IX

Cuando volvimos a las habitaciones de la señorita Acton, la señora Biggs estaba frenética. Primero ordenó a la joven que se tendiera en el lecho, y luego que se incorporara, y luego que caminara por la habitación para que «le volviera un poco el color». La señorita Acton no prestó atención a ninguna de estas órdenes. Fue directamente a la pequeña cocina de la suite y se puso a preparar una tetera. La señora Biggs alzó los brazos en señal de protesta, y declaró que era ella la que debía preparar el té. La anciana señora no se calló hasta que la señorita Acton la hizo sentarse y le besó las manos.

La joven Acton tenía una capacidad asombrosa bien para recobrar la presencia de ánimo después de unos hechos tan abrumadores, o bien para fingir una compostura que en realidad no tenía. Terminó de preparar el té y le tendió una humeante taza a la señora Biggs.

—Habría muerto, señorita Nora —dijo la anciana sirviente—. Habría muerto si no es por el joven doctor.

La señorita Acton puso una mano sobre la mano de la mujer, y la urgió a tomarse el té. Cuando la señora Biggs siguió su exhortación, la joven le dijo que nos dejara solos porque tenía que hablar en privado conmigo. Después de un buen rato de importunar con sus protestas, la señora Biggs se fue del cuarto a regañadientes.

Cuando estuvimos solos, la señorita Acton me dio las gracias.

—¿Por qué ha hecho que se vaya su sirvienta? —le pregunté.

—No he «hecho que se vaya» —replicó la joven—. Usted quería saber las circunstancias en las que perdí la voz hace tres años. Y quiero contárselo.

La tetera empezó a temblarle en las manos. Trató de servirlo, pero no atinó y vertió un poco de té fuera de la taza. Dejó la tetera y se enlazó los dedos.

—Esa pobre yegua… ¿Cómo ha podido hacer una cosa semejante?

—Usted no tiene la culpa de nada, señorita Acton.

—Pero ¿qué está diciendo? —Me miró con expresión furibunda—. ¿Por qué habría de sentirme yo culpable?

—No, por nada. Pero me ha parecido como si se culpase de algún modo…

La señorita Acton fue hasta la ventana. Separó las cortinas, y vi la amplia terraza detrás de las puertaventanas, y una panorámica de la ciudad.

—¿Sabe quién es ese hombre?

—No.

—Es George Banwell, el marido de Clara. Es amigo de mi padre.

La respiración de la señorita Acton se hizo inestable.

—Fue en su casa de verano, junto al lago. Me hizo una proposición…

—Por favor, échese en el sofá, señorita Acton.

—¿Por qué?

—Forma parte del tratamiento.

—Ah, muy bien.

Cuando se echó en el sofá, retorné lo que habíamos empezado.

—¿El señor Banwell le hizo una proposición de matrimonio… cuando usted tenía catorce años?

—Dieciséis, doctor Younger, y no me propuso matrimonio.

—¿Qué le propuso?

—Tener…, tener… —se interrumpió y calló.

—¿Tener relaciones sexuales?

Siempre es delicado referirse a la actividad sexual cuando los pacientes son femeninos y jóvenes, porque uno no está seguro de lo poco o mucho que saben de biología. Pero es aún peor permitir que un exceso de delicadeza acabe reforzando el pernicioso sentido de vergüenza que una joven podría asociar a una experiencia de esa naturaleza.

—Sí —respondió—. Estábamos en su casa de campo; habíamos ido toda la familia. Él y yo dábamos un paseo por el sendero que rodea el pequeño lago. Me dijo que había comprado otra casita de las cercanías, donde los dos podríamos ir, con una gran cama, una cama muy bonita en la que los dos podríamos estar solos, sin que nadie se enterase.

—¿Qué hizo usted?

—Le di una bofetada en la cara y me fui corriendo —dijo la señorita Acton—. Se lo conté a mi padre, pero no se puso de mi parte.

—¿No la creyó? —pregunté.

—Actuó como si yo fuera la que hubiera hecho algo malo. Yo insistí en que se encarase con el señor Banwell para averiguarlo. Una semana después, me dijo que lo había hecho. Y que el señor Banwell lo había negado todo; y, según mi padre, con gran indignación. Estoy segura de que con una cara muy parecida a la que acaba usted de ver en él. Lo único que admitió es haberme mencionado su nueva casita de las cercanías. Y mantenía que yo había deducido perversamente lo demás, y que lo había hecho por… por el tipo de libros que leía. Mi padre decidió creerle a él.

—¿Al señor Banwell?

—A mi padre.

—Señorita Acton, usted perdió la voz hace tres años. Pero me está contando un incidente que ocurrió el año pasado.

