9

Metí una nota en el bolsillo de Hosie, dejé otra en el vestíbulo para LaVerne, cogí sus llaves y me dirigí hacia el peligro. Subí por Prytania, dejando atrás las tiendas que por un proceso de metempsicosis eran ahora panaderías y oficinas inmobiliarias, las casas transformadas en apartamentos con balcones combados y llenos de salientes irregulares y demasiadas entradas. Después, por una calle estrecha, bajo los miembros torcidos de mil árboles que parecían viejas arrugadas, seguí por River Road la curva del agua, invisible y brillante como un cuchillo detrás del dique.

Ni borracho entraría en aquel restaurante de carretera en el horario de atención al público; tampoco podía atravesar la puerta principal. Pero por la puerta de atrás y a las diez de la mañana era muy distinto. Todas nuestras vidas se entregan y se recogen por la puerta de atrás.

Studs me recordaba una parrilla que mi viejo construyó en el patio trasero cuando yo era pequeño: un bloque sólido y achaparrado de fealdad, unido con argamasa, sin rasgos, sin ventanas, sin nada. Parecía más bien una trampa, un contenedor, como si alguien hubiese dicho: ¡qué espacio más bonito!, y hubiera empezado a construir alrededor para que no se escapara.

La pick-up Ford F-100 de color verde y el Dodge de los años 60 estaban en el solar, el camión de reparto modificado, detrás. Los fantasmas de algunos letreros antiguos asomaban por debajo de la última pintura del camión. Nada reciente.

Me quité la chaqueta y la dejé en el coche, que aparqué en una curva de la carretera, me remangué la camisa y restregué un poco de polvo sobre los zapatos. Mucho antes de haber alcanzado la puerta de atrás, las articulaciones se soltaron y recuperé lo que llamo andares, una forma de caminar despreocupada y chulesca al mismo tiempo, arrastrando los pies y contoneándome.

El agua humeaba en el fregadero de acero inoxidable, y en una olla lo bastante grande como para bañar a un niño hervía agua a fuego lento y una masa gelatinosa se iba disolviendo lentamente hasta convertirse en caldo, pero no había nadie. Miré por una claraboya que estaba a la altura del hombro. Dos hombres separados por un taburete vacío estaban sentados en el bar bebiendo cerveza en unas jarras pesadas, con una hilera de vasitos de aguardiente y una botella ante ellos. Uno estaba en la sombra y se reducía a una silueta. Cuando cogía la bebida su brazo quedaba en la luz y luego volvía a sumergirse en la oscuridad. El otro cogió la botella, se sirvió vodka y la tiró con vaso y todo dentro de la jarra de cerveza.

—Supongo que tendrás una buena razón para estar aquí —dijo una voz a mis espaldas.

Era un hombre alto y erguido, fuerte, y parecía un abedul cuando cambia de piel, con parches grises y otros de una blancura cegadora.

—Sí, señor. He llamado a la puerta y he dado voces antes de entrar. Me preguntaba si habría un trabajito para mí. Puedo limpiar… hago reparaciones y esas cosas, carpintería sencilla y lampistería. También sé algo de cocina.

—Wardell, ¿eres tú? ¿Con quién hablas?

—Hay un negrata que busca trabajo.

—Está muy lejos de casa, ¿verdad?

Me asomé por la claraboya.

—Sí, señor. Tiene razón. Pero en el barrio no hay trabajo, ni parece que lo habrá. Entonces pensé, si el trabajo no viene a mí, será mejor que yo vaya al trabajo.

—Pues no se les ocurre a todos…

—Pasa por esa puerta de ahí —me dijo Wardell—. Vayamos a la parte de delante.

—¿Cree que habrá algo para mí?

—Sí. Sí, algo habrá. Ya hablaremos.

Pasé por la puerta expresando mi gratitud con un susurro. Wardell estaba a mis espaldas. Y me quedé de pie en el bar, momentáneamente invisible, mientras ellos hablaban.

