La vieja ama de llaves me hizo pasar a la suite de la señorita Acton, y dijo en alta voz:
—¡Está aquí el joven doctor!
La señorita Acton estaba arrellanada en un sofá con una pierna debajo de ella, leyendo lo que parecía ser un libro de texto de matemáticas. Alzó la mirada pero no me saludó, reacción muy comprensible, dado que no podía hablar. Una araña colgaba del techo, con las lágrimas de cristal levemente trémulas, quizá por efecto de los trenes que surcaban con ruido las vías subterráneas, muy por debajo de nosotros.
La joven se había puesto un sencillo vestido blanco con ribetes azules. No llevaba joyas. Alrededor del cuello, justo encima de las delicadas clavículas, lucía un pañuelo del color del cielo. Como el calor del verano era intenso, sólo había una explicación para el pañuelo: los cardenales eran visibles, y ella quería ocultarlos.
Su aspecto era tan diferente del de la noche pasada que me costó reconocerla. El pelo, que la noche anterior era una auténtica maraña, lo llevaba liso y brillante, y recogido en una larga trenza. La noche anterior la había visto tiritando, y ahora era una joven llena de gracia, con la barbilla bien derecha sobre el esbelto cuello. Sólo los labios estaban ligeramente hinchados a causa de los golpes recibidos.
De mi maletín negro saque varios cuadernos, y un variado surtido de plumas y tintas. No eran para mí sino para la señorita Acton, que los necesitaría para comunicarse conmigo a través de la escritura. Siguiendo el consejo de Freud, jamás tomaba notas durante la sesión psicoanalítica; luego transcribía de memoria la conversación.
—Buenos días, señorita Acton —dije—. Son para usted.
—Gracias —dijo—. ¿Cuál debo usar?
—Cualquiera es… —empecé, antes de tomar conciencia del hecho obvio—. Pero si puede hablar…
—Señora Biggs —dijo—. ¿Le traerá una taza de té al doctor?
Decliné la invitación. Al fastidio de ser cogido por sorpresa se añadía ahora el darme cuenta de que era un facultativo capaz de molestarme con un paciente por haber experimentado una mejoría sin mi ayuda.
—¿También ha recuperado la memoria? —le pregunté.
—No. Pero su amigo, el doctor mayor, dijo que me volvería de forma natural, ¿no es eso?
—El doctor Freud dijo que seguramente la voz le volvería de forma espontánea, señorita. No la memoria.
Era extraño que yo hubiera dicho aquello, dado que no estaba en absoluto seguro de que la cosa fuera como yo decía.
—Odio a Shakespeare —replicó ella.
Siguió con los ojos fijos en mí, pero yo supe lo que le había movido a hacer aquel comentario inconsecuente. Mi ejemplar de Hamlet sobresalía del montón de cuadernos que le acababa de ofrecer. Cogí el libro y lo metí en mi maletín. Estuve tentado de preguntarle por qué odiaba a Shakespeare, pero lo pensé mejor y no lo hice.
—¿Empezamos su tratamiento, señorita Acton?
Suspirando como una paciente que ha visto ya a demasiados médicos, se volvió y miró por la ventana, dándome la espalda. Era evidente que pensaba que iba a utilizar el estetoscopio con ella, o quizá a examinarle las heridas. Le informé de que lo único que íbamos a hacer era hablar.
Cruzó una mirada escéptica con la señora Biggs.
—¿Qué clase de tratamiento es éste, doctor? —preguntó.
—Se llama psicoanálisis. Es muy sencillo. He de pedir a la señora que nos deje solos. Y usted, si fuera tan amable de echarse, señorita Acton. Voy a hacerle unas preguntas. Lo único que tiene que hacer es decir lo primero que le venga a la cabeza como respuesta. Por favor, no se preocupe si lo que se le ocurre le parece que no viene a cuento o no responde a la pregunta o es incluso descortés. Limítese a decir lo primero que le viene a la cabeza, sea lo que fuere.
Me miró, parpadeando.
—Está bromeando.
—No, en absoluto.
