Como primer lugar que visitaría Freud en los Estados Unidos Brill fue a elegir, precisamente, Coney Island. Fuimos a pie a la estación Grand Central, a apenas una manzana del hotel. El cielo estaba despejado, y el sol caldeaba ya las calles atascadas por el tráfico de los lunes por la mañana. Los automóviles aceleraban con impaciencia para orillar a los furgones de reparto tirados por caballos. Era imposible conversar en medio de aquella algarabía. Enfrente del hotel, en la calle Cuarenta y dos, habían levantado un andamio gigantesco para la construcción de un nuevo edificio, y los martillos neumáticos expandían un ruido ensordecedor en torno.
De pronto, dentro de la terminal, se hizo un silencio. Freud y Ferenczi se detuvieron, estupefactos. Estábamos en un fabuloso túnel de cristal y acero de doscientos metros de longitud por treinta de altura, con gigantescas arañas de gasóleo a todo lo largo del techo curvado. Era una hazaña de la ingeniería que superaba con mucho la de la torre parisiense del señor Eiffel. El único que no parecía impresionado era Jung. Me pregunté si estaría bien; parecía un poco pálido y distraído. Freud estaba anonadado, lo mismo que me había quedado yo al enterarme de que iban a echar la estación entera abajo, pero había sido construida para las viejas locomotoras de vapor, y la época del vapor pertenecía ya al pasado.
Cuando bajábamos por las escaleras hacia los andenes de los trenes de cercanías, el ánimo de Freud se volvió sombrío.
—Está aterrorizado de la red de trenes subterráneos de ustedes —me susurró al oído Ferenczi—. Una pizca de neurosis sin analizar. Me lo dijo anoche.
El humor de Freud, probablemente, no mejoró mucho cuando nuestro tren se detuvo con violencia en medio de un túnel entre dos estaciones, y las luces parpadearon y se apagaron, sumiéndonos en una oscuridad de boca de lobo.
—Edificios en el cielo, trenes bajo tierra —dijo Freud, en tono irritado—. Ustedes los norteamericanos actúan como Virgilio: si no pueden hacer que los cielos bajen a la tierra, subirán el infierno hasta la superficie.
—¿No es lo que dice el epígrafe de su libro?[5] —le preguntó Ferenczi.
—Sí, pero no tendría que ser también mi epitafio —le respondió Freud.
—¡Caballeros! —exclamó Brill sin previo aviso—. Aún no han oído ustedes el análisis de la mano paralizada de nuestro Younger aquí presente.
—¿Una historia clínica? —dijo Ferenczi con entusiasmo—. Tenemos que oírla. Sin falta.
—No, no —dije yo—. Era incompleta.
—Tonterías —me reconvino Brill—. Es uno de los psicoanálisis más perfectos que he oído en la vida. Confirma cada punto de la teoría psicoanalítica.
Al no ver ninguna salida, me avine a contar mi pequeño éxito mientras esperábamos en la opresiva negrura a que el tren volviera a la vida.
Me licencié en Harvard en 1908, no sólo en medicina sino también en psicología. Mis profesores, impresionados por mi laboriosidad, hablaron de mí a G. Stanley Hall, el primer hombre que recibía la licenciatura de psicología en Harvard, fundador de la Asociación Norteamericana de Psicología y hoy presidente de la Universidad de Clark, en Worcester. Cuando me ofreció un puesto de profesor adjunto de psicología, con la posibilidad de comenzar a ejercer mi disciplina —y salir de Boston—, acepté enseguida.
Un mes después tuve mi primer paciente psicoanalítico, a quien llamaré aquí Priscilla. Tenía dieciséis años, y la llevó a mi consulta su angustiada madre. Hall era el responsable de la decisión de la familia de confiarla a mi cuidado. No puedo decir más sin riesgo de revelar la identidad de la chica.
