—Chicos, seguro que no queréis hacerlo.
Eran sólo apenas más jóvenes que yo, pero crecieron de una forma tan distinta que el abismo era insalvable. Recordé lo que había dicho a Dana Esmay: que existíamos en mundos diferentes, que no era como en las películas, en las que siempre hay una puerta falsa en la biblioteca para pasar de un lado al otro.
A lo mejor no se puede pasar. A lo mejor mi madre tenía razón: sus vidas no tenían nada que ver con las nuestras, y nunca lo tendrían.
Los tres eran típicos blancos sureños de barrio, con pantalones informales, camisas a cuadros y camisetas blancas debajo. Uno, que vivía al límite, se había dejado el pelo largo y llevaba un pequeño mostacho. Parecía el líder.
—Qué cojones —dijo uno sin mirarme, dirigiéndose al del bigote. Su camisa era de un blanco amarillento con manchas de óxido como parches, obtenidos seguramente en la secadora eléctrica de su madre, de modo que parecía vestido con un plato de espaguetis—. ¿Ahora un negrata cualquiera viene a decirnos lo que tenemos que hacer?
—Lo que no debéis hacer —corregí, y el tercero sacudió la cabeza, asombrado. ¿Adónde iba a parar el mundo? Ese debía de ser aquel a quien empujaban los demás, al que hacían pasar un mal rato y de quien se burlaban.
—Pero ¿qué pasa, tío? —dijo Espagueti—. ¿No tienes bastantes problemas en tu barrio de mierda, que vienes a buscar más aquí, donde sabes que no nos gustáis?
Mostacho se metió con mi traje negro.
—Mierda, ni siquiera es domingo. ¿Eres uno de esos musulmanes, o qué?
Yo señalé lo que llevaban.
—Supongo que no soy la única clase de gente que no queréis.
—Es una cuestión del barrio. No es asunto tuyo.
—A lo mejor soy judío.
No supo cómo tomarlo y lo pasó por alto.
—Esa gente no es de aquí.
—Los judíos, quieres decir.
—Mierda, tío, durante dos mil años nadie los ha querido. ¿No crees que será por algo?
—Supongo que debería sentirme orgulloso por que vosotros sí que quisisteis a mi gente. Nos queríais tanto que vinisteis adonde vivíamos y nos trajisteis aquí. Pagando un montón de dinero, además.
—Sí, y mira adonde hemos llegado —argumentó Espagueti.
—Sin ánimo de ofender —añadió Mostacho.
—Mirad, chicos. No tenéis motivo alguno para estar aquí. Ninguno de vosotros conoce a Mel Gold, ni a su familia ni a sus amigos, ni sabe nada de ellos —en resumen, no eran mucho peores que otros de su edad, imitando lo que veían, llenos de frustraciones y energías mal dirigidas; el rayo toma por el camino más corto—. ¿Por qué no volvéis a casa ahora mismo?
—¿Quién mierda te crees que eres, el guardaespaldas de los judíos esos? —por la mirada que dirigió a los otros, a Mostacho le divertía la situación.
—No. Soy tu sombra —dije yo—. Algo negro y enorme que te sigue adonde vayas.
Miró a un lado, al solar de casas oscuras alineadas en hileras regulares, como las verduras de un huerto, una de ellas ciertamente la suya, mirándola para tranquilizarse, para recordar por qué habían llegado hasta aquí y qué sentido tenía. No era de recibo que las tornas cambiaran así.
—Vosotros, chicos, dejad vuestra carga y andando. Podéis volver a recoger todo esto dentro de una hora.
Espagueti dio un paso muy estudiado hacia mí.
—¿Qué quiere decir con eso de volver a recogerlo?
—Bueno, he venido andando —señalé hacia el grupo de encinas de los pantanos, a un par de manzanas de distancia—. Al pasar junto a vuestra camioneta (esa Dodge azul de ahí es vuestra, ¿verdad?) me he fijado en que alguien había desinflado los cuatro neumáticos.
—¡Mierda!
—Sí, estoy de acuerdo. ¡Vaya pena! Y tan lejos de casa.
Se miraron unos a otros y se dirigieron hacia la camioneta.
—Chicos… Ahora ya no vais a necesitar todo eso, así que, ¿por qué no os vais y las dejáis aquí?
Al cabo de un momento lo hicieron.
