Eran casi las siete de la tarde del lunes cuando Freud, Ferenczi y yo volvimos al hotel. Brill se había ido a casa, cansado y feliz. Creo que Coney Island es el lugar preferido de Brill de toda Norteamérica. Una vez me dijo que cuando llegó a este país con quince años, solo y sin un centavo, solía pasarse días enteros en el paseo marítimo entarimado, y a veces noches enteras debajo de él. Sea como fuere, para mí no era nada obvio que lo primero que gustase Freud de Norteamérica hubiera de incluir forzosamente el espectáculo de la Incubadora de Bebés Prematuros Vivos o de la Alegre Trixie, la dama de trescientos kilos de peso, anunciada con la arrobada frase publicitaria: ¡SANTO CIELO! ¡QUÉ GORDA! ¡QUÉ INCREÍBLEMENTE GORDA!
Pero Freud parecía encantado, y lo comparó con el Prater de Viena, «sólo que a escala gigantesca», apostilló el Maestro. Brill incluso lo persuadió para que alquilara un traje de baño y se uniera a nosotros en la enorme piscina de agua salada del Steeplechase Park. Freud demostró ser un nadador más poderoso que Brill o Ferenczi, pero por la tarde tuvo un acceso de molestias prostáticas. Nos sentamos, por tanto, en un café del paseo entablado, y allí, en medio del estridente clamor de las montañas rusas y el martilleo más regular de las olas, tuvimos una conversación que jamás podré olvidar.
Brill había estado ridiculizando el tratamiento que prescriben los médicos norteamericanos a las mujeres histéricas: curas de masajes, curas de vibraciones, curas de agua…
—Mitad curanderismo y mitad industria sexual —dijo. Describió a continuación una enorme máquina vibradora recientemente adquirida (por cuatrocientos dólares) por un colega conocido suyo, nada menos que profesor en la Universidad de Columbia—. ¿Saben lo que estos médicos están haciendo realmente? Ninguno lo admite, pero están haciendo que sus pacientes femeninas lleguen al clímax.
—Parece sorprenderle —dijo Freud—. Avicena aplicaba el mismo tratamiento en Persia hace novecientos años.
—¿Y se hizo rico con ello? —preguntó Brill, con un timbre de resentimiento—. Miles de dólares al mes, algunos de ellos. Pero lo peor de todo es su hipocresía. Una vez le dije a este colega, que resulta que es mi superior en el trabajo, que si su tratamiento funcionaba no era sino una prueba de lo acertado del psicoanálisis, ya que establecía el nexo entre la sexualidad y la histeria. Tendrían que haberle visto la cara. Me respondió que no había nada de sexual en su tratamiento, nada en absoluto. Se limitaba a dejar que sus pacientes descargaran el exceso de estimulación nerviosa. Y si yo pensaba algo diferente, no era más que una prueba del efecto corruptor de las teorías de Freud. Tuve suerte de que encima no me despidiera.
Freud sonrió y no dijo nada. No tenía ninguna de las aristas amargas de Brill, ni su actitud defensiva. No se puede culpar a los ignorantes. Además de la inherente dificultad que entrañaba desvelar la verdad sobre la histeria, existían fuertes represiones, acumuladas durante milenios, que no podíamos esperar vencer en un día.
—Y es lo mismo con todas las dolencias —dijo Freud—. Sólo cuando entendemos su causa podemos decir que entendemos la enfermedad, y sólo entonces podemos tratarla. De momento ellos ignoran la causa, y por tanto siguen en la prehistoria, sangrando a sus pacientes y llamándolo medicina.
Fue entonces cuando la conversación tomó un rumbo memorable. Freud preguntó si nos gustaría oír uno de sus casos recientes, el de una paciente obsesionada con las ratas. Dijimos que sí, naturalmente.