Priscilla era baja y corpulenta, pero tenía una cara muy agradable y un carácter resignado. Llevaba un año padeciendo accesos de aguda falta de aliento, dolores de cabeza ocasionales e incapacitantes y parálisis total de la mano izquierda, lo cual le resultaba embarazoso y frustrante. La histeria explicaría perfectamente la parálisis, que afectaba a la totalidad de la mano, incluida la muñeca. Como Freud había señalado, las parálisis de este tipo no se ajustan a ninguna genuina disfunción de inervación, y por tanto no pueden deberse a ninguna anomalía fisiológica real. Por ejemplo, un daño neurológico real puede inmovilizar por completo ciertos dedos, pero no la muñeca. O puede hacer que se pierda la capacidad de emplear el pulgar, pero sin afectar lo más mínimo a los otros dedos. Pero cuando una parálisis se apodera de toda una parte del cuerpo, de todas las reticulaciones neurales diferenciadas, no es la fisiología sino la psicología la que debe consultarse, ya que este tipo de accesos se corresponden únicamente con una idea, con una imagen mental; en el caso de Priscilla, la imagen de su mano izquierda.
El médico de la chica, como es lógico, no había encontrado ninguna base orgánica para lo que ésta decía que le pasaba. Ni el quirólogo, llegado expresamente de Nueva York. Su prescripción había sido el descanso y el completo abandono de todo empeño que implicara actividad, lo cual, sin el menor género de dudas, había exacerbado su trastorno. Su familia incluso había pedido ayuda a un osteópata, que como es lógico no había conseguido ningún resultado.
Después de descartar todas las posibles afecciones neurológicas y ortopédicas —parálisis, enfermedad de Kienböck, etcétera—, decidí acudir al psicoanálisis. Al principio no hice ningún progreso. La razón: la presencia de la madre. Ninguna indirecta fue capaz de convencer a aquella señora de que dejara a médico y paciente en la intimidad que requiere el psicoanálisis. Tras la tercera visita, informé a la madre de que no iba a poder ayudar a Priscilla, ni, por otra parte, la aceptaría en el futuro como paciente, si ella —su madre— no se ausentaba de mi despacho. Al principio, ni siquiera así logré que Priscilla hablara. Siguiendo los avances terapéuticos más recientes del profesor Freud, la hacía tenderse con los ojos cerrados. Le indiqué que pensara en la mano paralizada y dijera lo primero que se le viniera a la cabeza en asociación con ese síntoma, para dar salida a cualquier pensamiento que le pasara por la cabeza, con independencia de su naturaleza, aunque le pareciera que no venía al caso, y por inapropiado o incluso descortés que fuera. Priscilla, invariablemente, respondía tan sólo con la repetición de la descripción más superficial de la aparición de su dolencia.
El día crucial, según su relato siempre idéntico, había sido el 10 de agosto de 1907. Recordaba la fecha exacta porque fue el día después del entierro de su adorada hermana mayor, Mary, que vivía en Boston con su marido, Bradley. Aquel verano Mary había muerto de gripe y había dejado a Bradley con dos hijos muy pequeños a quienes cuidar. El día del entierro, Priscilla recibió el encargo de su madre de escribir las cartas de agradecimiento a los numerosos amigos y parientes que habían expresado sus condolencias. Aquella noche empezó a sentir fuertes dolores en la mano izquierda, la mano con la que escribía. No vio nada extraño en ello, porque había escrito montones de cartas y porque llevaba varios años sintiendo dolores ocasionales en esa mano. Aquella noche, sin embargo, despertó sintiendo que no podía respirar. Cuando la disnea pasó, trató de volver a dormir, pero no pudo. A la mañana siguiente sintió el primero de los dolores de cabeza que habrían de atormentarla durante todo el año siguiente. Y, peor aún, vio que tenía totalmente paralizada la mano izquierda. Y así había seguido desde entonces, pendiéndole de la muñeca como un apéndice inerte.
