y los Acton son íntimos amigos? Harcourt y Mildred Acton están ahora en la casita de campo de los Banwell.
—¿Quiere decir que Banwell conoce a los Acton? —preguntó Hugel—. ¡Bien, pues eso lo prueba todo! Es el único que conocía a las dos víctimas.
El alcalde miró con desapasionamiento al coroner.
—¿Qué es eso de su chaqueta, Hugel? Parece huevo.
—Es huevo. —Hugel se limpió la solapa con un pañuelo amarillento—. Esos gamberros del otro extremo de su parque me lo han tirado encima. Debemos detener inmediatamente a Banwell.
El alcalde sacudió la cabeza. El lado sur de Washington Square no era lo que se dice muy refinado, y McClellan no había sido capaz de liberar la esquina suroeste del parque de una banda de golfillos para quienes la proximidad de la casa del alcalde parecía haber actuado como acicate adicional para sus diabluras. McClellan pasó por delante del coroner Hugel en dirección al carruaje que le esperaba.
—Me sorprende usted, Hugel. Todo meras especulaciones…
—No será ninguna especulación cuando tenga el próximo asesinato entre manos.
—George Banwell no mató a la señorita Riverford —dijo el alcalde.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé —respondió McClellan en tono terminante—. No le toleraré ni una palabra más sobre esa ridícula calumnia. Ahora váyase a casa. No está usted capacitado para ocupar su puesto en esas condiciones. Descanse un poco. Es una orden.
El edificio que Littlemore encontró en el 782 de la Octava Avenida —donde se suponía que Chong Sing vivía en el apartamento 4C— era una casa de vecindad de cinco plantas; sucia, mugrienta, con fragantes patas de cerdo asadas y cuerpos chorreantes de patos en las ventanas del segundo piso, donde había un restaurante chino. Debajo del restaurante, en la planta baja, había una cochambrosa tienda de bicicletas, cuyo propietario era blanco. Todos los demás vecinos del inmueble y las gentes de los alrededores —las ancianas que salían y entraban atropelladamente por la puerta principal, el hombre que fumaba una larga pipa en las escaleras de entrada, los rostros que asomaban por las ventanas de los pisos superiores— eran chinos.
Cuando el detective empezó a subir el tercer tramo de escaleras a oscuras, un hombrecillo con una larga túnica surgió de las sombras y le cerró el paso. El hombrecillo tenía una barba rala, una cola que le colgaba de la espalda y los dientes del color de la herrumbre. Littlemore se detuvo.
—Se equivoca —dijo el chino, sin más preámbulos—. El restaurante es ahí abajo, en la segunda planta.
—No busco el restaurante —respondió Littlemore—. Busco al señor Chong Sing. Vive en el cuarto piso. ¿Lo conoce?
—No. —El chino seguía cerrándole el paso a Littlemore—. No hay ningún Chong Sing ahí arriba.
—¿Quiere decir que ha salido, o que no vive aquí?
—No hay ningún Chong Sing ahí arriba —repitió el hombrecillo chino. Empujó con las puntas de los dedos el pecho del detective, y dijo—: Váyase.
Littlemore apartó al hombrecillo hacia un lado y siguió subiendo por las angostas escaleras, que crujían bajo sus pies. El aire estaba colmado de un olor a grasa de carne. Mientras recorría el humoso pasillo de la cuarta planta —sin ventanas y oscura, a pesar de ser una mañana clara—, Littlemore vio ojos que le espiaban desde puertas apenas entreabiertas. En el apartamento 4C nadie contestó. Littlemore creyó oír cómo alguien escapaba a toda prisa por una escalera trasera. Al principio, el aroma a carne asada había estimulado el apetito del detective; ahora, en los pisos superiores sin aire, mezclado con las volutas del humo del opio, le producía náuseas.
Cuando el alcalde llegó al ayuntamiento, la señora Neville le informó de que el señor Banwell estaba al teléfono.
McClellan le dijo que le pasara la llamada.
—George —dijo George Banwell—. Soy George.
—Yo también —dijo George McClellan, poniendo el broche a un intercambio que ambos habían iniciado veinte años atrás, cuando eran miembros novatos del Manhattan Club.
—Quería decirte que anoche conseguí hablar con Acton —dijo Banwell—. Le puse al tanto de las terribles nuevas. Está en la carretera en este momento. Llegará al hotel hacia mediodía. Me he citado con él allí.
—Excelente —dijo McClellan—. Allí os veré, entonces.
—¿Ha recordado algo Nora?
—No —dijo el alcalde—. Pero el coroner tiene un sospechoso. Tú.
