VIII

En la orilla oriental del río Hudson, unos noventa kilómetros al norte de la ciudad de Nueva York, se alza un edificio victoriano de ladrillo rojo construido a finales del siglo XIX, de seis alas, ventanas pequeñas y una torrecilla central: el Matteawan State Hospital, una institución penitenciaria para enfermos mentales.

En Matteawan las medidas de seguridad eran más bien exiguas. Los quinientos cincuenta internos no eran criminales, después de todo. No eran más que enfermos mentales que habían cometido hechos delictivos. A muchos ni siquiera se les había acusado de delito alguno, y quienes sí habían sido juzgados habían sido declarados no culpables.

El conocimiento médico de la insania, en 1909, no era una ciencia muy desarrollada. En Matteawan, a un diez por ciento de los internos se les había diagnosticado locura debida exclusivamente a la masturbación. La mayoría de los demás, se afirmaba, la había heredado. Pero quedaba un número considerable de pacientes sobre los que los médicos del hospital se veían forzados a precisar qué les había vuelto locos, o incluso decidir si realmente lo estaban.

Los violentos y los dementes extremos eran confinados en celdas atestadas de paredes acolchadas y ventanas con barrotes. A los demás apenas se les vigilaba. No se les medicaba en absoluto, ni se les trataba con «charlas de terapia». La idea médica rectora era la higiene mental. De ahí que el tratamiento consistiera en un toque de diana temprano, seguido de un trabajo ligero pero continuado (sobre todo el cultivo y cuidado de plantas en el terreno de cerca de quinientas hectáreas que rodeaba el hospital), los servicios religiosos los domingos, una puntual e insípida cena en el refectorio a las cinco, las damas u otra sana diversión cualquiera a continuación, y la retirada temprana a la cama.

El paciente de la habitación 3121 pasaba los días de forma diferente. Este paciente también tenía las habitaciones 3122, 3123 y 3124. No dormía en un catre, como el resto de los internos, sino en una cama de matrimonio. Y se acostaba tarde. Como no era lector de libros, recibía por correo los diarios y semanarios de Nueva York, que leía mientras comía huevos escalfados y los demás internos eran conducidos en masa hacia sus ocupaciones matutinas en la granja. Se reunía con sus abogados varias veces por semana. Y, lo mejor de todo, un chef de Delmonico’s llegaba en tren desde Nueva York los viernes por la tarde para prepararle la cena, que él tomaba en su comedor privado. El champán y los licores los compartía con liberalidad con la pequeña camarilla de guardias de Matteawan, con quienes al anochecer también jugaba al póquer. Cuando perdía al póquer, solía romper cosas: botellas, ventanas, y a veces hasta una silla. Así que los guardias procuraban que no perdiera mucho. Las escasas monedas que sacrificaban en las cartas eran más que compensadas por los pagos que él les hacía para asegurarse la exención de las normas del hospital. Y cuando le llevaban chicas para su esparcimiento se embolsaban lo que para ellos era una auténtica fortuna.

Lo cual, sin embargo, no era tan fácil. El problema no era meter a las chicas. El paciente de la habitación 3121 tenía gustos muy definidos. Le gustaban las chicas guapas y jovencitas. Sólo estos requisitos ya hacían arduo el trabajo de los guardias. Era peor cuando, después de haber encontrado a una chica satisfactoria, ésta no duraba más que un par de visitas, pese a la pródiga remuneración que recibía. Al cabo de doce meses, los guardias casi habían agotado sus fuentes de suministro.

Los dos caballeros que salían de la habitación 3121 a la una de la madrugada del martes último día de agosto de 1909 habían reflexionado mucho sobre esta dificultad, y la habían resuelto, al menos en lo que a ellos concernía. No eran guardias. Uno era un hombre corpulento que exhibía una abierta expresión de suficiencia bajo el bombín. El otro era un elegante caballero de más edad con un reloj de leontina en el bolsillo del chaleco, rostro enjuto y manos de pianista.

El relato que le hizo el alcalde McClellan de los hechos de la residencia de los Acton dejó al coroner farfullando de indignación.

