10

Era de noche. Las farolas colaban sus largos dedos por la ventana y acariciaban la pared del fondo. Ninguno de los dos había encendido las luces de la casa.

—Te lo perdiste, Lew. Me levanté y salí a buscarte, entonces encontré a Hosie en el sofá, haciendo unos ruidos horribles, como quien boquea. Eso ya me pareció malo, pero entonces dejó de hacer ruido. Pensé que ya no respiraba.

Se bebió el café que le quedaba. Yo me serví un tercio de la botella de Dewar que acababa de comprar en el K&B que había una manzana más arriba.

—Los sanitarios dijeron que había vomitado mientras estaba echado y le había entrado en los pulmones. El sofá y el suelo estaban cubiertos de sangre y vómito, y eso me asustó, pero dijeron que la sangre tal vez era del estómago, como suele pasarles a los grandes bebedores. Lo conectaron a unos monitores, lo entubaron y le abrieron una vía endovenosa. Después, se lo llevaron. La ambulancia estuvo media hora. Un montón de caras por toda la calle, atisbaban detrás de las puertas y de las ventanas, intentando fisgonear, enterarse de lo que pasaba…

Se levantó, se fue hacia la ventana del fregadero y se quedó allí mirando, sin decir nada más. Las hojas de un banano se balanceaban con la brisa, sacudiéndose en el aire como si fueran remos.

—Lo siento, V.

Ella hizo un gesto de asentimiento.

—Haré más café. Ha sido una noche muy larga.

Cuando abrió la puerta de la nevera, la luz invadió la habitación. Sacó una lata de café con tapa de aluminio. La luz se reflejó en el aluminio al destaparlo y rebotó en las paredes: un semáforo de lugares lejanos.

—Otra vez no estabas, Lew. Nunca estás. Todos esos casos que te empeñas en seguir: el de la chica de Clayson, Billy Deacon, la joven esposa de ese hombre allá en Slidell… Pero en realidad el desaparecido eres tú, Lew.

Se volvió y miró mi vaso.

—¿Te pongo más hielo?

Le dije que no.

—Siempre me digo que vas a cambiar, desde hace mucho. No sé cuánto tiempo seguiré soportándolo.

Se sentó a la mesa, a la espera. Nos miramos. Ninguno dijo nada. Al cabo de un rato se levantó y sirvió el café. Un coche que pasaba iluminó la parte de su cara que yo veía, y proyectó una larga sombra en la pared.

—¿Quieres algo ahora que estoy levantada?

De nuevo dije que no.

—Ojalá pudiera. Ojalá pudiera hacer algo por ti.

—Haces mucho por mí, Verne.

—No, no es verdad. Nada que importe. No me dejarías, nunca admitirás que hay cosas que necesitas. Ni de mí ni de nadie.

Una mariposa nocturna chocó contra la ventana, se alejó y luego volvió a chocar. Golpeaba una y otra vez, atraída por la luz de la casa, quizás. Fuera del frío. Padre, las oscuras mariposas se agazapan en los umbrales del mundo, a la espera. Recordé una historia que me contó mi madre: cuando se casó con mi padre y vivían en una de aquellas casuchas de dos habitaciones que habían edificado, a razón de veinte o treinta por manzana, en un lugar inhóspito de la ciudad, un pájaro, una torcaza, cogió la costumbre de aparecer cada mañana. El primer día chocó contra el cristal y cuando mamá salió la encontró tirada en el suelo, aturdida, debajo de la ventana. Sacó un poco de maíz y se lo puso al lado. Al día siguiente, más o menos a la misma hora, miró y vio que la paloma estaba fuera, posada en la ventana, mirándola. Así que cada mañana le ponía un poco de maíz en el alféizar. Aun después de que la paloma dejase de aparecer, durante más de una semana, siguió poniendo maíz.

—He conocido a una persona, Lew. Un hombre mayor. Su vida es diferente de todo lo que he conocido. Cada vez que lo veo es como si visitase otro país. Pero creo que me quiere. No sé si alguien más me querrá alguna vez, o me querrá tanto. O de esa forma.

