Las mejillas hundidas del coroner Hugel, advirtió el detective Littlemore el martes por la mañana, parecían más huecas que nunca. Las bolsas de los ojos tenían a su vez otras bolsas, y los círculos oscuros otros círculos. Littlemore estaba seguro de que sus descubrimientos levantarían el ánimo del coroner.
—Muy bien, señor Hugel —dijo el detective—. Volví al Balmoral. Y espere a oír lo que voy a contarle.
—¿Habló con la doncella? —preguntó Hugel inmediatamente.
—Ya no trabaja allí —respondió el detective—. Fue despedida.
—¡Lo sabía! —exclamó el coroner—. ¿Consiguió su dirección?
—Oh, no me costó gran cosa dar con ella. Pero escuche esto: volví al dormitorio de la señorita Riverford a echar una ojeada a esa cosa del techo… Ya sabe, esa especie de pomo al que según dijo usted la habían atado. Pues tenía razón. Había hebras de cuerda en él.
—Estupendo. Las guardó, ¿no? —dijo Hugel.
—Las tengo. Y el pomo también —dijo Littlemore, y al punto apareció en el semblante del coroner una desagradable expresión de aprensión. El detective prosiguió—: No me pareció sujeto con demasiada fuerza, así que me subí a la cama, le di un buen tirón y lo arranqué del techo.
—No le pareció que estuviera sujeto con demasiada fuerza —repitió el coroner—, así que le dio un buen tirón y lo arrancó. Excelente trabajo, detective.
—Gracias, señor Hugel.
—Quizá la próxima vez destroce todo el dormitorio. ¿Ha roto alguna otra prueba?
—No —respondió Littlemore—. No entiendo cómo pudo desprenderse tan fácilmente. ¿Cómo pudo sostener el peso de la chica?
—Bueno, está claro que lo hizo.
—Pero hay más, señor Hugel. Algo muy gordo. Dos cosas. —Littlemore describió al desconocido que abandonó el Balmoral hacia la medianoche del domingo con un maletín negro—. ¿Qué le parece, señor Hugel? Podría ser él, ¿no?
—¿Están seguros de que no era un residente?
—Completamente. No lo habían visto nunca.
—Con un maletín, dice usted… —dijo Hugel—. ¿En qué mano? —Clifford no lo sabía.
—¿Se lo preguntó?
—Por supuesto que sí —dijo Littlemore—. Tenía que cerciorarme de la desteridad del tipo.
Hugel gruñó con desdén.
—En fin, tampoco es nuestro hombre, de todas formas.
—¿Por qué no?
—Porque nuestro hombre tiene el pelo gris, y vive en el edificio —dijo el coroner, animándose—. Sabemos que la señorita Riverford no recibía visitas regulares. Sabemos que no recibió ninguna visita del exterior el domingo por la noche. ¿Cómo pudo el asesino entrar en su apartamento, entonces? La puerta no fue forzada. Sólo existe una explicación: llamaron a la puerta, y ella abrió. Ahora bien, ¿una chica que vive sola, abriría la puerta a cualquiera? ¿De noche? ¿A un desconocido? Lo dudo mucho. Pero sí le abriría a un vecino, a alguien que viviera en el edificio; a alguien al que estuviera esperando, y al que quizá había abierto su puerta otras veces.
—¡El tipo de la lavandería! —dijo Littlemore. El coroner se quedó mirándole.
—Ésa es la otra cosa, señor Hugel. Escuche con atención. Estoy en el sótano del Balmoral cuando veo a un chino que deja huellas de pisadas con arcilla. Arcilla roja. Cogí una muestra. La misma arcilla que vi en el dormitorio de la señorita Riverford, estoy seguro. Puede que él sea el asesino.
—Un chino —dijo el coroner.
—Traté de detenerle, pero escapó. Un empleado de la lavandería. Quizá el tipo entregaba la ropa limpia en el apartamento de la señorita Riverford el domingo por la noche. Así que ella le abre la puerta, y él la mata. Luego él se vuelve a la lavandería, y no se ha enterado nadie.