Me llevó varios minutos vencer sus vacilaciones. Y luego varios minutos más salir airoso de la declaración de su sirviente de que jamás había oído hablar de cosa semejante. Pero al final la señora Biggs accedió a retirarse, y la señorita Acton a tenderse en el sofá. La joven se ajustó el pañuelo, se estiró la falda del vestido y adoptó una expresión de lógica incomodidad. Le pregunté si le molestaban las heridas en la espalda, y me respondió que no. Me senté en una silla, en un ángulo desde el que ella no podía verme. Y empecé:
—¿Puede decirme lo que ha soñado la noche pasada?
—¿Cómo dice?
—Estoy seguro de que me ha oído, señorita Acton.
—No veo qué pueden tener que ver mis sueños con esto.
—Nuestros sueños —le expliqué— se componen de fragmentos de las experiencias de los días previos. Cualquier sueño que pueda recordar nos ayudará a conseguir que recupere la memoria.
—¿Y qué pasa si no quiero? —preguntó.
—¿Ha tenido algún sueño que preferiría no contarme?
—No he dicho eso —dijo ella—. ¿Qué pasa si no quiero recordar? Todos ustedes dan por supuesto que quiero recordar.
—Yo doy por supuesto que no quiere recordar. Si quisiera recordar, recordaría.
—¿Qué quiere decir?
Se incorporó y me miró con indisimulada hostilidad. Como norma, la gente que acabo de conocer no suele odiarme. Este caso parecía ser la excepción.
—¿Piensa que estoy fingiendo?
—No, fingiendo no, señorita Acton. A veces no queremos recordar cosas que nos han pasado porque son demasiado dolorosas. Por tanto las ocultamos en lo más profundo de nosotros mismos; sobre todo cosas de la infancia.
—No soy una niña.
—Lo sé —dije—. Quiero decir que quizá tenga recuerdos de hace años que mantiene apartados de la conciencia.
—¿A qué se refiere? Fui agredida ayer, no hace años.
—Sí, y por eso le he preguntado por sus sueños de anoche.
Me miró con recelo, pero a base de suavidad y delicadeza conseguí que volviera a tenderse en el sofá. Estaba mirando el techo, y dijo:
—¿Suele pedir a otros pacientes femeninos que le cuenten sus sueños, doctor?
—Sí.
—Debe de ser divertido, ¿no? —comentó—. Pero ¿y si sus sueños son muy anodinos? ¿Se inventan otros más interesantes?
—Por favor, no se preocupe por eso.
—¿Por qué?
—Por que sus sueños puedan ser anodinos —respondí.
—Anoche no soñé nada. Seguro que adora usted a Ofelia.
—¿Disculpe?
—Por su docilidad. Todas las mujeres de Shakespeare son idiotas, pero Ofelia es la peor.
Esto me dejó desconcertado. Supongo que siempre he adorado a Ofelia. De hecho, todo lo que sé de las mujeres creo que lo he aprendido en Shakespeare. Era obvio que la señorita Acton estaba cambiando de tema, y en el psicoanálisis, cuando a uno le hacen un quiebro de este tipo siempre puede ser útil seguirle la corriente al paciente en tales evasiones, puesto que a menudo vuelve a llevamos al meollo del asunto.
—¿Cuál es su objeción contra Ofelia? —le pregunté.
—Se mata porque su padre ha muerto… Su estúpido, su inútil padre. ¿Se mataría usted si se muriera su padre?
—Mi padre ya murió.
La joven se llevó la mano a la boca.
—Perdóneme.
—Y me maté —añadí—. No sé qué le parece tan raro en ello.
La joven sonrió.
—Cuando piensa en lo que le sucedió ayer, ¿qué le viene a la cabeza, señorita Acton?
—Nada —dijo—. Creo que eso es lo que significa tener amnesia.
La resistencia de la joven no me sorprendió. El consejo que me había dado Freud era que no me diera por vencido fácilmente. En la amnesia histérica, algún episodio hondamente prohibido y largamente olvidado del pasado del paciente vuelve a la vida por algún hecho reciente, y presiona su conciencia, la cual, a su vez, pugna con todas sus fuerzas por mantener soterrado el recuerdo intolerable.
El psicoanálisis se pone de parte de la memoria en su lucha contra las fuerzas de la represión, y ello suscita una inmediata y a veces muy intensa hostilidad.
—No es posible que no haya nada en la mente de uno —dije—. ¿Qué hay en la suya en este momento?
—¿Ahora mismo?
—Sí. No piense. Sólo dígalo.
