Al salir del Metropolitan Museum, tomamos un carruaje que nos llevó a través del parque hacia el nuevo campus de la Universidad de Columbia, poseedora de una soberbia biblioteca. No había estado allí desde 1897, cuando tenía quince años y mi madre nos arrastró a todos a la inauguración del edificio Schermerhorn. Brill, por fortuna, no conocía mi vinculación marginal con ese clan, porque de otro modo se lo habría mencionado a Freud.
Visitamos la clínica psiquiátrica, donde Brill tenía un despacho. Después, Freud anunció que quería oír cómo había sido mi sesión con la señorita Acton. Así pues, mientras Brill y Ferenczi quedaban un poco rezagados, debatiendo sobre técnica terapéutica, Freud y yo caminamos por Riverside Drive, cuyo ancho paseo ofrecía una hermosa atalaya desde donde contemplar los Palisades, los acantilados agrestes y cortados de Nueva Jersey, en la orilla del río Hudson.
No omití nada: le relaté a Freud tanto mi primera sesión con la señorita Acton, que acabó en fracaso, como la segunda, que acabó en sus revelaciones relativas al amigo de su padre, el señor Banwell. Él me interrogó exhaustivamente, deseoso de cada detalle, con independencia de lo que pudiera parecer, e insistió en que no debía recrear sus palabras sino citarlas de forma literal. Cuando terminé, Freud apago su cigarro en a acera y me preguntó si pensaba que el episodio de la azotea de hacía tres años había sido la causa de que la señorita Acton perdiera la voz aquella noche.
—Eso parece —le respondí—. Lo que le había sucedido estaba relacionado con la boca, y con la orden de que no contara nada. Aquella chiquilla sentía que se le había hecho algo que no podía expresarse con palabras; por lo tanto, se incapacitó a sí misma para hablar.
—Muy bien. De modo que aquel beso vergonzoso en la azotea volvió histérica a la chiquilla de catorce años, ¿no? —dijo Freud para calibrar mi reacción.
Comprendí: quería decir lo contrario de lo que estaba diciendo. El episodio de la azotea, a ojos de Freud, no podía ser la causa de la histeria de la señorita Acton. Aquel episodio no le había acontecido en la niñez, ni era edípico. Sólo los traumas de la niñez conducen a la neurosis, aunque por lo general sea un incidente posterior el que despierta el recuerdo del conflicto largamente reprimido, dando lugar a los síntomas histéricos.
—Doctor Freud —pregunté—. ¿No es posible que en este caso sea el trauma adolescente el causante de la histeria?
—Es posible, amigo mío, con una salvedad: el comportamiento de aquella chiquilla en la azotea era ya enteramente histérico. —Freud sacó otro cigarro del bolsillo, pero lo pensó mejor y volvió a guardárselo—. Déjeme brindarle una definición de la mujer histérica: una mujer en quien una ocasión de placer sexual desencadena sentimientos que de antiguo no han sido en absoluto placenteros.
—Sólo tenía catorce años…
—¿Y cuántos años tenía Julieta en su noche de bodas?
—Trece —admití.
—Un hombre robusto, en plena madurez (de quien sólo sabemos que es fuerte, alto, triunfador, bien formado), besa a una chiquilla en los labios —dijo Freud—. El hombre está excitado sexualmente, como es natural. Creo que es lícito suponer que Nora sintió física y directamente esta excitación. Cuando dice que aún puede sentir cómo Banwell la aprieta contra él, no me cabe duda de cuál es la parte del cuerpo del hombre cuyo contacto siente. Todo esto, en una chica sana de catorce años, sin duda habría producido una estimulación genital placentera. En lugar de ello, a Nora la invade esa sensación de displacer que se localiza en un punto muy concreto de la garganta: es decir, el asco. En otras palabras: estaba ya histérica mucho antes de ese beso.
—Pero las proposiciones de Banwell, ¿no podrían haberle… desagradado de verdad?
—Lo dudo mucho. Pero usted no está de acuerdo conmigo, Younger.
Era cierto: estaba en rotundo desacuerdo, pero había intentado que él no lo notara.
Freud continuó:
—Usted imagina al señor Banwell frotándose contra una víctima inocente que se resiste. Pero quizá fue esa chiquilla la que lo sedujo a él, un hombre atractivo, el mejor amigo de su padre. Esa conquista le habría agradado mucho a una chica de su edad; y seguramente habría despertado los celos de su padre.
—Ella lo rechazó —dije.
—¿Lo hizo? —preguntó Freud—. Después del beso, ella guardó el secreto, incluso después de recuperar la voz. ¿No es cierto?
—Sí.
—¿Cuadra más eso con el miedo a que el episodio se repita…, o con el deseo de que se repita?
Vi la lógica de Freud, pero, a mi juicio, la explicación inocente del comportamiento de la chica aún no se había refutado.
—Se negó a quedarse sola con él a partir de entonces —rebatí.