Me acerqué y miré. Una lata de pintura de color amarillo chillón, unas bombas fétidas de fabricación casera y un saco lleno de mierda de perro fresca. Más o menos, lo que se podía esperar. Igual que era de esperar encontrar los folletos con el pie de la F alargado convertido en el palo transversal de una T invertida en la guantera.
Volverían a inflar los neumáticos rápidamente; no sería un problema, estaba seguro de ello. También me había metido por detrás del volante, en el asiento del pasajero, y cortado el cable de arranque. Eso les iba a llevar más tiempo.
—Su problema no se ha resuelto del todo, señor Gold. Nunca es tan fácil. Pero creo que los chicos no volverán. Bueno, al menos esos chicos.
Colgué el teléfono y miré el reloj: las 7:36. Quería hablar con Gold antes de que saliera para la oficina. Verne había llegado tambaleándose y muerta de cansancio, poco después de mí, más o menos a las seis, y ahora dormía, todavía medio vestida, en la habitación de atrás.
Abrí una tercera cerveza y hojeé de nuevo las páginas que Lee Gardner me había mandado, consultándolas superficialmente al principio, como un verdadero creyente que no busca la comprensión, o conexiones racionales entre las palabras, o entre palabras e ideas, o entre las palabras y el mundo, sino algún crujido subliminal, un frisson de revelación.
Pronto, sin embargo, volví a dejarme arrastrar por la lectura.
Lonnie Jonson, «el petipardo herreruelo negro», ha muerto esta mañana. Había pasado los últimos días en la hendidura estrecha que hay entre la pared y el lecho, pero salía periódicamente, al menos al principio, para frotarse la parte trasera de la cabeza y el cuello contra las paredes, la ropa de la cama, las patas de la mesa y las piernas de la gente, insistiendo en que lo acariciara. Dejó de comer y se debilitó aún más, hasta que al final apenas podía levantar la cabeza. Estaba allí echado contra la pared, y una mirada lejana y resignada se adueñó de sus ojos. Esperaba. La orina se encharcaba a su alrededor. La última noche cogí un destornillador del armario y quité los soportes de la cama, para llegar con el brazo y acariciarle un poco la cabeza. Espero no olvidarme de su amabilidad, de su dulzura. Si otro gato venía a comer de su cuenco, Lonnie se apartaba, lo dejaba comer y esperaba callado.
Había puesto la tele con el sonido bajo para que me hiciera compañía, una costumbre nueva. Sólo Dios sabe por qué. En pantalla había cuatro chimpancés vestidos con esmoquin brillante y pajaritas rojas, con su quiosco de música decorado con grandes notas musicales cubiertas de lentejuelas y el nombre KONGO KINGS en letras azules como el mar. Uno de los chimpancés estaba sentado ante una batería de juguete, otro ante un teclado enano, otro tenía un saxofón de plástico, otro un banjo. Bien amaestrados, representaban su pantomima con gran precisión, tocando los tambores y los platillos, moviendo los dedos en el saxo y el banjo y las manos por el teclado. Incluso iban más o menos al compás. La música de Duke Ellington sonó en el micrófono.
Este libro, cuyo título estoy convencido de que será Soledad americana, no puede terminar más que de una forma: yo solo otra vez, sentado en el mismo lugar que al comienzo, mirando a los mirlos pavoneándose bajo el sol. El gatito montés que describía al principio, hace tantas y tantas páginas, se domesticó y, a su debido tiempo, se instaló en la caravana conmigo, creció y se hizo adulto.
Hay un ventanal aquí (que supongo que he mencionado en algún momento, aunque la verdad es que no lo recuerdo), casi de la medida exacta de la encimera donde trabajo, una pantalla en la cual se proyecta el mundo. Por la noche, el viento se cuela por las grietas y huecos de la caravana y aúlla como una polifonía de lúgubres cantos gregorianos. Alicia escribe que le gustaría que las cosas fueran como antes, pero sabe que es imposible. Recuerdo que Santayana notó que le gustaba más escribir sobre su vida que vivirla.
Los árboles, alrededor, agachan los hombros e inclinan la cabeza como jugadores de bolos; una rama rasca mi ventana y produce un sonido como el graznido de un cuervo. En este libro he tratado de decir muchas cosas; otras no tenía intención de decirlas, pero las he dicho de todos modos, entre el simple lapso de acabar una frase y empezar otra.
Por mi ventana, o mejor dicho, por la ventana de LaVerne, vi empezar el día y la gente que se desplazaba desde las casas a los coches, bajaba los escalones como si los contara, se paraba en las esquinas a esperar el semáforo y luego cruzaba. El señor Jones pasó en el Pinto camino del trabajo.