Jamás había visto a un hombre hablar como lo hizo Freud. Nos contó el caso con tal soltura, erudición e inteligencia que nos tuvo embelesados más de tres horas seguidas. Brill, Ferenczi y yo de cuando en cuando le interrumpíamos, cuestionábamos sus deducciones con objeciones o preguntas. Freud nos respondía incluso antes de que hubiéramos terminado de exponer o formular por completo la objeción o la pregunta. En aquellas tres horas me sentí más vivo que en cualquier otro momento de mi vida. En medio de aquellos niños gritones y de aquellas gentes en busca de emociones de Coney Island, nosotros cuatro, sentía, estábamos rastreando el límite del conocimiento que el hombre tiene de sí mismo, abriendo sendas en un reino aún no hollado, creando horizontes nuevos que el mundo seguiría un día no lejano. Todo aquello que el hombre creía conocer de sí mismo —sus sueños, su conciencia, sus más secretos deseos— cambiaría para siempre.
De vuelta en el hotel, Freud y Ferenczi se prepararon para ir a cenar a casa de Brill. Por desgracia, yo tenía otro compromiso. Jung había quedado en ir con ellos, pero no lo encontrábamos por ninguna parte. Freud me pidió que llamara a su puerta, pero nadie contestó. Esperaron hasta las ocho, y se fueron sin él a casa de Brill. Yo me puse el traje de etiqueta a toda prisa, irritado. La perspectiva de un baile me habría irritado de todas formas, pero perderme una cena con Freud era exasperante hasta extremos inimaginables.
La sociedad neoyorquina de la Edad Dorada era en gran medida creación de dos mujeres riquísimas, la señora de William B. Astor y la señora de William K. Vanderbilt, y del titánico enfrentamiento entre ambas en la década de 1880.
La señora Astor, de soltera Schermerhorn, era de alta alcurnia. La señora Vanderbilt, de soltera Smith, en cambio, no se distinguía por su cuna. Los Astor podían remontarse en su linaje y su riqueza hasta la aristocracia holandesa del Nueva York del siglo XVIII. No hay que olvidar, sin embargo, que el término aristocracia se utiliza aquí en sentido un tanto lato, pues los comerciantes de pieles holandeses del Nuevo Mundo no habían sido exactamente príncipes en el Viejo. Quizá las damas y los caballeros europeos no habían leído a Tocqueville, pero la diferencia entre los Estados Unidos y Europa en la que todos coincidían era que los Estados Unidos, para su desdicha, carecía de aristocracia. Con todo, a finales del siglo XIX, los fabulosamente ricos Astor eran recibidos en la corte de Saint James y pronto se respondería a sus reivindicaciones aristocráticas con títulos nobiliarios ingleses, infinitamente superiores a los holandeses, de haber existido alguno en su árbol genealógico.
Por el contrario, los Vanderbilt no eran nadie. Cornelius «Comodoro» Vanderbilt era simplemente el hombre más rico de Norteamérica, el hombre más rico del mundo, sin duda. Poseer un millón de dólares le hacía ya a uno muy rico a mediados del siglo XIX. Cuando murió, en 1877, Cornelius Vanderbilt poseía una fortuna de cien millones de dólares, que su hijo doblaría en la década siguiente. Pero el «Comodoro» seguía siendo un vulgar magnate del ferrocarril y los barcos de vapor que debía su fortuna a la industria, y la señora Astor no se dignaba tratar con él ni con ninguno de sus parientes.
Concretamente, la señora Astor jamás ponía el pie en la casa de la joven señora de William K. Vanderbilt, esposa del nieto del Comodoro. Ni siquiera le dejaba su tarjeta. Con ello dejaba bien sentado que los Vanderbilt no iban a ser recibidos en las mejores casas de Manhattan. La señora Astor hizo saber que en todo Nueva York no había más que cuatrocientas personas —hombres y mujeres— dignas de entrar en el salón de baile de una mansión; daba la casualidad de que tal número era la cantidad de invitados que cabía en el salón de baile de la señora Astor. Y los Vanderbilt no estaban entre ellas.
La señora Vanderbilt no era vengativa, pero sí inteligente e indomable. No ahorraría ni un centavo para romper la prohibición de la señora Astor. Su primera medida, lograda no sin la decisiva ayuda de la generosidad de su marido, fue hacerse con una invitación al Baile del Patriarca, todo un evento en el calendario neoyorquino de las grandes celebraciones sociales, a la que asistían los más influyentes ciudadanos de Nueva York.
