Toqué repetidas veces a la puerta de la casa de Brill hasta que salió Rose, su esposa. Me moría por decirles que no sólo había conseguido la primera consulta norteamericana de Freud, sino que un coche automóvil y un chófer esperaban fuera para llevarle a ver a quien había enviado en su busca: el alcalde de Nueva York en persona. La escena en la que yo había irrumpido, sin embargo, estaba tan llena de cordialidad y buen ánimo que no me vi con fuerzas de desbaratarla de inmediato.
Brill tenía su residencia en el quinto piso de una casa de apartamentos de seis plantas de Central Park West. Era un apartamento minúsculo, de tan sólo tres habitaciones, todas ellas más pequeñas que mi cuarto del Hotel Manhattan. Pero daba directamente a Central Park, y podría decirse que cada centímetro de él estaba atestado de libros. Flotaba en el aire un hogareño olor a cebollas cocinadas.
Estaban Brill, Ferenczi y Freud, y también Jung, todos arremolinados en torno a un pequeña mesa de comedor que había en medio de la pieza principal, que hacía las veces de cocina, comedor y salón. Brill me gritó que tenía que sentarme y comer algo del asado que había hecho Rose, y me sirvieron vino antes de que pudiera siquiera responder. Brill y Ferenczi estaban a mitad de una historia sobre el hecho de ser psicoanalizado por Freud, y Brill hacía el papel del Maestro. Todo el mundo reía con ganas, incluso Jung, cuyos ojos, caí en la cuenta, no se apartaban ni un momento de la mujer de Brill.
—Pero vamos, amigos míos —dijo Freud—. Eso no contesta a la pregunta: ¿por qué Norteamérica?
—La pregunta, Younger —me aclaró Brill amablemente—, es la siguiente. El psicoanálisis está excomulgado en toda Europa. Y sin embargo aquí, en la puritana Norteamérica, Freud va a recibir su primer doctorado honoris causa, y se le va a pedir que dé unas clases en una universidad de prestigio. ¿Cómo se explica eso?
—Jung dice —añadió Ferenczi— que es porque ustedes los norteamericanos no entienden las teorías sexuales de Freud. En cuanto lo hagan, dice, soltarán el psicoanálisis como una patata caliente.
—No lo creo —dije—. Creo que se extenderá como un reguero de pólvora.
—¿Por qué? —preguntó Jung.
—Precisamente por nuestro puritanismo —le respondí—. Pero hay algo que…
—Es justo lo contrario —dijo Ferenczi—. Una sociedad puritana tendría que prohibirnos.
—Les prohibirá, claro —dijo Jung, entre risotadas—, en cuanto se dé cuenta de lo que decimos.
—¿Los norteamericanos puritanos? —terció Brill—. Más puritano es el demonio.
—Silencio…, todos —dijo Rose Brill, una mujer de pelo oscuro, con ojos decididos y poco frívolos—. Dejen que el doctor Younger exponga su opinión al respecto.
—No, un momento —dijo Freud—. Antes hay algo que Younger quería decirnos desde que ha llegado. ¿De qué se trata, mi joven amigo?
Bajamos los cuatro tramos de escaleras tan rápido como pudimos. Cuanto más oía Freud del asunto, más intrigado se sentía, y cuando supo la implicación personal del alcalde, sintió tanta excitación que se prestó a desplazarse hasta el centro, sin reparar lo más mínimo en la hora.
El automóvil era de cuatro plazas, por lo que quedaba un asiento libre, y Freud decidió que nos acompañara Ferenczi. Freud había invitado primero a Jung, que pareció extrañamente poco interesado y declinó la invitación. Ni siquiera bajó a la calle a despedimos.
Instantes antes de que el coche iniciara la marcha, Brill dijo:
—No me gusta que dejen aquí a Jung. Déjenme que vaya a buscarle; pueden hacerle un hueco e ir un poco apretados hasta dejarlo en el hotel.
—Abraham —dijo Freud con sorprendente severidad—, le he dicho ya repetidas veces cuál es mi opinión sobre este particular. Debe vencer su hostilidad hacia Jung. Él es más importante que todos nosotros juntos.