—Joder, Wardell, ¿es que no tienes ropa? Siempre que te veo llevas esa mierda de uniforme.

—He trabajado toda la noche, Bobby, como siempre. Ya lo sabes, hostia.

—Y no es que no te quede bien el uniforme —dijo el tercero, hablando por primera vez. Se inclinó hacia delante, hacia el haz de luz. Las cejas formaban unos paréntesis perfectos, muy por encima de los ojos juntos, dándole un aspecto estólido e inquietante. Tenía la piel oscura, correosa, y las manos rosadas y suaves. Como si le hubiesen injertado las manos de otra persona.

—Así que buscas trabajo.

—Sí, señor, eso es.

—¿Y qué estarías dispuesto a hacer?

—Cualquier cosa que sepa hacer. Lo que sea.

Él asintió.

—¿Quieres una cerveza? Hace un calor horrible ahí afuera.

—No, señor. Si no tiene trabajo para mí, mejor me marcho. Y si lo tiene, mejor que me ponga a ello.

—Bueno… —miró a Wardell que estaba justamente detrás de mí—. Aunque lamento mucho decirlo, no tenemos nada para ti, hijo. Ojalá lo tuviésemos. Porque admiro lo que estás haciendo, y quiero que lo sepas. Ni uno entre cien tiene el mismo espíritu que tú, ni es lo bastante hombre para hacerlo. ¿Seguro que no quieres una cerveza? Llévatela, si quieres.

Sacudí la cabeza.

—Pero muchas gracias.

—¿De dónde eres?

—De North Broad.

—Has hecho un largo camino desde tu patio.

No lo bastante, recordé haberle dicho a Don.

Les di las gracias de nuevo a todos, y cuando me volví Wardell se apartó de mi camino. Pasé por la cocina y salí, oyendo las risas a mis espaldas. Risas que no respondían a ninguna alegría ni a ninguna broma. Risas que se soltaban porque era lo correcto, parte del código.

Volví al coche, me recompuse lo mejor que pude y seguí un atajo entre los árboles hasta el Kingfisher, donde estaba la caravana de Amano. Un par de kilómetros más o menos. La puerta estaba abierta, tal como había dicho Lee Gardner.

A pesar del aspecto muy vivido de la caravana, quien la había abandonado previó que estaría fuera largo tiempo. Dos habitaciones. En la de atrás la cama estaba hecha, algo que no parecía ocurrir a menudo a juzgar por el estado de las sábanas. Había libros ordenados por su tamaño en unos estantes, debajo de la cama y apoyados en la pared opuesta. Me llamaron la atención Muerte del hombre conjurado y Un ciego con una pistola. Había un cenicero en uno de los estantes, limpio. En la habitación delantera, llenaban el escurridor tres o cuatro platos distintos, media docena de tazas que parecían manchadas de té permanentemente y un pequeño cazo azul, usado (por lo que revelaban sus depósitos) para hervir agua. El cubo de basura que había bajo el fregadero tenía una bolsa nueva y vacía. Había un televisor de esos con la caja de madera simétrica encendido y con el volumen bajo.

El que lo haya hecho cientos de veces no quita el pavor que se siente a la invasión de una vida ajena en estas condiciones. Ahí está, esa persona a la que no conoces (y sabes que por mucho que te esfuerces, por mucho que rasques e investigues, nunca llegarás a conocerla de verdad) pero estás a punto de entrar en el despropósito de esa intimidad.

La máquina de escribir Selectric IBM de Amano estaba en la encimera, tal y como esperaba por sus escritos, cubierta por un lienzo que la protegía del polvo. Sus archivos eran cajas viejas de papel carbónico aplastado bajo el peso, de modo que los papeles que contenían eran los que sujetaban el conjunto. A un lado había un bloc improvisado con páginas desechadas y dobladas por la mitad, con una estilográfica encima. Cogí la pluma. Era de fabricación británica, satisfactoriamente robusta y gruesa. Cara. La primera página del bloc estaba en blanco.

