En 1909 había empezado a proliferar en Nueva York un pequeño artilugio que aceleraba la comunicación y cambiaría para siempre la naturaleza de la interacción humana: el teléfono. A las ocho de la mañana del lunes 30 de agosto, el director del Balmoral levantó el auricular de nácar de su base de latón e hizo una llamada discreta y apresurada al propietario del edificio.
El señor George Banwell contestó dieciséis pisos más arriba de la cabeza del director, en la salita del teléfono del ático del Ala Travertine que el señor Banwell se había reservado para sí en el edificio, y fue informado de que la señorita Riverford, del Ala de Alabastro, estaba muerta en su dormitorio; asesinada, y acaso objeto de algo peor. La había encontrado su doncella.
Banwell no respondió de inmediato. La línea quedó en silencio durante tanto tiempo que el director dijo:
—¿Sigue ahí, señor?
Banwell dijo, como con grava en la voz:
—Que todo el mundo se ponga en marcha. Cierre las puertas. Que nadie entre. Y dígale a su gente que se mantenga callada si valora en algo su empleo.
Luego llamó a un viejo amigo, el alcalde de Nueva York. Al final de la conversación, Banwell dijo:
—No puedo permitirme que la policía entre en el Balmoral. Compréndelo, McClellan. Nadie de uniforme. Yo mismo se lo diré a su familia. Fui al colegio con Riverford. Sí, su padre; pobre diablo…
—Señora Neville —llamó el alcalde a su secretaria en cuanto colgó el teléfono—. Localice a Hugel. Inmediatamente.
Charles Hugel era el coroner[2] de la ciudad de Nueva York. Su labor era ocuparse de los cuerpos en los casos de presunto homicidio. La señorita Neville informó al alcalde de que el señor Hugel llevaba esperando en la antecámara del alcalde toda la mañana.
McClellan cerró los ojos y asintió con la cabeza, pero dijo:
—Excelente. Hágale pasar.
Antes de que la puerta se hubiera cerrado por completo a su espalda, el coroner Hugel ya estaba lanzando una indignada diatriba contra la morgue de la ciudad. El alcalde, que había oído esa letanía de quejas con anterioridad, le cortó en seco. Le puso al corriente de la situación en el Balmoral y le ordenó que se dirigiera allí de inmediato en un vehículo sin identificación. Los residentes del edificio no debían percatarse de la presencia policial. Un detective le seguiría en breve.
—¿He de ir yo? —dijo el coroner—. Podría encargarse uno de mis hombres. O’Hanlon.
—No —dijo el alcalde—. Quiero que vaya usted. George Banwell es un viejo amigo mío. Y necesito un hombre con experiencia; un hombre con cuya discreción pueda contar. Usted es uno de los pocos que me quedan.
El coroner soltó un gruñido, pero al final cedió.
—Pongo dos condiciones. Primera, que se haga saber inmediatamente a quien esté a cargo del edificio que no debe tocarse nada bajo ningún concepto. Nada. No puede pedírseme que resuelva un asesinato si las pruebas se pisotean o alteran de alguna forma antes de que yo llegue.
—De una sensatez palmaria —dijo el alcalde—. ¿Y la otra?
—Que se me otorgue el mando total en la investigación, incluida la elección del detective.
—Hecho —dijo el alcalde—. Puede usted contar con el hombre de mayor experiencia del cuerpo.
—Eso es exactamente lo que no quiero —replicó el coroner—. Será gratificante que por una vez el detective no se atribuya el éxito después de que yo haya resuelto el caso. Hay un tipo nuevo… Un tal Littlemore. Lo quiero a él.
—¿Littlemore? Excelente —dijo el alcalde, dirigiendo su atención hacia el montón de papeles de su vasto escritorio—. Bingham solía decir que es uno de los jóvenes más brillantes que tenemos.
—¿Brillante? Es un perfecto idiota.
El alcalde dio un respingo.
—Si eso es lo que piensa, Hugel, ¿por qué lo elige a él?
—Porque no se le puede comprar. No todavía, al menos.
Cuando el coroner Hugel llegó al Balmoral, le dijeron que esperara al señor Banwell. Hugel odiaba que le hicieran esperar. Tenía cincuenta y nueve años, y los últimos treinta los había dedicado al servicio municipal, y gran parte de ellos sin salir de los pocos saludables confines de las morgues de la ciudad, lo cual había dado a su semblante una pátina grisácea. Llevaba gruesas gafas y un bigote desmesurado entre las mejillas descarnadas. Era completamente calvo, si se exceptuaba la especie de penacho hirsuto de detrás de cada oreja. Hugel era un hombre muy excitable. Incluso calmado, una hinchazón en las sienes le daba el aspecto de padecer una incipiente apoplejía.