—Littlemore —dijo el coroner, inhalando profundamente el aire—. El asesino no fue el chino de la lavandería. El asesino es un hombre rico. Sabemos ese dato.
—No, señor Hugel. Usted supuso que era rico porque la estranguló con una cara corbata blanca de seda. Pero si trabajas en una lavandería lavas continuamente corbatas blancas de seda. Puede que el chino cogiera una de esas corbatas y matara a la señorita Riverford con ella.
—¿Y el móvil? —preguntó el coroner.
—No lo sé. Puede que le guste matar chicas, como aquel tipo de Chicago. Oiga, la señorita Riverford es de Chicago. ¿No cree que…?
—No, detective. No lo creo. Ni creo que su chino tenga nada que ver con el asesinato de la señorita Riverford.
—Pero la arcilla…
—Olvídese de la arcilla.
—Pero ese chino echó a correr cuando…
—¡Basta de chinos! ¿Me oye, Littlemore? No hay ningún chino en este asunto. El asesino mide como mínimo un metro ochenta. Y es blanco. Los pelos que encontré en el cuerpo de la joven son caucásicos. La doncella: la doncella es la clave. ¿Qué le dijo la doncella?
Bajé a desayunar unos quince minutos antes de la hora en que debía llamar a la señorita Acton. Freud estaba sentándose en ese momento. Brill y Ferenczi estaban ya en la mesa. Brill, con tres platos vacíos ante él, daba cuenta de un cuarto. Le había dicho el día anterior que la Universidad de Clark corría con los gastos de sus desayunos. Y recuperaba, por así decir, el tiempo perdido.
—Estamos en Norteamérica —le dijo a Freud—. Se empieza con avena tostada con nata y azúcar, y luego pierna de cordero caliente con patatas fritas, un cesto de galletas con levadura y mantequilla fresca, y por último tortitas de trigo sarraceno con sirope de arce de Vermont. Me siento en la gloria.
—Yo no —respondió Freud. Al parecer tenía algún problema digestivo. Nuestra comida, explicó, era demasiado pesada para él.
—Para mí también —se quejó Ferenczi, que sólo tomaba una taza de té. Y añadió, con tristeza—: Creo que fue la ensalada con mayonesa.
—¿Dónde está Jung? —preguntó Freud.
—No tengo ni idea —respondió Brill—. Pero sé adónde fue el domingo por la noche.
—¿El domingo por la noche? El domingo por la noche se fue a la cama —dijo Freud.
—Oh, no. No se fue a la cama —replicó Brill, en lo que a todas luces quería ser un tono tentador—. Y sé con quién estuvo. Miren, se lo enseñaré. Miren esto.
De debajo del asiento Brill sacó un grueso fajo de hojas de papel, quizá unas trescientas, sujeto con gomas elásticas. En la hoja de encima se leía: Ensayos escogidos sobre la histeria y otras psiconeurosis, de Sigmund Freud; traducción y prólogo de A. A. Brill.
—Su primer libro en inglés —dijo Brill, tendiéndole el fajo a Freud con un orgullo radiante que nunca le había visto antes—. Será una sensación, ya verá.
—Me da usted una enorme alegría, Abraham —dijo Freud, devolviéndole el original—. De verdad. Pero nos estaba usted contando algo de Jung.
La cara de Brill se oscureció. Se levantó de la silla, alzó la barbilla y declaró con altivez:
—Así es como trata usted la obra de mi vida durante los últimos doce meses. Algunos sueños no necesitan interpretación: necesitan acción. Adiós.
Acto seguido volvió a sentarse.