Cogí una cerveza de la diminuta nevera y empecé a hurgar los papeles: cartas a los lectores y de los lectores, borradores y comienzos fallidos de lo que finalmente se convertiría en Soledad americana, un puñado de cuentos (¿no guardaba copias en carbón?) de revistas con nombres como Elephant Hump Review y Shocking!, notas en trocitos de papel que no significaban nada para mí (¿2o p. grial mcguffin?).

Un par de cajas más abajo, en la misma pila, había una carpeta gruesa llena de artículos y editoriales fotocopiados o arrancados de revistas, todos ellos cruda y radicalmente racistas y, encima, borradores manuscritos por Adamo para artículos similares.

Trabajo de, investigación, sin duda. Había hecho los deberes y leído lo que esa gente lee habitualmente, y luego había tratado de escribir algo parecido para sentirlo, para meterse dentro de esas cabezas y quedarse allí sentado un rato mirando el mundo a través de ellas.

Podía esconder algo más, sin embargo. Quizá su billete de entrada, o había escrito aquellas palabras llenas de odio para conseguir la admisión en el grupo. Para que su candidatura fuera aprobada, para mostrar la idoneidad de sus pensamientos o para volverse útil.

O quizás (y no era capaz de desechar la idea porque recordaba con demasiada claridad la autoridad de la voz en el fragmentario libro de Amano), quizá las conexiones fuesen más profundas.

Quizá las conexiones fuesen auténticas.

Quizás, atraído por lo visto y oído en las caravanas, por una vecina como Jodie, que aparece al comienzo del manuscrito, por el bar Studs, Amano había empezado a hurgar, aprendiendo lo que podía. Curioso, horrorizado al principio, intentaba tirar de la manta, exponer al mundo lo que sucedía, y después lo fue usando todo para la novela. Pero al aproximarse más y más, acabó por sentirse extrañamente absorbido. Se dejó llevar.

Me encontraba yo mismo tan embebido en los papeles de Amano y en mis propios pensamientos, que no oí nada hasta que la puerta se abrió de repente detrás de mí. Sonó como si alguien se frotara con fuerza las manos. Y cuando me volví eso fue precisamente lo que vi: manos. Una en mi estómago, fuerte; la otra, para no ser menos, esperando que mi cara fuera a reunirse con ella.

—Otra vez tenía razón —dijo una voz.

Miré la bota de lona y cuero plantada en mi pecho, y luego levanté la vista y me encontré con unos ojos muy juntos y unas cejas como medialunas.

—Le faltaba el aspecto que da el hambre. Ya sabía yo que tramaba algo. El viejo Ellis tiene razón otra vez.

Apretó el pie con fuerza y oí el chasquido de una costilla. Y entonces perdí la conciencia.

Chandler nunca escribió mejores párrafos que cuando a Marlowe lo drogaban y le daban una paliza de muerte. Por lo que parecía las cosas eran difíciles en La Jolla. Aunque tengo mis sospechas sobre los colegios de elite británicos, donde parecía que todos habían crecido con tendencias masoquistas.

Cuando tenía unos doce años, había un chico que siempre me chinchaba porque quería pelear. Cada día, a la hora de comer, empezaba de nuevo. Un par de veces me inmovilizó con una llave de brazo, pero nunca hice nada. Entonces un día cuando se acercó, antes de que tuviera oportunidad de decir nada, levanté los brazos, lo eché de espaldas contra unos escalones de cemento y empecé a golpearle la cabeza contra ellos. Un profesor que había salido a fumar un cigarrillo vino corriendo y me obligó a dejarlo.

—No, no, así no. No es tan fácil, chico —su patada me obligó a volver a centrar la mirada, enroscada en torno al dolor—. Primero me vas a decir qué estás haciendo aquí. Y después, quizá te deje ir a dormir.