—Todo lo contrario —replicó Freud—. Dos años después, paseó con él a solas por la orilla del lago. Paraje romántico donde los haya.
—Pero volvió a rechazarle.
—Lo abofeteó —dijo Freud—. Eso no es necesariamente un rechazo. Una chica, lo mismo que un paciente psicoanalítico, necesita decir no antes de decir sí.
—Se lo contó a su padre para que hiciera algo.
—¿Cuándo?
—Inmediatamente —dije, un poco demasiado deprisa. Luego reflexioné—. La verdad es que no lo sé. No se lo pregunté.
—Puede que estuviese esperando a que el señor Banwell lo intentase de nuevo, y, al ver que no lo hacía, se lo contó a su padre por despecho. —No dije nada, pero Freud vio que yo no estaba convencido del todo. Añadió—: Aquí, amigo mío, no debe olvidar que su postura no es totalmente desinteresada.
—No le entiendo, señor —dije.
—Sí, sí me entiende.
Pensé unos instantes.
—¿Quiere decir que yo deseo que a la señorita Acton se le antojaran indeseables las proposiciones del señor Banwell?
—Está defendiendo el honor de Nora.
Yo era consciente de que seguía llamándola «señorita Acton», mientras que Freud la llamaba por su nombre de pila. Y era también consciente de que me había ruborizado.
—Y lo hago porque estoy enamorado de ella —dije. Freud no dijo nada—. Debe usted hacerse cargo de su psicoanálisis, doctor Freud. O Brill. Tendría que haberse encargado Brill desde el principio.
—Tonterías. Es toda suya, Younger. Lo está haciendo muy bien. Pero lo que tiene que hacer es no tomarse tan en serio esos sentimientos. Son inevitables en el psicoanálisis. Son parte del tratamiento. Nora seguramente está sucumbiendo al influjo de la transferencia, lo mismo que usted está sucumbiendo a la contratransferencia. Usted debe tratar estos sentimientos como datos; debe hacer uso de ellos. Son ficticios. No son más reales que los sentimientos de un actor en escena. Un buen Hamlet sentirá encono contra su tío, pero jamás supondrá erróneamente que está de veras furioso contra el colega que interpreta ese papel. Sucede lo mismo con el psicoanálisis.
Por unos segundos ninguno de los dos dijo nada. Y al final le pregunté:
—¿Ha tenido usted… sentimientos hacia alguna paciente, doctor Freud?
—Ha habido veces —respondió Freud— en las que he sucumbido ante tales sentimientos; y ello me sirvió para recordarme que no estaba más allá de los deseos. Sí, ha habido cosas de las que he escapado por los pelos. Pero no debe olvidar que yo llegué al psicoanálisis cuando ya era mucho más mayor que usted, lo cual me lo hizo todo más fácil. Además, yo estoy casado. Al conocimiento de que tales sentimientos son facticios, se sumaba en mi caso una obligación moral que no podía quebrantar.
Podrá parecer ridículo, pero en lo único que pensé una vez que Freud hubo terminado este parlamento fue en lo siguiente: ¿en qué medida facticio es sinónimo de ficticio?
Freud prosiguió:
—Bien. De momento la tarea más importante es descubrir el trauma preexistente que causó la reacción histérica de Nora en la azotea. Dígame una cosa: ¿por qué no le dijo Nora a la policía dónde estaban sus padres?
Yo me había preguntado lo mismo con anterioridad. La señorita Acton me había dicho que sus padres estaban en la casa de campo de George Banwell, pero por alguna razón aún no había mencionado tal hecho a la policía, que había estado enviando mensaje tras mensaje a la residencia de verano de los Acton, donde obviamente no había nadie. A mí, sin embargo, tal reticencia no me resultaba demasiado misteriosa. Siempre he envidiado a las personas capaces de recibir consuelo genuino de sus padres en momentos de crisis; debe de ser un consuelo sin igual. Pero nunca fue mi caso.
—Quizá —le respondí a Freud— no quería tener a sus padres cerca después de la agresión.
—Quizá —dijo él—. Yo le oculté a mi padre mis peores dudas sobre mí mismo durante toda su vida. Como usted. —Freud hizo esta última observación como si fuera un hecho notorio, pese a que yo no le había dicho nunca ni una palabra al respecto—. Pero siempre hay un ingrediente neurótico en tal ocultación. Empiece por ese punto con Nora mañana, Younger. Ése es mi consejo. Hay algo en esa casa de campo. Sin duda estará relacionado con el deseo inconsciente que siente por su padre. Me pregunto… —Dejó de caminar y cerró los ojos. Transcurrió un largo rato. Luego abrió los ojos, y dijo—: Ya lo tengo.
—¿Qué? —pregunté.