En 1909, el puesto de coroner de la ciudad de Nueva York era un empleo peculiar, una irregularidad en la cadena de mando. En parte examinador médico, en parte investigador forense, en parte fiscal, el coroner estaba a las órdenes directas del alcalde. No respondía ante nadie de los cuerpos policiales, ni siquiera ante el jefe de policía; pero tampoco respondía ante él ningún funcionario policial, ni siquiera el agente de ronda de rango más bajo en el escalafón. Hugel no sentiría sino desprecio por el departamento de policía, al que consideraba, no sin cierta razón, inepto y totalmente corrupto. No había estado de acuerdo con cómo había llevado el alcalde el asunto del retiro del inspector jefe Byrnes, quien a todas luces se había hecho rico con los sobornos. No había estado de acuerdo con el nombramiento del nuevo jefe de policía, que al parecer no sentía el menor aprecio por el arte de llevar una investigación como es debido. De hecho, no estaba de acuerdo con ninguna decisión del departamento de la que tuviera noticia, a menos que la hubiera tomado él mismo. Pero sabía hacer su trabajo. Aunque técnicamente hablando no era médico, había cursado tres años completos de la carrera de medicina, y podía realizar una autopsia de modo más competente que los licenciados en medicina que tenía como ayudantes.
Al cabo de quince exasperantes minutos, apareció el señor Banwell. Aunque no era mucho más alto que Hugel, parecía sacarle la cabeza.
—¿Usted es…?
—El coroner de la ciudad de Nueva York —dijo Hugel, aparentando condescendencia—. Sólo yo puedo tocar el cadáver. Cualquier alteración de las pruebas será perseguida como obstrucción a la justicia. ¿Me he explicado con claridad?
George Banwell era —y lo sabía de sobra— más alto, mejor parecido, más elegante en el vestir, y mucho, mucho más rico que el coroner.
—Tonterías —dijo—. Sígame. Y baje el tono de voz mientras esté dentro de mi edificio.
Banwell le precedió hasta el ático del Ala de Alabastro. El coroner Hugel, haciendo rechinar los dientes, le siguió. En el ascensor no se pronunció ni una palabra. Hugel, mirando con fijeza y determinación el suelo, estudió los pantalones de raya diplomática y planchado perfecto, los relucientes zapatos de cordón, que sin duda costaban más que el conjunto de traje, chaleco, corbata, sombrero y zapatos del coroner. Un criado, de guardia ante el apartamento de la señorita Riverford, les abrió la puerta. En silencio, Banwell condujo a Hugel, al director y al criado por un largo pasillo hasta el dormitorio de la joven muerta.
El cuerpo casi desnudo yacía en el suelo, ya lívido, con los ojos cerrados y el pelo exuberante y oscuro esparcido sobre la alfombra oriental de intrincado dibujo. La joven seguía siendo exquisitamente hermosa, con brazos y piernas aún esbeltas y airosas. Pero alrededor del cuello tenía una sombría marca roja. En su cuerpo podían verse asimismo las huellas de unos latigazos, y seguía maniatada por las muñecas, y los brazos echados hacia atrás, por encima de la cabeza. El coroner caminó con brío hacia el cadáver y puso los pulgares en las muñecas inertes, donde debería haber estado el pulso.
—¿Cómo ha sido…, cómo ha muerto? —preguntó Banwell con su voz pedregosa, con los brazos cruzados.
—¿No lo sabe usted? —le respondió el coroner.
—¿Se lo preguntaría si lo supiera?
Hugel miró debajo de la cama. Se puso de pie y contempló el cuerpo desde diferentes ángulos.
—Yo diría que ha sido estrangulada. Muy lentamente, hasta la muerte.
—¿Ha sido…? —Banwell no terminó la frase.
—Posiblemente —dijo el coroner—. No lo sabré con certeza hasta que la haya examinado.
Con un trozo de tiza roja, Hugel trazó un círculo de poco más de dos metros en torno al cadáver de la joven, y decretó que nadie entrara dentro de él. Luego examinó el dormitorio. Todo estaba en perfecto orden; hasta la cara ropa de cama estaba cuidadosamente metida y alisada. El coroner abrió los armarios, la cómoda, los joyeros de la joven. Nada parecía fuera de su sitio. Vestidos con lentejuelas colgaban del armario ropero. En los cajones había lencería de encaje doblada con esmero. En el interior de un estuche de terciopelo azul medianoche, encima de la cómoda, había una diadema de brillantes, con pendientes y collar a juego.