—Hace tres años… me besó.

—¿Su padre?

—No, qué asco… —dijo la señorita—. El señor Banwell.

—¿Tenía catorce años entonces? —le pregunté.

—¿Las matemáticas eran difíciles para usted en el colegio, señor Younger?

—Continúe, señorita Acton.

—Era el Día de la Independencia —siguió ella—. Mis padres habían conocido a los Banwell hacía apenas unos meses, pero mi padre y el señor Banwell eran ya íntimos. Las cuadrillas del señor Banwell nos estaban reformando la casa. Acabábamos de pasar tres días en su casa de campo, mientras nos terminaban las obras. Clara era tan adorable conmigo. Es la más fuerte, la más inteligente de las mujeres que he conocido en mi vida. Y la más bella, doctor Younger. ¿Ha visto usted alguna vez la Salomé de Lina Cavalieri?

—No —respondí.

La señorita Cavalieri, célebre por su belleza, había actuado en la Opera House de Manhattan el invierno anterior, pero yo no había podido trasladarme de Worcester a Nueva York para verla.

—Clara se parece mucho a ella. Y de joven también había pisado las tablas. El señor Gibson le hizo una foto en aquel tiempo. Bueno, pues el señor Banwell estaba construyendo uno de esos enormes edificios suyos en el centro. El Hanover, creo. Y estábamos planeando subir a la azotea de ese edificio para ver los fuegos artificiales. Pero mi madre se puso enferma (siempre se está poniendo enferma), así que no vino con nosotros. No me acuerdo por qué, pero mi padre tampoco pudo venir en el último momento. Creo que también se puso enfermo. Había no sé qué fiebre aquel verano. De todas formas, el señor Banwell se ofreció para subir conmigo a la azotea, porque yo venía repitiendo desde hacía tiempo que deseaba ver los fuegos artificiales desde aquella altura.

—¿Solos los dos?

—Sí. Me llevó en su coche de caballos. Era de noche.

Hizo que los caballos trotaran a buena velocidad por Broadway. Recuerdo el viento caliente en la cara. Subimos juntos en el ascensor. Yo estaba muy nerviosa; era la primera que subía en un ascensor. Me moría de ganas de ver los fuegos, pero cuando sonaron los primeros estallidos me asusté terriblemente. Puede que incluso gritara. De lo siguiente que me acuerdo es de que el señor Banwell me tenía entre sus brazos. Aún siento cómo me apretaba los…, la parte superior del cuerpo contra su pecho. Luego me pegó la boca a los labios…

La señorita Acton hizo una mueca, un gesto como si sintiera necesidad de escupir.

—¿Y después? —pregunté.

—Me aparté bruscamente de él, pero no había adónde ir. No sabía cómo escapar de aquella azotea. Él me hizo un gesto para que me calmara, para que me callara. Me dijo que sería nuestro secreto, y luego dijo que íbamos a ver los fuegos artificiales y nada más. Y es lo que hicimos.

—¿Se lo contó a alguien?

—No. Y fue entonces cuando perdí la voz: aquella misma noche. Todo el mundo pensaba que había cogido la fiebre. Y quizá la cogí. La voz me volvió a la mañana siguiente lo mismo que esta vez. Pero no se lo conté a nadie hasta hoy. No voy a consentir quedarme sola con el señor Banwell nunca más.

Siguió un largo silencio. La joven había llegado al final de los recuerdos que habían ido haciéndose conscientes.

—Piense en ayer, señorita Acton. ¿Se acuerda de algo?

—No —dijo ella con voz queda—. Lo siento.

Le pedí permiso para contarle al doctor Freud lo que me había contado. Y aceptó. Luego le informé de que seguiríamos hablando al día siguiente.

Pareció sorprendida.

—¿Hablar de qué, doctor? Ya se lo he contado todo.

—Puede que se acuerde de algo más.

—¿Por qué dice eso?

—Porque aún sigue padeciendo de amnesia. Cuando hayamos desvelado todo lo relacionado con ese incidente, creo que le volverá la memoria.

—¿Cree que le estoy ocultando algo?

—No es ocultación, señorita Acton. 0, mejor, se trata de algo que está usted ocultándose a sí misma.

—No sé de qué me está hablando —replicó la joven. Cuando me encontraba a un paso de la puerta, me detuvo con su voz suave y clara—. ¿Doctor Younger?

—¿Señorita Acton?

En sus ojos azules había lágrimas. Mantenía alta la barbilla.

—Me besó… Me hizo… una proposición en aquel paseo junto al lago.