—¿Qué le pasa, Hugel? —le preguntó el alcalde.

—No se me informó. ¿Por qué no se me informó?

—Porque usted es el coroner —dijo McClellan—. Y no había ningún muerto.

—Pero los crímenes son prácticamente idénticos —gritó Hugel.

—No lo sabía —dijo el alcalde.

—¡Si hubiera leído mi informe, lo habría sabido!

—¡Por el amor de Dios, cálmese, Hugel! —McClellan ordenó al coroner que tomara asiento. Después de repasar con detenimiento los detalles de ambos crímenes, Hugel declaró que no había la menor duda: el asesino de Elizabeth Riverford y el agresor de Nora Acton eran la misma persona.

—Santo Dios —dijo el alcalde con voz suave—. ¿Tendré que sacar un bando de aviso?

Hugel rio con desdén.

—¿Diciendo que un asesino de jóvenes de la alta sociedad ronda nuestras calles?

McClellan se quedó perplejo ante el tono del coroner.

—Bueno, pues sí. Supongo. O algo parecido.

—Los hombres no atacan a las jovencitas arbitrariamente —declaró Hugel—. Los crímenes tienen móviles. Scotland Yard no atrapó a Jack el Destripador porque jamás encontraron el nexo entre las víctimas. Nunca lo buscaron. En cuanto decidieron que estaba viéndoselas con un loco, el caso estaba perdido.

—Santo Dios, Hugel, ¿no estará sugiriendo que el Destripador está aquí?

—No, no —replicó el coroner, alzando las manos con exasperación—. Estoy diciendo que las dos agresiones no se han debido al azar. Existe un nexo entre ellas. Cuando encontremos el nexo, tendremos a nuestro hombre. No necesita sacar un bando; lo que necesita es proteger a esa chica. Él quería mataría, y ahora es la única persona que puede identificarle ante un tribunal. No lo olvide: él no sabe que la chica ha perdido la memoria. Y va a tratar por todos los medios de terminar lo que ha empezado.

—Gracias a Dios que he hecho que se aloje en un hotel —dijo el alcalde McClellan.

—¿Sabe alguien más dónde está?

—Los médicos, por supuesto.

—¿Se lo ha dicho a alguno de los amigos de la familia? —preguntó Hugel.

—No, claro que no —dijo McClellan.

—Muy bien. De momento está a salvo, entonces. ¿Ha conseguido recordar algo hoy?

—No lo sé —dijo McClellan en tono grave—. No he podido contactar con el doctor Younger.

El alcalde reflexionó sobre sus opciones. Desearía haber podido llamar al viejo general Bingham, el jefe de policía de toda la vida, pero le había forzado a jubilarse el mes anterior. Bingham se había negado a reformar la policía, pero él era incorruptible y habría sabido qué hacer. También desearía que Baker, el nuevo jefe de policía, no hubiera demostrado ya ser tan inepto. El único tema de conversación de Baker era el béisbol y el montón de dinero que se podía hacer en él. Hugel, reflexionó el alcalde, era uno de los hombres con más experiencia de que podía disponer. No: en homicidios era el que más experiencia tenía. Si él pensaba que no hacía falta un bando de advertencia, probablemente tenía razón. Los periódicos aprovecharían al máximo tal bando, y sembrarían toda la histeria posible entre sus lectores, y pondrían en ridículo al alcalde en cuanto supieran, porque llegarían a saberlo, que se había perdido el cuerpo de la primera víctima. Además, McClellan había asegurado a Banwell que la policía trataba de resolver el caso sin publicidad alguna. George Banwell era uno de los pocos amigos que le quedaban al alcalde. Así que McClellan decidió seguir el consejo de Hugel.

—Muy bien —dijo McClellan—. De momento, nada de bandos de advertencia. Más vale que tenga usted razón, señor Hugel. Encuéntreme al hombre. Vaya inmediatamente a casa de los Acton. Y supervise la investigación allí. Y, por favor, dígale a Littlemore que quiero verle ahora mismo.