—Lo siento. No sé lo que me ha pasado —dijo—. Por un momento pensé que era Jung. —La interpretación de Jung que acababa de brindarles (realmente notable) hizo desternillarse a Ferenczi, pero dejó impasible a Freud. Aclarándose la garganta, Brill atrajo nuestra atención hacia el nombre de su editor, Smith Ely Jelliffe, que aparecía en la portada del original—. Jelliffe dirige el Journal of Nervous Disease —dijo Brill—. Es médico, rico como Creso, muy bien relacionado, y, gracias a mí, otro converso a la causa. Dios, voy a hacer de esta Gomorra un paraíso del psicoanálisis. Ya verán. En fin, nuestro amigo Jung tenía una cita secreta con Jelliffe el domingo por la noche.
Resultó que Jelliffe, cuando Brill recibió el original de sus manos aquella mañana, había mencionado que el domingo por la noche había invitado a Jung a cenar en su apartamento. Jung no nos había dicho nada de aquella cita.
—Al parecer el principal tema de conversación fue la ubicación de los mejores burdeles de Manhattan, pero escuchen esto —continuó Brill—. Jelliffe ha pedido a Jung que dé una serie de conferencias sobre psicoanálisis la semana que viene en la Universidad de Fordham, de los jesuitas.
—¡Pero eso es estupendo! —exclamó Freud.
—¿Lo es? —preguntó Brill—. ¿Por qué Jung y no usted?
—Abraham, yo estaré dando conferencias todos los días en Massachusetts a partir del martes que viene. No podría dar conferencias en Nueva York al mismo tiempo.
—Pero ¿a qué viene ese secreto? ¿Por qué ocultar su entrevista con Jelliffe?
Ninguno de nosotros tenía respuesta a esta pregunta.
A Freud, sin embargo, no parecía preocuparle, y comentó que sin duda tenía que haber una buena razón para esa reticencia de Jung.
Durante todo este tiempo yo había tenido en la mano el grueso original de Brill. Había leído las dos primeras páginas, y al pasar a la siguiente me sorprendió encontrarme con una página casi completamente en blanco, apenas cinco líneas impresas: centradas, en cursiva, con letras de molde. Eran, me pareció, unos versos bíblicos.
—¿Qué es esto? —pregunté, mostrándoles la página.
Ferenczi cogió la página de mi mano y la leyó en voz alta:
QUITAOS EL PREPUCIO DEL CORAZÓN,
VARONES DE JERUSALÉN:
NO SEA QUE MI IRA SE DISPARE COMO FUEGO
Y SE INFLAME Y NO HAYA QUIEN LA EXTINGA,
POR LA MALDAD DE VUESTRAS OBRAS.
—Jeremías, ¿no? —dijo Ferenczi, mostrando un conocimiento de las Escrituras considerablemente superior al mío—. ¿Qué hace Jeremías en este libro sobre la histeria?
Más extraño aún, a pie de página —Ferenczi había puesto el original en el centro de la mesa— se veía el sello de una cara estampada en tinta: una especie de demacrado sabio oriental, con turbante, larga nariz, barba aún más larga y ojos muy abiertos e hipnóticos.
—¿Un hindú? —preguntó Ferenczi.
—Un árabe —sugerí.
Pero lo más extraño de todo era que la página siguiente era casi igual: una hoja sin otra escritura que el pasaje bíblico en el centro, aunque sin ningún rostro con turbante y ojos muy abiertos. Fui pasando las hojas de principio a fin. Todas eran iguales: en blanco a excepción del pasaje bíblico y sin el rostro del sabio oriental.
—¿Es una broma, Brill? —preguntó Freud.
Pero, a juzgar por la expresión de la cara de Brill, no lo era.
El detective Littlemore estaba dolido y decepcionado por el rechazo de sus descubrimientos por parte del coroner, pero permitió que Hugel cambiara de tema y volviera a la doncella de la señorita Riverford, que también le había proporcionado cierta información interesante.
—Está realmente mal, señor Hugel. Me gustaría poder hacer algo por ella —dijo el detective. Y algo había hecho, en realidad: al ver que Betty era reacia a hablar con él al principio, la había llevado a una heladería. Cuando le dijo que sabía que la habían despedido, ella de desahogó diciendo cuán injustos habían sido con ella. ¿Por qué la habían despedido? No había hecho nada. Algunas de las otras chicas robaban cosas en los apartamentos, ¿por qué no las despedían a ellas? ¿Qué iba a hacer ella ahora? Resultó que el padre de Betty había muerto el año anterior. Y durante los dos últimos meses Betty había tenido que mantener a toda su familia —madre y tres hermanos pequeños— con su sueldo del Balmoral.