Hasta entonces no había caído en la cuenta de la ansiedad que sentía ante la posibilidad de que yo —al igual que su padre— tampoco la creyera. Había algo inefablemente enternecedor en la forma en que decía «me hizo una proposición» en lugar de «me hizo proposiciones». [8]

—Señorita Acton —dije—, creo cada palabra que ha salido de su boca.

Se echó a llorar. La dejé, después de desearle buenas tardes a la señora Biggs al cruzarme con ella en el recibidor.

En un reservado del salón del Hotel Manhattan, George Banwell estaba sentado con el alcalde McClellan. El alcalde comentó que Banwell parecía recién salido de una pelea a puñetazos. Banwell se encogió de hombros.

—Un pequeño problema con una potranca —dijo.

El alcalde sacó un sobre del bolsillo de la americana y se lo tendió a Banwell.

—Aquí tiene su cheque. Le sugiero que vaya al banco esta misma tarde. Es mucho dinero. Y es el último. No habrá más, pase lo que pase. ¿Entiende lo que quiero decir?

Banwell asintió con la cabeza.

—Si hay costes adicionales, correré con ellos yo mismo.

El alcalde, entonces, le explicó que el asesino de la señorita Riverford había vuelto a actuar. ¿Conocía Banwell a Harcourt Acton?

—Por supuesto que conozco a Acton —dijo Banwell—. Él y su esposa están en este momento en mi casa de campo. Se reunieron con Clara ayer.

—Así que por eso no nos hemos podido poner en contacto con ellos —dijo McClellan.

—¿Qué pasa con Acton? —preguntó Banwell.

—La segunda víctima es su hija.

—¿Nora? ¿Nora Acton? Acabo de verla en la calle; no hace ni una hora.

—Sí, gracias a Dios que ha sobrevivido —dijo el alcalde.

—¿Qué pasó? —preguntó Banwell—. ¿Le ha dicho quién lo hizo?

—No. Perdió la voz y no puede recordar nada. No sabe quién la atacó, y nosotros tampoco. Unos especialistas están examinándola ahora. Está aquí, de hecho. La he alojado en el Manhattan hasta que vuelva Acton.

—Dios… —dijo Banwell, asimilando lo que acababa de oír—. Una chica muy guapa…

—Sí, lo es —convino el alcalde.

—¿La violaron?

—No, a Dios gracias.

—A Dios gracias.

Encontré a los demás en las salas de la antigüedad romana y griega del Metropolitan Museum. Mientras Freud se hallaba enfrascado en una conversación con el guía —los conocimientos de Freud eran asombrosos—, yo me quedé rezagado con Brill. Se sentía mejor en relación con su manuscrito. Su editor Jelliffe, al principio, se había quedado tan perplejo como nosotros, pero luego se acordó de que había prestado su prensa a un pastor la semana anterior, un pastor que publicaba folletos bíblicos de carácter edificante. Ambos trabajos debían de haberse mezclado de algún modo.

—¿Sabía que Goethe era bisabuelo de Jung? —le pregunté.

—Bobadas —dijo Brill, que había vivido un año en Zurich trabajando con Jung—. Leyendas de autoglorificación de la familia. ¿Llegó a lo de Von Humboldt?

—Sí, lo mencionó —dije.

—Se supone que a un hombre tendría que bastarle casarse con una mujer muy rica sin tener que inventarse ninguna alcurnia.

—A menos que ésa sea precisamente la razón por la que se lo inventa —dije.

Brill lanzó un gruñido evasivo. Luego, con una extraña ligereza, se apartó hacia atrás un mechón y dejó al descubierto una fea marca que tenía en la frente.

—¿Ve esto? Me lo hizo Rose la noche pasada, cuando se marcharon todos ustedes. Me tiró una sartén a la cabeza.

—Dios santo —dije—. ¿Por qué?

—Por Jung.

—¿Por Jung?

—Le conté a Rose lo que le comenté a Freud sobre Jung —dijo Brill—. Y se puso hecha una furia. Dijo que estaba celoso de Jung, que Freud lo valoraba mucho y que yo era un estúpido, porque Freud vería las causas de mi envidia y eso le haría tener una opinión peor de mí. Yo le respondí que con razón me sentía celoso de Jung, habida cuenta de la forma en la que ella le había estado mirando durante toda la velada. Si lo pienso ahora, esto último no era muy justo, la verdad, porque era Jung el que se había pasado toda la noche mirándola a ella. ¿Sabe que ella tiene la misma titulación médica que yo? Pero no consigue un empleo de médico, y yo no puedo mantenerla con los cuatro pacientes que tengo.

—¿Le tiró una sartén a la cabeza?