—Bueno, tengo una sospecha, Younger. Pero no voy a decirle cuál es. No quiero sembrar ideas en su cabeza…, o en la de ella. Averigüe si tiene recuerdos relacionados con esa casa de campo, recuerdos anteriores al episodio de la azotea. Recuerde que ha de ser opaco con ella. Ha de ser como un espejo: no mostrarle nada más que lo que ella le muestra a usted. Quizá vio algo que no debía ver. Quizá no quiere contárselo. Apriétele las tuercas.
A última hora de la tarde del martes, el Triunvirato estaba reunido en la biblioteca. Tenían mucho que discutir. Uno de los tres caballeros dio la vuelta con sus finas y largas manos a un informe que hacía poco había recibido y compartido con los otros. El informe incluía, entre otras cosas, una serie de cartas.
—Éstas —dijo— no las vamos a quemar.
—Os lo dije: son unos degenerados; todos ellos —dijo el caballero corpulento y rubicundo, con patillas de boca de hacha, que se sentaba a su lado—. Tenemos que acabar con ellos. Uno por uno.
—Oh, sí, lo haremos —dijo el primero—. Vamos a hacerlo. Pero antes vamos a utilizarlos.
Se hizo un breve silencio. El tercer miembro, el hombre casi calvo, habló al fin:
—¿Qué hay de las pruebas?
—No habrá más pruebas —replicó el primero— que las que queramos dejar.
El detective Jimmy Littlemore salió del metro en la calle Setenta y dos con Broadway, la estación más cercana al Balmoral. El señor Hugel podía jurar y perjurar que su hombre era Banwell, pero Littlemore no había renunciado a sus propias pistas.
La tarde anterior, cuando desapareció el chino, Littlemore no había sido capaz de averiguar nada de él. Los demás empleados de la lavandería lo conocían como Chong, pero era todo lo que sabían de su persona. Un auxiliar le había dicho que volviera durante el turno de día y preguntara por Mayhew, el contable.
Littlemore encontró a Mayhew anotando números en la oficina del fondo. El detective le preguntó por el chino que trabajaba en la lavandería.
—Ahora mismo estaba escribiendo su nombre —dijo Mayhew sin levantar la mirada.
—¿Porque no ha venido hoy a trabajar? —preguntó Littlemore.
—¿Cómo lo sabe?
—He acertado —dijo el detective. Mayhew tenía la información que buscaba.
El nombre completo del chino era Chong Sing. Su dirección, el 782 de la Octava Avenida, en el centro. Littlemore preguntó si el señor Chong había hecho entregas de ropa limpia en el Ala de Alabastro, y, más concretamente, a la señorita Riverford. A Mayhew pareció hacerle gracia lo que oía.
—No hablará en serio, ¿verdad? —dijo.
—¿Por qué?
—Ese hombre es chino.
—¿Y?
—Éste es un edificio de primera clase, detective. Normalmente ni siquiera empleamos chinos. A Chong no le estaba permitido salir del sótano. Ya tenía demasiada suerte por tener un empleo aquí.
—Apuesto a que estaba terriblemente agradecido —dijo Littlemore—. ¿Por qué le dio el empleo?
Mayhew se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. El señor Banwell nos pidió que le buscáramos un hueco, y eso es lo que hicimos. Está claro que no sabía muy bien la suerte que tenía.
La siguiente tarea de Littlemore era encontrar al cochero de alquiler que recogió al hombre de pelo negro el domingo por la noche. Los porteros le dijeron al detective que buscara en las caballerizas de Amsterdam Avenue, donde todos los cocheros enganchaban los caballos. Pero añadieron que no se molestase en ir hasta tarde. Los cocheros de noche no llegaban hasta las nueve y media o diez.
El tiempo libre de que disponía le vino de perlas. Le dio la oportunidad de echar otra ojeada al apartamento de la señorita Riverford, y luego de pasarse por la casa de Betty. La chica estaba de mucho mejor ánimo que la vez anterior. Después de acceder a ir con él a un cinematógrafo, Betty le presentó a su madre y dio un abrazo de despedida a cada uno de sus dos hermanos pequeños, que se habían quedado boquiabiertos cuando el detective les enseñó su pistola, y que disfrutaron de lo lindo jugando con la placa y las esposas. Betty, resultó, tenía un nuevo trabajo. Se había pasado mañanas y mañanas presentándose en los grandes hoteles, con la esperanza vana de conseguir un empleo de doncella con experiencia. Pero en una fábrica de camisas cercana a Washington Square tuvo una entrevista con el dueño, un tal señor Harris, que la empleó al instante. Empezaría al día siguiente.
El horario del nuevo trabajo de Betty no era tan bueno: de siete de la mañana a ocho de la noche. Y el salario, explicó, tampoco era para echar cohetes.
—Al menos me pagan por prenda hecha —dijo—. El señor Harris dice que algunas chicas se sacan dos dólares al día.