Me contó este y otros hechos similares una y otra vez. Terminado su relato, se hacía un largo silencio. Poco importaba lo mucho que le insistiera en que tenía que haber algo más que querría contarme, que era imposible que no hubiera nada más en su cabeza: ella siempre respondía que no se le ocurría nada más que decirme.
Tentado estuve de hipnotizarla. Era a todas luces una criatura sugestionable. Pero Freud había rechazado inequívocamente la hipnosis. Antes, en el período temprano, cuando aún trabajaba con Breuer, había sido una técnica muy valorada y utilizada, pero Freud había descubierto que la hipnosis ni era duradera en sus efectos ni generaba una memoria fiable. Decidí, sin embargo, que podía intentar sin riesgo la técnica que Freud había empleado después de abandonar la hipnosis. Y ello me puso al fin en el buen camino.
Le dije a Priscilla que iba a ponerle la mano en la frente. Le aseguré que había unos recuerdos que pugnaban por salir de su interior, unos recuerdos de vital importancia en todo lo que me había contado hasta entonces, y sin los cuales no sería posible entender nada. Añadí que ella conocía muy bien estos recuerdos, por mucho que no supiera que los conocía. Y que aflorarían en el momento mismo en que yo le pusiera la mano en la frente.
Hice lo que le había dicho que iba a hacer con cierta inquietud, porque había puesto mi autoridad en entredicho. Si nada se obtenía de aquello, me encontraría en peor posición que antes de intentarlo. Pero lo cierto es que los recuerdos afloraron, tal como había sugerido Freud en sus escritos, en el momento mismo en que Priscilla sintió la presión de mi mano en su frente.
—Oh, doctor Younger —exclamó al punto—. ¡Lo he visto!
—¿Qué?
—La mano de Mary.
—¿La mano de Mary?
—En el ataúd. Fue horrible. Nos hicieron mirar su cadáver.
—Continúa —dije.
Priscilla no dijo nada.
—¿Había algo raro en la mano de Mary? —le pregunté.
—Oh, no, doctor. Estaba perfecta. Siempre tuvo unas manos perfectas. Sabía tocar el piano maravillosamente; no como yo. —Priscilla batallaba contra una emoción que no supe descifrar. El color de sus mejillas y su frente me alarmó. Estaban de una tonalidad casi escarlata—. Seguía estando tan bella como siempre. Hasta el ataúd era precioso, todo de terciopelo y madera blanca. Parecía la Bella Durmiente. Pero yo sabía que no estaba dormida.
—¿Y qué le pasaba a la mano de Mary?
—¿A su mano?
—Sí, a su mano, Priscilla.
—Por favor, no me haga decirlo —dijo ella—. Me da demasiada vergüenza.
—No tienes que avergonzarte de nada. No somos responsables de nuestros sentimientos; y por tanto ningún sentimiento ha de causamos vergüenza.
—¿De verdad, doctor Younger?
—De verdad.
—Pero estuvo tan mal por mi parte…
—¿Era la mano izquierda de Mary, no es eso? —aventuré.
Ella asintió con la cabeza como si confesara un crimen.
—Cuéntame lo de su mano izquierda, Priscilla.
—El anillo —susurró, con la más tenue de las voces.
—Sí —dije—. El anillo.
Ese sí era una mentira. Esperaba que hiciera pensar a Priscilla que yo ya lo sabía todo, cuando en realidad no entendí nada de nada. Este engaño era el único aspecto de mi actuación que yo lamentaba. Pero, de una u otra forma, me había visto perpetrando tal falacia en todos y cada uno de los psicoanálisis que había llevado a cabo en mi vida.
Priscilla siguió hablando:
—Era el anillo de oro que le había regalado Brad. y pensé: «Qué despilfarro. Qué despilfarro enterrarlo con ella».
—No hay por qué avergonzarse de eso. El sentido práctico es una virtud, no un vicio —le aseguré, con mi habitual agudeza.