Hugel preguntó quién había estado en el dormitorio antes que ellos. El director le contestó que la doncella que había descubierto el cadáver. Desde entonces el apartamento había estado cerrado con llave, y no había entrado en él nadie. El coroner mandó llamar a la doncella, que al principio se negó a traspasar el umbral del dormitorio. Era una bonita chica italiana de diecinueve años, con una falda larga y un delantal blanco también largo.
—Joven dama —dijo Hugel—. ¿Tocó usted alguna cosa de este dormitorio?
La chica negó con la cabeza.
Pese al cuerpo que yacía en el suelo, y a la mirada de su patrón fija en ella, la doncella se mantuvo derecha y sostuvo la mirada de su interrogador.
—No, señor —dijo.
—¿Metió usted algo o sacó usted algo de este dormitorio?
—No soy una ladrona —dijo la chica.
—¿Movió algún mueble o ropa de sitio?
—No.
—Muy bien —dijo el coroner Hugel—. Puede irse.
—Acabe con esto cuanto antes —dijo el señor Banwell.
Hugel alzó los ojos hacia el propietario del Balmoral. Sacó una pluma y un papel y preguntó:
—¿Nombre?
—¿De quién? —dijo Banwell, con un gruñido que hizo encogerse al director—. ¿Mi nombre?
—El nombre de la joven muerta.
—Elizabeth Riverford —respondió Banwell.
—¿Edad? —preguntó el coroner Hugel.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Tengo entendido que tiene usted amistad con la familia.
—Conozco a su padre —dijo Banwell—. Es de Chicago. Banquero.
—Ya veo. ¿No tendrá su dirección, por casualidad? —preguntó el coroner.
—Por supuesto que tengo su dirección.
Los dos hombres se miraron fijamente.
—¿Sería tan amable —le preguntó Hugel— de facilitarme esa dirección?
—Se la daré a McClellan —dijo Banwell. Hugel volvió a hacer rechinar los molares.
—Yo estoy al frente de esta investigación, no el alcalde.
—Veremos durante cuánto tiempo sigue usted al frente de esta investigación —le respondió Banwell, que ordenó al coroner por segunda vez que acabara con el asunto. La familia Riverford, explicó Banwell, quería que el cuerpo de la joven fuera enviado a casa, algo que él pensaba hacer inmediatamente.
El coroner dijo que de ninguna manera iba a permitirlo: en casos de homicidio, el cuerpo de la víctima debía por ley ponerse bajo custodia para la realización de la autopsia.
—No este cuerpo —le respondió Banwell. Luego le dijo al coroner que llamara al alcalde si necesitaba alguna aclaración sobre sus órdenes.
Hugel respondió que no acataría ninguna orden salvo la de un juez. Si alguien trataba de detenerle cuando procediese a llevar el cuerpo de la señorita Riverford al centro de la ciudad para realizarle la autopsia, él mismo se encargaría de que ese alguien fuera procesado para que recayera sobre sus espaldas todo el peso de la ley. Al ver que tal advertencia no obtuvo el eco deseado en el señor Banwell, el coroner añadió que conocía a un periodista del Herald a quien el asesinato y la obstrucción a la justicia le parecían de gran interés periodístico. Banwell cedió a regañadientes.
El coroner había traído consigo su vieja y voluminosa cámara de cajón. Y se puso a utilizada, reemplazando la placa expuesta tras cada nueva y humosa explosión del flash. Banwell le advirtió que si las fotografías iban a parar al Herald, podía tener la certeza de que jamás volvería a encontrar un empleo ni en Nueva York ni en ninguna otra parte. Hugel no respondió; en aquel momento un extraño gemido empezó a llenar el aire del dormitorio; era como el callado son de un violín llevado a su nota más alta. No parecía proceder de ninguna fuente concreta; llegaba a un tiempo de todas partes y de ninguna. Fue ganando en intensidad, hasta convertirse casi en un fuerte lamento. La doncella gritó. Y cuando dejó de gritar, el sonido había cesado por completo.
El señor Banwell rompió el silencio:
—¿Qué diablos ha sido eso? —le preguntó al director.
—No lo sé, señor —contestó el director—. No es la primera vez. Quizá alguna de las instalaciones que van por las paredes.
—Bien, averígüelo —dijo Banwell.