Asentí. Ella se sentó de nuevo a la mesa.

—Tengo que intentarlo, aprovechar la oportunidad. Darme una oportunidad. Ver qué puede salir de esto.

—Está bien.

—Lo siento, Lew.

—No hay motivo.

—Sí. Sí que tengo motivo. Un buen motivo.

Se puso de pie y tiró el resto del café que le quedaba al fregadero, aclaró la taza y la dejó en el escurridor.

Años después, en una reunión de Alcohólicos Anónimos, uno de los participantes nos dijo que justo antes de tragarse un centenar de pastillas y abrirse las muñecas en la bañera con un cúter, su mujer había pasado toda la tarde planchándole las camisas (él estaba fuera bebiendo, como de costumbre). Estaban apiladas en la mesa de la cocina, bien dobladas, cuando él volvió a casa.

—El alquiler para el mes que viene está pagado. Si quieres, estoy segura de que la señora Vandercook te dejará subrogar el alquiler.

—Está bien.

—Volveré a recoger mis cosas más adelante, esta semana, si te parece bien.

Sí.

—Cuídate, Lew.

—Tú también.

Cuando la puerta principal se cerró, media hora después, me levanté y fui al salón. Miré los discos hasta encontrar uno de Duke Ellington, «In My Solitude». Lo puse dieciséis veces mientras me acababa la botella de Dewar.

—Dios mío, Lew, qué pena.

El café saltó de mi taza y manchó la mesa. Me aferré a ella con ambas manos y la apoyé. Acababa de decirle a Don que LaVerne me había dejado.

Había venido para decirme que Hosie mejoraba y me encontró en el patio de atrás, tirado en el suelo contra la valla, con las huellas brillantes de una babosa en la ropa. Dios sabe cuánto tiempo llevaba allí o qué demonios había pensado que hacía.

Le conté lo que había encontrado en la caravana de Amano y mi visita a Jimmie Marconi. Después hablamos de LaVerne.

—Volverá, Lew. Ya os habéis separado antes, pero la verdad es que os queréis. ¿Puedo hacer algo?

—Sí —levanté mi taza vacía.

—Sólo si me prometes que esta vez te lo vas a beber, en lugar de echarlo sobre la mesa —me sirvió café y luego se sentó—. Pero lo otro… Tengo que decírtelo. Has ido demasiado lejos.

—Con Marconi, quieres decir.

Don asintió.

—Y quizá con esa otra mierda también. Pero con Marconi, seguro.

—Pero fue él quien vino a mí, quien se metió.

—Pues lo que tienes que hacer es levantarte y retirarte ya de la mesa. Se acabó la partida. ¿Qué problema hay?

—Que no puedo.

—Ya. Ya lo sé.

Don echó atrás su silla, apoyó la cabeza en la pared y se balanceó suavemente. Había unas leves marcas en la pared en el mismo sitio, donde otras personas habían hecho lo mismo.

—Así que Bone transportaba material para el grupo de Marconi y acabó con un fajo de billetes que no le correspondía. Al parecer, los hombres de Marconi estaban tan ocupados que se olvidaron de preguntarle. Para cuando lo hicieron ya había entrado en escena la tal Esmay. A lo mejor a Bone le interesaba el aspecto amoroso, pero también es posible que tuviese algún chanchullo con ella. O las dos cosas. Entonces desaparece el dinero. Alguien se sube al tejado y te dispara a ti y a la mujer. Se cargan a Bone. La mujer se mata o se encuentra con un asesino excepcionalmente imaginativo. Mientras, esos que se llaman a sí mismo arios se están comprando todo un arsenal… ¿con dinero de la mafia?

—No me digas.

—Y los perros de Marconi los buscan para darles un buen escarmiento. Eso para empezar.

—¿Y el dinero dónde está? —dije entonces.

Era lo que me había estado preguntando.

Don asintió.

—Ese Joey Montana te quitó de encima al tal Ellis. No pensarás que el tío escapó por las escaleras de incendio, ¿verdad?