—¿Qué es lo que le contó, detective? —preguntó el coroner, mordiéndose los labios.
—Betty dice que no le gustaba ir al apartamento de la señorita Riverford. Dice que estaba encantado. Dice que está segura de que oyó el llanto de un bebé en dos ocasiones. Pero que allí no había ningún bebé. El apartamento solía estar vado. Dice que la señorita Riverford era muy extraña. Apareció allí un día, hará unas cuatro semanas. No recibía a nadie; no había movimiento alguno. El apartamento estaba ya amueblado antes de que ella llegara. Era una persona muy callada, muy reservada. Jamás se permitía el menor desorden. Se hacía siempre la cama y tenía sus cosas como es debido; uno de sus armarios estaba siempre cerrado con llave. Una vez quiso regalarle a Betty unos pendientes. Betty le preguntó si eran buenos —si eran brillantes de verdad—, y cuando ella le dijo que sí Betty no quiso aceptarlos. Pero casi nunca veía a la señorita Riverford. Cuando le tocó el turno de noche durante un tiempo la vio un par de veces. Pero los días normales, cuando llegaba Betty a las siete ella ya se había marchado del apartamento. Uno de los porteros me dijo que la señorita Riverford salió del edificio un par de veces antes de las seis de la mañana. ¿Qué significa eso, señor Hugel?
—Significa —respondió el coroner— que va a enviar usted un hombre a Chicago.
—¿A hablar con la familia?
—Exacto. ¿Qué le dijo la doncella sobre el dormitorio cuando descubrió el cadáver?
—El caso es que Betty no recuerda muy bien esa parte. Lo único que es capaz de recordar es la cara de la señorita Riverford.
—¿Vio algo cerca del cuerpo de la joven muerta o directamente encima de ella?
—Se lo pregunté, señor Hugel. Pero no se acuerda.
—¿De nada?
—De lo único que se acuerda es de los ojos de la señorita Riverford, abiertos y de mirada fija.
—Pequeña idiota blandengue.
—No diría eso si hablara con ella —dijo Littlemore, desconcertado—. De todas formas, ¿por qué se imagina que algo cambió en el dormitorio?
—¿Cómo?
—Dice que algo había cambiado en el dormitorio en el tiempo transcurrido desde que Betty entró por primera vez hasta que llegó usted. Pero yo pensaba que habían cerrado la puerta con llave y puesto a aquel mayordomo de guardia en el pasillo para que nadie entrara hasta su llegada.
—También yo lo pensaba —dijo el coroner, recorriendo la breve distancia libre de su atestado despacho—. Eso nos dijeron.
—Entonces ¿por qué piensa que alguien entró en el Cuarto?
—¿Por qué? —repitió Hugel, frunciendo el ceño—. ¿Quiere saber por qué? Muy bien, Littlemore. Sígame.
El coroner salió del despacho. El detective lo siguió: bajaron tres tramos de las viejas escaleras y atravesaron un laberinto de pasillos de paredes desconchadas y llegaron al depósito de cadáveres. El coroner abrió la puerta abovedada con una llave. Cuando se abrió por completo, Littlemore sintió en la cara la ráfaga de aire viciado, gélido, y luego vio las hileras de cadáveres en sus tableros de madera, algunos de ellos desnudos y extendidos y expuestos a la vista, otros cubiertos con sábanas. No pudo evitar mirar sus partes pudendas, que le repugnaron.
—Nadie más que yo —dijo el coroner— habría reparado en esta pista. Nadie. —Avanzó a grandes zancadas hacia el fondo de la cámara, donde un cuerpo descansaba en el anaquel más alejado. Una sábana blanca lo cubría, y en ella se leía Riverford, E.: 29-08-09—. Ahora mírela con atención, detective, y dígame exactamente lo que ve.