Empuñaba un cuchillo flojamente, el cual llevaba normalmente pegado a la pierna, era uno de esos de caza, con el mango muy grueso que se parece al asta de un ciervo.

Los dos lo oímos sin saber qué era, un chasquido sordo, un sonido como el que produciría una tabla al romperse debajo de una cama. Me apuntó con el cuchillo y se volvió a medias, escuchando.

No hubo más sonidos.

—¿Wardell?

Su grito sonó repentino y alto en la habitación.

Repitió, más alto aún:

—¿Wardell?

Se inclinó sobre mí y me colocó el cuchillo en la garganta.

—Si te mueves, te rajo.

Dio unos pasos hacia la puerta, se quedó junto a ella, escuchando. Entonces cogió el pomo y la abrió de repente. Lo que había sido un susurro, esta vez fue un chirrido agudo. Joey Montagna estaba allí de pie, llenando todo el hueco de la puerta, con un traje oscuro y una corbata castaña. La brillantina que llevaba en el pelo resplandecía a la luz del sol. Las solapas de su traje y sus hombros, la raya de los pantalones, todo tenía cualidades arquitectónicas.

—¿Qué cojones quieres? —dijo Ellis, aferrado al cuchillo—. ¿Dónde está Wardell?

Y entonces pasó, rápidamente.

Joey miró el cuchillo, y cuando los ojos de Ellis se unieron a su mirada, levantó la mano y le apretó fuerte el hombro. No sé qué hizo, pero le alcanzó de lleno el nervio. El brazo de Ellis quedó fláccido y el cuchillo cayó al suelo. Joey sonrió un momento y luego le pegó de lleno en la frente una sola vez, con un puño del tamaño de un pollo asado. Ellis se levantó casi medio metro en el aire y luego se derrumbó.

—Chicos difíciles —dijo Joey sacudiendo la cabeza—. Siempre hablan primero, te quieren demostrar lo machos que son y bailotean un poco. El que estaba afuera era incluso peor. Que se jodan.

Dio un par de pasos y me miró.

—¿Estás bien Griffin?

Me senté, conseguí apoyar una mano en el estante que había bajo la encimera, y me incorporé más o menos. Joey retrocedió mientras yo me levantaba.

—Deberías procurar dormir por la noche en lugar de echar tantas siestecitas.

Su especialidad era romper piernas y hacer chistes malos.

Lo de «levantarse» era fácil de decir y difícil de hacer. Joey se cargó a Ellis al hombro.

—Me lo llevo.

Viendo que no pasaría por la puerta, bajó a Ellis y lo sujetó más o menos a un palmo del suelo, echándolo a través de la puerta hacia fuera como una marioneta con las cuerdas rotas. El guardia de seguridad yacía al pie de los escalones.

—Ese volverá en sí dentro de poco. No pienso perder el tiempo apartando su patético culo.

—Joey, ¿qué estás haciendo aquí?

—¿Qué coño piensas que estoy haciendo, Griffin? Procurando que sigas vivo. Vosotros, los chicos malos, sois un coñazo.

Se dirigió directamente hacia los árboles con Ellis al hombro, caminando a toda velocidad, como si no pesara más que una gabardina. El Pontiac azul oscuro debía de ser suyo.

—¿Vienes o qué, Griffin? —dijo, sin mirar atrás.

Conducía pegado a las luces traseras del Pontiac de Joey de vuelta a la ciudad, hasta una tintorería abandonada que había a las afueras del distrito de los mayoristas, una parte de nuestra ciudad fantasma intermitente. Las bolas de paja brava que en las películas ruedan junto a las calaveras de la calle, no habrían sobrado. Nueva Orleans está carcomida por estos lapsos inexplicables. Hay manzanas enteras de edificios abandonados, entablados u ocupados, y al lado, viviendas completamente normales, donde el comercio se desarrolla como de costumbre y la vida se arremolina a su alrededor.