—No es eso, por el amor de Dios… —protestó Brill—. Acabo de darle de cenar a ese hombre en mi propia casa, ¿o no? Es de… su… estado… de lo que estoy hablando.
—¿De qué estado? —preguntó Freud.
—No está bien. Está enfebrecido. Demasiado excitado. Caliente en este instante, frío al instante siguiente. Seguro que lo han notado también ustedes. A veces dice cosas que no tienen ningún sentido.
—Ha estado bebiendo su vino.
—No es eso. Es otra cosa —dijo Brill—. Jung nunca prueba el alcohol.
—Es la influencia de Bleuler —señaló Freud—. Lo he curado de ello. Usted no tendrá nada en contra de que Jung beba, ¿eh Abraham?
—No, ciertamente. Cualquier cosa es mejor que Jung sobrio. Tengámoslo ebrio todo el tiempo. Pero hay algo… inquietante en él. Desde el momento en que llegó. ¿No le han oído preguntar por qué mi suelo era tan blando, mi suelo de madera?
—Está imaginando cosas —dijo Freud—. Y detrás de la imaginación siempre hay un deseo. Jung no está habituado al alcohol, eso es todo. Asegúrese de que vuelva sano y salvo al hotel.
—Muy bien. —Brill nos deseó buena suerte. Y, cuando nos alejábamos, nos gritó—: Pero también puede haber un deseo que no quieren ni imaginar.
En el automóvil descubierto que traqueteaba a lo largo de Broadway Avenue, Ferenczi me preguntó si era normal en los Estados Unidos comer una mezcla de manzanas, frutos secos, apio y mayonesa. Rose Brill, era obvio, había servido a sus invitados una ensalada Waldorf.
Freud se había quedado en silencio. Parecía rumiar algo. Me pregunté si los comentarios de Brill lo habrían preocupado en algún sentido. Yo mismo había empezado a pensar que algo le pasaba a Jung. También me preguntaba a qué se referiría Freud cuando dijo que Jung era más importante que todos nosotros juntos.
—Brill es un paranoico —dijo Ferenczi con brusquedad, dirigiéndose a Freud—. No pasa nada.
—El paranoico nunca está equivocado por completo —replicó Freud—. ¿Se han fijado en el lapsus de Jung de hace un rato?
—¿Qué lapsus? —dijo Ferenczi.
—Su lapsus linguae —respondió Freud—. Dijo: Norteamérica «les prohibirá…». No «nos prohibirá» sino «les prohibirá a ustedes».
Freud volvió a sumirse en el silencio. Seguimos Broadway abajo en dirección a Union Square; luego tomamos la Cuarta Avenida hacia Bowery Road, a través del Lower East Side. Cuando pasamos por delante de los puestos cerrados del mercado de Hester Street, tuvimos que aminorar la marcha. Aunque eran casi las once, los judíos atestaban las calles, con sus largas barbas y sus peculiares ropajes, negros de la cabeza a los pies. Quizá hacía demasiado calor para dormir en las casas de vecinos abarrotadas y sin aire en las que vivían tantos emigrantes de la urbe. Los judíos caminaban del brazo o agrupados en pequeños círculos, con mucha gesticulación y discutiendo a voz en cuello. Su alemán bajo y mestizo, que los hebreos llaman yiddish, se oía por todas partes.
—Así que éste es el Nuevo Mundo… —Observó Freud desde el asiento delantero, en tono en absoluto favorable—. ¿Por qué diablos tenían que venir tan lejos, para limitarse a recrear lo que dejaban detrás?
Aventuré una pregunta:
—¿Es usted religioso, doctor Freud?
Desafortunada, era evidente. Al principio pensé que no me había oído. Ferenczi respondió por él:
—Depende del sentido que se le quiera dar a religioso. Si, por ejemplo, religioso significa creer que Dios es una gigantesca ilusión inspirada con un complejo de Edipo colectivo, Freud es muy religioso.
Por primera vez Freud fijó en mí la mirada terriblemente penetrante que le había visto en el muelle, a su llegada.