El coroner retiró la sábana con un movimiento de floreo. Littlemore se quedó boquiabierto ante el cuerpo que había debajo. El propio Hugel se volvió para mirarlo. El asombro del detective lo motivaba lo siguiente: bajo la sábana no yacía el cuerpo de Elizabeth Riverford sino el de un anciano de dientes negros y piel fláccida.
Subía en el ascensor a la planta de la señorita Acton, y entonces recordé que antes debía pasar por la mía para coger papel y plumas. El extraño pasaje bíblico de su manuscrito había afectado profundamente a Brill. Parecía incluso asustado. Dijo que iba a buscar enseguida a Jelliffe, su editor, para pedirle una explicación. Yo, por mi parte, pensaba que quizá nos ocultara algo.
Había confiado en que Freud pudiera estar presente en mis primeras sesiones con la señorita Acton. Pero él me dio instrucciones para que las llevara a cabo solo y que luego le informara al respecto. Su presencia, me explicó, entorpecería la transferencia.
La transferencia es un fenómeno psicoanalítico. Freud la descubrió por casualidad, y para gran sorpresa suya. Sus pacientes, uno tras otro, reaccionaban ante el psicoanálisis venerándole, o, de cuando en cuando, odiándole. Al principio trató de hacer caso omiso de tales sentimientos, y de considerarlos indeseadas e incontrolables intrusiones en la relación terapéutica. Con el paso del tiempo, sin embargo, descubrió cuán cruciales resultaban para el trastorno y la cura del paciente. El paciente revivía, dentro de la consulta del psicoanalista, los mismos conflictos generadores de los síntomas, y transfería al médico los deseos reprimidos que alentaban en el corazón de su dolencia. Y ello no era fortuito: la histeria, había descubierto Freud, consistía en la transferencia que un individuo hace a otras personas, o incluso objetos, de una serie de deseos y emociones soterradas gestadas en la infancia y nunca liberadas. Diseccionando este fenómeno con el paciente —sacando a la luz y llevando hasta sus últimas consecuencias dicha transferencia—, el psicoanálisis hacía consciente lo inconsciente y eliminaba la causa del mal.
Así, la transferencia se convertía en uno de los mayores descubrimientos de Freud. ¿Llegaría yo algún día a tener una idea de importancia comparable? Diez años atrás creí que la había tenido. El 31 de diciembre de 1899 se la anuncié con entusiasmo a mi padre, tras irrumpir en su estudio apenas horas antes de que llegaran los invitados al banquete de Nochevieja que daba siempre mi madre. Mi padre se sorprendió mucho, e irritó también, supongo, por haber interrumpido su trabajo. Aunque por supuesto no dijo nada. Le dije que había hecho un descubrimiento susceptible de entrañar una enorme trascendencia, y le pedía permiso para exponérselo. Mi padre ladeó la cabeza.
—Adelante —dijo.
Desde los albores de la edad moderna, expliqué, se daba un hecho innegable en el campo de los más altos logros revolucionarios del genio humano, tanto en el arte como en la ciencia. Todos ellos habían tenido lugar en los cambios de siglo, y, aún más concretamente, en la primera década del nuevo.
En pintura, poesía, escultura, ciencias naturales, teatro, literatura, música, física… —en todas y cada una de estas disciplinas— ¿qué hombre o qué obra, por encima de las demás, podía atribuirse con justicia al aliento genial que cambia el curso de la historia? En pintura, los entendidos apuntan unánimemente a la Capilla de los Scrovegni, donde Giotto introduce la figuración tridimensional en el mundo moderno. Es autor de esos célebres frescos pintados entre 1303 y 1305. En poesía, la palma se la lleva sin duda el Infierno de Dante, la primera gran obra escrita en italiano, comenzado poco después de su expatriación de Florencia en 1302. En escultura no cabe mayor cima que el David que Miguel Ángel esculpió de un solo bloque de mármol el 1501. Ese mismo año se operó la revolución crucial en la ciencia moderna, pues fue entonces cual un tal Nicolás de Torún viajó a Padua, oficialmente para estudiar medicina pero secretamente para seguir sus observaciones astronómicas, en las que había vislumbrado una verdad prohibida. Hoy lo conocemos como Copérnico. En literatura, habremos de coronar al gran precursor de la novela, El Quijote, que arremetió contra los molinos de viento en 1ó04. En música, nadie disputará el carácter de genio sinfónico innovador a Beethoven: compuso su Primera sinfonía en 1800, la desafiante Heroica en 1803, la Quinta en 1807.