Hacia las nueve y media, Littlemore fue a las caballerizas de Amsterdam Avenue, cerca de la calle Cien. En el curso de las dos horas siguientes pasaron por allí como una docena de cocheros para dejar o coger los caballos. Littlemore habló con todos y cada uno de ellos, pero su pesquisa no dio en el blanco. Cuando todas las cuadras estuvieron vacías, el mozo le dijo que esperase a un cochero que solía llegar a última hora. En efecto, poco después de las doce apareció un coche tirado por un viejo jamelgo. Entró a paso lento, conducido por un cochero decrépito. Al principio el anciano no quería responder al detective, pero cuando Littlemore empezó a lanzar un cuarto de dólar al aire pareció recobrar el habla. Sí, había recogido a un hombre de pelo negro dos noches atrás. ¿Recordaba adónde lo llevó? Sí, lo recordaba: al Hotel Manhattan.
Littlemore se quedó sin habla, pero al viejo cochero aún le quedaba algo por contar.
—¿Y sabe lo que hace cuando llegamos? Se monta en otro coche, en uno de esos aparatos nuevos de gasolina, rojo y verde, allí mismo, delante de mis narices. Quitarme el dinero del bolsillo para meterlo en el de otro, así lo llamo yo a eso…
Freud cortó en seco nuestra conversación, y declaró con brusquedad que tenía que volver al hotel inmediatamente. Entendí lo que estaba pasando, y, por fortuna, encontramos enseguida un coche de alquiler.
En cuanto pusimos el pie en el hotel, Jung empezó a acosarnos. Debía de haber esperado a Freud con impaciencia, porque se plantó ante él con inexplicable ardor, impidiéndonos el paso e insistiendo en hablar con él de inmediato. El momento era el menos propicio que uno pudiera imaginar. Freud acababa de informarme, con visible embarazo de lo urgente que era su necesidad.
—Santo cielo, Jung —dijo Freud—. Déjeme pasar. Tengo que ir a mi habitación.
—¿Por qué? ¿Vuelve a tener ese problema otra vez?
—Baje la voz —dijo Freud—. Sí. Ahora déjeme pasar. Tengo mucha urgencia.
—Lo sabía. Ah, su enuresis… —dijo Jung, empleando el término médico para la incontinencia urinaria—. Es psicogénico.
—Jung, es… —empezó Freud.
—Es una neurosis. ¡Puedo ayudarle!
—Es… —Freud volvió a interrumpirse a media frase. Su voz cambió por completo. Habló sin inflexiones, en voz muy baja, mirando directamente a Jung—. Demasiado tarde.
Se hizo un silencio sobremanera violento. Freud siguió hablando:
—No mire hacia abajo, ninguno de los dos. Jung, dese la vuelta y camine justo delante de mí. Younger, usted a mi izquierda. No, a mi izquierda. Vayan directamente hacia el ascensor. ¡Ya!
De esta guisa, iniciamos una envarada procesión hacia los ascensores. Uno de los empleados se quedó mirándonos fijamente; resultaba irritante, pero no parecía sospechar nada. Para mi sorpresa, Jung no dejó de hablar.
—Su sueño del conde Thun… es la clave de todo. ¿Me dejará que lo analice?
—No me encuentro en situación de negarme —respondió Freud.
El sueño del conde Thun, un antiguo primer ministro austriaco, era conocido para cualquiera que hubiera leído sus trabajos. Al llegar al ascensor, traté de marcharme. Jung me detuvo, lo cual me sorprendió. Dijo que me necesitaba. Dejamos que se fuera un ascensor. Para el siguiente sólo estábamos nosotros. Una vez dentro, Jung prosiguió:
—El conde Thun representaba a mi persona. Thun era Jung. No podía estar más claro. Los dos nombres tienen cuatro letras. Los dos comparten un, cuyo significado es obvio.[9] Su familia era originaria de Alemania, pero se vio obligada a emigrar; lo mismo que la mía. Él es de más alta cuna que usted; yo también. Él es la imagen de la arrogancia; a mí me tachan de arrogante. En su sueño, doctor Freud, él es su enemigo pero también miembro de su círculo íntimo; es alguien a quien usted dirige, pero alguien que lo amenaza…, y alguien ario. Decididamente ario. La conclusión es inevitable: estaba soñando conmigo, pero tenía que distorsionarlo, porque no quería reconocer que me considera una amenaza.
—Carl —dijo Freud despacio—. Soñé con el conde Thun en 1898. Hace más de una década. Usted y yo no nos conocimos hasta 1907.
Las puertas se abrieron. El pasillo estaba vacío. Freud salió a paso ligero; le seguimos de cerca. No tenía ni idea de lo que podría estar pensando Jung, o cuál sería su respuesta. Y fue la siguiente:
—¡Ya lo sabía! Pero soñamos no sólo lo que ha pasado sino también lo que va a pasar. ¡Vamos, Younger —exclamó, con los ojos anormalmente brillantes—, confirme lo que digo!
—¿Yo?