Su segundo paso fue conseguir que su marido construyese una nueva casa. Estaría situada en la esquina de la Quinta Avenida con la calle Cincuenta y dos, y sería una mansión como nadie habría visto jamás en Nueva York. Diseñada por Richard Morris Hunt —no sólo el arquitecto norteamericano más famoso de la época, sino un invitado asiduo y bienvenido de los Astor—, la mansión del número 660 de la Quinta Avenida terminó siendo un edificio de piedra caliza blanca y estilo château francés del valle del Loira. Al fondo de su vestíbulo de piedra, de veinte metros de largo y techo abovedado de doble altura, había una escalera de piedra de Caen maravillosamente labrada. Entre sus treinta y siete habitaciones había un altísimo comedor iluminado por grandes vitrales, y un gigantesco gimnasio que ocupaba el tercer y el cuarto piso para sus hijos, y un salón de baile capaz de dar cabida a ochocientos invitados. Por toda la casa había Rembrandts, Gainsboroughs, Reynolds, tapices Gobelin y muebles que un día pertenecieron a María Antonieta.
En las últimas fases de su construcción, el señor Vanderbilt anunció una fiesta de inauguración en la que llegado el día se gastaría doscientos cincuenta mil dólares. El uso más inteligente de su riqueza, con mucho, estribaba en asegurarse de antemano la asistencia de unos cuantos notables pero venales invitados no sujetos a las normas de la señora Astor, incluidas varias damas inglesas, algunos barones teutónicos, un pequeño grupo de condes italianos y un expresidente de los Estados Unidos. Dejando caer aquí y allá pistas sobre estos compromisos anticipados, y sobre pasatiempos suntuosos e inéditos que iban a amenizar la fiesta, la señora Vanderbilt envió un total de mil doscientas invitaciones. Su baile anunciado se convirtió en la comidilla de la ciudad.
Resultó que una de las personas ansiosas por asistir a la esperada fiesta era Carrie Astor, la hija favorita de la señora Astor, que durante todo el verano había estado formando con sus amigas una Pandilla de las Estrellas para el baile de la señora Vanderbilt. Pero de esas mil doscientas invitaciones ninguna había sido enviada a Carrie Astor. Todas las amigas de Carrie habían recibido la suya —y planeaban ya con entusiasmo los vestidos que lucirían con el sello de la Pandilla—; todas, salvo la llorosa Carrie. Para cualquiera que quisiera oído, la señora Vanderbilt expresaba su conmiseración por el trance en que se encontraba la pobre chica, pero ¿cómo podía invitar a Carrie, preguntaba la futura anfitriona a sus interlocutores, si jamás había sido presentada a su madre?
Y aconteció que una tarde de invierno de 1883 la señora de William Backhouse Astor montó en su carruaje y recorrió las calles e hizo que su lacayo de librea azul presentase su tarjeta grabada en el 660 de la Quinta Avenida. Ello dio a la señora Vanderbilt una oportunidad sin precedentes para desairar a la gran Caroline Astor, una oportunidad que habría sido irresistible para una mujer con menor visión de futuro que la señora Vanderbilt. Pero ésta respondió de inmediato enviando a la residencia de los Astor una invitación para el baile. Al final, pues, Carrie asistiría acompañada de su madre —que luciría un corpiño de brillantes valorado en doscientos mil dólares— y de los Cuatrocientos asiduos de la señora Astor.