Todos nosotros somos mundos asombrosos y portátiles, que giramos y damos vueltas los unos en torno a los otros, e intercambiamos fragmentos de materia de vez en cuando como estrellas binarias, nuestras luces separadas se asoman, débiles y condenadas, a una negrura que nunca entenderemos: todos somos hogueras mezquinas.
Hogueras mezquinas. Del poema de Neruda que había citado a LaVerne, cuando estaba en el hospital. Luces de ciudad. Los fuegos diminutos del planeta.
Pensé en Amano, atrincherado en su casa-caravana, un okupa, un intelectual muriendo en tierra de gamberros, y recordé que Edward Abbey, en El solitario del desierto, cuenta que intentó prepararse las comidas dentro de la caravana, y de repente sintió el enorme agobio de la soledad, y sólo cuando se decidió a comer fuera, lejos de todo lo que la sociedad conlleva, la soledad desapareció.
Hora tras hora, día tras día, Amano se quedaba allí sentado ante su ventana tan grande como la encimera, mirando los árboles llenos de pájaros y de ardillas, o la esquina de una caravana próxima quizás, o los bajos de otra, pensando en la joven Juana de Arco, hombres sin lugar en el mundo que aun así se sienten suplantados, hombres que mueren lentamente y otros que renacen, Grandes Quizás. Tras él, un camino de tierra se alejaba hacia el bar de carretera con su parcela de grava, una especie de zona fronteriza, una avanzada, y finalmente hacia la civilización, la ciudad. En torno a la caravana heredada de sus padres, había unas sillas de jardín con las cinchas rotas y debajo, ladrillos de cemento cuyos huecos como cavernas albergaban una gran variedad de pequeños seres vivos, la cáscara vacía de una cortadora de césped, dos o tres mangueras de jardín enrolladas desde hacía tanto tiempo que ya no se podían desenrollar, una pila de terracota hecha pedazos, unas botas de goma, una tina galvanizada y los restos de un par de parrillas.
Día tras día se sentaba allí y en estas páginas intentaba encontrar una escapatoria, trepar por las paredes de los pozos que se había cavado a sí mismo. Intentaba convertir lo que en esencia no eran más que anotaciones de un diario, fragmentos sueltos de su vida, en algo más, algo con forma, con sustancia: ficción, ensayos, un libro. Podía sentir esa necesidad, la urgencia que acechaba y gemía, fuera del campo de visión, incluso uno sentía en su propio cuerpo la respuesta a esa necesidad. Pero no había nada cuando enfocabas tu linterna hacia allí.
Entonces, a tres cuartas partes del camino, habiendo dejado atrás como una muda de piel sus afanes por convertirse en novela, y rozando más de cerca si cabe la propia vida diaria del escritor, el manuscrito cambiaba. Ray Amano emergía trepando por el borde de una meseta verde.
Había encontrado su tema.
Me levanté a coger otra cerveza y, mirando de nuevo hacia la ventana, vi en ella una cara que atisbaba.
—¿Hosie? —dije desde el patio, momentos después.
El pavimento de piedra era irregular, con piedras en forma de riñón y de huevo, romboides raros, como un tablero de juego diseñado por un loco.
—¿Qué haces ahí? ¿Por qué no entras?
Sus ojos se volvieron hacia mí, apagados, distantes. Lentamente, cambiaron.
—Lew, no sabía si estarías. Quería ver primero, para no molestaros a ti o a LaVerne. Hace un rato… Supongo que me he quedado ahí clavado.
—¿Estás bien?
—Me quedo así clavado estos días, a veces —sacudió la cabeza—. Las cosas se tuercen sin que te des cuenta. Es difícil de entender. Supongo que he bebido demasiado también. Eso es lo que pasa. Ahora mismo, no tengo demasiada compañía —el lenguaje, el acento y la cadencia habían vuelto a ser los de su juventud—. Ni siquiera yo me hago compañía.
—Más motivos para entrar.
Me siguió y se sentó a la mesa de la cocina sin hablar, sin molestarse siquiera en apartar a un lado la pila de papeles y echarles un vistazo, cosa que habría hecho sin pensarlo siquiera en otras circunstancias. Ahora miraba la condensación de su botella de cerveza.
—Los abogados, Lew. ¿Conoces ese verso del poema de Claude McKay? «Mientras a nuestro alrededor ladran los perros rabiosos y hambrientos».