—No por su propio pie.

—Pero entonces, ¿qué ganan con este episodio? Ya sabían que los blanquísimos estaban en el ajo. Si el tal Ellis no cantó, y tú dices que no lo hizo, ¿qué tienen ahora que no tuvieran antes?

—Nada.

—Entonces no hay manera de que lo dejen estar. No son el tipo de gente que lo carga a pérdidas y sigue adelante. Cuando muerden algo, no lo sueltan.

—Pero todavía me tienen a mí.

—Exacto. Ya no estás solo. ¿Hasta qué punto te conoce ese Marconi?

—Lo bastante.

—Entonces sabe que no lo dejarás caer al río. Trata de frecuentar lugares donde tengas amigos. Al menos por un tiempo.

—Ahí está el problema. Yo tampoco sé adonde ir. Puertas cerradas y botellas vacías es todo lo que veo.

—Pues intenta imaginarte algo distinto. Saben lo de tus nazis… ¿sabes que Tarzán los llamaba Nastis?

—No lo sabía. El único cine que había en mi pueblo era para blancos.

—Y también conocen la conexión con la mujer.

—Exacto.

—Lo que no saben, al menos eso creemos, es lo de Amano. A lo mejor es la puerta que debes forzar. Quizás encuentras algo más en la caravana de Amano.

Sea lo que sea lo que haya allí, lo más probable es que sea abstracto. Como el propio ocupante de la caravana, pensé yo.

—¿Tienes alguna buena corazonada sobre lo que pasaba con ese tipo, Amano?

—Sí. Creo que se metió en el asunto. Que subió a bordo.

—Que se unió a ellos, quieres decir. A los blanquísimos.

—Correcto. Estaba desesperado, no encontraba el camino hacia su nuevo libro, por más que se diera la cabeza contra la pared. Tal vez pensó que esta era la clase de asunto que lo llevaría a alguna parte.

—Estás diciendo que entró como infiltrado para investigar. Husmeó un poco, averiguó qué pasaba, y la idea era salir pitando y escribir sobre el asunto.

Asentí.

—Es una posibilidad —dijo Don—. La otra es que quizás entró, le gustó lo que vio y se quedó. Y acabó tragándose el rollo.

—Es posible. Su desesperación superaba los términos de la novela. Era de esas personas a las que te imaginas cayendo en el agujero extravagante.

—Amano ha desaparecido, el dinero ha desaparecido. Todo indica que están juntos en algún lugar.

—Sí, así parece. Pero yo sigo pensando en el bodhisattva.

—¿En qué?

—Aparece en una de las versiones del manuscrito. El bodhisattva. Es alguien que pospone su propia salvación para ayudar a los demás a alcanzar la suya.

Pero no era eso lo que pensaba. Pensaba que en la caravana había algo. Dos cosas. Y estaba recordando un viejo proverbio. Si encuentras a Buda en el camino, mátalo.

Lo primero no fue ningún problema. Después de cinco o seis siestas consecutivas durante las cuales fui vagamente consciente de que iba atardeciendo frente a mi ventana y los bordes de un sueño se mezclaban con el siguiente, sin barreras ni controles de frontera, llamé a Sam Brown, antes miembro de SeCure Corps y ahora asesor por libre.

—Señor Brown, me preguntaba si podría explicarme exactamente qué es asesoría.

—Le prevengo de que es algo complicado. Pero para resumirlo en términos que un lego como usted pueda entender, le diré que tiene mucho que ver con lo que nosotros, los profesionales, llamamos «pasar minuta». ¿Le sirve eso?

—Sí, señor, creo que eso lo aclara todo.

—¿Qué tal te va, Lew?

—Unos meses más tonto y más pobre que la última vez que nos vimos.

—¿Ah, sí? ¿Y qué puedo hacer por ti?

Le describí el uniforme que llevaba Wardell, el guardia de seguridad que estaba junto a la caravana.

—Con un ribete a lo largo de la costura de la pernera, ¿no? Como en los uniformes de las viejas bandas de música.

—De un azul más oscuro, sí.

