11

No sé qué hora era cuando sonó el teléfono. Avancé lentamente hacia el alba desde el sueño. Llevaba una hora en la cama, dos a lo sumo.

Oí el latido de un corazón escondido en el silencio.

—Hola —dije de nuevo.

—¿Estás bien, Lew?

Silencio, y ese pulso casi acallado volvió a fluir por el hilo telefónico, aceite negro.

—Pensaba en ti.

En mí. En el desaparecido.

—No podía dormir y pensaba que quería oír tu voz. El hielo golpeaba contra el vaso. Bebió un sorbo.

—¿Alguna vez sabremos lo que debemos hacer, Lew? ¿Hacia dónde nos llevarán nuestras decisiones? ¿Qué es lo mejor?

—Nunca lo sabremos. Lo vamos entendiendo a medida que pasa. Todos. Vamos con la cabeza gacha. Un día la levantamos e intentamos hacer lo mejor que podemos con lo que somos, con aquello en lo que nos hemos convertido.

—Pero nunca somos como cuando empezamos, ¿no? Ni llegamos adonde queríamos ir.

—No. Nunca.

—Siempre se puede contar contigo para una palabra que reconforte, Lew.

—Lo mejor, probablemente, es que nadie cuente conmigo para nada. No cuando lo único que puedo hacer es aullar hasta que llegue el próximo día. Y aun así, algunos días ni siquiera lo logro.

—Pero si no podemos contar el uno con el otro, y no nos podemos ayudar tampoco, ¿qué nos queda?

No respondí.

—El mundo que describes es un lugar desamparado.

—Sí. Así es.

Oí de nuevo el cubito de hielo.

—Cuídate mucho, Lew —dijo ella, al cabo de un rato.

—Tú también.

Y luego un momento más de silencio antes de que cortara. Miré la luna anaranjada, empañada por las nubes y la niebla, lienzos que la enjugaban para evitar que se derramara.

Intenté una cabezada, pero estaba muy claro que el autobús del sueño ya no pasaría por aquí. Me senté a la mesa de la cocina, me bebí una cerveza entera y vi la mano de la mañana que aclaraba el cristal de la ventana. Pensé en LaVerne, en cómo nos habíamos conocido, en nuestros años juntos. No me había encontrado a otra persona como ella. Ni creía que lo haría nunca más.

Wallace Stevens tenía razón.

Nunca se dará por satisfecha, la mente, nunca.

En la estación de servicio que estaba a media manzana de Prytania, en un bar que tenía sólo una barra para comer de pie, tomé un desayuno que era un montón de grasa artísticamente dispuesta en torno a unas islas de huevo y unas patatas que tenían el mismo aspecto y sabor que la orla de un abrigo de ante, y luego cogí un taxi.

Sabía lo que estaba haciendo: vivía según el principio de que si te mueves sin parar, nada te alcanzará. La mayoría de la gente, cuando hace eso, trata de apartarse de los recuerdos. Pero yo trataba de apartarme de lo contrario, de la falta de recuerdos, de todas aquellas semanas perdidas, del enorme abismo que se abría detrás de mí. Si continúas andando, a lo mejor no caes en él.

Pero lo que no sabía era hasta qué punto me encontraba embarcado o no en una misión absurda.

Pensé en El buen amigo, de Oscar Wilde:

—Déjame que te cuente una historia sobre el tema —dijo el pardillo.

—¿La historia trata de mí? —preguntó la rata de agua—. Si es así, la escucharé, porque me encanta la ficción.

No sabía si Jodie existía, si era real o ficticia, o algo intermedio, pero como su nombre aparecía en la parte inicial del manuscrito de Amano y aquella parte me parecía tomada directamente de la vida que lo rodeaba, se daba la posibilidad de que existiese.

Después de tocar la primera base con Wardell Sims, iba hacia la segunda.

No tenía un buen asidero. Su nombre, unas pocas escenas en las que aparecía en la caravana de Amano para hablar o para escapar, después de que su marido (?) abusara de ella (¿física, verbalmente?). Por lo visto él se paseaba como un león enjaulado, durante horas, criticándola acerbamente, o bien cerraba de golpe la puerta de su furgoneta, se marchaba y pasaba fuera toda la noche o, lo peor de todo, volvía medio borracho con los amigos y juntos seguían bebiendo la noche entera, hablando de sus derechos, de que los negros les quitaban trabajo y de que había que poner las cosas en su sitio para que volvieran a ser como debían.