Joey salió, sacó a Ellis del maletero y vino hacia mi coche. Cuando se inclinó, la cabeza de Ellis osciló hacia delante y se dio un golpe contra el guardabarros.

—Espera.

Echó a andar, pero luego volvió.

—Alguien vendrá enseguida para apuntar tu pedido —y desapareció en el edificio.

No había signos de vida.

Bueno, en realidad había muchos signos de vida. Ratas del tamaño de castores que en otros lugares de la ciudad se subirían a los árboles para cazar ardillas; cucarachas que, si las asabas, darían de comer a una familia de dos hijos; perros callejeros hambrientos y gatos tan esqueléticos que cada día marcado en el calendario de sus vidas era como una victoria sobre el holocausto.

Lo que faltaban eran hombres. Al menos, a la vista. Aunque no quería decir que no los hubiera. Al cabo de media hora, apareció uno.

Jimmie Marconi bajó por las escaleras de incendio desde el segundo piso del edificio, alguna especie de oficina que en los viejos tiempos mantenía adecuadamente separados a los trabajadores de los jefes. Uno de los hombres de Marconi, el tío enjuto de Leonardo’s, lo siguió y se quedó en el hueco de la puerta al pie de las escaleras, lo más parecido a una sombra. Sus ojos fisgonearon el coche, la calle, los edificios de enfrente.

—Esto es lo que tiene que saber —me dijo Marconi, después de entrar en el coche y sentarse un momento—. Nada —se echó a reír. Él y Joey habrían podido ser un dúo cómico de primera clase.

—Usted tiene un método para meter la cabeza donde se la van a cortar, Griffin.

Asentí, como si fuera un gran descubrimiento.

—Contábamos con eso.

Un chico en bicicleta apareció en la calle, ondulando las lentas curvas de bordillo a bordillo. Los ojos del hombre de Marconi lo seguían desde el oscuro hueco de la puerta.

La muerte era lo único que podía meter prisas a Jimmie Marconi. Me quedé callado, a la espera de que estuviera dispuesto a seguir.

—Es curioso que Eddie Bone nunca le dijera lo que quería aquella vez que lo llamó.

—Dijo que hablaríamos de ello cuando nos encontrásemos.

—Lo emplaza entonces, luego no aparece y en su lugar le manda a aquella mujer.

—Así parece.

—Y usted sigue prácticamente sin tener ni idea de lo que quería.

—Ninguna.

Marconi asintió.

—Un hombre ambicioso, Eddie. Trabajaba duro, cuidaba los negocios. Todos los detalles.

Sí.

—Ambicioso. Siempre quiso ser más importante de lo que era. Tenía su mundo, sus amigos, sitios a los que iba regularmente, donde lo trataban como a un pez gordo. Si vio cómo tenía amueblado su apartamento, sabrá lo que quiero decir. Y no había nada de malo en eso, mientras respetara los límites.

Marconi miró los asientos del coche, las alfombrillas, el tablero de mandos.

—Bonito coche.

—Es de mi novia. LaVerne. Ella también es bonita.

Sonrió, con una sonrisa perfecta, untuosa, que me recordó a un pez depredador.

—A veces, Eddie hacía algún trabajo aislado para nosotros. Camiones, entregas, traslados. Nada complicado. Un mes antes de su muerte, las cosas fueron de tal modo que acabó manejando mucho más dinero nuestro del que probablemente manejaría jamás. Pero era de confianza… ¿verdad?

Marconi observó al chico de la bicicleta que desaparecía calle arriba.

—Eddie estaba bien, siempre y cuando no pensara. No era capaz de pensar ni para salvar su pellejo. Tenía que liarlo todo.

Marconi me miró.

—Le cuento hasta aquí. No iré más lejos.

Asentí.

—No sé qué cojones creía que hacía. Se le metió en el culo que tenía por cabeza… ¿Cómo acostumbran a decir ahora en esas películas piojosas? Sí, se le metió entre ceja y ceja que «sacaría sus dividendos». Ese pobre diablo, con sus trajes de seda que nunca llevaba a la tintorería, que apestaban como un calcetín de gimnasio, pero «sacaría sus dividendos».