—No lo entiende —dijo ella—. Lo quería para mí.
—Sí.
—Lo quería llevar yo, doctor —dijo casi gritando—. Quería que Brad se casara conmigo. ¿No habría cuidado maravillosamente de aquellos pobres niñitos? ¿No podría haberle hecho feliz? —Se ocultó la cabeza entre las manos y se echó a llorar—. Estaba contenta de que Mary hubiera muerto, doctor Younger. Contenta. Porque ahora él era libre para tenerme a mí.
—Priscilla —dije—. No puedo verte la cara.
—Perdone.
—Quiero decir que no puedo verte la cara porque te la estás tapando con la mano izquierda.
Lanzó un gritito ahogado. Era verdad: estaba utilizando la mano izquierda para secarse las lágrimas. El síntoma histérico había desaparecido en el momento mismo en que había recuperado la memoria cuya represión lo causaba. Ha pasado ya un año, y la parálisis no ha vuelto, ni la disnea, ni los dolores de cabeza.
La reconstrucción de la historia era de una sencillez palmaria. Priscilla había estado enamorada de Bradley desde que éste había empezado a cortejar a su hermana. Priscilla tenía entonces trece años. No escandalizará a nadie, espero, que afirme que el amor de una chiquilla de trece años puede incluir el deseo sexual, aun en el caso de que tal deseo no sea cabalmente consciente. Priscilla jamás había reconocido esos deseos, o su resultado: los celos que sentía de su hermana, que irremediablemente llevaban a la mente de la chiquilla al pavoroso y oportunista pensamiento de que, si Mary moría, el camino quedaría expedito para ella. Priscilla reprimía todos estos sentimientos, e incluso los escondía de su propia conciencia. Y tal represión era sin duda la fuente original de los dolores ocasionales que sentía en la mano izquierda, que probablemente comenzaron el día mismo de la boda, cuando Priscilla vio por primera vez el anillo de oro en la mano de su hermana. Dos años después, la visión del anillo en la mano de Mary en el ataúd despertó esos sentimientos, hasta entonces soterrados, que a punto estuvieron de aflorar —quizá, por un instante, llegaron a aflorar— a la conciencia de Priscilla. Pero ahora, además de estos sentimientos prohibidos de deseo y celos, existía también la absolutamente inaceptable satisfacción que sintió por la temprana muerte de su hermana. El resultado fue una nueva exigencia de represión, infinitamente más fuerte que la primera.
El papel que jugaron las cartas de agradecimiento a amigos y familiares por sus condolencias es más complejo. Uno puede imaginar lo que Priscilla debió de sufrir ante la visión de su mano izquierda desnuda, desprovista de anillo de boda, visión una y mil veces asociada al hecho de estar expresando dolor por el fallecimiento de su hermana. Muy probablemente fue una contradicción que Priscilla no pudo soportar. Al mismo tiempo, la laboriosa escritura pudo quizá proporcionar un apuntalamiento fisiológico para lo que siguió. En cualquier caso, la mano izquierda se le antojaba ofensiva, pues le recordaba a un tiempo el hecho de no estar casada y sus inaceptables deseos.
Tres objetivos, pues, se hicieron primordiales. El primero: no debía disponer de tal mano; debía librarse de una mano que no llevaba anillo nupcial en el lugar donde deben ir los anillos nupciales. El segundo: tenía que castigarse por su deseo de reemplazar a su hermana y ser la esposa de Bradley. El tercero: debía hacer que la consumación de ese deseo resultara imposible. Cada uno de estos tres objetivos se cumplió a través de sus síntomas histéricos; la economía con que la mente inconsciente lleva a cabo esta tarea es admirable. Simbólicamente hablando, Priscilla se libró de la mano ofensiva, y a un tiempo daba cumplimiento a su deseo y se castigaba por sentirlo. Al convertirse en una inválida, se aseguraba también de que ya no podría hacerse cargo del cuidado de los niños de Bradley, ni, por otra parte, como lo expresó ella misma con delicadeza, «hacerle feliz».