Una de las notas contenía una breve descripción de la mujer a la que llamaba Jodie. No había forma de saber si era imaginaria, igual que el nombre, o el personaje entero incluso. Quizá lo hubiese inventado todo, el nombre, la persona, el aspecto, o hubiese exagerado los detalles hasta hacerlos irreconocibles, como cuando uno hincha un guante de goma y lo convierte en una especie de cresta de gallo fantástica. Pero valía la pena intentarlo.

Empecé con las caravanas aparcadas más cerca de Amano. En la primera no había nadie, y al parecer llevaba un tiempo vacía, a juzgar por la cantidad de correo comercial bajo la puerta. En la segunda apareció una mujer mayor con zapatillas de tenis y me dijo que sí, que vivía allí sola desde que murió Max, hacía seis años y medio, y que no pasaba un solo día sin que lo echara de menos, y que la comida era lo peor, porque ella ya no comía apenas nada. En la tercera, pasé de largo frente a una mujer que, pensé, regentaba una guardería ilegal: no podían ser todos suyos.

En la cuarta y quinta parada encontré diversas variantes de tele estruendosa más marido, mujer, hijo, hija u otros gritando para hacerse oír en medio de todo aquel estrépito.

Mujeres con bata de casa o vestidos estampados que se habían gastado peligrosamente. Hombres en pantalón y camisa de pijama con los botones desabrochados, aferrados a sus latas de cerveza. Niños que cuidaban a otros niños más pequeños, como un pastor a su rebaño. Un hombre de mediana edad gloriosamente borracho con un traje de pana brillante por el uso, una corbata de punto amarilla y una camisa azul de cuyo cuello se levantaban unas hilachas blancas, y que respondió a mi llamada blandiendo un ejemplar de El último libro de las maravillas, de Edwuard Dunsany.

—Mi marido no está —dijo la mujer del remolque que hacía el número doce o trece. Apenas abrió la puerta tuve la sensación de que repetía a menudo aquellas palabras: a los cobradores de facturas, del alquiler, de suscripciones del Times-Picayune, a los carteros que reclamaban los tres céntimos de franqueo que faltaba a alguna carta…

Cabello castaño claro recogido en una sola trenza gruesa, del color del pan. Orejas pequeñas y perfectamente formadas. Los ojos muy juntos, la cicatriz de un accidente infantil seccionándole una ceja.

—Estoy buscando a un viejo amigo —le dije—, Ray Adams —esperé su reacción, y no me decepcionó—. Será mejor que pase.

Ella se retiró de la puerta y apretó la espalda contra un armario, dejándome el espacio justo para que pasara al interior.

—Ah, sí, está bien —dijo.

La descripción no incluía la cicatriz irregular que le recorría el maxilar y el cuello, pero era reciente. Llevaba unos pantalones cortos muy anchos y una blusa blanca de manga larga. Iba descalza. Parecía como si se hubiese ido a dormir siendo una niña y se hubiese despertado con cuarenta años.

—No tengo nada que ofrecerle. Ni café ni nada, quiero decir. Bobby se ha olvidado de dejarme dinero. Aunque quería hacerlo.

Durante un segundo me pregunté: ¿qué es lo que quería hacer Bobby: darle el dinero u olvidarse? ¿Lo expresaba ambiguamente como una forma de agresión subversiva? Quizás esta mujer también conociera el disimulo, y cómo te permite contraatacar sin que lo parezca, y seguir adelante.

—No se preocupe.

Entonces se dio cuenta de que esperaba a que se sentara antes que yo, y eso la desconcertaba. Arrastró una silla desde el rincón del comedor. Yo me senté en el sofá. Estaba cubierto por un chal, uno de esos foulards de cachemir oscuro que recordaba las colchas de cama, lleno de dobleces y arrugas como el propio tiempo. Cosas crujientes, como de celofán, se arrugaron y crepitaron debajo de mí al sentarme. La miré a través de mis rodillas, que sobresalían, como si la apuntara por la mirilla de un arma.

—Usted estaba al tanto de la… —¿qué palabra sería la más correcta?— farsa de Ray.

Asintió.

—¿Lo conoce?

—A decir verdad, no personalmente. Pero lo estoy buscando. Esperaba que usted pudiera ayudarme.

—Ha dicho que era un viejo amigo suyo.

—Sí. Es cierto. Lo he dicho. ¿Se llama usted Jodie?

—Josie. De Josephine, pero nadie me llama por este nombre. ¿En qué piensan los padres cuando le ponen uno así a un niño. Josephine suena a alguien que lleva muchos anillos y uno de esos vestidos… ¿cómo se llaman…? Esos floreados, como una tienda de campaña… frufru. Así que una se hace llamar Jo. Con nombres tan sencillos, ¿qué vida puedes esperar?