—¿Yo? —exclamó Banwell—. Esa pequeña rata no me gustó desde que le puse la vista encima.
—Al parecer el sentimiento es mutuo.
—¿Qué le has dicho tú?
—Le he dicho que tú no lo hiciste —dijo el alcalde.
—¿Qué pasa con el cuerpo de Elizabeth? —preguntó Banwell—. Riverford me manda telegramas preguntándomelo cada cinco minutos.
—Lo han robado, George —dijo el alcalde.
—¿Qué?
—Ya sabes los problemas que tengo con el depósito de cadáveres. Espero recuperarlo pronto. ¿Puedes entretenerme un día más a Riverford?
—¿Entretenerlo? —repitió Banwell—. Su hija ha sido asesinada.
—¿Puedes intentarlo? —dijo McClellan.
—Diablos, George… —dijo Banwell—. Veré lo que puedo hacer. A propósito, ¿quiénes son esos especialistas que están viendo a Nora?
—¿No te lo conté? —respondió el alcalde—. Son terapeutas. Parece ser que pueden curar la amnesia sólo charlando. Algo fascinante, la verdad. Hacen que el paciente les diga todo tipo de cosas.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó Banwell.
—Todo tipo de cosas —respondió el alcalde.
El coroner Hugel, obedeciendo las órdenes del alcalde, volvió a su casa, los dos últimos pisos de una pequeña casa de madera de Warren Street. Nada más llegar se acostó en su cama llena de bultos, aunque no logró conciliar el sueño. La luz era muy viva, y los gritos de los camioneros demasiado estentóreos, incluso con una almohada sobre la cabeza.
La casa en la que Hugel vivía estaba a un extremo de Market District, en el bajo Manhattan. Cuando alquiló el apartamento, la zona era un agradable barrio residencial. Pero en 1909 ya había sido tomado por almacenes de frutas y verduras y talleres de manufacturas. Hugel no se había mudado. El salario de coroner no le habría permitido costearse un apartamento de dos pisos en otra parte más en boga de Nueva York.
Hugel odiaba sus habitaciones. Los techos exhibían las mismas manchas horribles de bordes parduzcos que tenía que soportar en su despacho. Hugel maldijo con amargura, en voz baja. Era el coroner de la ciudad de Nueva York. ¿Por qué tenía que vivir en una morada tan indigna? ¿Por qué tenía que tener su traje aquel aire tan raído en comparación con la impecable y bien cortada chaqueta del alcalde McClellan?
La prueba contra Banwell era más que suficiente para su detención. ¿Por qué no lo veía el alcalde? Deseaba detener a Banwell él mismo. Hugel volvió a repasar todo el asunto. Tenía que haber algo más. Tenía que haber alguna forma de hacer que encajaran todas las piezas. Si el asesino de Elizabeth Riverford había robado su cuerpo de la morgue porque en él había alguna prueba que lo incriminaba, ¿cuál podría ser ésta? De súbito tuvo una inspiración: había olvidado las fotografías que él mismo había tomado en el apartamento de la víctima. ¿No podrían aquellas fotografías proporcionarle la pista que andaba buscando?
Hugel se levantó de la cama y se vistió deprisa. Las revelaría él mismo. A pesar de que raras veces lo utilizaba, tenía su propio cuarto oscuro en un cubículo contiguo a la morgue. No, sería más seguro si Louis Riviere, jefe del departamento fotográfico de la policía, se encargaba del trabajo.
A las nueve estaba llamando a la habitación de la señorita Acton. No respondió nadie. Se me ocurrió preguntar en recepción, y había un mensaje para mí en el que la señorita Acton me informaba de que volvería a su habitación a las once. A partir de esa hora podría pasar a verla si lo deseaba.
Todo ello un inmenso error, psicoanalíticamente hablando. En primer lugar, no era en absoluto «pasar a verla». Y en segundo lugar no era el paciente sino el médico quien debía fijar la hora de las sesiones.
Sea como fuere, a las once estaba llamando a la habitación de la señorita Acton. Estaba cómodamente instalada en el sofá, en idéntica postura a la del día anterior por la mañana, tomando el té, enmarcada en un par de puertaventanas abiertas a la terraza. Sin levantar los ojos, la señorita Acton me dijo que me sentara. Esto también me irritó. El marco de una sesión psicoanalítica debería haber sido una pieza de la consulta del psiquiatra —la mía, en este caso—, y tendría que haber sido yo el autor de la escenografía.
Y entonces alzó la mirada, y me quedé desconcertado. Estaba trémula, llena de agitación.