—Sí, por supuesto, usted. Usted estaba allí. Usted lo vio todo. —De pronto, Jung pareció cambiar de idea y volvió a dirigirse a Freud—. No se preocupe. Su enuresis significa ambición. Es un modo de atraer la atención hacia Usted como acaba de hacer ahora mismo, en el vestíbulo. Aparece cuando siente que tiene un enemigo, una circunstancia adversa, un un que ha de vencer. Yo no soy ese un. De ahí que su problema haya vuelto a aparecer.
Llegamos a la habitación de Freud. Éste se buscó la llave en el bolsillo, tarea incómoda donde las haya en aquel trance. Y la llave se le cayó al suelo. Nadie se movió. Al final Freud se agachó para recogerla. Cuando se enderezó de nuevo, le dijo a Jung:
—Dudo mucho que yo posea el don de José de la profecía, pero puedo decirle lo siguiente: usted es mi heredero. Heredará el psicoanálisis cuando yo muera, y se convertirá en su líder antes incluso de eso. Procuraré que así sea. Estoy procurando que así sea. Todo esto se lo he dicho ya antes. Y se lo he dicho a los demás. Y ahora vuelvo a decirlo. No hay nadie más, Carl. No tenga dudas al respecto.
—¡Entonces cuénteme el resto del sueño del conde Thun! —dijo Jung casi con un grito—. Siempre ha dicho que hay una parte de ese sueño que no quiere revelar. Soy su heredero, así que cuéntemelo. Confirmará mi análisis. Estoy seguro de ello. ¿Cómo es eso que falta?
Freud sacudió la cabeza. Creo que estaba sonriendo, arrepentimiento, quizá.
—Amigo mío —le dijo a Jung—, hay ciertas cosas que ni siquiera yo puedo revelar. No volvería a tener ninguna autoridad. Ahora déjenme, los dos. Me reuniré con ustedes en el comedor, dentro de media hora.
Jung se volvió sin decir ni una palabra y se alejó por el pasillo.
El puente de Manhattan, casi terminado en el verano de 1909, era el último de los tres grandes puentes suspendidos sobre el East River que unían la isla de Manhattan con lo que hasta 1898 había sido la ciudad de Brooklyn. Estos puentes —los de Brooklyn, Williamsburg y Manhattan—, cuando acabaron de construirse, fueron los puentes más largos de un solo tramo del mundo, y el Scientific American los proclamó la mayor hazaña de la ingeniería jamás vista por el hombre. Junto con la invención del cable de acero trenzado, los hizo posible una innovación tecnológica particularmente ingeniosa: el cajón neumático.
El problema que solucionó este cajón fue el siguiente: el ingente peso que habrían de soportar las torres de estos puentes necesarias para sustentar los cables de suspensión, exigía que éstas tuvieran unos cimientos asentados subacuáticos, construidos a más de treinta metros de profundidad. Estos cimientos no podían asentarse directamente sobre el lecho blando del río: había de horadarse capa tras capa de cieno, pizarra, piedras lisas, a veces volarlas con dinamita, hasta dar con un lecho firme de roca. Tal excavación subacuática se consideraba en todo el mundo algo imposible hasta que entró en escena la innovadora idea del cajón neumático.
El cajón neumático era en esencia un enorme cajón de madera. El cajón del Puente de Manhattan, en el lado de la ciudad de Nueva York, tenía una superficie de mil seiscientos metros cuadrados. Sus paredes estaban hechas de innúmeras tablas de pino amarillo, adosadas unas a otras hasta alcanzar un grosor de casi siete metros, y calafateadas con un millón de barriles de estopa, brea caliente y barniz. El metro de la base del cajón se hallaba reforzado, por dentro y por fuera, con lata gruesa. El cajón, todo él, pesaba más de veintisiete millones de kilogramos.
El cajón neumático tenía techo, pero no suelo de fabricación humana. Su suelo era el mismo lecho de roca del río. Se trataba, en suma, de la campana de inmersión más grande jamás fabricada por el hombre.
En 1907 se sumergió en el lecho del río. El agua llenó enseguida sus compartimentos internos. En tierra, se pusieron en funcionamiento enormes motores de vapor que, trabajando día y noche, bombeaban aire al interior de la gran caja a través de tuberías de hierro. El aire así insuflado, al alcanzar una enorme presión, iba expulsando el agua a través de orificios practicados en las paredes de la gran caja. El hueco de un elevador-montacargas comunicaba el cajón con el muelle. Los operarios tomaban este elevador para bajar al fondo del cajón neumático, donde podían respirar el aire bombeado. Allí tenían acceso directo al lecho del río, y por tanto podían realizar los trabajos de construcción subacuáticos que hasta entonces se consideraban irrealizables: martillar la roca, extraer el cieno, dinamitar las grandes piedras, echar el hormigón. Los desechos se expulsaban a través de unos compartimentos ingeniosamente concebidos llamados ventanas, si bien no podía verse a través de ellos.