Calló y miró alrededor, inconsciente de la ironía de sus palabras. Tenía la sensación de que aquella cháchara no se debía al nerviosismo. Era la manera en que trabajaba su mente, y la dejaba hacer aun en mi presencia. También tenía la sensación de que había sido una elección.

—Josie.

Volvió a mirarme.

—¿Sí?

—¿Cuándo vio a Ray por última vez?

—Hace mucho tiempo. ¿Está bien?

—No lo sé. Es parte de lo que estoy investigando. ¿Tiene algún motivo para pensar que no está bien?

Me clavó la mirada y casi de inmediato apartó la vista.

—He estado pensando en cambiar las cortinas. Algo colorido, que anime el ambiente.

Nos quedamos los dos sentados mirando los marcos de aluminio, ligeros y delgados como el papel, y las cortinas, también delgadas, enanas, curiosamente cortas, desproporcionadas. Tenían un estampado de teteras y macetas.

—¿Usted y Ray eran amigos íntimos, Josie?

—Supongo que sí. No podía contar nada a Bobby, claro. Pero Ray siempre estaba ahí. En cualquier momento del día o de la noche, siempre tenía la luz encendida. Si yo me sentía sola o asustada, lo único que tenía que hacer era ir allí y sentarme, hablar con él. Pero cuando empecé a hablarle de los nuevos amigos de Bobby, vi que se interesaba. Nunca supe bien por qué.

—¿Eran los que hablaban de sus derechos?

—De sus derechos y de que nunca les dejaban levantar cabeza. Como si supieran algo sobre levantar cabeza… ¿sabe lo que quiero decir?

—Sí, lo sé.

Recordé la identificación de Himes, como negro, con las mujeres, y al mismo tiempo lo mal que podía tratarlas.

Al cabo de un momento ella asintió.

—¿Fue la primera vez que Ray oyó hablar de ellos?

—Creo que sí. Y al principio no decía nada, pero lo veía cambiar cuando mencionaba que Bobby había vuelto con más amigos otra vez. Como si se le encendiera una luz en los ojos. Nunca sacaba el tema a menos que yo lo hiciera. Así que empecé a prestar atención cuando andaban por aquí, tratando de recordar lo que decían, y después se lo contaba a Ray, le repetía las historias que contaban, lo que decían. Al final casi hablábamos sólo de eso. A mí me ponía un poco triste pero a Ray lo hacía… bueno, no sé si feliz es la palabra adecuada.

—¿Nunca le dijo por qué le interesaba tanto?

—No con claridad. Como ya le he dicho, empezó, haciéndome preguntas, de dónde conocía Bobby a esos amigos, cómo eran. A veces iba a verlo y no estaba en su caravana, había ido a Studs, aunque antes no pisaba ese sitio. Ni siquiera bebía antes de todo aquello, que yo supiera. Una de las últimas veces que lo vi me dijo que, si me encontraba con él en algún otro sitio, debía fingir que no lo conocía. Dijo que no me sorprendiera si las demás personas que estaban con él lo llamaban Ray Adams.

—Pero volvió a verlo después de eso.

—Sí. Dos veces. La primera, era temprano por la mañana, hacia las ocho. Bobby se había ido a trabajar. Ray salió a abrirme y me dijo que no podía hablar, que estaba escribiendo. Antes siempre dejaba lo que estaba haciendo cuando yo llegaba, como si no le importase nada más. Me encantaría poder ofrecerle algo. No viene nadie de visita, aparte de los que trae Bobby. Lo siento.

Le dije que no importaba.

—La última vez eran las dos o las tres de la mañana. Estaba despierta viendo la tele, porque nos habíamos peleado y no podía dormir después de que Bobby se marchara rugiendo. Era una película sobre una mujer que ajustaba las cuentas a los tíos que habían abusado de ella, los buscaba uno por uno y los iba matando, pero entonces se enamoraba del policía que estaba investigándola a ella y lo dejaba todo. Cuídame se llamaba, o algo así. Y justo a la mitad, aparece Ray. De repente, ahí, en mi ventana. Casi me meo del susto. «Bobby, se ha marchado, ¿verdad?». Y cuando le digo que sí, entra.

»Me dice que se va durante un tiempo. Dice que quiere que sepa lo mucho que las conversaciones conmigo, “nuestra amistad”, ha significado para él. Nunca antes un hombre me había tratado de amiga. Tomamos una taza de café juntos (recuerdo que tuve que añadir un poco de café instantáneo, porque apenas quedaba del otro) y le dije que lo echaría de menos.

