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—No había visto jamás algo semejante.

—Con un poco de suerte, la mayoría de la gente nunca lo ve.

Verne sabía que hacía unos años yo había matado a un hombre, pero nunca hablábamos de ello, ni entonces, cuando entré en el lecho para acostarme con ella después de conducir largo rato, con la sangre todavía en mis manos, ni ahora, sentados en su estrecho balcón a las once de la mañana. Palco al Orpheum. Debajo, la ópera de Nueva Orleans iniciaba su segundo acto.

Todos sabemos que está ahí, justo en el borde de nuestro campo visual, fuera del círculo de luz de las hogueras de nuestros asentamientos. Camus dijo que sólo una cosa es necesaria: llevarse bien con la muerte, y que después todo es posible; pero seguimos sin mirarla a los ojos, hacemos la vista gorda, la engalanamos con vestidos de época, la enjaulamos en la música o en el teatro, la castramos en novelas de misterio. ¡Qué listos somos!

Cómo me gusta la última escena de Benito Cereño. Tenía quince años y me saltaba el desayuno antes del colegio e ignoraba las llamadas a la cena porque acababa de descubrir los libros y su mundo, que por entonces me parecía mucho más real que éste. Los negros se habían amotinado y adueñado del barco, pero al aproximarse un buque oficial, montan una elaborada mascarada a lo caballo de Troya en la cual los blancos esclavizados fingen estar a cargo.

Esa era, para mí, la ficción suprema. Porque como el esclavo no podía decir lo que quería, decía otra cosa en su lugar. Y para mí, esa escena de Benito Cereño trataba exactamente de eso.

En el folklore africano existe una gran tradición del embaucador, Esu-Elegbara. El vudú lo transforma en Papa Legba. En América se convierte en el mono representador, dado a arranques de ironía autorreferente en lenguaje paródico, que anuncia lo que W. E. B. Dubois definió como la doble conciencia del negro.

Todos nosotros somos embaucadores. Estamos obligados a serlo, a aprenderlo. Fingimos, representamos, disimulamos… y piensan que nos dominan, a estos pobres niños de betún.

Me puse de pie y esta vez, en lugar de llevar los vasos de aquí para allá, llevé la botella entera desde la cocina.

—Gracias por tu ayuda, Verne. Me consuela un poco saber que no tengo que molestar a Doo-Wop.

—El hombre está muy ocupado buscándose la vida.

—¿Quién no lo está?

—Pero al encontrarla así, el caso queda cerrado para ti, ¿no? ¿Qué ha quedado? Eddie Bone está fuera de la película. Ahora la mujer.

Me bebí el fondo de whisky de mi copa. La súbita oleada de calor que provocó era la réplica precisa del mediodía largo y lento con su sol de justicia… o de mis sentimientos por LaVerne. La bicicleta de Verne, con el neumático delantero desinflado estaba apoyada a pocos centímetros de mi oreja derecha. Delante de mí, en la verja de hierro, había unos tiestos con albahaca, romero, tomillo y citronela.

—Tienes razón. Poca cosa para seguir adelante. La ropa no da ninguna pista, toda es de Montgomery Ward y tiendas por el estilo. Nada de correo, por supuesto. Latas de fiambre y chile sin marca, envases de salchichas. Bolsas, cajas y condimentos de restaurantes de comida china, bolsas viejas de hamburguesas White Castle. No sabemos quién vivía en aquel apartamento.

Sonó el teléfono. Verne fue a responder y se quedó allí conversando, con alguna amiga quizás, o con uno de sus clientes habituales, mientras yo me acababa el escocés. La miré y me sonrió. Levantó la mano izquierda con el pulgar, el índice y el meñique extendidos: te amo.

Verne se apoyaba en la pared mientras hablaba. El teléfono estaba instalado en un nicho. En la mesilla se apilaban correo comercial, revistas sin leer, y un bloc de papel para apuntar mensajes.

Igual que en la entrada de Jane Street.