—Tiene que ser Checkmate, por las hombreras y los pantalones amariconados. El propietario está loco por el ajedrez.

Por un momento no entendí la relación con el ajedrez, luego me di cuenta de que «Checkmate» significa «jaque mate».

—¿Conoces a alguien allí?

—Lew, yo conozco a alguien en todas partes. Entiendo que quieres encontrar a ese hombre.

—Lo antes posible.

—Dame otra vez su descripción… Cabello negro ondulado, brillante. ¿Cómo el de los indios? Bien. La piel de un blanco grisáceo… Ya lo tengo. Te llamo enseguida.

Y lo hizo al cabo de unos minutos.

—El nombre del chico es Wardell Lee Sims. Lleva con Checkmate más o menos un año, y en la ciudad un poco más. Dio un número de licencia de conducir de Alabama cuando lo contrataron. Había trabajado en un par de agencias más antes.

—¿Y por qué cambió?

—Sabía que ibas a preguntármelo, soy un detective de primera, como tú mismo. Cuando tengas treinta años más, a lo mejor llegas a asesor.

—Sueño con ese momento.

—Todo hombre necesita objetivos. En cuanto al tipo en cuestión, veamos, en el gremio de los servicios de seguridad Checkmate no es exactamente solomillo de primera, sino más bien hamburguesas congeladas a sesenta centavos el paquete.

—¿Lo despidieron de sus empleos anteriores?

—Oficialmente no. Si llamas como posible empleador y preguntas si es apto para el trabajo obtendrás un sí, de acuerdo con las leyes del país. Puntual. Arreglo personal y aspecto, mantenimiento del uniforme, conocimiento del oficio, desempeño: todo correcto. Estrictamente ajustado a las reglas.

—Un buen soldado.

—Excepto por un pequeño detalle. En esto, se dispara la alarma. Tiene dificultades con la autoridad.

—No le gusta.

—O más bien le gusta, o la necesita demasiado. Muchas veces, viene a ser lo mismo. A lo mejor sigue metiendo la cuchara en la olla aunque no le gusta el sabor de lo que encuentra. Un momentito, Lew.

Sam se volvió a hablar con alguien. Le oí decir: eso soluciona tu crisis, ¿no,?, justo antes de volver conmigo.

—Sims dejó su primer empleo a las tres semanas. En el segundo, el supervisor lo suspendió temporalmente, se suponía que la sanción debía ser examinada más arriba antes de que se hiciera formal. Pero todo esto es pura teoría, porque Sims no volvió más. Ni siquiera fue a recoger su cheque.

—¿Y en Checkmate?

—Todavía tiene que aprender el ABC. Empezó de día, y al cabo de un mes volvió a tener problemas con otro guardia. Lo mandaron a lo más oscuro de la noche, y allí sigue. Además, está tan apartado que lo mismo podría estar cuidando un faro, nunca ve a otro ser humano.

—¿Y dónde queda eso?

—Demonios, eres bueno. Siempre con la pregunta adecuada. Una vieja fábrica en Washington, junto a los canales. Hacían snaks enlatados, vaya uno a saber qué contenían, y una bebida energizante del tipo Ovaltine, que estuvo de moda una semana a principios de los sesenta. Se fue a pique hace un año. La única razón por la que tienen un guardia allí es la insistencia de la compañía de seguros, y sólo por la noche.

Me dio una dirección y unas indicaciones de cómo llegar.

—Un amigo ha comprobado los registros. Sims ha de ir por la tercera taza de café. Eso os da la oportunidad de sentaros y hablar de los viejos tiempos sin que nadie os moleste.

—Gracias, Sam.

—No hay de qué, amigo. Esto es lo más divertido que me habrá pasado al final del día.

Cogí un taxi en Saint Charles y me bajé en Piggly Wiggly, a pocos minutos de caminata de la fábrica. No había mucho más en aquella zona. Dos puentes diminutos y contrahechos, regalo del gobernador Huey Long. Algunos chiringuitos de barbacoa desvencijados, un par de tiendas que seguían funcionando en sus chaflanes, las ventanas reemplazadas por gruesos trozos de madera terciada, una antigua estación de servicio que tenía una segunda vida, desganada como la Iglesia de la Verdad del Señor.