Cuando el coroner terminó de sacar las fotografías, anunció que se marchaba y que se llevaría consigo el cadáver de la joven. No tenía intención de interrogar al servicio ni a los residentes del Balmoral —no era su trabajo hacerla—, ni de esperar a que llegara el detective Littlemore. Con aquel calor, explicó, la descomposición se extendería con rapidez si el cuerpo no era refrigerado de inmediato. Con la ayuda de dos ascensoristas, trasladó el cuerpo de la joven al sótano en un montacargas, y de allí a un callejón contiguo, donde el chófer del coroner le estaba aguardando.
Cuando, dos horas después, llegó el detective Jimmy Littlemore —y no de uniforme—, se llevó un buen chasco. A los recaderos del alcalde les había llevado algún tiempo encontrar a Littlemore. El detective estaba en el sótano de la nueva jefatura de policía, aún en construcción en Centre Street, haciendo prácticas de tiro. Las órdenes de Littlemore eran llevar a cabo una concienzuda inspección del escenario del crimen. No sólo no encontró ningún escenario del crimen, sino tampoco a persona asesinada alguna. El señor Banwell no quiso hablar con él. Y el personal del Balmoral resultó asimismo sorprendentemente lacónico al respecto.
Y había una persona a quien el detective Littlemore no tuvo siquiera oportunidad de entrevistar: la doncella que había encontrado el cadáver. Después de la partida del coroner Hugel y antes de la llegada del detective Littlemore, el director del edificio había llamado a la joven a su despacho y le había tendido un sobre con la paga de un mes, menos un día, por supuesto, dado que estaban a 30 de agosto y no a 31. El director informó a la chica de que estaba despedida.
—Lo siento, Betty —le dijo—. Lo siento de verdad.
Antes de que se levantara ninguno de mis invitados, examiné los periódicos de la mañana del lunes en la suntuosa rotonda del Hotel Manhattan, donde la Universidad de Clark nos había alojado a Freud, Jung, Ferenczi y a mí mismo durante la semana. (Brill vivía en Nueva York y no necesitaba alojamiento). Ninguno de los diarios ofrecía información alguna sobre Freud y sus próximas conferencias en la Universidad de Clark. Tan sólo el New Yorker Staats-Zeitung dedicaba un par de líneas a anunciar la llegada de un tal «doctor Freund de Viena».
Nunca quise ser médico. Era el deseo de mi padre, y sus deseos eran órdenes para nosotros. Cuando tenía dieciocho años y vivía con mis padres en Boston, un día le informé de que iba a ser el especialista en Shakespeare más insigne de los Estados Unidos. Podría ser el especialista en Shakespeare más insigne o más torpe del país, me respondió él, pero tendría que encontrar el modo de costearme yo mismo mis estudios en Harvard.
Su amenaza no hizo el menor efecto en mí. Me tenía sin cuidado toda la tradición harvardiana de la familia, y me encantaría, le hice saber, estudiar en cualquier otra universidad. Fue la última conversación que tuve con él en toda mi vida.
Irónicamente, habría de obedecer la orden de mi padre después de que ya no tuviera ningún dinero que pudiera escatimarme. La quiebra de la banca Coronel Winslow en noviembre de 1903 no fue nada comparada con el pánico neoyorquino de cuatro años después, pero sí lo bastante para mi padre. Lo perdió todo, incluido el dinero de mi madre. Su cara envejeció diez años en una sola noche; en un abrir y cerrar de ojos le aparecieron hondas arrugas en la frente. Mi madre dijo que debíamos compadecerle, pero a mí no me daba ni un ápice de lástima. En su entierro —al que evitó asistir una enorme cantidad de ciudadanos del compasivo Boston— supe por primera vez que, de seguir mis estudios universitarios, me pasaría a medicina. No sabría decir si mi decisión la dictó algún aspecto práctico que acababa de descubrir u otra razón de índole distinta.
Era a mí, según estaban las cosas, a quien había que compadecer, y fue la Universidad de Harvard la que tuvo piedad de mí. Después del funeral de mi padre, notifiqué a la universidad que al acabar el curso dejaría los estudios, pues los doscientos dólares de la matrícula ya estaban definitivamente fuera de mi alcance. El presidente Eliot, sin embargo, me hizo el gran favor de dispensarme del pago de esa suma. Probablemente concluyó que los intereses a largo plazo de Harvard serían mejor servidos no dando la patada al tercer Stratham Younger que pisaba el Yard[3], sino condonando a aquel huérfano el pago de la matrícula en previsión de posibles futuras recompensas. Fuera cual fuere su motivación, quedaré eternamente agradecido a Harvard por haberme permitido seguir en sus aulas.