Y eso es lo que le revelé a mi padre. Era bastante infantil, lo sé, pero tenía diecisiete años. Pensaba que era algo grande estar vivo justo en el cambio de siglo, y predije que iba a tener lugar una gran oleada de obras e ideas innovadoras en los próximos años. ¡Y lo que daría uno por seguir vivo cien años después, en el comienzo del milenio siguiente!
—Te veo ciertamente… entusiasta —fue la respuesta flemática de mi padre. La única respuesta. Había cometido el error de mostrarme entusiasmado. Entusiasta, para mi padre, era la palabra con mayor carga de desprecio de su vocabulario.
Pero mi entusiasmo obtuvo su premio. En 1905, un desconocido agente de patentes suizo y de extracción germano-judía formuló una teoría que él llamó «de la relatividad». En el curso de los doce meses siguientes mis profesores de Harvard decían ya que aquel tal Einstein había cambiado para siempre nuestras ideas del espacio y del tiempo. En el arte, lo admito, no había nada especial que reseñar. En 1903, una multitud armó un gran revuelo en Saint Botolph’s en torno a los nenúfares de un francés, pero luego se supo que eran obra de un artista que estaba simplemente perdiendo la vista. Pero en el campo del conocimiento del hombre de sí mismo, mis predicciones volvieron a cumplirse cabalmente. Sigmund Freud publicó La interpretación de los sueños en 1900. Mi padre se habría mofado de lo que digo, pero yo estoy convencido de que también Freud habrá de cambiar para siempre nuestro pensamiento. Después de Freud, ya nunca nos miraríamos de la misma forma a nosotros mismos.
Mi madre siempre nos estaba «protegiendo» de mi padre. Cosa que a mí me resultaba irritante. No lo necesitaba. Mi hermano mayor sí, pero la protección que le brindaba mi madre era bastante poco efectiva. Qué gran ventaja es ser segundón: pude verlo todo. No es que fuera el preferido ni nada parecido, pero cuando mi padre llegó a ocuparse de mí yo ya había aprendido a ser impenetrable, y no podía hacerme demasiado daño. Tenía un talón de Aquiles, sin embargo. Y él acabó descubriéndolo: Shakespeare.
Mi padre nunca dijo en voz alta que mi fascinación por Shakespeare fuera excesiva, pero dejó bien clara su opinión: había algo malsano en el hecho de que yo prestara más atención a la ficción, en especial a Hamlet, que a la realidad misma, y también algo de arrogancia. Sólo en una ocasión articuló verbalmente este sentimiento. Una vez, teniendo yo trece años y pensando que no había nadie en casa, declamé ¿Qué es Hécuba para él, o él para Hécuba, para que llore por ella? Posiblemente rasgué con demasiada fuerza el aire en sanguinario, lascivo, villano. Probablemente estuve demasiado estridente en ¡Oh, venganza!, o en ¡Ah, qué vergüenza! Mi padre, invisible para mí, lo presenció todo. Cuando terminé, se aclaró la garganta y me preguntó qué significaba Hamlet para mí, o yo para Hamlet, para que llorase por él…
Huelga decir que no había llorado. Nunca he llorado por nada, en mi memoria consciente. Lo que quería mi padre, si no únicamente abochornarme, era decirme que mi devoción por Hamlet no era nada en la vastedad de las cosas: nada en el mundo. Quería hacerme comprender pronto esta verdad. Y lo consiguió; y, lo que es más, yo sabía que tenía razón.