—¿Qué abogados?
Se formó una gota de condensación en el cuello de la botella, y luego empezó a bajar erráticamente.
—Quieren quitarme mi periódico, Lew. Dicen que tengo facturas pendientes con proveedores importantes, que no he pagado a mi impresor desde hace meses, que el préstamo del banco está atrasado. Ahora se han metido también los tribunales. Yo sabía que había problemas, pero no creía que fuesen tan graves. Supongo que he dejado que las cosas se deteriorasen.
Se bebió la cerveza de dos tragos. Si lo tranquilizó o le afectó de alguna manera, no sabría decirlo.
—Sí, eso es lo que he estado haciendo, es verdad… Si me quitan The Griot, Lew, sería lo mismo que si me pegaran un tiro.
—Pero no hay sentencia, ¿verdad? Todavía están en las negociaciones…
—Hay una especie de vista fijada para el jueves de la semana que viene.
Y eso lo decía el hombre que había desenredado el barroco mundo de los hilos del gobierno de nuestra ciudad y lo había expuesto recto y claro por escrito. Una especie de vista. Sacó un antiguo bloc de reportero del bolsillo trasero del pantalón. Echando un poco de yeso en él se habría obtenido un molde perfecto de su culo.
—Lo he escrito todo. Lo siento. No sabía adonde ir, Lew. No sabía a quién más podía contárselo.
Hosie se tapó la cara con las manos un momento y pensé que estaba llorando. Entonces salté rápidamente para coger el cubo de la basura y se lo coloqué delante justo a tiempo.
—Hacía mucho que no me pasaba esto —dijo, secándose el vómito de la boca. Miré en el cubo y vi sangre oscura.
—Tienes que descansar, Hosie. Échate en el sofá. Haré unas cuantas llamadas, veré qué averiguo. Hablaremos de todas estas cosas por la noche.
Lo ayudé a ponerse de pie, ofreciéndole sólo la ayuda que él aceptaría. Su cuerpo me dijo cuándo apartarme de nuevo.
Salió al vestíbulo tambaleándose. Me senté y me quedé mirando por la misma ventana donde su rostro me había sorprendido minutos antes. Ahora veía a una avispa de color amarillo chillón que chocaba repetidamente contra el cristal que era incapaz de ver.
—Lew, ¿puedes venir?
Me asomé a la puerta. Hosie estaba echado de espaldas. Se había quitado las gruesas botas de color naranja, pero seguía completamente vestido. Por la forma en que se le arrugaba la camisa sobre el pecho hundido y las costillas, me di cuenta de lo flaco que estaba.
—Creo que buscabas a unos viejos amigos, ¿no? De esos a los que no les gustamos mucho, y a quienes les encantan las armas y esas cosas.
—Sí.
—¿Y has tenido suerte?
—Sí, Don está en ello. Y otros.
Hosie asintió y cerró los ojos. Creí que se había quedado dormido cuando de pronto dijo:
—Después de pensarlo un poco, he consultado con algunos hermanos que conozco. Gente que se metió en el rollo ese de los Panteras y los Musulmanes y después se salió por el otro lado. Un par de ellos estaban en los edificios de Desire cuando llegaron los polis disparando. Quedan sólo algunos de la vieja guardia. Ahora, la mayoría se mantiene en la clandestinidad. Se llaman a sí mismos «guardianes». Controlan todo lo que puede suponer una amenaza para el conjunto de la comunidad, como la legislación que quieren aprobar a la chita callando allá arriba, en Baton Rouge…
—O esos grupos de honrados chicos blancos…
—Exacto. Bueno, como no había visto al viejo Levon desde hacía dos o tres años, nos sentamos y charlamos.
Me contó todo lo que saben, que tampoco es demasiado, si lo piensas. No tienen ni idea de dónde está el cuartel general, por ejemplo…
—Donde almacenan las armas.
—O el dinero. Y ya sabes, seguro que hay un escondite con dinero en algún sitio. Tampoco son muy aficionados a los bancos.
—Gracias por la ayuda, Hosie.
—No es muy probable que puedan infiltrarse en una reunión o algo así, desde luego —soltó una risita breve ante la imagen que conjuraba su imaginación—. Pero Levon me dijo: «Hemos llevado las bicis y los coches viejos hechos polvo. ¿Quién se fija en otro pobre negro que vuelve fatigado a casa?». Y resulta que un par de esos pobres negros vuelven fatigados a su casa justo en el momento oportuno, y saben dónde se están celebrando esas reuniones de blanquitos honrados que tanto te interesan. Así que Levon me dijo que conocen a dos o tres de los habituales porque resultó que, casualmente, iban en la misma dirección que esos pobres negros. Aunque no sabe dónde viven. Levon no te puede dar sus direcciones, claro, no puede llegar tan lejos. Pero sí sabe cómo son, por dónde se mueven… esto es un asunto completamente diferente.