—¿A quién se lo ha dicho? —me preguntó, no en tono acusatorio sino ansioso—. ¿Lo que… me hizo el señor Banwell?
—Sólo al doctor Freud. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
Buscó la mirada de la señora Biggs, que sacó un trozo de papel, lo dobló en dos y me lo tendió. En la nota se leía, escrito con pluma estilográfica: Mantén la boca cerrada.
—Un chico de la calle —dijo la señorita Acton con voz quejumbrosa—. Me lo metió en la mano y salió corriendo. ¿Cree usted que quien me agredió fue el señor Banwell?
—¿Y usted qué cree?
—No lo sé. No sé… ¿Por qué no logro recordar? ¿No puede usted hacerme recordar? —me suplicó—. ¿Y si está ahí fuera, vigilándome? Por favor, doctor, ¿no puede ayudarme?
Nunca había visto así a la señorita Acton. Era la primera vez que me pedía ayuda de cualquier tipo. Era también la primera vez, desde que se alojaba en el hotel, que parecía realmente asustada.
—Lo intentaré —le respondí.
La señora Biggs, esta vez, sabía perfectamente que debía dejamos solos. En cuanto se hubo ido hice que la señorita Acton se tendiera en el sofá, aunque era obvio que no le agradaba hacerlo. Estaba tan agitada que apenas podía quedarse quieta.
—Señorita Acton —dije—. Intente pensar en tres años atrás, antes del incidente de la azotea. Estaba con su familia, en la casa de campo de los Banwell.
—¿Por qué me pregunta por eso? —estalló la señorita Acton—. Lo que quiero recordar es lo que me pasó hace dos días, no hace tres años.
—¿No quiere recordar lo que sucedió hace tres años?
—No he querido decir eso.
—Es lo que ha dicho —dije yo—. El doctor Freud cree que usted pudo ver algo entonces… Algo que ha olvidado…, algo que le impide recordar ahora.
—No he olvidado nada —replicó ella.
—Entonces vio algo.
La joven guardó silencio.
—No tiene que avergonzarse de nada, señorita Acton.
—¡Deje de decir eso! —saltó ella, con una furia del todo inesperada—. ¿De qué voy a tener yo que avergonzarme?
—No lo sé.
—Váyase —dijo.
—Señorita Acton…
—Váyase. No me gusta usted. Usted no es inteligente.
No me moví.
—¿Qué vio? —Al ver que no me contestaba, y que se quedaba mirando fija y decididamente en otra dirección, me levanté y, arriesgándome, dije—: Lo siento, señorita Acton. No puedo ayudarla. Me gustaría, pero no puedo.
Aspiró el aire profundamente.
—Vi a mi padre con Clara Banwell.
—¿Puede contarme con detalle lo que vio?
—Oh, de acuerdo…
Me senté.
—Hay una gran biblioteca en la planta baja —dijo—. Muchas veces no podía dormir, y entonces me iba a la biblioteca. Allí podía leer a la luz de la luna, sin tener que encender ni una vela. Una noche, la puerta de la biblioteca estaba entreabierta. Supe que había alguien dentro. Miré por la abertura, y vi a mi padre sentado en la silla del señor Banwell, de cara a mí, en la butaca en la que me sentaba yo siempre. Lo veía a la luz de la luna, pero la cabeza la tenía echada hacia atrás, de un modo desagradable. Clara estaba ante él, de rodillas. Llevaba el vestido abierto. Caído hasta más abajo de la cintura. Con la espalda completamente desnuda. Era una espalda preciosa, doctor; toda blanca, perfecta, de esa piel pura y blanca que uno ve en…, en…, y con forma de reloj de arena, o de violonchelo. Estaba…, no sé cómo describirlo. Haciendo un movimiento ondulante… Su cabeza subía y bajaba a un ritmo lento. No podía verle las manos. Creo que las tenía enfrente de ella. Una o dos veces se echó el pelo hacia atrás, sobre los hombros, pero siguió subiendo y bajando la cabeza. Era una visión hipnotizadora. En aquel tiempo no entendí, por supuesto, lo que estaba presenciando. Pero sus movimientos me parecían bellos, como una dulce ola que lamiera una orilla. Pero sabía muy bien que estaban haciendo algo malo.
—Siga.
—Entonces mi padre empezó a hacer un ruido áspero, repulsivo. Me pregunté cómo Clara podía soportar aquel sonido. Pero no sólo lo soportaba. Parecía contribuir a que su movimiento ondulante se hiciera más resuelto y más rápido. Mi padre se agarraba con fuerza a los brazos de la butaca. Ella movía la cabeza más y más rápido. Estoy segura de que me sentía fascinada, pero no quise mirar más. Subí de puntillas a la primera planta y me metí en mi cuarto.