»Quiero que guardes esto», me dijo. «Si alguna vez tienes que irte de aquí, ahí lo tienes, no dudes en usarlo». Y me dio una llave. En todo el tiempo que lo traté, Ray no tenía coche. Pero había salido a comprar uno, y un Ford Galaxia además, me dijo, rojo, con esos alerones en la parte de atrás. Lo había aparcado en el solar que había detrás del garaje, más o menos a un kilómetro y medio de aquí.

Le pregunté si podría dejarme la llave y ella me dijo que no veía inconveniente.

En la puerta, le di las gracias.

—Quizá pueda volver más tarde y hablar con su marido —dije—. No le comentaré que ya he hablado con usted, ni tampoco le diré nada de la amistad entre Ray y usted.

Sus ojos se dirigieron a un punto justo por debajo de los míos, entraron en contacto un instante y luego se retiraron.

—¿Que si puede volver otra vez? —sonrió—. No, claro que no. ¿Para qué? Bobby se ha marchado —dijo—. Hace poco más de un mes.

Cuando me dijo que Bobby se había olvidado de darle el dinero, asumí, naturalmente, que se refería a aquella misma mañana, antes de irse a trabajar. Pero hacía ya un mes. Llevaba todo ese tiempo viviendo sola, sin dinero, sin nada en absoluto, manteniéndose como podía.

—Lo siento.

—No importa. Nunca pude retener a ningún hombre.

Nunca encontramos a Ray Amano, ni rastro de él. Lo que sí encontré en el maletero del Ford fue una bolsa de gimnasio de nailon llena de dinero y el manuscrito completo de la novela en la que había trabajado tanto tiempo. Hosie la publicó por entregas en The Griot. Lee Gardner, que entonces trabajaba para David Godine en Boston, la publicó en forma de libro con uno de los títulos que había apuntados a lápiz en la primera página. En el borde.

Cuenta, recordarán, la historia de un hombre corriente que se traslada a vivir a la caravana que le han dejado en herencia sus padres y va y viene a trabajar en un restaurante o en un bar, sin sospechar que pueda haber algo más. Al principio del libro, de hecho, nos dice que a veces piensa que él es transparente, y que a los otros les cuesta cada vez más y más verlo, y que uno vive «accidentalmente». Entonces, una tarde, una mujer llamada Jodie se sienta junto a él en un merendero donde está tomando café. Hablan un rato sin decir nada importante. Se separan, y cuando él llega junto a su coche cerrado, se queda inmóvil durante un momento y no recuerda qué ha de hacer: coger la llave, meterla en la cerradura, abrir. Se da cuenta de que se siente completamente nuevo; por primera vez en su vida siente, siente físicamente, la posibilidad de algo más. Esa sensación le llega de golpe, como una plenitud, una especie de tumescencia, y como una carencia: algo falta en su interior. Al final, contacta con un grupo de hombres de mala vida, implacables, que no expresan tanto las cosas que él sabe de su vida interior y no puede verbalizar, sino más bien los sentimientos que dan forma indecisa a ese vacío que se va expandiendo en él. Con la primera muerte que presencia, la de un joven negro recogido junto a la carretera en New Orleans East, se da cuenta de que está volviendo a la visibilidad. Estoy en el borde, en el umbral, en la puerta, escribe. Miradme. Ahora, dice, ahora y a partir de ahora, vivo con un propósito.

Desde el momento en que, sentado primero en la cocina de LaVerne y luego en la caravana de Amano, leí aquellos inicios vacilantes y tempranos, su libro había ido mudando de piel y cada vez emergía un nuevo animal. Cada línea, cada frase, cada escena o pensamiento había sido trabajado, revisado, recortado, purificado, podríamos decir, hasta el punto en que leerlo se convertía en una especie de embestida física. Amano había comprendido que ya que estamos, hay que probar. Cantando en ese otro lenguaje, había aprendido algunas palabras.

Chejov insiste en que una vez la historia está escrita, eliminamos el principio y el final, porque allí están la mayor parte de las mentiras. Lo que tenéis aquí es puro medio: el fondo y el relleno, mis esfuerzos por reconstruir el año desaparecido de mi vida, para aferrarme a él.

Me quedé sentado un buen rato en la caravana de Amano aquel día, mirando la abultada bolsa de nailon y el manuscrito que tenía delante de mí en la encimera, tratando de imaginar y de reinventar lo mejor que podía la vida de aquel hombre… de la misma forma que, en las semanas que vendrían, trataría de recuperar la mía…

Anónimamente, a través de Hosie, entregué la mayor parte del dinero a La Mano Negra, un antiguo grupo militante cuyas raíces se habían extendido amplia y profundamente en servicios a la comunidad. Los Manos Negras se habían convertido en herreros, decía Hosie. Forjando en la herrería de sus almas la conciencia no creada de nuestra raza, y cosas así. El resto del dinero Josie lo descubrió una mañana, junto a la puerta de su caravana.