La fachada de la fábrica era una gran extensión de cristal dividida en centenares de cuarterones opacos como ojos con cataratas incrustados en planchas de aluminio pintadas de color blanco roto. A lo largo de los años, a la espesa pintura se le habían formado unas burbujas que se descascarillaban y adquirían un aspecto costroso y vagamente náutico. A través de uno de los muchos vidrios rotos atisbé el interior. Muy lejos, hacia el fondo, detrás de una mesa de trabajo, una silla y unas estanterías cubiertas de espesas telarañas, como salidas de Grandes esperanzas, se veía una luz solitaria. Los sueños de la señorita Abisma, fuerza industrial.

Por detrás, entre los tableros llenos de medidores eléctricos, paneles de servicio y válvulas de agua y de gas, vi una puerta estrecha que se mantenía abierta gracias a una batería de automóvil que hacía las veces de tope.

Dentro, sentado en una antigua silla de oficina con ruedas de latón, mirando un televisor en cuya pantalla las caras parecían huellas digitales borrosas, encontré a Wardell Sims. Volvió la cabeza cuando entré. Sus ojos relampaguearon en los míos.

—Supongo que te esperaba —dijo—. Sí, claro que te esperaba. Pensé que te habían llevado cuando se llevaron a Ellis. Eso, o eras uno de ellos. Y que lo que ocurrió a Ellis, si no eras uno de los suyos, te había ocurrido también a ti. Imaginé que de no ser así, vendrías a buscarme. —Lo soltó todo como quien recita un silogismo. Como si hubiese estado allí sentado dándole vueltas, rumiándolo una y otra vez—. No soy tan tonto como parece.

¿Debía decirle que esa imagen que daba era probablemente la razón de que todavía estuviese vivo… la razón de que los chicos de Marconi no hubiesen venido por él?

En la pantalla, unos ladrones de bancos huían por las calles llenas de gente de una ciudad, perseguidos por policías con y sin uniforme. Disparos, los ciudadanos se apartaban de su camino. Entonces, inexplicablemente, como los gatos y los ratones de las viejas películas, los ladrones se volvían, sacaban sus armas y empezaban a perseguir a los policías.

—¿Qué mierda estás mirando?

—Una de polis.

—¿La habías visto antes?

—Creo que no.

—¿La entiendes?

—Pues no.

Sims me miró y su expresión era vulnerable. A lo mejor no entendía nada de nada. Pero no era uno de los afortunados, él no dejaría estar las cosas, tenía que intentarlo. Aunque supiera que nunca conseguiría que la roca subiera a lo alto de la montaña.

Agarrándose al borde del mostrador, Sims se balanceó hacia delante y hacia atrás, unos centímetros solamente, sobre las ruedecillas de latón. Tenía los ojos cerrados. Luego los abrió.

—¿Tengo que ir contigo, o lo harás aquí mismo?

Pensaba que iba a matarlo.

Sacudí la cabeza, y la sorpresa asomó a sus ojos. Algo más que el pobre no había entendido.

Miró a la lejanía con los ojos desenfocados, sumido en sus pensamientos o en sus recuerdos. Una sonrisa fantasmal le cruzó la cara.

—Entonces, ¿qué cojones quieres? —dijo, al cabo de un momento. Saqué una foto de Amano.

—¿Lo conoces?

—Sí, claro que lo conozco. Es Ray Adams.

—Su auténtico nombre es Ray Amano. Era suya la caravana en la que tu amigo Ellis se apostó haciendo guardia.

—No sabía que era la suya.

—Es escritor.

—Sí. Ellis me lo dijo. Escribió algo para nosotros.

—Y ahora ha desaparecido. ¿Sabes algo de eso?