—Le detallaré el proceso de su pensamiento para llegar a preguntarme eso —dijo—. Yo preguntaba por qué los judíos han venido aquí a Norteamérica. Y a usted le ha venido a la cabeza vinieron en busca de libertad religiosa, pero usted ha vuelto a pensarlo, porque la respuesta le ha parecido demasiado obvia. Así que ha inferido que si yo, judío, no puedo ver que vinieron en busca de libertad religiosa, tiene que se porque la religión no es muy importante para mí; o tan poco importante que no he sido capaz de ver lo importante que es para ellos. De ahí su pregunta. ¿Me equivoco?
—En absoluto —dije.
—No se preocupe —dijo Ferenczi—. Lo hace con todo el mundo.
—Muy bien. Usted me ha hecho una pregunta directa —dijo Freud—. Voy a darle una respuesta directa. Soy el más radical de los no creyentes. Toda neurosis es una religión para quien la padece, y la religión es la neurosis universal de la humanidad. De eso no hay ninguna duda: las características que atribuimos a Dios reflejan los miedos y deseos que sentimos en los primeros estadios de nuestra vida, y luego en nuestra primera infancia. Cualquiera que no vea esto no puede haber comprendido el abecé de la psicología humana. Si lo que busca usted es religión, no siga mis enseñanzas.
—Freud, está usted siendo injusto —dijo Ferenczi—. Younger no ha dicho que lo que busca fuera religión.
—El muchacho siente interés por mis ideas; convendrá, entonces, que sepa lo que éstas entrañan. —Freud me estudió detenidamente. Y, de pronto, su severidad se esfumó, y me dirigió una mirada casi paternal—. Y como pudiera darse que yo también me interesase por las suyas, le devuelvo la pregunta: ¿es usted religioso, Younger?
Para mi vergüenza, no supe qué responder.
—Mi padre lo era —dije.
—Está respondiendo a una pregunta —terció Ferenczi distinta a la que Freud le ha formulado.
—Pero yo le entiendo —dijo Freud—. Quiere decir: Como su padre creía, él se siente inclinado a dudar.
—Es verdad —dije.
—Pero también se pregunta —añadió Freud— si una duda que se funda en eso es una buena duda. Lo cual le inclina a creer.
Me lo quedé mirando fijamente. Y fue Ferenczi quien hizo mi pregunta:
—¿Cómo puede saber eso?
—Se desprende —dijo Freud— de lo que nos contó usted anoche: que estudiar medicina fue un deseo de su padre, no de usted. Y, además —añadió, dando una chupada satisfecha a su cigarro—, yo sentía lo mismo cuando era más joven.
Con su gran fachada de mármol, sus frontones griegos y su fantástica cúpula, y la suave iluminación de las farolas de la calle, la nueva sede de la jefatura de policía del 240 de Centre Street parecía más un palacio que un edificio municipal. Pasamos a través de un par de enormes puertas de roble, y nos encontramos con un hombre uniformado detrás de un mostrador semicircular y elevado que le llegaba hasta el pecho. Las luces eléctricas proyectaban un fulgor amarillo a su alrededor. Utilizó el teléfono de manivela y al poco nos recibió el alcalde McClellan, en compañía de un caballero de más edad, con abultada panza y aire conturbado, el señor Higginson, que resultó ser el médico de la familia Acton.
Estrechándonos la mano de uno en uno, el alcalde McClellan se disculpó profusamente ante Freud por estarle causando esas molestias a horas tan intempestivas.
—Younger me dice que usted también es un experto en la Roma antigua. Le regalaré mi libro sobre Venecia. Pero debo llevarles arriba. La señorita Acton se halla en un estado francamente lamentable.
Subimos por unas escaleras de mármol precedidos por el alcalde. El doctor Higginson habló y habló sobre las medidas que había tomado, ninguna de las cuales parecía perniciosa, así que en este terreno habíamos tenido suerte. Entramos en un gran despacho de estilo clásico, con butacas de cuero y gran cantidad de elementos de latón, y un imponente escritorio. Detrás de él, y empequeñecida por sus enormes dimensiones, se sentaba una joven arropada por una manta ligera, y custodiada a cada lado por sendos policías.