Sólo en Harvard habría podido asistir a las famosas clases de neurología del profesor Putnam. Yo ya era para entonces un estudiante de medicina que había ganado una beca, pero no era mucho más que un aspirante a médico muy poco brillante. Una mañana de primavera, en una por lo demás árida disertación sobre las enfermedades nerviosas, Putnam se refirió a la «teoría sexual» de Sigmund Freud como la única aportación interesante en el tema de las neurosis histéricas y obsesivas. Después de la clase, le pedí bibliografía. Putnam me remitió a Havelock Ellis, que aceptaba los dos descubrimientos más radicales de Freud: la existencia de lo que Freud llamaba el «inconsciente» y la etiología sexual de la neurosis. Putnam me presentó también a Morton Prince, que a la sazón empezaba a publicar su revista sobre psicología patológica. El doctor Prince manejaba una extensa colección de publicaciones extranjeras. Resultó que había conocido a mi padre; y al poco me contrató como corrector de pruebas. A través de él tuve acceso a prácticamente todo lo que Freud había publicado hasta el momento, desde La interpretación de los sueños a la pionera Tres ensayos. Mi alemán era bueno, y pronto me vi consumiendo la obra de Freud con una avidez que no había experimentado en años. La erudición de Freud resultaba impresionante. Sus escritos eran como filigranas. Sus ideas, en caso de ser correctas, habrían de cambiar el mundo.
Pero cuando me entregué definitivamente, sin embargo, fue al tener conocimiento de la solución propuesta por Freud para el Hamlet de Shakespeare. Freud lo trataba como de pasada; era apenas una digresión de doscientas palabras en mitad de su tratado sobre los sueños. Y hela ahí: una respuesta absolutamente nueva al más famoso enigma de la literatura occidental.
El Hamlet de Shakespeare ha sido representado miles y miles de veces, más que ninguna otra obra en cualquier lengua. Es la obra sobre la cual más se ha escrito de toda la literatura universal. (No cuento la Biblia, por supuesto). Pero hay un vado extraño en el corazón de este drama: toda la acción se basa en la incapacidad para actuar de su protagonista. La obra consiste en una serie de evasivas y excusas utilizadas por Hamlet para justificar la postergación de su venganza contra el asesino de su padre (su tío Claudio, ahora casado con la madre de Hamlet y rey de Dinamarca), subrayada por angustiados soliloquios en los que se vilipendia a sí mismo por su parálisis; el más famoso de los cuales, cómo no, es aquel que comienza por Ser o no ser. Sólo después de que sus dilaciones y errores hayan traído la ruina —el suicidio de Ofelia; el asesinato de su madre, que bebe un veneno que Claudio ha preparado para Hamlet; y su propio fin a causa de la herida de la espada envenenada de Laertes—, Hamlet, en la escena final, da muerte a su tío triplemente merecedor de ella.
¿Por qué no actúa Hamlet? No por falta de oportunidad, ciertamente: Shakespeare le brinda a Hamlet las mejores ocasiones imaginables para matar a Claudio. Hamlet incluso lo reconoce (Ahora podría hacerlo), pero se echa atrás. ¿Qué lo detiene? Y ¿por qué estos titubeos inexplicables —esta aparente debilidad, esta casi cobardía— llevan tres siglos fascinando a los auditorios de todo el mundo? Las mentes literarias más grandes de nuestra era, Goethe y Coleridge, trataron sin éxito de sacar la espada de esta roca, y centenares de mentes menos dotadas se han estrellado también contra este enigma.
No me gustaba la respuesta edípica de Freud. De hecho, me disgustaba profundamente. No quería creer en ella, al igual que no quería creer en el complejo de Edipo en sí. Necesitaba refutar las escandalosas teorías de Freud; necesitaba encontrar dónde estaba el fallo, pero no lo lograba. Con la espalda contra un árbol, me sentaba día tras día en el Yard, durante horas enteras, estudiando minuciosamente a Freud y Shakespeare. El diagnóstico de Freud sobre Hamlet llegó a antojárseme cada vez más irresistible, no sólo porque ofrecía la primera solución total al enigma de la obra, sino porque explicaba por qué nadie más había sido capaz de resolverlo, y al mismo tiempo dejaba clara la razón por la que la tragedia del príncipe de Dinamarca poseía tal garra universal e hipnótica. Teníamos, pues, un científico que aplicaba sus descubrimientos a Shakespeare. Y veíamos cómo la medicina se ponía en contacto con el alma. Cuando leí esas dos páginas de La interpretación de los sueños del doctor Freud, mi suerte futura estaba echada. Si no podía refutar la psicología de Freud, dedicaría mi vida a ella.