El tratamiento de Priscilla, de principio a fin, no llevó más de dos semanas. Después de asegurarle que sus deseos eran absolutamente naturales y que escapaban a su control, no sólo dejó de tener aquellos síntomas sino que se convirtió en un chica razonablemente radiante. La nueva corrió por Worcester como si el Salvador hubiera devuelto la vista a uno de los ciegos de Isaías. La historia que la gente contaba era la siguiente: Priscilla había enfermado de amor, y yo la había curado. Mi imposición de una mano en su frente era algo investido de toda suerte de poderes cuasi místicos. Ello hizo que mi reputación y el éxito de mi consulta subieran como la espuma, pero también tuvo unas cuantas consecuencias menos benignas. Apareció en mi consultorio toda una marea humana de treinta o cuarenta aspirantes a pacientes psicoanalíticos, todos ellos con quejas de síntomas inquietantemente similares a los de Priscilla, y todos ellos a la espera de un diagnóstico de «amor no correspondido» y una cura por imposición de una de mis manos.
Cuando terminé mi relato, el tren entraba en la estación de City Hall. Tuvimos que cambiarnos para tomar otro ramal en Park Row, donde un tren elevado nos llevaría hasta Coney Island. Ninguno de nosotros comentó nada sobre el caso de Priscilla, y empecé a pensar que había hecho el ridículo. Me salvó Brill. Le dijo a Freud que yo merecía saber lo que el Maestro pensaba de mi análisis.
Freud se volvió hacia mí con, apenas me atrevía a creerlo, un centelleo en los ojos. Dijo que, aparte de unos cuantos detalles menores, mi análisis era inmejorable. Lo calificó de brillante, y me pidió permiso para citarlo en ulteriores trabajos suyos. Brill me dio unas palmaditas en la espalda; Ferenczi, sonriendo, me estrechó la mano. Y éste no fue el momento más gratificante de mi vida profesional: fue el momento más gratificante de toda mi vida.
Nunca había reparado en lo espléndida que era la estación de City Hall, con sus arañas de cristal y sus murales con incrustaciones y sus arcos abovedados. Todos lo comentamos, con excepción de Jung, que de pronto anunció que no venía con nosotros. Jung no había hecho comentarios sobre mi historia clínica ni durante ni después de mi relato. Y ahora nos decía que necesitaba irse a la cama.
—¿A la cama? —le preguntó Brill—. Anoche se fue a la cama a las nueve…
Mientras el resto de nosotros se había retirado bien pasada la medianoche, después de cenar juntos en el hotel, Jung se había encerrado en su habitación nada más llegar y no había bajado a cenar con nosotros. Freud le preguntó a Jung si se encontraba bien. Jung le respondió que era su cabeza otra vez, y Freud me pidió que lo acompañara al hotel. Pero Jung no aceptó que lo ayudáramos, e insistió en que podía desandar fácilmente nuestros pasos. Así pues, Jung tomó el tren en dirección norte, mientras nosotros seguíamos viaje sin él.
Cuando el detective Jimmy Littlemore volvió al Balmoral el lunes por la tarde, acababa de entrar uno de los porteros, Clifford, que había trabajado el día anterior en el turno de noche. Littlemore le preguntó si conocía a la difunta señorita Riverford.
Al parecer Clifford no había recibido la orden de mantener cerrado el pico.
—Sí, claro. La recuerdo muy bien —dijo—. Guapísima.
—¿Habló con ella? —le preguntó Littlemore.
—No hablaba mucho. Conmigo, al menos…
—¿Se acuerda de alguna cosa en particular sobre ella?
—Le abría la puerta algunas mañanas —dijo Clifford.
—¿Hay algo de especial en eso?