A finales de siglo y comienzos del siguiente, la sociedad neoyorquina se había transformado de bastión de los Knickerbockers[6] en una amalgama tornadiza de poder, dinero y celebridad. Cualquiera que tuviera cien millones de dólares podía entrar a formar parte de ella. Caballeros de la alta sociedad se mezclaban con coristas. Damas de alta cuna dejaban a sus maridos. Ni la señora Vanderbilt era ya la señora Vanderbilt: había obtenido un sonado divorcio en 1895 para convertirse en la señora de Oliver H. P. Belmont. Incluso una hija de la señora Astor, Charlotte, madre de cuatro niños, se había fugado a Inglaterra con su amante. Tres hijos y un nieto del multimillonario Jay Gould se casaron con actrices. James Roosevelt Roosevelt se casó con una prostituta. Hasta alguien que había cometido un asesinato podía convertirse en todo un personaje, siempre que fuera de buena familia. Harry Thaw, heredero de una modesta fortuna minera de Pittsburgh, jamás se habría hecho famoso en Nueva York si no hubiera dado muerte al célebre arquitecto Stanford White en la azotea del Madison Square Garden en 1906. A pesar de que Thaw disparó en plena cara a White, estando éste sentado y a la vista de un centenar de comensales, el jurado lo absolvió —por motivos de locura— dos años más tarde. Ciertos observadores dijeron que ningún jurado norteamericano condenaría a un hombre por matar a un bribón que se había llevado a la cama a su mujer, aunque, para ser justos con White, su romance con la joven dama en cuestión había tenido lugar cuando ésta era una corista de dieciséis años y aún no se había convertido en la respetable señora de Harry Thaw. Otros opinaban que los miembros de aquel jurado se habían sentido especialmente reacios a declarar culpable al acusado, habida cuenta de la suma demasiado elevada que habían recibido del abogado de Thaw a fin de que se sintieran realmente libres para, en conciencia, rechazar su alegato final.
En verano, los ricos de Manhattan se retiraban a sus palacios de mármol de Newport y Saratoga, donde los yates, los caballos y las partidas de cartas eran sus principales ocupaciones. En aquellos días, las familias más ilustres aún podían demostrar por qué eran las primeras del país. El joven Harold Vanderbilt, que creció en el 660 de la Quinta Avenida, defendería con éxito tres veces la Copa de América contra los británicos. E inventó asimismo el bridge Contrato.
A medida que se acercaba septiembre de 1909, se acercaba también la nueva temporada social. Todo el mundo estaba de acuerdo en que la «cosecha» de debutantes de aquel año iba a ser una de las más ricas de los últimos tiempos. La señorita Josephine Crosby, señalaba el Times, era una joven muy guapa, dotada de una bella voz argentina. La curvilínea señorita Mildred Carter había regresado con su padre de Londres, donde había bailado con el rey. La heredera señorita Hyde figuraba también en la lista de las debutantes, al igual que la señorita Chapin y la señorita Rutherford, a quien se había visto recientemente como dama de honor de su prima, de soltera señorita White, en el enlace matrimonial de ésta con el conde Sheer-Thoss.
El evento inaugural de la temporada social fue un baile de caridad, ofrecido por la señora de Stuyvesant Fish la noche del lunes 30 de agosto, a fin de recaudar fondos para el nuevo Hospital Infantil Gratuito de la ciudad. Se había puesto de moda dar fiestas en los grandes hoteles de Nueva York. El baile de la señora Fish se celebró en el Waldorf-Astoria.
El gran hotel de la Quinta Avenida con la calle Treinta y cuatro se alzaba en el punto mismo en el que la señora Astor había vivido un cuarto de siglo atrás, cuando la derrotó la señora Vanderbilt. Comparada con la reluciente mansión de los Vanderbilt, el viejo y elegante caserón de ladrillo de los Astor se había vuelto repentinamente pequeño y anodino. La señora Astor, por tanto, lo hizo derribar sin ceremonia y se construyó un château francés que doblaba en tamaño al de la señora Vanderbilt —aunque no de estilo del Loira sino del más señorial del Segundo Imperio—, a treinta manzanas al norte, con un salón de baile capaz de albergar a mil doscientos invitados. En el terreno que la señora Astor había desocupado, su hijo erigió el hotel más grande del mundo y más lujoso de la ciudad de Nueva York.