—De acuerdo. Su padre no murió. Se suicidó.
Hubo un instante de silencio.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Clara Banwell me lo dijo.
—¿Quién?
—La esposa de George Banwell —dijo ella—. ¿Conoce al señor Banwell?
—No.
—Es amigo de mi padre. Clara me llevó al concurso hípico el año pasado. Y le vimos allí. ¿No estuvo usted anoche en el baile de la señora Fish?
Reconocí que sí.
—Se está preguntando si mi familia fue invitada —dijo—. Pero le da miedo preguntármelo, por si no lo fue.
—No, señorita Acton. Me estaba preguntando cómo conocía la señora Banwell las circunstancias de la muerte de mi padre.
—¿Le resulta violento que lo sepa la gente?
—¿Intenta que las cosas me resulten violentas?
—Clara dice que a todas las chicas les parece fascinante… Que tenga usted un padre que se haya suicidado. Piensan que ello le da una sensibilidad especial. La respuesta es que sí fuimos invitados, pero que no iríamos a una fiesta de las suyas ni en un millón de años.
—¿De veras?
—Sí, de veras. Son horribles.
—¿Por qué?
—Porque son tan… aburridas.
—¿Son horriblemente aburridas?
—¿Sabe lo que tienen que hacer las debutantes, doctor? Primero, ir de visita con su madre a todas las casas de sus amistades… Quizá a un centenar de casas. Dudo que pueda usted imaginar lo espantoso que es eso. En casa, invariablemente, las mujeres comentan lo «crecida» que estás, y con ello se refieren a algo… bastante asqueroso. Cuando llega el gran día, te exhiben como a un animal que habla y al que se le «abre la veda» para que pueda empezar a conversar. Entonces te fuerzan a soportar un cotillón en el que todo hombre cree que tiene derecho a cortejarte, sea quien sea, tenga la edad que tenga, le huela como le huela el aliento. Pero yo aún no he tenido que bailar con ninguno de ellos. Empiezo la universidad este mes; y jamás me presentarán en sociedad.
Preferí no responder a su disquisición, que en conjunto parecía bastante convincente. En lugar de ello, dije:
—Dígame qué sucede cuando intenta recordar.
—¿Qué quiere decir con «qué sucede»?
—Quiero que me diga el pensamiento o imagen o sentimiento que le viene espontáneamente cuando trata de recordar lo que le sucedió ayer.
Aspiró profundamente.
—En el sitio donde debería estar la memoria, hay una oscuridad. No sé describirlo de otra manera.
—¿Está usted ahí, en esa oscuridad?
—¿Si estoy ahí? —Su voz se hizo más callada—. Creo que sí.
—¿Hay algo más ahí?
—Una presencia. —Se estremeció—. Un hombre.
—¿Qué es lo que le sugiere ese hombre?
—No sé. Hace que el corazón me lata más deprisa.
—¿Como si tuviera que tener miedo de algo?
Tragó saliva.
—¿Miedo de algo? Déjeme pensar. He sido agredida en mi propia casa. Al hombre que me agredió no lo han cogido todavía. Ni siquiera saben quién es. Creen que puede estar vigilando mi casa, con intención de matarme si vuelvo. ¿Y su sagaz pregunta es si tengo que tener miedo de algo?
Debería haberme mostrado más comprensivo, pero decidí emplear la única flecha que tenía.
—No es la primera vez que pierde la voz, ¿verdad, señorita Acton?
Frunció el ceño. Me fijé, quién sabe por qué, en el delicado contorno oblicuo de su barbilla y su perfil.
—¿Quién se lo ha dicho?
—La señora Biggs se lo dijo a la policía ayer.
—Eso fue hace tres años —dijo ella, ruborizándose un poco—. No tiene ninguna relación con nada.
—No tiene de qué avergonzarse, señorita Acton —dije.
—¿No tengo de qué avergonzarme?
Puso el énfasis en esta primera persona, pero no supe descifrar por qué.
—No somos responsables de nuestros sentimientos —le respondí—. Por lo tanto ningún sentimiento debe avergonzarnos.
—Es la observación más poco perspicaz que he oído en mi vida.
—¿Ah, sí? —dije yo—. ¿Qué me dice de cuando le he preguntado si tenía algo que temer?