—¿Y luego?
—No hay más. Eso fue todo.
Nos miramos.
—Espero que al menos su curiosidad se haya visto satisfecha, doctor Younger, porque no creo que mi amnesia se haya curado.
Traté de pensar en el episodio que la señorita Acton me acababa de contar desde el punto de vista psicoanalítico. Tenía la forma de un trauma, pero había una dificultad. La señorita Acton no parecía haber quedado traumatizada al respecto.
—¿Experimentó usted algún problema físico después de aquello? —le pregunté—. ¿Pérdida de voz o algo semejante?
—No.
—¿Alguna parálisis en alguna parte del cuerpo? ¿Un resfriado?
—No.
—¿Se enteró su padre de que les había visto?
—Es demasiado estúpido.
Reflexioné sobre esto.
—Cuando piensa en su amnesia, en este mismo momento, ¿qué le viene a la mente de inmediato?
—Nada —dijo ella.
—No es posible que en la mente de uno no haya nada.
—¡Ya me dijo eso la vez pasada! —exclamó con enfado la señorita Acton, y se quedó callada. Me miró fijamente con sus ojos azules—. Sin embargo hay una cosa —dijo luego— que sí me ha hecho pensar que quizá podría ayudarme, pero no tiene nada que ver con sus preguntas.
—¿Qué cosa?
Dejó de mirarme.
—No sé si debo decírsela.
—¿Por qué?
—No importa por qué. Fue en la comisaría de policía.
—Le examiné el cuello…
Habló con voz queda, con la cabeza apartada.
—Sí. Cuando por primera vez me tocó la garganta, durante un segundo creí ver algo…, una imagen, un recuerdo… No sé qué.
Lo que me estaba contando era algo inesperado, pero no ilógico. Freud mismo había descubierto que un tacto físico puede liberar recuerdos reprimidos. Y yo había empleado esa misma técnica con Priscilla. Posiblemente la amnesia de la señorita Acton también era susceptible de ser tratada de ese modo.
—¿Quiere que intentemos algo similar ahora? —le pregunté.
—Me asusté.
—Lo más seguro es que vuelva a asustarse.
Asintió con la cabeza. Fui hasta ella y tendí la palma. Ella empezó a quitarse el pañuelo. Le dije que no necesitaba hacerlo; que iba a tocarle la frente, no el cuello. Pareció sorprendida. Le expliqué que la palpación de la frente era uno de los métodos empleados por el doctor Freud para que el paciente recupere la memoria. Despacio, le puse la mano en la frente. No hubo reacción. Le pregunté si le venía a la cabeza algún pensamiento.
—Sólo que su mano está muy fría, doctor Younger.
—Lo siento, señorita Acton, pero creo que debemos seguir hablando. Lo de la mano en la frente no ha dado resultado.
Volví a sentarme. Ella parecía casi enfadada.
—¿Puede decirme una cosa? —proseguí—. Me ha contado que la espalda de la señora Banwell… era blanca; su espalda desnuda. Tan blanca como algo que usted había visto antes. Pero no dijo qué.
—Y a usted le gustaría saberlo.
—Por eso lo he preguntado.
—Váyase —dijo, incorporándose.
—¿Cómo dice?
—¡Fuera! —gritó ella, lanzándome el bol de azucarillos.
Luego se levantó y me tiró también taza y platillo. Aunque éstos con mayor violencia, después de haberlos alzado con la mano por encima de la cabeza. Por fortuna, los dos objetos salieron en direcciones opuestas: el platillo hacia mi izquierda, la taza hacia mi derecha, muy alta; al estrellarse contra la pared se rompió en varios pedazos. Y por último cogió la tetera.
—No haga eso —dije.
—Le odio —dijo ella.
Me levanté también.
—No me odia, señorita Acton. Odia a su padre por haberle entregado a usted al señor Banwell… a cambio de su esposa.
Si pensaba que la reacción de la joven iba a ser echarse a llorar sobre el sofá, me equivocaba de parte a parte. Saltó como un gato montés, blandiendo la tetera en dirección a mi cabeza. Me alcanzó en el hombro izquierdo. Con inusitada fuerza. Para ser una joven tan menuda tenía una fuerza impresionante. La tapa de la tetera voló por la habitación. El agua caliente me salpicó todo el brazo. Sentí una intensa quemazón, de hecho; me hirió el agua casi hirviendo, no el golpe de la tetera. Pero no me moví, ni mostré ninguna reacción. Ello, sospecho, la azuzó aún más. Volvió a blandir la tetera contra mí, esta vez contra mi cabeza. Yo era mucho más alto que ella, de forma que no tuve más que echarme un poco hacia atrás. La tetera no dio en el blanco, y yo le agarré el brazo a la señorita Acton. Su fuerza la hizo girar sobre sí misma, y me dio la espalda. Le sujeté los brazos con fuerza contra la cintura, y la atraje hacia mí.