—Sé que no aparece desde hace un tiempo. Antes sí que estaba, salíamos juntos muchas veces, sin decir nada, sólo paseando. Siempre tenía los ojos entrecerrados, como si necesitara gafas. Cuando hacía cualquier movimiento, aunque fuese pequeño, como coger una taza de café, era muy rápido, como un tejón que sale de la madriguera.

—¿Ellis no dijo nada de por qué se había ido Adams?

—No, que yo recuerde. Entonces pasaban muchas cosas. Reuniones de la comunidad. Seminarios para gente nueva… nuestro modelo eran las Escuelas Dominicales.

—¿Cuál fue el modelo para almacenar armas?

—¿Crees que no tenemos derecho a defendernos? Tenemos la obligación de hacerlo. La Constitución lo garantiza. Lo que pasa es que la gente no lee la Constitución hoy en día. Sacan sólo dos o tres frases, las usan, y el resto lo ignoran.

—¿De dónde sacáis el dinero para esas armas, Wardell?

—Ellis nunca me lo ha dicho. Cuando lo conoces, sabes qué preguntas no serán bienvenidas.

—¿Te dice algo que ese dinero haya sido robado a la mafia?

—Bueno… Me imagino que habré oído una o dos cosas. Si prestas atención, las piezas van encajando. Hasta que poco a poco tienes un todo.

—¿Era Ellis quien guardaba el dinero?

—Al menos sabía dónde estaba.

—No en un banco.

—No, mientras los manejen extranjeros y judíos, claro que no.

—¿Y dónde, entonces? Se necesitaría un montón de latas de café y un patio enorme…

Sims se encogió de hombros.

—A buen resguardo, eso decía. Que el dinero estaba a buen resguardo.

—Estaba.

—Sí. Hace unas cuantas semanas, había conseguido una nueva entrega, después de la reunión. Era mi noche libre y se suponía que debía acompañarlo para hacer el trabajo pesado. Llegó tarde, y parecía al mismo tiempo tenso y furioso. Me dijo que habría que cambiar la fecha de recogida.

—¿Dijo por qué?

—No. Nunca lo decía. Ellis empezó a venir menos. Cuando lo hacía, no querías acercarte a él. Si juntaba las piezas yo llegaba a esa conclusión. No era asunto mío, ni era dinero mío, claro. Imaginé que era dinero de la mafia, que ellos lo habían cogido, y que el próximo paso era que vendría la mafia y lo cogería a él.

—¿Y si no lo hacían?

—Entonces pasaría otra cosa.

—Pero el dinero había desaparecido definitivamente.

—No hay otra explicación.

Se quedó allí sentado tranquilamente, con los ojos desenfocados, con esa sonrisa fantasmal vagando por los labios. Al fin había conseguido algo, llevar su piedrecilla a la cima de la colina.

—¿Y cómo saldremos de este lugar? —dijo al cabo de un rato—. ¿Adónde iremos?

—A ninguna parte —me acerqué y le tendí la mano—. Gracias por tu ayuda, Sims.

No me cogió la mano, pero me saludó con un movimiento de cabeza.

—Harías mejor en esfumarte un tiempo. No creo que la mafia vaya por ti, pero no lo descarto, hay grandes posibilidades de que se desate un infierno alrededor de tus blanquísimos amigos.

Volvió a asentir.

—Una cosa más en la que podrías ayudarme. ¿Qué significa ft?

—¿Qué significa? Nada. Ellis me dijo que uno de los convictos de Angola, el que inició el movimiento allí, tenía tatuado en los nudillos FIST. Un tatuaje de esos típicos de la cárcel, hecho con tinta y una aguja. Más tarde, perdió los dedos de en medio a mordiscos en una pelea.

La forma más pura de un santo y seña.

Cuando salía, una mujer en la tele subía por unas escaleras mirando nerviosamente alrededor, con los pechos saltando bajo el jersey de cachemir como las cargas explosivas de un cohete.

Fuera, las farolas y los focos de los coches tenían una aureola de color, y la noche había adoptado esa pesadez peculiar que sobreviene antes de una tormenta. Por encima del lago, a unos cuantos kilómetros de distancia, el viento agitaba su capote jaleando al toro.