Procuré que Lee Gardner consiguiera el manuscrito de Amano. También, durante las semanas siguientes, tuve una última conversación con Jimmie Marconi.

Nos sentamos en un banco de Jackson Square mientras el sol temprano de la mañana iba calentando la fachada de la catedral. Unos hombres con mangueras regaban las calles y las aceras a las que daban las tiendas del Quarter. Los camiones de reparto pasaban traqueteando como camellos que van al mercado a distribuir sus mercancías.

—No es de los que se levantan demasiado temprano, ¿verdad?

Me encogí de hombros.

—Yo tampoco lo hice, durante años. Pero ya está bien. Hay algo en nuestros cuerpos que conecta con eso de ver el sol nuevo, observar cómo cambia el mundo.

Una paloma se acercó a él y le picoteó el zapato. Era del color de los zapatos bicolores, pasados de moda, de Marconi. La miró.

—El mundo cambia más de lo que deseamos, últimamente. Como si intentara ponerse al día consigo mismo y no lo lograra nunca.

Marconi se miró de nuevo los pies. La paloma seguía picoteando.

—Curioso que el dinero no apareciese —dijo.

—Nunca se sabe.

—Sí. A veces nunca se sabe.

Marconi me observó, inexpresivo. Cuando se puso de pie, la paloma se alejó y otras muchas la siguieron, a derecha e izquierda, como una lenta oleada.

—La bala no era para usted.

—Hasta ahí había llegado solo.

Marconi asintió.

—Cualquier relación que pudiésemos tener, cualquier deuda o acuerdo, han quedado saldados, Griffin… ¿lo entiende? Estamos en paz.

LaVerne siguió llamándome durante un tiempo, de vez en cuando, a última hora de la noche o a las tres o cuatro de la mañana. Y luego dejó de hacerlo. Se hundió lentamente (aunque entonces yo no lo sabía) en su cenagal privado. Una vez vi una pintada hecha con aerosol en la parte lateral de un Seven Eleven: ¡El consumo mata! La esperanza también.

¿Qué son nuestras vidas sino las formas que les obligamos a adoptar? La memoria no viene a nosotros por su propia voluntad; somos nosotros quienes la perseguimos, la empujamos hacia el sol y hacemos de ella lo que necesitamos, lo que nos vemos impulsados, lo que imaginamos, cambiando el mundo una y otra vez, con cada nueva cantera, cada descenso, cada mañana.

Pensaba en Chandler aquel día mientras estaba allí sentado, con la abultada bolsa de nailon y el manuscrito de Amano.

La lluvia golpeaba los cristales. La caravana se agitaba con furia, como si algo empujase en las fronteras del mundo.

¿Presentí entonces lo que nos esperaba mientras el tiempo se deslizaba despacio por sus brillantes rodadas? Ahora, cuando miro atrás, creo que sí, que lo presentí, que de alguna forma vi en aquellos indicios los guetos que formaríamos después, en los años venideros, las bandas de niños acechando las calles, enfrentándose los unos a los otros y consigo mismos, el mito de la igualdad desfigurado, poniendo los ojos en blanco y chasqueando los labios de caucho, mirara donde mirara, ubicuo. Pero sé que gran parte de esto, tal vez todo, sólo son recuerdos, sólo son aquello de lo que fui testigo a partir de entonces y que se vuelca como una mancha sobre el pasado.

La sociedad americana nos ha enfrentado a nosotros mismos, como dijo Himes una y otra vez hasta que todo el mundo se cansó de escucharlo, si es que alguna vez lo habían hecho. Pero supongo que nuestra autodestrucción no era lo bastante rápida para gente como Ellis, Bobby o Wardell Sims. Ni eso éramos capaces de hacer bien. Por muy paciente, persistente y atronadoramente que nos lo explicasen, por mucha cuerda que nos dieran. No conseguíamos hacerlo bien. Nos destruíamos tan perezosamente que ellos, la gente como Ellis y Sims y otros blanquísimos, tenían que ayudarnos. No quería pensar en lo mal que se iban a poner las cosas.

Aquel día lo pasé en la caravana de Amano, sentado al lado de la bolsa llena de dinero y el manuscrito de su novela. Con el rugido de la tormenta en los oídos, miraba la lluvia que disolvía el mundo exterior y pensaba en el final que Chandler había dado a El sueño eterno: «De camino hacia el centro, me paré en un bar y tomé un par de whiskies dobles. No me sentaron nada bien».

De todos modos, lo intenté.