El alcalde McClellan tenía razón: su estado era lamentable. Había llorado mucho; tenía la cara horriblemente roja e hinchada por la congestión del llanto. El largo pelo rubio se veía suelto y enmarañado. Miró hacia nosotros con los ojos más grandes y amedrentados que yo hubiera visto nunca, llenos de miedo y de desconfianza.
—Lo hemos intentado de todas formas —dijo McClellan—. Nos cuenta, por escrito, todo lo que pasó antes y después. Pero en lo referente a…, bueno, al incidente mismo, no recuerda nada.
Al lado de la joven había unas cuantas hojas de papel y una pluma.
El alcalde nos presentó a la joven, que se llamaba Nora. Y explicó que éramos unos médicos especiales que, esperaba, podrían ayudarla a recuperar la voz y la memoria. Le hablaba como si se tratara de una niña de unos siete años, confundiendo quizá sus dificultades para hablar con una dificultad para el entendimiento, aunque cualquiera habría sabido al instante, por sus ojos, que no sufría ninguna merma de esa naturaleza. Como era previsible, la entrada en escena de otros tres hombres desconocidos tuvo el efecto de abrumar a la joven. Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se contuvo. E incluso nos escribió una nota en la que se disculpaba de su amnesia, como si ella tuviera la culpa.
—Adelante, por favor, caballeros —dijo McClellan.
Freud quería empezar por descartar cualquier posible base fisiológica de los síntomas.
—Señorita Acton —dijo—, me gustaría asegurarme de que no ha sufrido ningún daño en la cabeza. ¿Me permite? —La chica accedió con un gesto. Y, tras un cuidadoso reconocimiento, Freud concluyó—: No existe lesión craneal de ningún tipo.
—Una laringe dañada podría causar afasia —observé, refiriéndome a su pérdida del habla.
Freud asintió con la cabeza, y me indicó con un gesto que examinara a la joven.
Al acercarme a la señorita Acton, me sentí inexplicablemente nervioso. No lograba identificar el origen de mi ansiedad. Era como si tuviera miedo de parecer inexperto a ojos de Freud, por mucho que hubiera llevado a cabo exploraciones infinitamente más complicadas que aquélla —ante mis profesores de Harvard, por ejemplo— sin ningún desasosiego parecido. Le expliqué a la señorita Acton que era importante determinar si su imposibilidad de hablar la causaba alguna lesión física. Le pregunté si le importaba cogerme una mano y ponérsela en el cuello de forma que pudiera aliviar su malestar en esa zona. Le tendí la mano, con dos dedos extendidos. Reacia, se la llevó hacia la garganta, pero acabó poniéndosela en la clavícula. Le pedí que levantara la cabeza. Me hizo caso, y cuando le fui subiendo los dedos por la garganta, hacia la zona de la laringe, pude apreciar, pese a sus heridas, las suaves y perfectas líneas de cuello y barbilla, dignas de haber sido esculpidas en mármol por Bernini. Cuando presioné en determinados puntos, ella entrecerró los ojos, pero no se apartó.
—No hay señales de lesión de laringe —dije.
Ahora la señorita Acton parecía aún más recelosa que cuando entramos en el despacho. No se lo reprochaba. Puede resultar más inquietante descubrir que no es ninguna causa física la que ha hecho que pierdas el habla. Además, no tenía con ella a su familia y se veía rodeada por hombres a quienes no conocía de nada. Parecía sopesarnos, uno a uno.
—Querida —le dijo Freud—. Está ansiosa porque ha perdido el habla y la memoria. Pero no tiene motivos. La amnesia después de un incidente semejante no es nada fuera de lo normal; yo he visto muchas veces esta pérdida del habla. Cuando no hay lesión física permanente, y usted no tiene ninguna, siempre he logrado remediar ambos estados. Bien: voy a hacerle unas cuantas preguntas, pero ninguna sobre lo que le ha sucedido hoy. Sólo quiero que me diga cómo se siente en este momento. ¿Le apetece beber algo?