Hugel protestó. Mientras se limpiaba las gafas, recordó al alcalde que no entraba en las obligaciones del coroner andar pateando la ciudad como un detective de a pie. McClellan se tragó la irritación. Le aseguró al coroner que un caso tan delicado e importante no podía confiársele más que a él, ya que la sagacidad de su mirada era famosa en todos los cuerpos policiales. Hugel, parpadeando de un modo que parecía expresar un total acuerdo con tales afirmaciones, accedió a ir a casa de los Acton.

En cuanto Hugel dejó su despacho, McClellan llamó a su secretaria.

—Llame a George Banwell —le dijo.

La secretaria le informó de que el señor Banwell había estado llamando durante toda la mañana.

—¿Qué quería? —preguntó el alcalde.

—Ha estado bastante rudo, señor alcalde —respondió ella.

—Está bien, señora Neville. ¿Qué quería?

La señora Neville leyó en sus notas de taquigrafía.

—Saber quién diablos mató a la Riverford; por qué tardaba tanto en terminar la autopsia el condenado coroner; y dónde estaba su dinero.

El alcalde suspiró profundamente.

—Quién, por qué, dónde. Sólo le falta cuándo.

McClellan miró su reloj. El cuándo se le estaba quedando corto a él también. Dentro de dos semanas, como máximo, debían hacerse públicos los nombres de los candidatos a la alcaldía. Él ya no podía esperar de ningún modo que Tammany lo designara candidato. Lo único que podía hacer era presentarse como independiente, o postularse como candidato de coalición, pero para ese tipo de campaña se necesitaba dinero. Y también buena prensa, no noticias de una especie de orgía de agresiones a jóvenes de la alta sociedad sin resolver.

—Llame a Banwell —le dijo a la señora Neville—. Dígale que se reúna conmigo dentro de una hora y media en el Hotel Manhattan. No pondrá ninguna objeción; de todas formas, hay un asunto cerca de allí del que le gustaría ocuparse. Y consígame a Littlemore.

Media hora después, el detective asomó la cabeza en el despacho del alcalde.

—¿Quería verme, señor alcalde?

—Señor Littlemore —dijo el alcalde—, ¿sabe que se ha producido otra agresión?

—Sí, señor. Me ha informado de ello el señor Hugel.

—Estupendo. Este caso es para mí de especial importancia, detective. Conozco a Acton, y George Banwell es un viejo amigo mío. Quiero que se me mantenga al corriente del desarrollo del asunto. Y quiero la máxima discreción. Vaya ahora mismo al Hotel Manhattan. Encuentre al doctor Younger y averigüe si se ha producido algún progreso. En caso de haber alguna nueva información, llámeme aquí inmediatamente. Y, detective, no se haga usted notar. No debe trascender ni una palabra de que se aloja en el hotel una testigo potencial. La vida de la chica puede depender de ello. ¿Comprende?

—Sí, señor alcalde —respondió Littlemore—. ¿Le informo a usted, señor, o al capitán Carey de homicidios?

—Informe al señor Hugel —dijo el alcalde—. Y a mí. Necesito que se resuelva este caso, Littlemore. A cualquier precio. ¿Tiene usted la descripción del asesino que nos ha dado el coroner?

—Sí, señor. —Littlemore vaciló—. Una pregunta, señor. ¿Y si la descripción del asesino es errónea?

—¿Tiene alguna razón para pensar que pueda serlo?

—Creo… —dijo Littlemore—. Creo que hay un chino que pudiera estar implicado.

—¿Un chino? —repitió el alcalde—. ¿Se lo ha dicho al señor Hugel?

—No está de acuerdo, señor.

—Entiendo. Bien, le aconsejo que confíe en el señor Hugel. Sé que es… muy susceptible en algunos aspectos, pero deben tener en cuenta lo duro que es para un hombre honrado hacer este trabajo en un relativo anonimato, mientras otros granujas consiguen riqueza y renombre. Por eso la corrupción es tan perniciosa. Quiebra la voluntad de los hombres honrados. Hugel es enormemente capaz. Y tiene muy buena opinión de usted, detective. Me pidió muy especialmente que le asignara el caso.

—¿De veras, señor?