Un peligro invisible acechaba, sin embargo, a todos aquellos que descendían al cajón. Los hombres que salieron a la superficie después de una jornada de trabajo en el primer cajón neumático —el empleado en el puente de Brooklyn— empezaron a sentir de inmediato una extraña ligereza de cabeza. A esto pronto le siguió una rigidez de las articulaciones, y luego una parálisis de codos y rodillas, y luego un dolor insoportable en todo el cuerpo. Los médicos, a esta misteriosa dolencia, la llamaron «enfermedad del cajón neumático». Los operarios, por su parte, la bautizaron como «el mal del buzo», en referencia a la postura contraída que adoptaba involuntariamente quien la padecía. Miles de trabajadores vieron arruinada su salud por esta causa, centenares sufrieron parálisis, y muchos murieron antes de que se descubriera que lentificando la ascensión a la superficie —obligando a los operarios a pasar un tiempo en alturas intermedias del hueco del elevador— se prevenía el mal de los buzos que les estaba minando.
En 1909 la ciencia de la descompresión había avanzado de forma impresionante. Se confeccionaron tablas que prescribían el tiempo necesario para que en un hombre pudiera darse la descompresión, y ello dependía del tiempo que había pasado abajo en el cajón. Según tales tablas, el hombre que se preparaba para descender al cajón instantes antes de la medianoche del 31 de agosto de 1909 sabía que podía pasar quince minutos allí abajo antes de precisar luego un tiempo de descompresión. No tenía miedo al descenso a las profundidades. Lo había hecho muchas veces. Aquella vez, sin embargo, sería diferente en un aspecto concreto. Iba a estar solo.
Había conducido su automóvil casi hasta la misma orilla del río, zigzagueando entre maquinaria, cachivaches viejos, tinglados ladeados de chapa ondulada, bobinas de cable de acero de quince metros y montones de piedras rotas. El solar estaba vacío. Las primeras cuadrillas no llegarían hasta tres horas después. A la luz de la luna, la torre del puente, prácticamente terminada, arrojaba una sombra sobre el automóvil que lo hacía casi invisible desde la calle. Los motores de vapor seguían rugiendo, bombeando aire en el cajón anclado a unos treinta y cinco metros de profundidad y haciendo inaudible cualquier otro ruido cercano.
Del asiento trasero del coche el hombre sacó un gran baúl negro, que llevó primero hasta el muelle y luego hasta la boca del hueco del elevador del cajón. Un hombre cualquiera no hubiera sido capaz de realizar tal tarea, pero aquel hombre era fuerte, alto y atlético. Sabía cómo auparse un baúl a la espalda. Pero la estampa era por completo incongruente, puesto que el hombre iba de frac.
Abrió con una llave el elevador y entró en él, arrastrando el baúl con él. Dos chorros de una llama azul iluminaban el interior. A medida que el elevador descendía, el fragor de los motores de vapor se fue haciendo más distante. La oscuridad refrescaba por momentos. Había un fuerte y húmedo olor a tierra y a sal. El hombre sintió la presión en el oído interno. Salvó sin dificultad la cámara estanca, abrió la trampilla del cajón, dejó caer el baúl por una rampa —al hacerlo resonó con monstruoso estruendo— y puso el pie en el entablado de abajo.
La iluminación del cajón también era de lámparas de gas de llama azul. Quemaban oxígeno puro, y proporcionaban luz suficiente para trabajar, sin emitir olor ni humo. En su vacilante fulgor, fluctuaban sombras felinas sobre suelo y vigas. El hombre miró su reloj, y fue directamente hacia uno de los compartimentos llamados «ventanas», abrió la trampilla interna y, con un gruñido, empujó el baúl hasta introducirlo en él. Volvió a cerrar la ventana, y tiró de dos cadenas que colgaban del techo. La primera abrió la trampilla externa de la ventana, y la segunda hizo que el compartimento de la ventana girara sobre sí mismo y arrojara su contenido —el pesado baúl negro— al río. Con una serie de cadenas diferentes cerró la trampilla externa y activó una bomba de aire que expulsó del compartimento el agua del río, y dejó la ventana preparada para el siguiente usuario.
Todo listo. Miró el reloj: desde que había entrado en el cajón habían pasado cinco minutos. Entonces oyó el crujido de una tabla de madera.
Entre los muchos ruidos que uno puede oír dentro de casa, en plena noche, algunos son reconocibles al instante. Está, por ejemplo, el inconfundible correteo de un pequeño animal. O el fuerte golpe de una puerta al cerrarse por el viento. O el sonido de un humano adulto desplazando su peso o dando un paso en un suelo de madera. Y éste era el ruido que el hombre oyó en aquel momento.
Se dio la vuelta y gritó:
—¿Quién anda ahí?
—Soy yo, señor —respondió una voz, falsamente distante en el aire comprimido.
—¿Quién es «yo»? —dijo el hombre del frac.
—Malley, señor.