Los invitados entraban en el Waldorf-Astoria a través de un ancho pasillo de cien metros de largo que daba a la calle Treinta y cuatro, conocido como Corredor del Pavo Real. Cuando se celebraba un baile de campanillas, porteros con medias azules recibían a los carruajes, y el Corredor del Pavo Real se hallaba flanqueado por centenares y centenares de mirones, gentes del pueblo que querían contemplar el desfile de los ricos y poderosos en su mayestático camino hacia el interior. El Jardín de Palmeras era el restaurante vasto y dorado y con cúpula del Waldorf, cuyas paredes de cristal aseguraban la visibilidad ininterrumpida con el mundo exterior, y cuyos espejos de grandes dimensiones aseguraban que las damas y caballeros del mundo interior pudieran ver más de sí mismos que lo que podían verles los seres del exterior. Para dar cabida a sus invitados, la señora de Stuyvesant Fish había alquilado no sólo el Jardín de Palmeras sino también el Salón Imperial, el espacio al aire libre del Salón del Mirto y la totalidad de la orquesta y compañía de la Metropolitan Opera.
Y fue este tipo de música el que recibió a Stratham Younger cuando entró en el Corredor del Pavo Real, con el brazo enlazado de su prima la señorita Belva Dula, media hora después de que sus invitados europeos hubieran partido del hotel para su cena con los Brill.
Mi madre era una Schermerhorn. Su hermana se casó con un Fish. Estos dos señoriales hechos genealógicos motivaban mi invitación a cuanto baile aristocrático se celebraba en Manhattan.
La circunstancia de vivir en Worcester, Massachusetts, me proporcionaba una excusa suficiente para librarme de la mayoría de estos festejos. Pero debía hacer una excepción con las fiestas que daba mi estrafalaria tía Mamie —la señora de Stuyvesant Fish—, quien, aunque no era realmente tía mía, había insistido en que la llamara así desde mi más tierna infancia, cuando solía pasar los veranos en su casa de Newport. Después de la muerte de mi padre, fue la tía Mamie la que cuidó de que a mi madre no le faltara de nada y no tuviera que dejar la casa de Back Bay, donde había vivido durante toda su vida de casada. Por consiguiente, yo nunca podía negarme cuando la tía Mamie me pedía que asistiera a una de sus fiestas de gala. Y, además de esta obligación, estaba también la prima Belva, a la que había accedido a acompañar en su entrada solemne por el Corredor del Pavo Real.
—¿Qué es eso que suena? —me preguntó Belva, refiriéndose a la música, mientras avanzábamos por el interminable pasillo entre los incontables mirones apostados a ambos lados.
—Es Aida, de Verdi —le respondí—. Y nosotros somos los animales que van marchando.
Señaló a una oronda mujer custodiada por su marido que iba no muchos metros por delante de nosotros.
—Oh, mira, Arthur Scott Burden y señora. Nunca había visto a la señora Burden con un turbante carmesí tan enorme. Quizá tengamos que pensar en elefantes.
—Belva…
—Y ahí están los Condé Nast. El sombrero estilo Directorio de Francia que lleva ella es bastante más apropiado, ¿no crees? Sus gardenias también las apruebo, pero me convencen mucho menos esas plumas de avestruz. Puede que incite a la gente a enterrar la cabeza en la arena cuando la ven pasar.
—Calla, Belva.
—¿Te das cuenta de que debe de haber unas mil personas mirándonos ahora mismo? —Belva disfrutaba a ojos vistas de tal atención—. Apuesto a que no tenéis nada de esto en Boston.
—Estamos tristemente a la zaga, en Boston —dije.
—La de la perfecta masa de joyas en el pelo es la baronesa Von Haefton, que me excluyó de la fiesta que el invierno pasado dio al marqués de Charette. Ésos son John Jacob Astor y su mujer… Dicen que a él se le ve por todas partes con Maddie Forge, que tiene apenas diecisiete años. Y he ahí a nuestros anfitriones, los Stuyvesant Fishes…
—Fish.
—¿Perdón?
—El plural de Stuyvesant Fish —le expliqué— es Stuyvesant Fish. Se dice «los Fish», no «los Fishes».
Insólito el pretender siquiera corregir a Belva en un punto de la etiqueta de Nueva York.