La joven asintió con gratitud. McClellan hizo un gesto a uno de los agentes de policía, que salió del despacho y volvió al poco con una taza de té. Entretanto, Freud había entablado conversación con la joven —él hablaba, ella escribía—, pero sólo sobre temas generales, como, por ejemplo, sobre cómo iba a empezar el primer año en Barnard el mes próximo. Al final, la joven escribió que sentía mucho no poder contestar a las preguntas de los policías, y que quería irse a casa.
Freud hizo saber que quería hablar con nosotros sin que la joven pudiera oírnos. Ello ocasionó un solemne desplazamiento de los presentes —Freud, el alcalde McClellan, Ferenczi, el doctor Higginson y yo mismo— hacia el extremo opuesto del espacioso despacho, donde Freud preguntó, en voz muy baja:
—¿Ha sido violada?
—No, gracias a Dios —susurró McClellan.
—Pero sus heridas —dijo Higginson— se concentran llamativamente alrededor de sus… partes íntimas. —Se aclaró la garganta—. Aparte de en la espalda, parece que ha sido azotada repetidas veces en las nalgas y… en la pelvis. Además, le han hecho un corte en cada uno de los muslos con un cuchillo muy afilado o una navaja de afeitar.
—¿Qué clase de monstruo es capaz de hacer eso? —preguntó McClellan.
—La pregunta es cómo no sucede con más frecuencia —respondió Freud con voz calma—. Satisfacer un instinto salvaje es incomparablemente más placentero que satisfacer uno civilizado. En cualquier caso, lo mejor que podemos hacer hoy es no hacer nada. No tengo la certeza de que su amnesia sea histérica. Una asfixia grave podría producir el mismo efecto. Por otra parte, también es obvio que padece de un profundo sentimiento de autorreproche.
—¿Autorreproche? —preguntó McClellan.
—Culpa —dijo Ferenczi—. La chica está sufriendo no sólo por la agresión en sí, sino también por la culpa que siente asociada a ella.
—¿Por qué diablos tendría que sentirse culpable? —preguntó el alcalde.
—Hay muchas razones posibles —dijo Freud—. Pero un ingrediente de autorreproche siempre se da en casos de agresión sexual en jóvenes. Ella nos ha pedido disculpas ya dos veces por la pérdida de memoria. La pérdida de voz es lo que más me intriga.
—¿Ha sido sodomizada, acaso? —preguntó Ferenczi en un susurro—. Per os?[7]
—Dios misericordioso —exclamó McClellan, también en un susurro—. ¿Es eso posible?
—Sí, es posible —dijo Freud—. Pero no probable. Si la causa de su síntoma fuera una penetración oral su incapacidad para utilizar la boca se extendería también a la admisión de cualquier cosa dentro de ella. Pero, como han podido ver, ha tomado su té sin dificultad alguna. Lo cierto es que por eso le he preguntado antes si tenía sed.
Reflexionamos sobre eso último durante unos segundos. McClellan volvió a hablar, ya no en susurros.
—Doctor Freud, disculpe mi ignorancia, pero ¿su memoria de lo que le ha pasado subsiste, o ha sido…, por así decir, borrada por completo?
—Suponiendo que sea una amnesia histérica, la memoria subsiste —respondió Freud—. Es la causa de lo que le pasa.
—¿La memoria es la causa de la amnesia? —preguntó McClellan.
—La memoria de la agresión, junto con recuerdos más profundos reavivados por ella, no puede aceptarse. Y por tanto se reprime, lo que da lugar a la amnesia.
—¿Recuerdos más profundos? —repitió el alcalde—. Me temo que no le sigo.
—Una agresión del tipo de la padecida por esta joven —dijo Freud—, por brutal y terrible que sea, a su edad no debería ser suficiente para causarle la amnesia. La víctima recuerda, siempre que en los demás aspectos esté sana. Pero cuando la víctima ha vivido ya en el pasado otro episodio de esta naturaleza, y tan traumático que la memoria debe de haberlo reprimido y borrado por completo de la conciencia, la nueva agresión puede producirle amnesia, porque no es posible recordarlo sin desenterrar también recuerdos de la agresión antigua, algo que la conciencia no permitiría.