De entre las sombras de unas vigas cruzadas salió un hombre pelirrojo, bajo, de barba descuidada y llena de lodo, sonriendo.
—¿Seamus Malley?
—El mismo y único —respondió Malley—. No irá a despedirme, ¿eh, señor?
—¿Qué diablos está haciendo aquí? —replicó el hombre alto—. ¿Quién más está con usted?
—Nadie. Es que me tienen trabajando doce horas el martes, señor, y luego el turno de mañana el miércoles.
—¿Y se pasa la noche aquí?
—¿Y para qué voy a subir, me pregunto, si cuando estoy ya arriba no me queda tiempo más que para volver a bajar al tajo?
Malley era uno de los operarios más populares de todas las cuadrillas, conocido por su bonita voz de tenor, que gustaba ejercitar en las cámaras resonantes del cajón, y por su al parecer inagotable capacidad de consumir bebidas alcohólicas de toda clase. Este último talento le había causado problemas en casa dos días atrás, ya que, al ser domingo, Malley no debería haber ingerido ni una sola gota. Su mujer, muy enfadada, le había dicho que no se le ocurriera aparecer por casa hasta el domingo siguiente, y absolutamente sobrio. Tal había sido la orden que había llevado a Malley a hacerse la cama en el cajón.
—Así que me dije a mí mismo: Malley, pasa la noche aquí abajo, y aquí no ha pasado nada.
—Y me has estado espiando todo el tiempo, ¿no es cierto, Seamus? —preguntó el hombre del frac.
—Nada de eso, señor. He estado durmiendo todo el tiempo —dijo Malley, que tiritaba como quien acaba de dormir en un sitio frío y húmedo.
El hombre del frac dudó mucho que fuera cierto lo que el operario le estaba diciendo, aunque era verdad. Pero, verdad o mentira, daba igual, porque en cualquier caso le había visto.
—No seré yo, Seamus —dijo—, quien le despida por algo semejante. ¿No sabe que mi madre, a quien Dios tenga en su gloria, era irlandesa?
—No lo sabía, señor.
—¿No me trajo de la mano hace treinta años a ver cómo desembarcaba Parnell[10] ahí arriba, prácticamente encima de nuestras cabezas?
—Es usted un hombre con suerte, señor —respondió Malley.
—Le diré lo que necesita, Seamus: tres cuartos de buen whisky irlandés que le haga compañía aquí abajo. Y da la casualidad de que tengo una botella en el coche. ¿Por qué no viene conmigo y la coge, siempre, claro, que antes me deje tomar un trago con usted? Luego vuelve y se pone cómodo.
—Es usted demasiado bueno, señor. Demasiado bueno —dijo Malley.
—Oh, déjese de parloteos y venga conmigo. —Precedió a Malley por la rampa, hasta el elevador, y una vez dentro tiró de la palanca para iniciar el ascenso—. Tendré que cobrarle por la botella, ¿sabe? Es justo.
—Bueno, pagaré lo que sea por ella —replicó Malley—. Señor, vamos a pasarnos de largo el primer tramo. Tiene que parar.
—Nada de eso, Seamus —dijo el hombre del frac—. Va a bajar usted en menos de cinco minutos. Cuando se va a bajar tan pronto no hay necesidad de hacer esas paradas.
—¿Seguro, señor?
—Seguro. Viene en las tablas. —El hombre del frac sacó del bolsillo del chaleco una copia de las tablas de descompresión, y lo agitó ante los ojos de Malley. Y lo que decía era cierto: un hombre que estaba en el cajón podía subir y bajar rápidamente sin peligro alguno, siempre que no pasara más de unos minutos en la superficie—. Bien: ¿listo para contener la respiración?
—¿La respiración? —preguntó Malley.
El hombre del traje de etiqueta bajó el freno del elevador, y la cabina se paró con un sacudida.
—¿Qué está pensando? —exclamó—. Estamos subiendo directamente, ya le he dicho. Tiene que contener la respiración desde aquí hasta el exterior. ¿Se quiere morir del mal del buzo? —Estaban a un tercio de la longitud del hueco entre el cajón y la superficie, a unos veinte metros de profundidad—. ¿Cuánto tiempo lleva abajo, quince horas?
—Casi veinte, señor.
—Veinte horas, Seamus… Se quedaría paralizado; y eso si seguía vivo. Le diré cómo se hace. Usted coge aire en los pulmones, como yo, y no lo suelta pase lo que pase. No lo suelte, repito. Sentirá un poco de presión, pero no lo suelte, pase lo que pase. ¿Preparado?
Malley asintió con la cabeza. Los dos hombres aspiraron profundamente y contuvieron la respiración. Luego el hombre del frac puso de nuevo en marcha el elevador. A medida que ascendían, Malley iba sintiendo más y más opresión en el pecho. El hombre del frac no sentía presión alguna, porque no contenía la respiración sino que fingía hacerla. Lo que en realidad hacía era ir expulsando el aire poco a poco, imperceptiblemente, mientras subían. El estruendo de los motores de vapor ahogaba el tenue sonido del aire que iba dejando escapar de sus pulmones.