Verne colgó y fue hacia el baño. Cuando volvió y me preguntó si quería algo de desayuno, yo ya estaba al teléfono, esperando que localizaran a Don.

—Soy Lew.

—¡Qué pelmazo! De fiesta toda la noche y al día siguiente se presenta a trabajar.

—¿Y qué cojones quieres que haga si no, quedarme en casa y tomarme una aspirina, viendo la enésima reposición de Hazle? ¿Cómo estás?

—Como una bolsa de basura al sol.

—Bien. Es alentador saber que no soy el único.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—He pensado una cosa. ¿Lo de Jane Street está todo embalado?

—Sí.

—Había unos papeles en la mesa del vestíbulo. Unas hojas usadas dobladas por la mitad que formaban una especie de bloc de notas, de los que se usan para apuntar nombres y números. ¿Lo habrán conservado?

—Claro que sí, si había algo escrito.

—Me lo esperaba.

—Pero todo lo que había allí ya ha sido revisado.

—Lo que me pregunto ahora es lo que había en la parte de atrás de esas hojas, de dónde venían.

Don pensó un momento.

—¿Estás en casa?

—Sí.

—Deja que llame al Depósito. Con suerte, podrán encontrarlo. Te llamo.

Mientras esperaba entré y molí más café. Verne dijo que se volvía a la cama. Le dije que tal vez me uniría a ella.

—Hemos tenido algo de suerte —dijo Don—. La mayoría de los papeles se tiraron… no había nada, me ha dicho Willis. Pero unos pocos tenían números y cosas escritas. Esos están.

—¿Y?

—Cinco o seis eran hojas ciclostiladas que anunciaban una «reunión en la ciudad», hace un par de meses.

—¿Dónde?

—En la cafetería de un instituto, DeSalvo. En el Irish Channel. El director la alquila a grupos comunitarios a cambio de una tasa simbólica.

—¿Alguna identificación del grupo?

—Sólo unas letras pequeñas en la parte de atrás, una especie de F torcida con el pie tan alargado que se convierte en el palo transversal de una T invertida.

—¿Eso es todo? ¿Alguna idea de qué puede ser?

—Tengo algo mejor que una idea: un policía de Baton Rouge que acaba de ser destinado aquí. Dice que empezaron a ver ese logotipo hace poco más de un año, en algunos de los bares más cerriles. Ahora se ve mucho allá. Si quieres, le digo que te llame.

Diez minutos después llamaba, identificándose como el oficial Tom Bonner.

—Walsh me dice que usted es negro.

—Y a mí, que usted es de Baton Rouge.

—Sí, cada uno lleva su cruz… ¿Sabe algo de la vida en prisión, Griffin?

—Menos que la mayoría de los negros de mi edad.

Su risa sonó rápida y quebrada.

—Sé lo que quiere decir. Mi esposa es negra. Uno de los motivos por los cuales nos trasladamos; pensamos que sería más fácil.

—¿Y es así?

—Llámeme dentro de un año y se lo diré. Pero en las prisiones como Angola se dan las separaciones de color más estrictas que pueda imaginar. Blancos, negros, mexicanos y orientales, todos se mantienen apartados entre sí, cada uno tiene su propio espacio en el patio, su propio apartado en el rancho. Los matan sólo por cruzar esa línea.

Eso ya lo sabía.

—Por lo general se aplica al interior de la cárcel. Ahora parece que lo han exportado y que algunos se lo han llevado fuera con ellos. Dentro eran blancos pobres que se defendían solidariamente contra las hordas intrusas, su única forma de sobrevivir. Dentro, crearon una religión. Y ahora están fuera predicando el evangelio. Y el evangelio es muy sencillo: supremacía blanca.

—¿Y qué es ese rollo de la FT?

—¿Y quién coño lo sabe?

—¿Qué nombre se dan?

—Que yo sepa, ninguno. La filosofía parece ser: si los buscas y necesitas lo que ellos tienen, los encuentras.