—Santo Dios —dijo el alcalde.
—¿Qué se puede hacer? —preguntó el doctor Higginson.
—¿Puede curarla? —quiso saber el alcalde—. Ella es la única capaz de darnos una descripción de su agresor.
—¿La hipnosis? —sugirió Ferenczi.
—No la recomiendo en absoluto —dijo Freud—. No la ayudaría en nada, y los recuerdos que hace aflorar la hipnosis no son fiables.
—¿Y qué me dice de…, de ese psicoanálisis, como lo llaman ustedes? —preguntó el alcalde.
—Podríamos empezar mañana mismo —respondió Freud—. Pero debo advertirles: el psicoanálisis es un tratamiento intensivo. Tendremos que ver a la paciente todos los días, y como mínimo durante una hora.
—No veo ninguna dificultad en ello —declaró McClellan—. La cuestión es qué hacer con la señorita Acton esta noche. —Los padres de la joven pasaban el verano en su casa de campo de Berkshire, y no era posible ponerse en contacto con ellos. El doctor Higginson sugirió llamar a algunos amigos de la familia, pero el alcalde dijo que no le parecía conveniente—. Acton no querría que se supiera ni una palabra del asunto. La gente podría creer que su hija había sufrido algún daño permanente.
La señorita Acton oyó casi con certeza esto último. Vi que nos escribía una nota. Fui hasta ella y me la entregó. Quiero ir a casa, decía. Ahora mismo.
Nada más leerla, McClellan le dijo a la joven que no podía permitirlo. Se sabía de criminales, le advirtió, que volvían a la escena del crimen. El agresor podía estar espiando la casa incluso en ese mismo momento. Temeroso de que pudiera identificarle, tal vez pensaba que su única esperanza de escapar a la justicia era dar muerte a su víctima. Volver a Gramercy Park estaba por tanto descartado por completo, al menos hasta que su padre regresara a la ciudad y pudiera garantizar su seguridad. Al oír esto, la expresión de la señorita Acton cambió de nuevo, e hizo un gesto con las manos que expresaba una emoción que no pude identificar.
—Ya lo tengo —anunció el alcalde McClellan.
La señorita Acton, explicó, se alojaría en el Hotel Manhattan, donde nos hospedábamos nosotros. Él mismo pagaría sus habitaciones. La acompañaría la señora Biggs, la vieja ama de llaves, que se cuidaría de traer vestuario y otros enseres necesarios de Gramercy Park. La señorita Acton permanecería en el hotel hasta que sus padres volvieran del campo. Esta solución no era sólo la más segura sino la más conveniente para el fin que se perseguía: comenzar el tratamiento.
—Hay otra dificultad —dijo Freud—. El psicoanálisis requiere que quien lo conduce dedique cierto tiempo a él de forma continuada. Es obvio que yo no puedo dedicar tal tiempo, y tampoco mi colega Ferenczi, aquí presente. ¿Qué dice usted, Younger? ¿Se encargaría usted del caso?
Freud vio mi vacilación; comprendió que deseaba tratar el asunto con él en privado, y me llevó hacia un lado.
—Debería ser Brill —dije—. No yo.
Freud me miró fijamente, con la mirada que podía taladrar la piedra. Y me respondió con voz suave:
—No tengo la menor duda de sus facultades, muchacho. Su historia clínica lo prueba sobradamente. Quiero que se encargue de la señorita Acton.
Era a un tiempo una orden que no podía desobedecer y una expresión de confianza cuyo efecto en mí no puedo describir. Acepté.
—Bien —dijo en voz alta—. Es toda suya. Yo supervisaré el trabajo mientras siga en los Estados Unidos, pero será usted, doctor Younger, quien lleve a cabo el psicoanálisis. Siempre, por supuesto —añadió, volviéndose hacia la señorita Acton—, que nuestra paciente se muestre tan dispuesta a la experiencia como nosotros.