—Sí. Ahora váyase, señor Littlemore.

Salía del hotel cuando me topé con la joven y su ama de llaves, la señora Biggs. Iban de compras. Un coche se acercaba en ese momento a recogerlas. La calzada, surcada de tierra y barro seco, estaba impracticable, por lo que ayudé a la señorita Acton a subir al carruaje. Al hacerlo reparé con incomodidad en que mis manos casi abarcaban por entero su fino talle. Traté también de ayudar a la señora Biggs, pero la buena mujer declinó rotundamente mi ofrecimiento.

Le dije a la señorita Acton que estaba deseando volver a verla al día siguiente por la mañana. Ella me preguntó a qué me refería. Me refería, le expliqué, a su siguiente sesión de psicoanálisis. Mi mano seguía descansando en la puerta abierta del coche. Ella tiró de ella y la cerró, apartándome.

—No sé qué les pasa a todos ustedes —dijo—. No quiero ninguna sesión más. Lo recordaré todo yo misma, sin ayuda de nadie. Así que déjeme en paz.

El coche partió. Me resulta difícil describir mis sentimientos al ver cómo se alejaba traqueteando calle abajo. Decepción no sería un término adecuado. Deseé que mi cuerpo demasiado compacto se partiera en trozos y se dispersara por el barro de la calzada. Se debería haber encargado Brill de aquella paciente. Un buen profesional médico, un médico de medicina general de la ciudad lo habría hecho mejor, tan desastrosamente mal había imitado yo a un verdadero psicoanalista.

Había fracasado antes de empezar. La joven había rechazado la terapia, y yo había sido incapaz de convencerla de que no lo hiciera. No: yo era el causante de tal rechazo, al presionarla demasiado antes de haber echado los cimientos. Lo cierto es que no me había preparado para enfrentarme al hecho de que pudiera hablar. Había olvidado la observación de Freud de que podía recuperar el habla de la noche a la mañana. Su voz debería haber supuesto un gran impulso para el tratamiento, el mejor de los desarrollos posibles de su trastorno. Pero yo lo había desbaratado todo. Imaginaba que era un médico paciente e infinitamente acomodaticio. Y sin embargo había reaccionado ante su resistencia a la defensiva, como un novato que no hace más que cometer errores. ¿Qué le diría a Freud?

Al entrar en el Hotel Manhattan, el detective Littlemore pasó por delante de un joven caballero que ayudaba a subir a un coche de alquiler a una joven dama. Para Littlemore, aquellas dos figuras representaban un mundo al que él no tenía acceso. Ambos eran gratos a los ojos, e iban ataviados con el tipo de ropajes que sólo los elegidos de la fortuna podían permitirse. El joven era alto, de pelo oscuro y acusados pómulos, y la joven era el ser más angelical que Littlemore había visto nunca sobre la tierra. El caballero poseía un modo de moverse, una dúctil gracilidad al alzar a la joven dama hasta el interior del carruaje, que Littlemore sabía que no poseía ni poseería nunca.

Nada de esto molestaba en absoluto, sin embargo, al detective Littlemore. No sentía ninguna animadversión contra el joven caballero, y le gustaba mucho más Betty la doncella que aquella angelical joven dama que acababa de montar en un carruaje. Pero decidió que aprendería a moverse como el joven caballero. Era algo que podía medir e imitar con éxito. Se imaginó a sí mismo levantando a Betty hasta el asiento de un carruaje, de forma idéntica a como lo había hecho el caballero, si es que alguna vez llegaba a llamar a uno, o, aún mucho menos probable, a montar en él con Betty.

—Usted es el doctor Younger, ¿no es cierto? —preguntó al joven el detective. No obtuvo respuesta—. ¿Está usted bien, amigo?

—¿Disculpe? —respondió el joven.

—Usted es Younger, ¿no?

—Sí, por desdicha.

—Soy el detective Littlemore. Me envía el alcalde. ¿La del carruaje era la señorita Acton?

El detective pudo ver claramente que su interlocutor no le estaba escuchando.

—Le ruego que me disculpe —dijo Younger—. ¿Quién ha dicho que es?