—Termino el turno a las seis de la mañana. Las únicas chicas que uno ve a esas horas son chicas trabajadoras, y la señorita Riverford no tenía el menor aspecto de chica trabajadora, si sabe a lo que me refiero. Así que esos días salía a…, no sé, quizá a las cinco o cinco y media…
—¿Adónde iba? —preguntó Littlemore.
—No tengo ni idea.
—¿Y qué me dice de anoche? ¿Notó algo o vio a alguien fuera de lo normal?
—¿A qué se refiere con fuera de lo normal? —preguntó Clifford.
—Algo diferente, alguien a quien no hubiera visto nunca.
—Hubo un tipo… —dijo Clifford—. Se fue a eso de la medianoche. Con una prisa tremenda. ¿Viste a aquel tipo, Mac? No tenía una pinta muy normal, si le interesa lo que yo pienso.
El portero volvió a mirarme cuando Mac negó con la cabeza.
—¿Un pitillo? —dijo Littlemore dirigiéndole un gesto a Clifford, que aceptó y se guardó el cigarrillo, pues no les estaba permitido fumar en el trabajo—. ¿Por qué no tenía una pinta normal?
—No sé, porque no. De extranjero, quizá.
Clifford no fue capaz de articular su recelo de un modo más específico, pero afirmó rotundamente que el hombre en cuestión no vivía en el edificio. Littlemore tomó nota de su descripción: alto, delgado, de frente alta y pelo negro, bien vestido, de treinta cinco años o quizá algo más, con gafas y un maletín negro… El hombre subió a un coche de alquiler en la acera del Balmoral, y se dirigió hacia el centro. Littlemore siguió interrogando a los porteros durante otros diez minutos —ninguno recordaba al hombre de pelo negro entrando en el edificio, pero podía haber subido con un residente sin que nadie lo hubiera advertido—, y luego les preguntó dónde podía encontrar a las doncellas del Balmoral. Los porteros señalaron unas escaleras que descendían.
En el sótano, Littlemore se encontró en una estancia muy caldeada de techo bajo, llena tuberías vistas en las paredes. Había un grupo de doncellas doblando ropa de cama. Todas ellas conocían a la doncella de la señorita Riverford: Betty Longobardi. Pero le confiaron, en susurros, que no la encontraría en el edificio. Se había ido. Betty se había marchado del Balmoral muy temprano, sin despedirse de nadie. Y no sabían por qué. Betty era una persona de mucho carácter, pero también un cielo de chica. No aguantaba ninguna impertinencia, ni siquiera al director de noche. Puede que hubiera tenido otra trifulca con él la noche pasada. Una de las doncellas sabía dónde vivía Betty. Con tal información asegurada, Littlemore se volvió para irse. Y fue entonces cuando vio al chino.
Con una camiseta blanca y unos pantalones cortos oscuros, el hombre había aparecido en el sótano con una cesta de mimbre rebosante de sábanas recién lavadas. Depositó el contenido en la mesa donde descansaba el resto de la ropa blanca, y se iba ya cuando algo llamó la atención de Littlemore. El detective se quedó mirándole las gruesas pantorrillas y las sandalias. No es que fueran particularmente interesantes; ni tampoco sus andares, que se limitaban a deslizar un pie detrás del otro. El resultado, sin embargo, era fascinante. El hombre iba dejando en el suelo, a su espalda, dos estelas mojadas, y tales estelas aparecían salpicadas por una oscura y brillante arcilla roja.
—¡Eh…, usted! —gritó el detective.
El hombre se quedó inmóvil, con los hombros encorvados y dando la espalda al detective. Pero al instante siguiente echó a correr y desapareció tras una esquina con el cesto a cuestas. El detective salió tras él, dobló la esquina justo a tiempo para ver cómo el hombre empujaba unas puertas batientes al fondo del largo pasillo. Littlemore corrió por el pasillo, pasó las puertas batientes y se encontró en la lavandería estridente y cavernosa del Balmoral, donde los empleados trabajaban en tablas de lavar y de planchar, planchas de vapor y lavadoras de mano. Había negros y blancos, italianos e irlandeses, rostros de todo tipo, pero no chinos. Una cesta de mimbre vacía yacía de lado junto a una tabla de planchar, y se balanceaba suavemente como si acabaran de dejarla. El suelo estaba todo mojado, lo cual impedía ver cualquier posible rastro de pisadas. Littlemore levantó la punta del sombrero y sacudió la cabeza.