—Ni se me ocurriría creer eso —replicó ella—. Pero la señora Fish casi parece plural ella sola esta noche.
—Ni una palabra en contra de mi tía, Belva.
La prima Belva tenía más o menos mi edad, y la conocía desde la infancia. Pero la pobre criatura, desgarbada y escuálida, se había presentado en sociedad hacía ya casi diez años, y hasta la fecha no había picado nadie. A los veintisiete años estaba, me temo, bastante desesperada, y el mundo la catalogaba ya de solterona.
—Al menos —añadí—, la tía Mamie no ha traído al perro.
La tía Mamie había dado una vez un baile en Newport para su nuevo caniche francés, que, con un collar tachonado de brillantes, hizo su entrada brincando y haciendo cabriolas sobre una alfombra roja.
—Pero mira: sí se ha traído al perro —dijo Belva, complacida—. Y sigue con ese collar de brillantes.
Belva apuntaba con el dedo a Marion Fish, la hija menor de la tía Mamie, a cuya deslumbrante presentación en sociedad Belva no había sido invitada.
—Ya está, prima. Ya vuelves a ser libre.
Habíamos llegado al final del largo corredor, y me liberé de Belva, o más bien la tía Mamie me premió apartándome de ella y endosándome la compañía de la señorita Hyde, a la que, si exceptuábamos el hecho de que era tremendamente rica, adornaban muy pocas prendas. Bailé con varias debutantes más, incluida la señorita Eleanor Sears, alta y con cuerpo de bailarina de ballet, que fue muy amable conmigo, aunque me vi obligado a esquivar todo el tiempo su tocado en forma de sombrero mexicano. Y, por supuesto, también bailé una pieza con la pobre Belva.
Después del obligado cóctel de ostras, nos fue ofrecido —según rezaba la carta orlada en oro— un buffet russe, cordero de monte asado con puré de castañas y espárragos, sorbete de champán, tortuga de Maryland y pato rojo con ensalada de naranja. Ésta era tan sólo una de las dos cenas de las que disfrutaríamos a lo largo de la velada; la segunda nos sería servida después de medianoche. Y acto seguido de la segunda cena, a eso de la una y media, el cotillón, con los bailes formales: probablemente una danza de espejos, si conocía algo a la tía Mamie.
La verdad es que no me importaba asistir de cuando en cuando a alguna fiesta en Nueva York. Había dejado de hacer vida social en Boston, donde no podía escapar a los susurros y miradas de soslayo a causa de las circunstancias de la muerte de mi padre. La diferencia entre las sociedades de Boston y Nueva York era la siguiente: la meta, en Boston, era no hacer nada que no se hubiera hecho siempre; en Nueva York, por el contrario, era superar todo lo que hubiera podido hacerse alguna vez en el pasado. Pero el puro espectáculo de una fiesta neoyorquina —y se suponía que uno formaba parte de ese espectáculo— era algo a lo que mi sangre bostoniana jamás podría llegar a acostumbrarse por completo. Las debutantes, en particular, siendo como eran más opulentas que sus hermanas de Boston, y muchísimo más guapas, eran, para mi gusto, demasiado vistosas y chispeantes. Llevaban toda una miríada de perlas y brillantes —en los corpiños, en el cuello, bailándoles en las orejas, pegadas a los hombros, embutidas en el pelo, y aunque sabía que aquellas joyas eran sin duda genuinas, no podía sustraerme a las sensación de que no estaba viendo sino bisutería.
—Muy bien, Stratham —exclamó la tía Mamie—. Oh, ¿por qué tendrás que ser primo de mi Marion? Te habría casado con ella ya hace años. Ahora escúchame. La señorita Crosby está preguntando a todo el mundo quién eres. Cumple dieciséis este año, y es la segunda jovencita más bonita de Nueva York. Y tú sigues siendo el hombre más guapo…, quiero decir el hombre soltero más guapo. Tienes que bailar con ella.
—Ya he bailado con ella —le respondí—. Y tengo para mí que pretende casarse con el señor De Menocal.