Al coroner Charles Hugel no le había gustado lo más mínimo el extraño ruido que salía de las paredes del dormitorio de la señorita Riverford; era como el gemido de un espíritu emparedado que anhelase volver a la vida. El coroner no podía quitarse aquel sonido de la cabeza. Además, algo faltaba en aquel dormitorio; estaba seguro de ello, pero no sabía qué. Cuando volvió a su despacho en el centro, Hugel llamó para que le enviaran un mensajero y mandó a éste calle arriba en busca del detective Littlemore.
Pero otra de las cosas que no le gustaban a Hugel era la ubicación de su despacho. El coroner no había sido invitado a mudarse a la luminosa y flamante nueva sede de la policía o a la primera comisaría de policía que se construía en el Old Slip neoyorquino, edificios ambos dotados de teléfonos. Los jueces habían conseguido no hacía mucho su Partenón. Pero él, no sólo examinador médico jefe de la ciudad sino asimismo funcionario con atribuciones judiciales, y mucho más necesitado de equipamiento moderno, había sido abandonado en el destartalado edificio Van den Heuvel, con su enlucido desconchado y su moho y, lo peor de todo, sus techos con manchas de humedad. Aborrecía la visión de aquellas manchas, de bordes irregulares de una tonalidad amarilla parduzca. Y las aborrecía especialmente aquel día: las veía más grandes, y se preguntaba si el techo no se agrietaría del todo y se desplomaría sobre su cabeza. Por supuesto, un coroner debía estar junto a un depósito de cadáveres; lo comprendía perfectamente. Pero lo que no entendía en absoluto era por qué no se había construido un depósito nuevo y moderno en la nueva jefatura de policía.
Littlemore entró con parsimonia en el despacho del coroner. Tenía veinticinco años. Ni alto ni bajo, Jimmy Littlemore no era mal parecido, pero tampoco era guapo. Su pelo cortado casi al rape no era ni moreno ni rubio; de tener que definirlo, se diría que era más bien rojizo. Tenía una cara inconfundiblemente norteamericana, franca y amistosa, en la que, aparte de unas cuantas pecas, no había nada particularmente memorable. Si te lo cruzabas en la calle, no era nada probable que te acordaras luego de su persona. Podrías, sin embargo, recordar su sonrisa fácil o la pajarita roja que solía lucir bajo el canotier que coronaba su cabeza.
El coroner ordenó a Littlemore que le dijera lo que había averiguado sobre el caso Riverford, poniendo gran empeño en sonar enérgico e imperioso. Sólo en los asuntos más excepcionales se ponía al coroner directamente al mando de una investigación. Y quería, por tanto, hacer saber a Littlemore que se derivarían muy graves consecuencias si el detective no obtenía resultados.
El tono autoritario no logró su objetivo de impresionar al detective. Aunque Littlemore nunca había trabajado en un caso con el coroner, sin duda sabía por el nuevo jefe de policía que su mote era «el necrófago», por el entusiasmo con que realizaba las autopsias, y porque no tenía ningún poder real en el departamento. Pero Littlemore, que era un tipo de natural excelente, no se mostraba irrespetuoso con el coroner.
—¿Que qué sé del caso Riverford? —le respondió—. Bueno, pues nada de nada, señor Hugel. Sólo que el asesino tiene más de cincuenta años, mide como uno ochenta, no está casado, le resulta muy familiar la visión de la sangre, vive más abajo de Canal Street y ha estado en el puerto en algún momento de los dos días pasados.
—¿Y cómo sabe todo eso?
—Estoy bromeando, señor Hugel. No sé una mierda del asesino. Ni siquiera sé por qué se molestan en mandarme allí. Usted no recogió ninguna huella, ¿verdad, señor?
—¿Huellas dactilares? —preguntó el coroner—. No, claro que no. Los tribunales nunca admitirían huellas dactilares como prueba.
—Bueno, cuando llegué era demasiado tarde. Lo habían limpiado todo. Se habían llevado todas las cosas de la chica.
Hugel estaba indignado. Lo que habían hecho era alterar las pruebas.
—Pero algo habrá usted averiguado sobre la joven Riverford —dijo.
—Bueno, era una chica muy reservada. Se lo guardaba todo para sí misma.
—¿Eso es todo?
—Era nueva en el edificio —dijo Littlemore—. Sólo llevaba uno o dos meses.
—Lo abrieron en junio, Littlemore. Todo el mundo lleva uno o dos meses.
—Oh.
—¿La vio alguien ayer? —preguntó el coroner.
—Llegó a eso de las ocho de la tarde. Sola. Y tampoco recibió a nadie. Subió a su apartamento y ya no salió, que los empleados sepan.
—¿Tenía visitantes asiduos?
—No. Nadie recuerda que haya recibido a nadie en ningún momento.