—Oh, no me mire con esa especie de ojo clínico. Las mujeres tiran cosas. Todas lo hacen tarde o temprano. Ya lo comprobará usted mismo. Todas excepto Emma, la mujer de Jung. Emma no hace más que ofrecerle su fortuna a Carl, dar a luz a sus hijos y sonreírle cuando él la engaña. Agasajan la mesa a sus amantes cuando él las lleva a casa a cenar. Ese hombre es un brujo. No, no, si vuelvo a oír una palabra sobre Goethe y Von Humboldt, creo que mato a Jung.

Antes de que nos fuéramos del museo casi se produjo una crisis. Freud necesitó de pronto un urinario, como lo había necesitado en Coney Island, y el guía nos condujo hasta el sótano. En el trayecto, Freud comentó:

—No me lo diga. Tendré que recorrer interminables pasillos, y al final habrá un palacio de mármol.

Tenía razón en ambos puntos. Y llegamos a ese palacio justo a tiempo.

El coroner Hugel no volvió a su despacho hasta el martes por la noche. Había pasado la tarde en la casa de los Acton, en Gramercy Park. Sabía lo que escribiría en el informe: que las pruebas materiales —pelos, hilos de seda, hebras de cuerda— probaban inequívocamente que el asesino de Elizabeth Riverford y el agresor de Nora Acton eran la misma persona. Pero el coroner se maldecía a sí mismo por lo que no había encontrado. Había registrado a fondo el dormitorio. Había inspeccionado palmo a palmo, e incluso recorrido a gatas, el jardín trasero. Como sabía que sucedería, había encontrado ramas rotas, flores pisoteadas y muchas otras señales de huida, pero no la prueba que buscaba, la prueba definitiva que desenmascararía al agresor.

Al llegar a su despacho estaba exhausto. Pese a la orden del alcalde, Hugel no había comunicado al personal de su departamento que el alcalde ofrecía una recompensa a quien encontrara el cuerpo de Elizabeth Riverford. Pero no se le podía culpar por ello, se dijo Hugel a sí mismo. El propio alcalde le había ordenado que fuera directamente a la casa de los Acton en lugar de volver al depósito de cadáveres.

En el vestíbulo se encontró con el detective Littlemore, que le estaba esperando. Littlemore le informó de que uno de los muchachos del departamento, Gitlow, iba en un tren camino de Chicago, adonde llegaría al día siguiente por la noche. Con su acostumbrado espíritu alegre, Littlemore le contó también el extraño episodio del señor Banwell y la yegua de su carruaje. Hugel le escuchó atentamente, y luego exclamó:

—¡Banwell! Debió de ver a la joven Acton a la entrada del hotel. ¡Y eso es lo que lo asustó!

—A la señorita Acton no la calificaría yo de terrorífica, señor Hugel —dijo Littlemore.

—¡No sea necio! —le respondió el coroner—. Por supuesto que no. ¡Él pensaba que estaba muerta!

—¿Por qué iba él a pensar que estaba muerta?

—Piense un poco, detective.

—Si Banwell es nuestro hombre, señor Hugel, sabe que la chica está viva.

—¿Cómo?

—Usted está diciendo que Banwell es nuestro hombre, ¿no es eso? Pero el agresor de la señorita Acton, sea quien sea, sabe que está viva. Por lo tanto, si Banwell es nuestro hombre, no pensaba que estaba viva.

—¿Qué? Tonterías. Pudo creer que la había matado. O… o tenía miedo de que lo reconociese. En cualquiera de los dos casos, cuando la vio le entró el pánico.

—¿Por qué piensa que fue él?

—Littlemore, el señor Banwell mide más de un metro ochenta. Es de mediana edad. Es rico. Tenía el pelo oscuro, pero ahora está canoso. Es diestro. Estaba viviendo en el mismo edificio que la primera víctima, y le ha entrado el pánico al ver a la segunda.

—¿Cómo lo sabe?

—Por usted. Usted me ha contado que el cochero dice que su patrón estaba muy asustado. ¿Qué otra explicación puede haber?

—No, me refería a ¿cómo sabe que Banwell es diestro?

—Porque lo conocí ayer, detective. Y porque hago uso de mis ojos.

—Vaya, qué grande es usted, señor Hugel. ¿Qué soy yo, diestro o zurdo?

El detective se escondió las manos en la espalda.

—¡Déjese de tonterías, Littlemore!

—No sé, señor Hugel. Tendría que haberle visto después de que pasara todo. Estaba frío como un témpano: dando órdenes, haciendo que lo limpiaran todo…

—Bobadas. Un buen actor, además de asesino. Tenemos a nuestro hombre, detective.

—No es que lo tengamos exactamente.

—Tienen razón —dijo el coroner, pensativo—. Seguimos sin una prueba concluyente. Necesitamos algo más.