A Malley empezó a dolerle el pecho. Para mostrar su malestar, y su dificultad de seguir manteniendo el aire en los pulmones, se señaló el pecho y la boca con un gesto. El hombre del traje de etiqueta sacudió la cabeza y movió en el aire el dedo índice, para indicar lo importante que era que Malley no espirara en absoluto. Le hizo una seña para que se acercara, y cuando lo tuvo a su lado le tapó boca y nariz con su mano grande. Alzó la cejas para dar a entender que le preguntaba si se sentía mejor de aquel modo. Malley asintió con la cabeza, entre muecas. Su cara se puso más roja, los ojos empezaron a salírsele de las órbitas, y en el momento en que el elevador llegaba a la superficie tosió involuntariamente en la mano del hombre del frac. Y la mano se tiñó de sangre.
El pulmón humano es asombrosamente poco elástico. No puede estirarse. A veinte metros bajo el nivel del suelo, profundidad a la que Malley aspiró por última vez el aire y lo retuvo en los pulmones, la presión ambiental es de aproximadamente tres atmósferas, lo que significa que aspiró el triple de la cantidad normal de aire. Al ascender el elevador, el aire se expandió, y sus pulmones se hincharon muy por encima de su capacidad, como globos inflados en exceso. Los alvéolos de los pulmones de Malley —minúsculos sacos que contienen el aire— pronto empezaron a reventar uno tras otro, en cadena. El aire liberado invadió la cavidad de la pleura —el espacio entre el pecho y los pulmones—, ocasionando lo que se denomina un neumotórax, que inutilizó por completo uno de sus pulmones.
—Seamus, Seamus, ¿no ha echado el aire, verdad? Habían llegado a la superficie, pero el hombre del frac no hizo ademán de abrir la puerta del elevador.
—No, le juro que no —dijo con voz ahogada—. Madre del Señor, ¿qué me está pasando?
—Que ha perdido un pulmón, nada más que eso —replicó el hombre alto—. Eso no le matará.
—Necesito… —Malley cayó de rodillas— echarme…
—¿Echarse? No, no… Tenemos que mantenerlo en pie, ¿me oye? —El hombre alto agarró a Malley por debajo de los hombros y lo levantó hasta dejarlo en pie, apoyado contra la pared del elevador—. Así está mejor.
Como la mayoría de los gases atrapados en un líquido, las burbujas de aire de la sangre de una persona tienden a ascender todo lo posible, de forma que el hecho de mantener a Malley de pie y erguido hacía que las burbujas que aún quedaban en sus pulmones se abrieran paso a través de sus capilares pleurales reventados, y siguieran su camino hacia el corazón, y de allí a las arterias coronarias y carótidas.
—Gracias —susurró Malley—. ¿Voy a ponerme bien?
—Lo sabremos enseguida —dijo el hombre del frac.
Malley se agarró la cabeza, que le empezaba a dar vueltas. Las venas de las mejillas se le ponían azules.
—¿Qué me está pasando? —preguntó Malley.
—Bueno, yo diría que tiene un ataque de apoplejía, Seamus.
—¿Voy a morir?
—Seré sincero, Seamus: si lo bajara ahora mismo al cajón, rápidamente, quizá podría salvarle. —Era cierto. La recompresión era el único medio de salvar a aquel hombre, que moría por efecto de la descompresión—. Pero ¿sabe qué? —El hombre del frac hizo una despaciosa pausa para limpiarse la sangre de la mano con un pañuelo limpio, y prosiguió—: Mi madre no era irlandesa.
La boca de Malley se abrió para hablar. Y sus ojos miraron al hombre que lo había matado. Luego su cabeza cayó hacia atrás, la mirada se vidrió, y Seamus Malley ya no se movió más. El hombre del frac abrió tranquilamente la puerta del elevador. No había nadie en el muelle. Se dirigió a su automóvil, cogió una botella de whisky del asiento trasero, volvió al elevador y puso la botella al lado del cuerpo caído. El cadáver del desventurado Malley sería descubierto unas horas después, y llorado como una víctima más del cajón y del mal del buzo. Era un buen hombre, coincidirían sus amigos, pero un auténtico necio por haber pasado noches enteras allá abajo, un lugar no apto para los hombres ni las bestias. ¿Por qué, se preguntaban algunos, había intentado salir a la superficie en mitad de la noche? ¿Y cómo había olvidado detenerse en las paradas de descompresión intermedias? Estaría aterrorizado, además de borracho. En el muelle, nadie repararía en la arcilla roja de las huellas dejadas por el asesino. Todos los hombres del cajón dejaban el mismo rastro de pisadas, Y las de los elegantes zapatos del hombre del frac pronto fueron borradas por los millares de pesadas botas de los trabajadores que diariamente recorrían el muelle.