Littlemore se identificó de nuevo. Explicó que el agresor de la señorita Acton había dado muerte a otra joven, la noche del domingo anterior, y que la policía aún no tenía ningún testigo.

—¿Ha recordado ya algo la señorita Acton, doctor?

Younger negó con la cabeza.

—La señorita Acton ha recuperado la voz, pero sigue sin recordar el incidente.

—Todo este asunto me parece un poco raro —dijo el detective—. ¿La gente pierde la memoria muy a menudo?

—No —respondió Younger—. Pero es algo que sucede, sobre todo después de agresiones como la padecida por la señorita Acton.

—Oiga, están volviendo…

En efecto: el carruaje de la señorita Acton había doblado la esquina de la manzana y se acercaba hacia el hotel. Al llegar frente a él, la señorita Acton le explicó al doctor Younger que la señora Biggs había olvidado dejar la llave en recepción.

—Déjemela a mí —dijo Younger, extendiendo la mano—. La dejaré yo por ustedes.

—Gracias, pero puedo hacerlo yo misma —replicó la señorita Acton, saltando fuera del coche sin ayuda y pasando rauda junto a Younger sin lanzar ni una mirada en su dirección. Younger no dejó traslucir ninguna emoción, pero Littlemore sabía reconocer un rechazo femenino en cuanto lo veía, y se sintió solidario con el doctor Younger. Luego le vino a la cabeza otro pensamiento.

—Dígame, doctor —dijo—. ¿Permite que la señorita Acton se pasee por ahí de esta manera…? Sola, me refiero.

—Tengo poco que decir al respecto, detective. Nada, mejor dicho. Pero no, creo que hasta el momento ha estado casi todo el tiempo con su criada o con algún policía. ¿Por qué? ¿Corre algún peligro?

—No debería correrlo —dijo Littlemore.

El señor Hugel le había dicho que el asesino no sabía dónde estaba la señorita Acton. Aun así, el detective se sentía inquieto. En aquel caso había mucho de absurdo: una chica muerta de la que nadie sabía nada, gente que perdía la memoria, chinos que salían corriendo, cuerpos que desaparecían del depósito…

—Pero no vendrá mal que eche una ojeada —añadió.

Littlemore volvió a entrar en el hotel, con Younger a su lado. Encendió un cigarrillo mientras contemplaban cómo la menuda señorita Acton cruzaba el vestíbulo circular, con columnas. Un hombre que quisiera dejar la llave de su habitación en recepción la habría dejado encima del mostrador y se habría ido, pero la señorita Acton aguardó con paciencia a que la atendieran. El vestíbulo estaba atestado de viajeros, familias, hombres de negocios. La mitad de los hombres que había en él, cayó en la cuenta el detective, podían haberse ajustado a la descripción del asesino aventurada por el coroner Hugel.

Uno de ellos, sin embargo, llamó la atención de Littlemore. Esperaba frente a uno de los ascensores, y era alto, de pelo negro, con gafas, y llevaba un periódico en la mano. Littlemore no tenía un buen ángulo de su cara, pero había algo vagamente extranjero en el corte de su traje. Y fue precisamente el periódico lo que atrajo la atención del detective. Lo llevaba en una posición ligeramente más alta de lo normal. ¿Trataba de taparse la cara? La señorita Acton había dejado ya la llave en recepción, y desandaba el camino hacia la calle. El hombre lanzó una rápida mirada en dirección a ella —¿o en dirección al propio Littlemore?—, y volvió a ocultar la cabeza tras el periódico. Se abrió uno de los ascensores, y el hombre entró en él, solo.

Al cruzarse con el doctor Younger y el detective Littlemore camino de la puerta, la señorita Acton no dio muestra alguna de reconocerlos. Sin embargo, el doctor la siguió hasta la calle para cerciorarse de que volvía a montar en el coche.