—¿Por qué vivía sola en Nueva York? ¿A su edad y en un apartamento tan grande?
—Eso querría yo saber —dijo Littlemore—. Pero en el Balmoral no querían decirme nada de nada. Ninguno de los empleados. Pero lo que he dicho del puerto era cierto, señor Hugel. Encontré un poco de arcilla en el suelo del dormitorio de la señorita Riverford. Y bastante fresca. Creo que era del puerto.
—¿Arcilla? ¿De qué color? —preguntó Hugel.
—Roja. Como esponjosa.
—No era arcilla, Littlemore —dijo el coroner, poniendo los ojos en blanco—. Era mi tiza.
El detective frunció el ceño.
—Me preguntaba por qué habría un círculo entero de esa tiza.
—¡Para que nadie se acercara al cadáver, so memo!
—Estaba bromeando, señor Hugel. No era su tiza. Vi su tiza. La arcilla estaba junto a la chimenea. Una pizca nada más. Tuve que usar la lupa para verla. Me la llevé a casa para compararla con mis muestras; tengo una colección completa. Y es muy parecida a la arcilla roja que hay en todos los muelles del puerto.
Hugel se quedó pensativo. Trataba de decidir si sentirse impresionado o no.
—¿La arcilla del puerto es única? ¿No podría ser de otra parte? ¿De Central Park, por ejemplo?
—De Central Park no —dijo el detective—. Es arcilla de río, señor Hugel. Cieno. Y no hay ríos en Central Park.
—¿Y qué me dice del valle del Hudson?
—Podría ser.
—O de Fort Tryon, en la zona alta, donde Billings acaba de remover toda esa tierra…
—¿Cree que allí hay cieno?
—Le felicito, Littlemore, por su sobresaliente labor de investigación.
—Gracias, señor Hugel.
—¿Le interesaría tal vez oír una descripción del asesino?
—Cómo no. Por supuesto.
—Es de mediana edad. Adinerado, y diestro. Tiene el pelo entrecano, y antes lo tuvo castaño oscuro. Altura: de uno ochenta a uno ochenta y cinco. Y yo creo que conocía a su víctima… Que la conocía bien.
Littlemore parecía asombrado.
—¿Cómo…?
—Ahí tengo tres cabellos que encontré en el cuerpo de la joven. —El coroner señaló un pequeño rectángulo de doble cristal que había encima de su escritorio, junto al microscopio. Aplastados entre los dos cristales había tres cabellos.
—Son oscuros, pero veteados de gris, lo que apunta a un hombre de edad mediana. En el cuello de la joven había unas hebras de seda blanca, probablemente de la corbata masculina con la que fue estrangulada. La seda era de la mejor calidad. Luego nuestro hombre tiene dinero. De su desteridad no cabe la menor duda: las heridas todas van de derecha a izquierda.
—¿Desteridad?
—El hecho de que nuestro hombre fuera diestro[4], detective Littlemore.
—¿Y cómo sabe que la conocía?
—No lo sé. Lo sospecho. Respóndame a lo siguiente: ¿en qué postura estaba la señorita Riverford cuando la azotó el asesino?
—No he visto el cadáver —se quejó el detective—. Ni siquiera sé la causa de la muerte.
—Estrangulamiento por ligadura, confirmado por la fractura del hueso hioides que he observado al abrirle la cavidad torácica. Una bonita rotura, si se me permite decirlo, como el hueso de la suerte de un pollo limpiamente partido. Un adorable pecho femenino, la verdad: las costillas perfectas, los pulmones y el corazón, una vez sacados, la viva estampa de unos tejidos sanos necrosados por la asfixia. Ha sido un placer tenerlo en las manos. Pero al grano: la señorita Riverford estaba de pie cuando la azotaron. Lo sabemos por la sencilla razón de que la sangre se deslizó hacia abajo en línea recta desde las laceraciones. Las manos sin duda las tenía atadas por encima de la cabeza con una cuerda bastante gruesa, que seguramente habían colgado de un elemento del techo. Vi hebras de cuerda en él. ¿Y usted? ¿No? Bien, vuelva y búsquelas. La pregunta es la siguiente: ¿por qué un hombre que dispone de una cuerda tan recia iba a utilizar una delicada tela de seda para estrangular a su víctima? Deducción, señor Littlemore: porque no quería usar una cosa tan tosca alrededor del cuello de la joven. ¿Y eso por qué? Hipótesis, señor Littlemore: porque albergaba ciertos sentimientos por ella. Ahora bien, en lo relativo a la altura del sujeto, volvemos al terreno de las certezas. La señorita Riverford medía un metro sesenta y cinco; a juzgar por sus heridas, los latigazos tuvo que infligírselos alguien que le llevara de quince a veinte centímetros. Luego el asesino tiene que medir entre uno ochenta y uno ochenta y cinco.