Gramercy Park, al pie de Lexington Avenue, era el único parque privado de Manhattan. Sólo los propietarios de las casas de enfrente de la delicada verja de hierro forjado tenían derecho a entrar en él. Cada casa disponía de una llave de la puerta del parque, que daba acceso a un pequeño paraíso de flores y verdor.
Para la chica que salía de una de aquellas casas a primera hora del atardecer del lunes 30 de agosto, aquella llave siempre había sido un objeto mágico, dorado y negro, delicado pero irrompible. Cuando era niña, la vieja señora Biggs, su sirvienta, solía dejarle llevar la llave en su diminuto bolso blanco mientras cruzaban la calle hacia la verja. Era demasiado pequeña para hacerla girar en la cerradura, pero la señora Biggs guiaba su mano y la ayudaba a hacerlo. Cuando la puerta cedía, era como si el mundo mismo se estuviera abriendo ante ella.
El parque se había ido haciendo más y más pequeño a medida que ella crecía. Ahora ella, con diecisiete años, podía hacer girar la llave sin ayuda alguna, por supuesto, y aquel día, a la caída de la tarde, lo hizo para entrar e ir andando despacio hasta su banco, aquel donde siempre se sentaba. Llevaba un montón de libros de texto y su ejemplar personal de La casa de la alegría. Seguía amando su banco, aun cuando el parque había llegado a ser de algún modo, al hacerse ella mayor, más un apéndice de la casa de sus padres que un lugar para refugiarse de ella. Su madre y su padre estaban fuera. Se habían retirado al campo hacía cinco semanas, y la habían dejado al cuidado de la señora Biggs y de su marido. Y a ella le había encantado que la dejaran sola.
El día era ya opresivamente caluroso, pero el banco estaba a la sombra fresca de un castaño y de un sauce. Los libros descansaban en el banco, sin abrir, a su lado. Dos días después sería septiembre, un mes que llevaba anhelando lo que se le antojaba ya una eternidad. El siguiente fin de semana cumpliría dieciocho años. Y tres semanas después se matricularía en el Barnard College. Era una de esas chicas que, pese a su ferviente deseo de vivir una vida diferente, había ido difiriendo el hecho de hacerse mujer todo lo posible: cuando tenía trece, catorce y quince años aún se aferraba a sus muñecos de peluche mientras sus compañeras de colegio hablaban ya de medias, barras de labios e invitaciones sociales. A los dieciséis años, los muñecos de peluche habían sido al fin relegados a los estantes más altos de un armario. A los diecisiete, era ágil, de ojos azules y sobrecogedoramente hermosa. Llevaba el pelo rubio y largo recogido detrás con una cinta.
Cuando las campanas de la iglesia de Calvary dieron las seis, vio cómo el señor y la señora Biggs bajaban apresuradamente la escalera principal de la casa: les quedaba poco tiempo para hacer las compras antes de que cerraran las tiendas. Hicieron una seña con la mano a la chica, que les devolvió el saludo. Minutos después, secándose las lágrimas, echó a andar despacio hacia la casa, apretándose los libros de texto contra el pecho, mirando la hierba y los tréboles y el vuelo de las abejas. Si se hubiera vuelto hacia la izquierda habría visto, al fondo del parque, a un hombre que la miraba desde el otro lado de la verja de hierro forjado.