—Por supuesto que los sentimientos pueden causar vergüenza a la gente. Sucede continuamente.
—¿Siente usted vergüenza de lo que sucedió cuando perdió la voz por primera vez?
—No tiene ni idea de lo que pasó —dijo ella. Aunque su voz no lo dejaba traslucir, de pronto me pareció frágil.
—Por eso lo pregunto.
—Bien, pues no voy a contárselo —respondió ella, y se levantó del sofá—. Esto no es medicina, ¿verdad? Es…, es husmear en las cosas. —Alzó la voz—: ¿Señora Biggs? ¿Señora Biggs, está usted ahí? —La puerta se abrió al instante, y la señora Biggs entró en el cuarto. Debía de haber estado en el pasillo todo el tiempo, sin duda con la oreja pegada al agujero de la cerradura—. Doctor Younger —dijo la señorita Acton dirigiéndose a mí—, voy a salir a comprar unas cosas, ya que nadie parece saber cuánto tiempo me voy a quedar en este hotel. Estoy segura de que sabrá encontrar el camino hasta su habitación.
El alcalde hizo esperar una hora en la antesala al coroner Hugel. Éste, ya impaciente en circunstancias normales, parecía ahora enfurecido.
—Esto es obstrucción en primer grado —dijo con cajas destempladas cuando por fin se le hizo pasar al despacho del alcalde McClellan—. Exijo una investigación.
George Brinton McClellan, Jr., hijo del famoso general de la guerra civil, era el alcalde más intelectualmente capaz y abierto de mente de cuantos ha tenido la ciudad de Nueva York. En 1909 sólo a un puñado de norteamericanos se les reconocía la condición de autoridades en historia italiana, y McClellan era uno de ellos. A los cuarenta y cinco años, había sido director de periódico, abogado, autor, congresista, profesor de historia europea en la Universidad de Princeton, miembro honorario de la Sociedad Norteamericana de Arquitectos, y alcalde de la ciudad más grande de la nación. Cuando en 1908 los concejales de Nueva York aprobaron una medida que prohibía a las mujeres fumar en público, él votó en contra.
Su posición en la alcaldía, sin embargo, era bastante frágil. Iba a haber elecciones en menos de nueve semanas, y aunque todavía no se había designado a los candidatos, McClellan aún no había recibido ninguna oferta de nominación por parte de ningún partido o sindicato importante. Tal vez había cometido dos errores políticos potencialmente fatales. El primero, haber derrotado por escaso margen en 1905 a William Randolph Hearst, que desde entonces había llenado los periódicos con informaciones sensacionalistas sobre la impúdica corrupción de McClellan. El segundo, haber roto con Tammany Hall, que lo odiaba por su incorruptibilidad. Tammany Hall estaba al frente del Partido Demócrata en Nueva York, y los demócratas gobernaban la ciudad. Era un arreglo de recompensa de servicios: con los años del liderazgo de Tammany había logrado liberar al ayuntamiento de una deuda de al menos quinientos millones de dólares. McClellan, al principio, había sido un candidato de Tammany, pero en cuanto ganó las elecciones se negó a hacer los nombramientos que se le exigía y que no eran sino descarados pagos políticos. Despidió a los funcionarios más notoriamente corruptos, y llevó ante los tribunales a muchos otros. Confiaba en arrebatarle a Tammany el control del partido, pero aún no lo había conseguido.
Sobre el escritorio de nogal del alcalde, además de un ejemplar de cada uno de los quince periódicos más importantes de Nueva York, podía verse una serie de planos de proyectos, que mostraban un puente suspendido en el aire sostenido por dos torres gigantescas aunque maravillosamente delgadas. Había tranvías circulando por el nivel superior, y en los seis carriles del inferior tráfico de caballos, automóviles y trenes.
—¿Sabe, Hugel? —dijo el alcalde—. Es usted la quinta persona que exige hoy una investigación sobre este o aquel asunto.
—¿Adónde se han llevado el cuerpo? —replicó Hugel—. ¿Se ha levantado y ha salido por su propio pie del depósito de cadáveres?