Littlemore quedó atrás. No pasaba nada, se dijo a sí mismo. Casi todo varón presente en el vestíbulo se había vuelto para mirarla al verla cruzar sola el vestíbulo de suelo de mármol. Littlemore, no obstante, mantuvo los ojos fijos en la flecha de encima del ascensor en el que había entrado el hombre del periódico. La flecha iba moviéndose despacio, y se agitaba al aproximarse a cada planta. Pero Littlemore no alcanzó a ver dónde se detenía definitivamente. Porque aún seguía moviéndose cuando un desgarrado grito le llegó desde la calle.

El grito no era humano. Era el agudo relincho de dolor de un caballo. El animal tiraba de un coche que acababa de salir de un terreno en obras de la calle Cuarenta y dos, donde se alzaba el esqueleto de acero de un edificio comercial en construcción de nueve plantas. El hombre que conducía el coche iba soberbiamente vestido, con un sombrero de copa y una fina fusta encima de las rodillas. Era el señor George Banwell.

En 1909 el caballo aún competía con el automóvil en cada una de las avenidas más importantes de la ciudad de Nueva York. De hecho era una batalla ya perdida. Los trémulos y vociferantes automóviles eran más rápidos y ágiles que los coches de caballos; y, más importante aún, los automóviles habían puesto fin a la contaminación, término que a la sazón designaba la bosta de caballo, que para el mediodía ensuciaba el aire hasta el punto de hacerlo casi irrespirable en las principales vías urbanas. Aunque a George Banwell le gustaban sus automóviles tanto como a cualquier caballero, en el fondo era un jinete. Había crecido entre caballos y no estaba dispuesto a renunciar a ellos. De hecho insistía en conducir su propio coche, y obligaba a su cochero a ir sentado, incómodo, a su lado.

Banwell había pasado casi toda la mañana en las obras de Canal Street, donde estaba supervisando un proyecto de mucha mayor envergadura. A las once y media había subido hasta el centro, a la calle Cuarenta y dos, entre la Quinta Avenida y Madison Avenue, a menos de media manzana del Hotel Manhattan. Después de una rápida inspección del trabajo de sus hombres en la obra, Banwell se dirigía ahora al hotel a reunirse con el alcalde. Pero instantes después de sentarse en el pescante había dado un violento y brusco tirón a las riendas, de modo que el bocado del freno se había clavado demasiado en la boca del animal —una yegua—, que se había parado en seco y había lanzado un relincha de dolor. Tal relincho no había hecho la menor mella en Banwell. No parecía siquiera haberlo oído. Estaba como paralizado, con la mirada fija en un punto situado a menos de una manzana del carruaje, pero apretaba aún más el bocado contra la mandíbula de la yegua, para consternación y espanto de su cochero.

La yegua agitó la cabeza de lado a lado, tratando en vano de liberarse del bocado hiriente. Al final la criatura se alzó sobre las patas traseras y lanzó el relincho angustiado, aterrador que habían oído Littlemore y todos los viandantes de un extremo al otro de la calle. La yegua volvió a posar las patas delanteras en tierra, pero instantes después se alzó de nuevo sobre las patas traseras, esta vez con mayor violencia, y el carruaje entero empezó a ladearse. Banwell y su cochero saltaron de él como marineros de una nave peligrosamente escorada. El carruaje se desplomó hacia un costado con enorme estrépito, arrastrando con él a la yegua.

El cochero fue el primero en levantarse. Trató de ayudar a su patrón, pero Banwell lo apartó con furia mientras se sacudía la tierra de rodillas y codos. Una multitud se arremolinaba a su alrededor, y los automóviles hacían sonar el claxon con impaciencia. Banwell parecía haber salido de su trance. No era hombre que tolerara que un caballo lo derribara; el hecho de haber tenido que saltar atropelladamente de su carruaje le resultaba inconcebible. Sus ojos despedían llamas: contra los automovilistas, contra los mirones y, sobre todo, contra la yegua postrada, que pugnaba en vano por levantarse.

—Mi pistola —dijo Banwell a su cochero—. Deme mi pistola.