Hacía tiempo que este hombre venía observándola. Llevaba un maletín negro en la mano derecha y vestía de negro, con demasiada ropa, de hecho, para el calor que hacía. No quitaba los ojos de la chica ni un momento mientras ésta cruzaba la calle y subía las escaleras hacia la puerta de su casa, una bonita casona de piedra caliza con dos pequeños leones de piedra que montaban una vana guardia a ambos lados de la entrada. Vio cómo la chica abría la puerta sin necesidad de utilizar la llave.
El hombre había visto asimismo cómo los viejos sirvientes salían de la casa. Miró a derecha e izquierda, y por encima del hombro, y echó a andar hacia la casa. Rápidamente se acercó a ella, subió las escaleras, tanteó el pomo de la puerta y comprobó que no la habían cerrado con llave.
Media hora después, el silencio de la noche de verano de Gramercy Park se vio rasgado por un grito, el grito de una jovencita. Surcó el aire de un extremo al otro de la calle, y quedó suspendido en él mucho más tiempo del que hubieran autorizado a imaginar las leyes de la física. Poco después, el hombre salió atropelladamente por la puerta de atrás de la casa de la chica. Un pequeño objeto no más grande que una moneda salió despedido de sus manos al dar él un traspié en los escalones. El objeto golpeó en la losa de pizarra y se alzó al aire en un rebote increíblemente alto. El hombre a punto estuvo de caer al suelo, pero recuperó el equilibrio, pasó como un rayo por delante del cobertizo del jardín y salió al callejón trasero.
El señor y la señora Biggs oyeron el grito. Volvían de la compra, cargados de bolsas de comestibles y de flores. Horrorizados, entraron a trompicones en la casa y subieron las escaleras tan raudamente como se lo permitieron las piernas. En el segundo piso, la puerta del dormitorio principal estaba abierta, cuando no debería estarlo. Y la encontraron dentro. A la señora Biggs se le cayeron las bolsas de las manos. Medio kilo de harina se esparció por el suelo en torno a sus viejos zapatos negros, levantando una pequeña polvareda blanca, y una cebolla amarilla rodó hasta los pies desnudos de la chica.
Estaba en medio del dormitorio de sus padres, vestida tan sólo con una combinación y otras prendas de ropa interior que no debían contemplar los ojos de la servidumbre. Tenía las piernas desnudas. Y los largos y delgados brazos alzados por encima de la cabeza, con las muñecas atadas por una gruesa cuerda, que a su vez se hallaba sujeta al gancho del que pendía una pequeña araña; los dedos de la chica casi tocaban sus prismas de cristal. La combinación estaba toda rasgada, como si la hubieran desgarrado los golpes de un látigo o una vara. Una larga corbata o fular masculino blanco apretaba con fuerza el cuello de la chica y pasaba entre los labios.
No estaba, sin embargo, muerta. Sus ojos, como enloquecidos, miraban fijamente, sin ver. Miraban a aquellos viejos sirvientes, tan familiares, no con alivio sino con una especie de terror, como si fueran asesinos o demonios. Todo su cuerpo tiritaba, pese al calor. Trató de gritar de nuevo, pero ningún sonido salió de su garganta; era como si hubiera gastado ya toda su voz.
La señora Biggs recuperó la presencia de ánimo y ordenó a su marido que saliera de la habitación y fuera en busca de la policía. Luego, con suma cautela, fue hasta la chica y trató de calmarla, y procedió a soltarle la tela que le ceñía mandíbulas y garganta. Cuando le liberó la boca, la chica empezó a hacer todos los movimientos que normalmente acompañan al habla, pero seguía sin poder articular sonido alguno: ni una palabra, ni un suspiro. Cuando llegaron los policías, se quedaron consternados al ver que la chica no podía hablar. Y aún les aguardaba una mayor consternación. Le dieron papel y lápiz, y le pidieron que escribiera lo que había sucedido. No puedo, escribió la chica. ¿Por qué no?, le preguntaron los policías. Y ella respondió: No puedo acordarme.