—A menos que estuviera subido a algo —dijo Littlemore.
—¿Qué?
—A un taburete o algo.
—¿A un taburete? —repitió el coroner.
—Es posible —dijo Littlemore.
—Un hombre no se sube a un taburete para azotar a una mujer, detective.
—¿Por qué no?
—Porque es ridículo. Se caería.
—No si tenía algo a lo que sujetarse —dijo el detective—. Una lámpara, por ejemplo, o un colgador de sombreros.
—¿Un colgador de sombreros? —repitió Hugel—. ¿Y por qué habría de hacer algo semejante, detective?
—Para hacemos creer que es más alto.
—¿Cuántos casos de homicidio ha investigado usted? —preguntó el coroner.
—Éste es el primero —dijo Littlemore con indisimulado entusiasmo— que investigo como detective.
Hugel asintió con la cabeza.
—Habrá hablado con la doncella al menos, espero.
—¿La doncella?
—Sí, la doncella. La doncella de la señorita Riverford. ¿Le preguntó usted si había notado algo especial?
—Pienso que…
—No quiero que piense —le cortó el coroner—. Quiero que detecte. Quiero que vuelva al Balmoral y hable otra vez con esa doncella. Fue la primera persona que estuvo en aquel dormitorio. Pídale que le cuente exactamente lo que vio al entrar. Entérese de los detalles, ¿me oye?
En la esquina de la Quinta Avenida con la calle Cincuenta y tres, en una habitación en la que ninguna mujer había entrado nunca, ni siquiera para quitar el polvo o sacudir las cortinas, un mayordomo llenaba tres copas de cristal tallado de un decantador centelleante. Los cuencos de las copas, profusamente grabados, eran tan hondos que podían contener una botella entera de burdeos. El mayordomo sirvió un centímetro de vino tinto en cada uno.
Y ofreció la copas al Triunvirato.
Los tres hombres estaban sentados en sillones hondos de cuero, dispuestos en torno a una chimenea central. La pieza era una biblioteca que contenía más de tres mil setecientos libros, la mayoría de los cuales estaban escritos en griego, latín o alemán. A un lado de la chimenea apagada había un busto de Aristóteles sobre un pedestal de mármol de color verde jade. Al otro, un busto de un hindú antiguo. Sobre la repisa de la chimenea había un cornisamento en el que podía verse una gran serpiente desplegada en una curva de seno y contra un fondo de llamas. Al pie, se leía la palabra CHARAKA grabada en letras mayúsculas.
El humo de las pipas de los hombres acariciaba el techo alto, muy por encima de sus cabezas. El hombre que ocupaba el centro de los tres hizo un movimiento apenas perceptible con la mano derecha, en la que llevaba un gran y extraño anillo de plata. De poco menos de sesenta años, era de complexión delgada y nervuda y tenía un rostro distinguido y enjuto, ojos oscuros, cejas negras bajo el pelo plateado y manos de pianista.
En respuesta a su gesto, el mayordomo encendió un manojo de papeles de periódico que había en la chimenea, que al poco comenzó a arder y a crepitar con fluctuantes llamas naranjas.
—Asegúrate de conservar las cenizas —le dijo el señor a su sirviente.
Asintiendo con la cabeza, el mayordomo se retiró en silencio, y cerró la puerta a su espalda.
—Sólo hay un medio para combatir el fuego —prosiguió el hombre de las manos de pianista. Levantó la copa—. Caballeros…
Cuando los otros dos hombres alzaron sus copas de cristal, alguien que les hubiera estado observando habría reparado en que ambos llevaban un anillo plateado similar al del primer hombre en la mano derecha. Uno de aquellos caballeros era corpulento y rubicundo, y llevaba patillas de boca de hacha. Terminó de pronunciar el brindis que el primer hombre había iniciado:
—Con el fuego.
Y apuró la copa de vino.
El tercer hombre era muy delgado, y tenía ojos penetrantes y una incipiente calva. No dijo ni una palabra; se limitó a beber el vino de su copa, un Château Lafite de 1870.
—¿Conoce al barón? —preguntó el hombre primero, volviéndose hacia el hombre casi calvo—. Supongo que es usted pariente de él.
—¿A Rothschild? —respondió el hombre casi calvo en tono blando—. Nunca me lo han presentado. Nuestro parentesco viene por la rama inglesa de la familia.