—Mire esto —dijo el alcalde, dirigiendo la mirada hacia los planos que tenía encima de la mesa—. Éste es el Puente de Manhattan. Ha costado treinta millones de dólares. Se abrirá este año, aunque sea la última cosa que haga como alcalde. El arco de la parte de Nueva York es una réplica perfecta del portal de Saint Denis de París, sólo que el doble de grande. De aquí a un siglo, este puente…
—Alcalde McClellan, la joven Riverford…
—Sé lo de la joven Riverford —dijo McClellan con súbita autoridad. Miró a Hugel a la cara—: ¿Qué se supone que tengo que decirle a Banwell? ¿Qué va a decirle Banwell a la desconsolada familia? Respóndame a eso. Por supuesto que debería abrirse una investigación; usted debería haberla llevado a cabo hace ya tiempo.
—¿Yo? —preguntó el coroner—. ¿Hace ya tiempo?
—¿Cuántos cuerpos hemos perdido en los últimos seis meses, Hugel? ¿Incluidos los dos que desaparecieron después del arreglo de la gotera? ¿Veinte? Sabe tan bien como yo adónde van a parar.
—¿No estará sugiriendo que yo…?
—Por supuesto que no —dijo el alcalde—. Pero alguien de su personal está vendiendo nuestros cadáveres a las facultades de medicina. Me dicen que se pagan a cinco dólares por cabeza.
—¿Se me puede culpar a mí? —respondió Hugel—. Con las condiciones en las que tengo que trabajar… Sin protección, sin vigilancia, los cadáveres amontonándose casi sin sitio donde ponerlos, a veces pudriéndose antes de que podamos deshacernos de ellos… Todos los meses tengo que informar de las humillantes condiciones de la morgue. Pero usted me sigue dejando en esa conejera.
—Siento mucho el estado en que está el depósito de cadáveres —dijo McClellan—. Nadie se las podría haber arreglado ni la mitad de bien que usted con esos recursos. Pero ha hecho un poco la vista gorda ante el robo de cadáveres, y ahora yo estoy a punto de pagarlo. Va usted a interrogar a cada uno de los miembros de su personal. Va a contactar con todas las facultades de medicina de la ciudad. Quiero que ese cuerpo aparezca.
—Ese cuerpo no está en ninguna facultad de medicina —discrepó el coroner—. Le había hecho ya la autopsia. Por el amor de Dios, le tuve que abrir los pulmones para confirmar la asfixia.
—¿Y qué?
—Ninguna facultad de medicina querría un cadáver al que se le ha hecho la autopsia. Quieren los cuerpos intactos.
—Los ladrones se equivocaron, entonces.
—No, no hubo ninguna equivocación —dijo el coroner con vehemencia—. El hombre que la asesinó se llevó también su cadáver.
—Contrólese, Hugel —dijo el alcalde—. Está desvariando.
—Me controlo perfectamente.
—No entiendo qué quiere decirme. ¿Que el asesino de la señorita Riverford entró en la morgue anoche y se fue con el cuerpo de su víctima?
—Exactamente —dijo Hugel.
—¿Por qué?
—Porque hay pruebas en la joven, en su cuerpo; pruebas que él no quiere que tengamos.
—¿Qué pruebas?
Las mandíbulas del coroner trabajaban con tanta fuerza que sus sienes habían adquirido una tonalidad ciruela.
—Las pruebas son…, es… Aún no estoy seguro. ¡Por eso debemos recuperar ese cuerpo!
—Hugel —dijo el alcalde—. Usted tiene cerraduras en el depósito, ¿no es cierto?
—Muy cierto.
—Perfecto. ¿Han encontrado rota la cerradura esta mañana? ¿Había alguna señal de robo con fuerza?
—No —admitió Hugel a regañadientes—. Pero cualquiera con una buena llave maestra…
—Señor coroner —dijo McClellan—. Va a hacer lo siguiente: comunique a su gente de inmediato que habrá una recompensa de quince dólares para quien «encuentre» el cuerpo de la señorita Riverford en una de las facultades de medicina. Veinticinco si la encuentran hoy mismo. Eso nos la devolverá. Ahora, si me disculpa… Estoy muy ocupado. Buenos días. —Cuando Hugel se volvía de mal grado para irse, el alcalde, de pronto, levantó la vista del escritorio y dijo—: Un momento. Espere un momento. ¿Ha dicho que la joven fue asfixiada?
—Sí —dijo el coroner—. ¿Por qué?
—¿Cómo?
—Por ligadura.