—No puede mataría, señor —le rogó el cochero, que, acuclillado junto a la yegua, le liberaba los cascos de la maraña de cuerdas que los atenazaban—. No tiene nada roto. Sólo está enredada. Ya está. Lista… —El cochero le hablaba al animal, mientras lo ayudaba a ponerse sobre las patas—. No ha sido culpa tuya…

La intención del cochero era sin duda buena, pero no podía haber elegido palabras más desdichadas.

—¿Que no ha sido culpa suya? —dijo Banwell—. Se encabrita y se levanta de manos como un penco resabiado, ¿y no es culpa suya? —Cogió el freno e hizo que el animal torciera el cuello, y le miró a los ojos—. Ya entiendo —le dijo al cochero, en tono aún frío—. Nunca le ha enseñado a mantener la cabeza baja… Bien, lo haré yo.

Banwell tiró de la brida hasta soltada del carruaje, cogió las riendas y con un ágil movimiento montó a la yegua a pelo. La hizo volver a las obras de donde habían salido minutos antes, y allí dio unas cuantas vueltas hasta detenerse ante el garfio de la gigantesca grúa que se alzaba hacia el cielo en medio del solar. Cogió el garfio con ambas manos, lo pasó bajo el ronzal y luego lo sujetó con firmeza a los correajes que rodeaban el vientre del animal. Desmontó de un brinco, y una vez en el suelo le gritó al gruista:

—¡Eh, tú, súbela!

El operario, atónito, tardó en reaccionar. Al final accionó los mandos de la enorme máquina. Su largo cable se tensó; el garfio se afianzó en los correajes, bajo la silla. La yegua se agitó y piafó ante la desagradable sensación de verse casi en vilo. Y durante unos instantes no sucedió más.

—¡Levántala, pendejo! —le gritó Banwell al gruista—. ¡Levántala o vuelve a casa a decirle a tu mujer que te has quedado sin empleo!

El hombre manipuló de nuevo con las palancas. La yegua se despegó del suelo con un fuerte bamboleo. En el momento en que sus cascos dejaron la tierra se apoderó de ella un pánico perplejo. Relinchó, se agitó, se retorció vana y violentamente en el aire, suspendida tan sólo por el grueso garfio del cable.

—¡Suéltela! —gritó una voz femenina, sobrecogida y airada. Era la señorita Acton. Había presenciado la escena, y corrido por la calle Cuarenta y dos hasta el solar. Ahora estaba allí plantada, en primera línea de una legión de mirones. Younger estaba a su lado, y Littlemore varias filas más atrás. La joven volvió a gritar—: ¡Bájela! ¡Que alguien le haga parar!

—Arriba —ordenó Banwell. Al oír el grito de la joven, se dio la vuelta y la miró directamente. Luego volvió a fijar la atención en la yegua suspendida, y dijo—: Más alto.

El gruista hizo lo que le ordenaba su patrón, y levantó más y más al animal: seis, diez, quince metros… Los filósofos dicen que no se puede saber si los animales experimentan emociones comparables a las humanas, pero nadie que haya visto la expresión de terror en los ojos de un caballo es capaz de ponerlo en duda.

Como todos los ojos humanos estaban fijos en aquella criatura que se agitaba indefensa en el aire, nadie pudo percatarse de la agitación incipiente de una viga de acero que descansaba en lo alto del andamiaje, tres plantas más arriba. Esta viga estaba sujeta por una soga, que a su vez se hallaba sujeta al garfio de la grúa. Hasta entonces la soga se había mantenido floja, y la viga había descansado inocuamente sobre un andamio. Pero al subir más y más el garfio, la soga acabó tensándose, y en un momento dado, sin aviso previo, la viga de acero se deslizó hasta el borde del andamio y cayó y quedó colgando libremente en el aire. Al estar sujeta al cable de la grúa, el vaivén la llevó naturalmente en dirección al garfio, aunque a un nivel cercano al suelo, es decir, en dirección a George Banwell.

Banwell no vio cómo la viga mortífera se balanceaba en el aire y ganaba velocidad hacia él, y giraba sobre sí misma, y en un vuelo preciso e inexorable se dirigía hacia su abdomen como una gigantesca lanza. De haberle alcanzado, lo habría matado. Pero pasó a medio metro escaso de su cuerpo. Un golpe de suerte prodigioso y no atípico en George Banwell, pero con el resultado de que la viga siguió surcando el aire en dirección a la multitud, algunos de cuyos miembros gritaron llenos de pavor y un puñado de ellos se puso a salvo tirándose al suelo.