Pero aquel conocimiento no empañaba en absoluto mi devoción por Shakespeare. Habrá podido advertirse que he dejado al poeta de Stratford-on-Avon fuera de mi lista de genios que han cambiado el mundo. También lo dejé fuera cuando en 1899 le expuse a mi padre, mi descubrimiento. Tal omisión era estratégica. Quería ver si mi padre mordía el anzuelo. Le habría venido de perlas para utilizar a mi «amado Shakespeare», como él solía llamarlo, en mi contra. Era demasiado sutil para citarme a Dickens o a Tolstói: habría comprendido al instante que yo los consideraría gigantes clásicos de mitad de siglo, maestros de las formas existentes más que inventores de otras nuevas. Pero sabía muy bien que yo jamás podría haberle negado el título de genio revolucionario a Shakespeare, que en aquel punto podía haber sido esgrimido como una instantánea y devastadora refutación de mi teoría.
Quizá mi padre se olió la trampa. Quizá conocía la biografía del poeta mejor de lo que yo imaginaba. Sea como fuere, no lo preguntó, y yo no pude decirle que Shakespeare escribió Hamlet en 1600.
Ni tuve ocasión de recordarle que yo no era el único que sentía auténtica pasión por Shakespeare. La gente estuvo dispuesta un día a morir por Hamlet. Mi padre no lo sabía; lo cierto es que ya no quedaba casi quien lo recordara, pero en una ocasión hubo una revuelta a propósito de Hamlet aquí en la inculta Norteamérica. Apenas sesenta años atrás, el conocido actor norteamericano Edwin Forrest hizo una gira por Inglaterra, donde vio al célebre William Macready, el aristocrático actor dramático británico, interpretar el papel del príncipe de Dinamarca. Forrest expresó abiertamente su desagrado. Según Forrest, que era un hombre musculoso criado en un medio pobre y democrático, el Hamlet de Macready se pavoneaba por el escenario con pasitos amanerados y absolutamente absurdos que degradaban al noble príncipe.
Así que se declaró una agresiva pugna entre estas dos celebridades internacionales. Forrest fue desterrado de los escenarios ingleses, y el mismo trato recibió Macready en su gira por los Estados Unidos. Los espectadores le lanzaron huevos de dudosa frescura, zapatos viejos, monedas de cobre, e incluso sillas. La culminación de la pendencia tuvo lugar enfrente de la vieja Astor Place Opera House de Manhattan, el 7 de mayo de 1849, cuando quince mil personas beligerantes se congregaron para desbaratar una actuación de Macready. El inexperto alcalde de Nueva York, que acababa de tomar posesión de su cargo apenas una semana antes, llamó a la guardia nacional, que en un momento dado recibió la orden de disparar contra la multitud. Y aquella noche murieron veinte o treinta personas.
Y para nada, habría dicho mi padre: por Hamlet. Pero así sucede siempre. Los hombres se preocupan más por aquello que al menos es real. La medicina, en mi caso, significaba realidad. Nada de lo que hice antes de entrar en la facultad de medicina parecía ya real; no era más que un juego. Por eso los padres tienen que morir: para hacer que el mundo se convierta en real para sus hijos.
Y lo mismo sucede con la transferencia: el paciente establece con su analista un vínculo de naturaleza intensamente emocional. Una paciente femenina llorará por él, se ofrecerá a él; estará dispuesta a morir por él. Pero todo es una ficción, una quimera. En realidad, sus sentimientos no tienen nada que ver con su médico, en cuya persona ella proyecta un afecto turbulento y violento que debería ir dirigido a otros destinatarios. El error más grande que un psicoanalista puede cometer es confundir con la realidad estos sentimientos artificiales, con independencia de que a él puedan resultarle seductores u odiosos. Con este y otros pensamientos me iba armando de valor mientras avanzaba por el pasillo en dirección a la habitación de la señorita Acton.