—¿La estrangularon? —preguntó el alcalde McClellan.
—Sí. ¿Por qué?
El alcalde hizo caso omiso de la pregunta del coroner por segunda vez.
—¿Tenía alguna herida más en el cuerpo?
—Estaba todo en mi informe —respondió Hugel, dolido: el descubrimiento de que el alcalde ni siquiera había leído su informe suponía un nuevo agravio—. La joven fue azotada con un látigo o algo parecido. Tenía marcas en las nalgas, en la espalda, en el pecho. Además, le dieron dos cortes con una hoja extremadamente afilada, en la intersección de los dermatomas S2 y L2.
—¿Dónde? En cristiano, Hugel.
—En la parte alta e interior de ambos muslos.
—Por Dios santo —exclamó el alcalde.
Bajé para tomar un tardío desayuno mientras trataba de ver lo que había sacado en limpio de mi entrevista con la señorita Acton. Jung estaba a la mesa, leyendo un periódico norteamericano. Me senté con él. Los demás se habían ido al Metropolitan Museum. Jung se había quedado porque, me explicó, aquella mañana iba a visitar al doctor Onuf, que trabajaba como neuropsiquiatra en Ellis Island.
Era la primera vez que me quedaba a solas con Jung. Parecía estar en una de sus fases animadas y comunicativas. Había dormido toda la tarde del día anterior, me dijo, y el largo sueño le había hecho mucho bien. En efecto, la palidez que me había preocupado el día anterior había mejorado visiblemente. Su opinión de los Estados Unidos, aseguró, también estaba mejorando.
—A los norteamericanos no les falta más que literatura —dijo—. No toda la cultura.
Jung dijo esto, creo, como un cumplido. Sin embargo, quise demostrarle que los norteamericanos no eran del todo analfabetos, y le conté la historia de la revuelta shakespeariana en el Astor Place.
—Así que sus compatriotas querían un Hamlet norteamericano, con más nervio —dijo Jung pensativamente, sacudiendo la cabeza—. Su historia confirma mi opinión. Un Hamlet masculino es una contradicción en los términos. Como mi bisabuelo solía decir, Hamlet representa el lado femenino del hombre: el alma intelectual, el alma interna, lo bastante sensible como para ver el mundo espiritual pero no lo bastante fuerte como para llevar el peso que él impone. El reto consiste en hacer ambas cosas: oír las voces del otro mundo pero vivir en éste: ser un hombre de acción.
Me desconcertaban las voces a las que hacía referencia Jung —¿el inconsciente, quizá?—, pero me deleitaba descubrir que tenía una opinión sobre Hamlet.
—Está usted describiendo a Hamlet exactamente como lo hizo Goethe —dije—. Ésa era su explicación de la incapacidad para actuar de Hamlet.
—Creo que he dicho que era la opinión de mi bisabuelo —replicó Jung, sorbiendo su café.
Me llevó un momento pensar en esto.
—¿Goethe era su bisabuelo?
—Freud estima a Goethe por encima de todos los poetas —fue la respuesta de Jung—. Jones, en contraposición, lo llama ditirambista. ¿Se imagina? Sólo un inglés… No puedo entender lo que Freud ve en él. —El Jones a quien se refería Jung era probablemente Ernest Jones, seguidor británico de Freud, que ahora vivía en Canadá y esperaba reunirse con nosotros al día siguiente. Deduje que Jung quería eludir mi pregunta, pero entonces añadió—: Sí, soy el tercer Carl Gustav Jung: el primero, mi abuelo, era hijo de Goethe. Es de todos conocido. Las acusaciones de asesinato fueron, por supuesto, ridículas.
—No sabía que Goethe hubiera sido acusado de asesinato.
—Goethe no, en absoluto —respondió Jung, en tono indignado—. Mi abuelo. Es obvio que me parezco a él en todos los aspectos. Lo detuvieron por asesinato, pero fue un pretexto. Escribió una novela sobre un asesinato, sin embargo, El sospechoso. Bastante buena, por cierto. Sobre un hombre inocente acusado de asesinato. Fue antes de que Von Humboldt lo tomara bajo su protección. ¿Sabe, Younger?, casi desearía que su universidad no hubiera dispensado los mismos honores a Freud y a mí. Él es muy sensible a ese tipo de cosas.