»Al cabo de una semana o dos empezamos a preguntarnos qué pasaba. Así que Joey fue por allí. Eddie le dijo que el dinero había desaparecido. La mujer que vivía en su apartamento debía de habérselo llevado, pero él estaba tras su pista. Al día siguiente, vuelve Joey y pregunta cómo va todo. Bien, dice Eddie. Sí, sabemos perfectamente dónde has estado, le dice Joey. Sabemos lo que ha salido de tu boca.

Marconi miró por la ventana. En un momento dado, habían pintado toda una fachada lateral del edificio con el logo y el nombre de la empresa. Ahora sólo quedaban los fantasmas de unas letras blancas: T NT R RÍA.

—Esto era de mis padres. Empezaron el año que se casaron. Él tenía diecinueve y ella diecisiete. Lo pusieron en funcionamiento por cien dólares. ¿Qué haríamos hoy en día con cien dólares, Griffin? La gente del barrio decía que Valentine Marconi podía quitar las manchas de cualquier cosa… incluso de tu alma.

Alguien bajó las escaleras de la parte lateral del edificio. El guardaespaldas nervudo se acercó y ambos hablaron. Luego el guardaespaldas se dirigió hacia el coche. Marconi bajó la ventanilla. El gorila le habló, bajito al oído, y Marconi asintió.

—Aún no lo sabemos —dijo Marconi.

Volvió a subir la ventanilla y continuó:

—Quizá la mujer se llevara el dinero, como dijo Eddie. Quizá lo convenció de hacerlo. O quizá fue idea de Eddie desde el principio, su patética y absurda idea de llevarse el gordo, e iban a medias en el asunto. Cómplices.

»A lo mejor fueron esos tarados —miró a las escaleras, donde estaría Ellis, en el estado que uno quisiera imaginar— los que tramaron el asunto. Cogieron el dinero de Eddie o lo convencieron para que se uniera a su gran causa. Lo que creemos es que, de una forma u otra, Eddie se lo entregó a ellos.

—Para sacar sus dividendos.

—Sí. El chico ese no quiere contar nada. Piensa que es una especie de soldado.

—Está muerto.

Marconi sacudió la cabeza.

—Pronto lo estará.

—Usted o uno de sus topos mataron a Eddie.

—Así es la vida, Griffin.

—¿Y Dana Esmay?

—Para la policía fue suicidio. ¿Por qué no? A lo mejor no soportaba los remordimientos por lo que había hecho, ni el miedo por lo que creía que le harían cuando la encontraran. Por lo que sabemos, el dinero lo tenía ella, y los soldaditos de juguete se la cargaron por eso… o porque sabía que ellos se lo habían guardado. Queríamos encontrarla. Mierda, si incluso le pedí que nos ayudara. Y teníamos que hablar con los soldaditos, preguntarles si por casualidad sabían algo de nuestro dinero.

—Y por eso Joey me seguía.

—Más tarde o más temprano, usted iba a tropezar con esos chicos. Ellos lo encontrarían, o usted a ellos.

Alguien apareció en el rellano del segundo piso y enseñó el puño con el pulgar hacia abajo.

Marconi meneó la cabeza.

—Otro soldadito de hojalata que ha caído por la borda. Muerto con su honor de juguete intacto. Tenga cuidado, Griffin.

—Señor Marconi.

Se detuvo, con un pie ya fuera del coche.

—No me gusta que me mientan.

—Lo entiendo.

—Ni que me tiendan trampas. Ni que me sigan.

Se encogió de hombros, sin mirarme.

—¿A quién le gusta?

El guardaespaldas nervudo salió de su refugio en la puerta. Examinó bien toda la calle mientras Marconi subía las escaleras y luego, echando una sola mirada en mi dirección, se volvió y lo siguió escaleras arriba.