Volvió a sacar la libreta de reportero del bolsillo posterior y la hojeó.
—Está todo escrito aquí, Lew. Hacia el final.
Cogí la libreta y él se volvió de lado, con las rodillas sobresaliendo del sofá como alitas de pollo.
—Creo que ahora voy a dormir un poco.
Ya estaba casi en la puerta cuando me dijo:
—¿Lew?
—Sí.
—Voy a dormir hasta el jueves, pero asegúrate de despertarme.
Lo que había hecho Amano, de repente, era cambiar la narración a la primera persona, que era un neonazi sureño, un acólito del templo, un aprendiz. Ese sujeto nos relata con desapasionamiento lo que ve y en lo que participa, y gran parte del poder de la narración deriva de la tensión entre las dos voces que hablan simultáneamente desde su interior, la de un hombre que lamenta la muerte de su gato y trata de entender el mundo que lo rodea, y la de un hombre que está entrenándose para el desprecio, el odio y el asesinato.
El primero fue un mequetrefe delgaducho que recogimos en New Orleans East, junto al canal industrial, que volvía a casa a pie después de una cita o de un baile, al parecer, por los pantalones holgados de rayón y la camisa plateada brillante que apestaba a sudor de negrata. Nos dijo que se llamaba Robert Lee, aunque nadie se lo preguntó. Se resistió cuando lo arrastramos hacia el camión, hasta que Willard y Dwayne le ablandaron las carnes con unas tablas cortas con un mango en un extremo y unos clavos que sobresalían en el otro. Entonces se calmó un poco.
Hacia el final empezó a sollozar, el cuerpo le temblaba sin parar, pero no le salía ni una lágrima de los ojos. Entonces el tío me miró y me dijo: «¿Por qué hacéis esto? ¿No he sido bueno siempre?». Y el problema es que, según sus criterios, realmente se lo creía. ¿Entiendes?
Por una parte, nuestro compromiso con la VERDAD (decimos que los demás sólo piensan, nos convertimos en su voz) y por otro lado con la OBLIGACIÓN (la lucha será larga y amarga, y muchos de nuestros guerreros caerán) nos unen con un vínculo que pocos conocen.
—En realidad, ¿cuál es el problema? Lo hemos pintado de negro para ti, cariño… de negro, y más o menos del tamaño al que estás acostumbrada, ¿verdad?
Pryor blandió el bate de béisbol como alguien que está a punto de pegar un cuadrangular. El extremo romo brillaba.
—Cómprame unos cacahuetes y palomitas dulces —dijo LeMoyne.
—No te pierdas esto… la chica va y se duerme justo en el mejor momento. Aluisha. ¿Qué mierda de nombre es ése?
Nos importaba un rábano, pero siempre terminábamos sabiendo sus nombres, siempre nos los decían… como si, finalmente, fuese lo único que les quedaba.
Cogí la libreta de Hosie y pelé las páginas como las capas de una cebolla. Olía a sudor y a alcohol viejo y estaba verde de moho por los bordes. Había escrito las descripciones de dos hombres:
Tatuaje, pelo a cepillo, labios rellenos «como un niño de doce años cuyo cuerpo hubiese crecido hasta medir dos metros y nada más en él lo hubiese seguido».
Y después de un enorme interrogante, otra descripción:
Cabello negro ondulado, brillante. Uniforme. ¿Guardia de seguridad?
Entonces miré la lista de lugares que frecuentaban. Conocía un par de esos sitios. Uno, en Gentilly, la Tommy T’s Tavern, un local variopinto, cerveza negra y rubia, expresidiarios y veteranos a partes iguales. Más cerca, en los terrenos vacíos colindantes con los bloques de la parte baja de Magazine, llenos de almacenes de muebles donde nunca parece entrar nadie, el Quarter Moon Grill, un bar tan hecho polvo que podían entrar unos insectos gigantes alienígenas y llevarse a unos cuantos parroquianos y nadie se daría cuenta. El tercer nombre de la lista era Studs. El restaurante de carretera junto al aparcamiento de caravanas de Amano.