No supe muy bien cómo responder a aquel brusco giro de Jung en la conversación. Clark no estaba dispensando iguales honores a Freud y a Jung. Como todo el mundo sabía, Freud era el eje de la celebración de Clark, el conferenciante principal —iba a dar cinco conferencias completas—, mientras que Jung era sustituto de última hora de un participante que no había podido asistir. Pero Jung no esperó a que respondiera.
—Tengo entendido que usted le preguntó ayer a Freud si era creyente. Una pregunta muy sagaz, Younger. —Otra novedad: hasta entonces Jung no había mostrado ninguna reacción favorable ante nada de lo que yo había dicho sobre cualquier tema—. Sin duda le dijo que no. Es un genio, pero su capacidad de percepción lo ha puesto también en peligro. Alguien que se pasa la vida entera examinando lo patológico, lo atrofiado, lo bajo, puede perder de vista lo puro, lo elevado, el espíritu. Yo, sin ir más lejos, no creo que el alma sea esencialmente carnal. ¿Y usted?
—No estoy seguro, doctor Jung —dije.
—Pero no le atrae la idea. Para usted no es inherentemente atractiva. Para ellos, sí.
Le pregunté a quiénes se estaba refiriendo ahora.
—A todos ellos —respondió Jung—. A Brill, a Ferenczi, a Adler, a Abraham, a Stekel… A todo el grupo. Freud se rodea de este…, de este tipo de personas. Todos ellos quieren rebajar todo aquello que es elevado, reducirlo todo a genitales y excrementos. El alma no es reductible al cuerpo. Ni siquiera Einstein, que es de esa índole, cree que Dios pueda eliminarse.
—¿Albert Einstein?
—Es un invitado asiduo a mi mesa —dijo Jung—. Pero también tiene esa inclinación a reducir. Reduciría el universo entero a leyes matemáticas. Se trata de un claro rasgo característico de la mente judía. Los judíos varones, quiero decir. La mujer judía es sencillamente agresiva. La mujer de Brill es típica de la raza. Inteligente, no exenta de atractivo, pero muy, muy agresiva.
—Creo que Rose no es judía, doctor Jung —dije.
—¿Rose Brill? —Jung se echó a reír—. Una mujer con ese apellido no puede ser más que de una religión.
No respondí. Era obvio que Jung olvidaba que el apellido de Rose no siempre había sido Brill.
—El ario —siguió Jung— es místico por naturaleza. No trata de rebajar nada al nivel humano. Aquí en los Estados Unidos hay una tendencia similar a la reducción, pero diferente. Aquí todo se hace para los niños. Todo se hace muy sencillo para que lo comprendan los niños: las señales, los anuncios, todo. Hasta los andares de las gentes son andares infantiles: andan balanceando los brazos. Sospecho que es el resultado de su mezcla con los negros. La negra es una raza bondadosa y muy religiosa, pero tan simple… Y ejerce una influencia enorme sobre ustedes. De hecho, he observado que los sureños hablan con acento negro. Eso también explicaría el matriarcado de su país. La mujer es sin duda la figura dominante de Norteamérica. Ustedes los varones norteamericanos son ovejas, y sus mujeres desempeñan el papel de lobos voraces.
No me gustaba el color de la cara de Jung. Al principio lo había juzgado una mejora: ahora me parecía demasiado congestionado. El modo discursivo de su mente me preocupaba también, por varias y diversas razones. Su conversación era deshilvanada, su lógica deficiente, sus insinuaciones inquietantes. Y, por encima de todo esto, me daba la sensación de que Jung se consideraba increíblemente bien informado sobre Norteamérica —alguien que apenas llevaba dos días en el país—, sobre todo en el terreno de las mujeres norteamericanas. Cambié de tema, y le informé de que acababa de terminar mi primera sesión con la señorita Acton.
La voz de Jung se volvió fría.
—¿Qué?
—Está alojada en unas habitaciones de este hotel.
—¿Está usted psicoanalizando a la chica…? ¿Aquí, en el hotel?
—Sí, doctor Jung.
—Ya, entiendo.
Me deseó suerte, no muy convencido, y se levantó para irse. Le pedí que le presentase mis respetos al doctor Onuf. Por un instante me miró como si le hubiera hablado en sánscrito. Y al cabo dijo que lo haría con mucho gusto.