—Pero yo no quiero que se case con De Menocal —dijo la tía Mamie—. Quiero que el señor De Menocal se case con Elsie, la nieta de Franz y Ellie Sigel. Pero se ha escapado a Washington. Tenía entendido que la gente se escapaba de Washington. ¿En qué estaría pensando esa chiquilla? Para eso también podría haberse fugado al Congo. ¿Le has dicho hola ya a Stuyvie?
Stuyvie era, por supuesto, su marido Stuyvesant. Como aún no había tenido ocasión de saludar al tío Fish, la tía Mamie me precedió por el salón en dirección a él. Stuyvesant estaba charlando en petit comité con dos hombres. Junto al tío Fish reconocí a Louis J. de G. Milhau, a quien había conocido de estudiante en Harvard. El otro hombre, de unos cuarenta y cinco años, me resultaba familiar, pero no acertaba a identificarle. Tenía el pelo oscuro muy corto, ojos inteligentes y cierto aire de autoridad. Y no llevaba barba. La tía Mamie resolvió mi problema cuando añadió para su coleto:
—El alcalde. Voy a presentártelo.
El alcalde McClellan, comprobamos, estaba a punto de marcharse. La tía Mamie lanzó un gritito de protesta, objetando que se perdería a Caruso. Ella detestaba la ópera, pero sabía que el resto del mundo la consideraba la cima del gusto artístico. McClellan se disculpó, agradeciéndole cordialmente su contribución caritativa a favor de la ciudad de Nueva York, y juró que jamás se iría de una fiesta como aquélla si no fuera por un asunto de la mayor gravedad que requería de inmediato su atención. La tía Mamie protestó aún más enérgicamente, esta vez por el empleo de la expresión «asunto de la mayor gravedad» en su presencia. No quería oír ni una palabra acerca de ningún asunto grave, explicó, y se alejó de nosotros envuelta en una nube de chiffon.
Para mi sorpresa, Milhau le dijo entonces al alcalde:
—Younger es médico. ¿Por qué no le habla del asunto?
—Dios —exclamó el tío Fish—. Es cierto. Un médico de Harvard. Younger conocerá al hombre idóneo para esta labor. Cuénteselo, McClellan.
El alcalde me estudió, y tomó una especie de decisión interna, pero antes me preguntó:
—¿Conoce a Acton, Younger?
—¿A Lord Acton?
—No, a Harcourt Acton, de Gramercy Park. Se trata de su hija.
La señorita Acton al parecer había sido víctima de una agresión brutal aquella misma noche, unas horas antes, en la casa familiar, mientras sus padres estaban ausentes, fuera de la ciudad. No se había detenido al criminal; nadie había llegado siquiera a verle. El alcalde McClellan, que conocía a la familia, estaba ansioso por que la señorita Acton le proporcionara una descripción del agresor, pero la joven no podía hablar ni recordar lo que le había sucedido. El alcalde se disponía a volver a la jefatura de policía en aquel mismo momento; la joven seguía allí, atendida por el médico de la familia, que se había confesado perplejo ante su estado. No podía encontrar daños físicos capaces de producir tales síntomas.
—La chica es histérica —dije—. Está padeciendo criptoamnesia.
—¿Criptoamnesia? —repitió Milhau.
—Pérdida de memoria causada por la represión de un episodio traumático. El término fue acuñado por el doctor Freud, de Viena. La dolencia es esencialmente histérica, y puede darse también con afonía: pérdida del habla.
—Dios… —dijo otra vez el tío Fish—. ¿Pérdida del habla, has dicho? ¡Eso es!
—El doctor Freud —continué— tiene un libro sobre la disfunción del habla. —La monografía de Freud sobre las afasias se leyó en Norteamérica mucho antes de que fueran conocidos sus escritos de psicología—. Probablemente sea la máxima autoridad del mundo en este campo, y ha mostrado de forma específica la vinculación de las afasias con el trauma histérico, con el sexual, sobre todo.
—Lástima que su doctor Freud esté en Viena —dijo el alcalde.