Pero hubo uno de los presentes que debería haberse apartado para salvar la vida: la señorita Acton, ya que la viga de cuatro metros de largo se dirigía directamente hacia ella. La señorita Acton, sin embargo, ni gritó ni se movió. Bien porque la viga que se le venía encima la tuviera como hechizada o bien porque le resultara casi imposible decidirse hacia dónde se apartaba, la señorita Acton siguió allí quieta, aterrorizada y a punto de perder la vida.

Younger agarró a la joven por la larga trenza rubia y tiró de ella con fuerza —de forma poco caballerosa, hay que decir— hacia sus brazos. La viga pasó silbando a pocos centímetros de ellos, tan pocos que ambos pudieron sentir la ola del aire desplazado, y siguió hacia lo alto a su espalda.

—¡Oh! —dijo la señorita Acton.

—Lo siento —dijo Younger, con ella entre sus brazos. Y volvió a tirar de su trenza, aunque ahora en dirección contraria.

—¡Oh! —volvió a exclamar la señorita Acton, ahora con más énfasis, al ver cómo la viga, en su viaje de vuelta, pasaba de nuevo a escasos centímetros de ellos, casi rozándole la nuca.

Banwell contempló el paso de la viga con indiferencia. Pero con suma irritación vio cómo al final volvía a ascender en dirección al andamiaje, de donde procedía, y se estrellaba contra él y hacía que se viniera abajo —como un castillo de palillos— toda la estructura. Hombres, herramientas y tablones volaron en todas direcciones. Cuando el polvo se asentó sólo la yegua seguía haciendo ruido, relinchando mientras giraba en lo alto. Banwell hizo una seña al gruista para que bajara al animal, y, con una rabia fría, impartió órdenes a sus hombres para que despejaran los escombros y adecentaran el desaguisado.

—Lléveme a mi habitación, por favor —le dijo la señorita Acton a Younger.

La multitud siguió pululando por las inmediaciones durante largo rato, quedándose admirada ante los destrozos y volviendo a vivir el trance recién pasado. El cochero volvió a hacerse cargo de la yegua, y el detective Littlemore, que había reconocido al señor Banwell, se acercó a él.

—¿Qué tal está el pobre animal? —le preguntó—. ¿Qué es? ¿Percherón?

—Medio percherón —respondió el cochero, intentando por todos los medios calmar al animal, que seguía aterrorizado—. Lo que llaman «crema».

—Es una belleza, de eso no hay duda.

—Sí que lo es —dijo el cochero, acariciándole el hocico.

—Oiga, me pregunto qué le habrá hecho encabritarse de ese modo. Algo que ha visto, seguramente.

—Algo que él ha visto, más bien.

—¿A qué se refiere?

—No ha sido ella —rezongó el cochero—. Ha sido él. Intentaba frenarla. No puedes frenar al caballo de un carruaje. —Le habló a la yegua—. Te ha intentado parar apretándote el bocado, eso es lo que ha hecho. Porque estaba asustado.

—¿Asustado? ¿De qué?

—¿Por qué no se lo pregunta a él? No es hombre que se asuste fácilmente, no señor. Pero estaba asustado como si hubiera visto al mismo diablo.

—No me diga… —dijo Littlemore, antes de echar a andar en dirección al hotel.

En aquel mismo momento, en la última planta del Hotel Manhattan, Carl Jung estaba en la terraza presenciando la escena que se desarrollaba abajo. Había visto los insólitos hechos que habían tenido lugar en el solar en construcción. Pero lo que había visto, lejos de infundirle temor, lo había colmado de una profunda euforia, de un tipo que tan sólo había sentido una o dos veces en toda su vida. Entró en la habitación, y se sentó en el suelo como flotando, con la espalda contra la cama, viendo caras que sólo él podía ver y oyendo voces que sólo él podía oír.