—Suélteme —dijo—. Suélteme o me pongo a gritar.
—¿Y luego? ¿Le dirá a todo el mundo que la he atacado?
—Voy a contar hasta tres —me replicó con fiereza—. Suélteme o grito con toda mis fuerzas. Una, dos…
Le agarré la garganta, deteniéndole en la boca las palabras. No debí hacerlo, pero la sangre se me había subido a la cabeza. Ahogué toda posibilidad de que gritara, pero produje un efecto secundario inesperado. Toda la tensión de su cuerpo se esfumó en un instante. Dejó caer la tetera. Sus ojos se abrieron al máximo, desorientados, y sus iris de zafiro se dispararon en una y otra dirección. No sé qué era más extraño: su ataque contra mi persona o esta súbita transformación. La solté al instante.
—Lo vi —susurró.
—¿Puede recordarlo? —pregunté.
—Lo vi —repitió ella—. Ahora se ha ido. Creo que estaba atada. No podía moverme. Oh, ¿por qué no puedo recordar? —Se dio la vuelta para encararme—. Hágalo de nuevo.
—¿Qué?
—Lo que acaba de hacer. Y recordaré. Seguro que sí.
Despacio, sin apartar ni un instante sus ojos de los míos, se desanudó el pañuelo, dejando al descubierto el cuello aún magullado. Me apretó la mano derecha con sus delicados dedos y se la llevó hacia el cuello, tal como había hecho la primera vez que la vi. Toqué su piel suave, debajo de la barbilla, con cuidado para no rozarle la magulladura.
—¿Ve algo? —pregunté.
—No —susurró ella—. Tiene que hacer lo que hizo antes.
No respondí. No sabía si se refería a lo que había hecho en la comisaría de policía o lo que acababa de hacer.
—Estrangúleme —dijo.
No hice nada.
—Por favor —dijo—. Estrangúleme.
Puse el índice y el pulgar en el lugar del cuello donde estaban las marcas rojas. Se mordió el labio; tuvo que hacerse daño. Una vez cubierta su magulladura, no quedaba señal alguna de la agresión: tan sólo su cuello exquisitamente torneado. Le apreté la garganta. Sus ojos se cerraron de inmediato.
—Más fuerte —dijo con voz callada.
Con la mano izquierda, le sujeté la parte baja de la espalda. Con la derecha, le apreté el cuello. Su espalda se arqueó, su cabeza cayó hacia atrás. Me asió con fuerza la mano, pero no trató de apartada.
—¿Ve algo? —le pregunté.
Negó levemente con la cabeza, con los ojos aún cerrados. La atraje hacia mí con mayor firmeza, y le apreté más el cuello. El aliento se le detenía en la garganta, y al final cesó por completo. Los labios, de color bermellón, se abrieron.
No me resulta fácil confesar las reacciones absolutamente impropias que todo aquello estaba despertando en mí. Jamás había visto una boca tan perfecta. Los labios, ligeramente hinchados, temblaban. Su piel era como la nata más pura. Su pelo largo centelleaba como agua que al caer se volviera de oro por el sol. La atraje aún más hacia mí. Una de sus manos descansaba sobre mi pecho. No sé cuándo ni cómo había llegado allí.
De pronto fui consciente de que sus ojos azules me estaban mirando. ¿Cuándo los había abierto? Trataba de articular una palabra; hasta entonces no me había dado cuenta. La palabra era pare.
Solté su garganta, en la creencia de que iba a atraer desesperadamente aire a sus pulmones. Pero no lo hizo. En lugar de ello dijo, tan tenuemente que apenas pude oída:
—Béseme.
He de admitir que no sé qué habría hecho ante tal invitación, pero aconteció que en ese preciso instante se oyó un fuerte golpe en la puerta, seguido del ruido de una llave que giraba con brusco frenesí en la cerradura. Solté al instante a la señorita Acton, y ella recogió la tetera del suelo y la colocó sobre la mesa. Y ambos miramos hacia la puerta.
—Ya recuerdo —me susurró con urgencia, mientras giraba el pomo—. Sé quién fue.