—¿Son todos exconvictos?

—Así es como empezó, sí. Chicos de los que viven en aparcamientos de caravanas, ¿sabe? Pero luego crecieron como la mala hierba en un solar abandonado. Hoy en día, tienen toda clase de apoyos. Abogados, veteranos, dependientes de tiendas…

—Policías.

—Sería un idiota si lo negara. Esto es América, Griffin. Todos somos unos vaqueros de mierda, aquí. Salir de la ciudad y echarse al monte, subir a una montaña o a una torre, disparar a los malos.

—¿Eso es lo que quieren hacer?

—¿Uno, dos o tres?

—Tres.

—Ya. Ya. Por lo que sé, es la prioridad de su agenda.

Le di las gracias y me dijo que si quería ir a cenar alguna noche que lo llamara, que él y Josephine no conocían a demasiada gente aquí.

La siguiente llamada fue a Papa, que manejaba un negocio de armas y mercenarios desde un bar del Quarter.

—¿Baton Rouge, dices? Es el territorio de Harrington. No he hablado con él desde hace siglos. No te muevas de donde estás.

Cuando volvió a llamar al cabo de unos minutos, Papa dijo:

—Parece que tenías razón en un punto, Lewis. Desde hace más de un año se han venido realizando compras de material barato de forma constante. Alguien está acaparando, desde luego. No es la clase de negocio en la que se fuera a meter B.A. Son cuestiones internas de las que suele apartarse, como hacemos todos nosotros, y que se pagan estrictamente por adelantado, armas pequeñas sobre todo. Pero cualquiera que haga negocio en el territorio de B.A., primero tiene que aclarar las cosas con él.

—¿Quién está acaparando?

—No hay razón para que él lo sepa, Lewis, o te diga que lo sabe. Pero dice que puede ponerte en contacto con el suministrador.

Papa me dio el número y yo le di las gracias.

—Has dicho que tenía razón en un punto. ¿Cuál es el otro?

—Bueno, no sólo es Baton Rouge. Allí es donde compran y almacenan, pero se han extendido. B.A. dice que están por todas partes. Dice que ahora incluso han puesto un pie en Nueva Orleans.

Colgué y fui a la cocina. Nos habíamos acabado la botella. Saqué otra del mueble bar y me serví una generosa medida.

Por las mañanas se supone que uno debe partir de cero, olvidar las preocupaciones del día anterior, empezar como si el mundo fuera nuevo. Pero ahí estaba yo. LaVerne en el dormitorio, el resto del mundo ocupado en nuevos asuntos, pero mi mañana todavía pertenecía al ayer, las preocupaciones del día anterior me mordían los talones y ladraban. Estaba cansado, mortalmente cansado, y más que un poco borracho. Los pensamientos a medio formular iban aflorando a la superficie y volvían a hundirse.

Chicos que viven en los aparcamientos de caravanas.

Baton Rouge.

Me quedé un momento de pie bebiendo el whisky de Verne, que era excelente, y mirando por la ventana. Luego vi mi abrigo en el respaldo de una de las sillas, donde lo había dejado la noche anterior, y saqué el bloc de notas del bolsillo delantero.

No recordaba cuál era la diferencia, qué hora debía de ser en Nueva York, pero en Popular Publications respondieron al tercer timbrazo y me pusieron con Lee Gardner. Se acordaba de mí, me dijo, claro que sí, yo le estaba escribiendo aquella obra para el «nuevo Village» en el Bronx. ¿Dónde demonios estaba?

Empecé de nuevo. Le recordé que había venido a verme al hospital cuando estuvo en Luisiana buscando a Ray Amano, y que habíamos hablado en otra ocasión, más tarde.

Dijo que sí, que lo recordaba. Que se alegraba de tener noticias mías.

—Me preguntaba si podría ayudarme, señor Gardner.

—Lo intentaré.

—¿En qué trabajaba Amano cuando desapareció?

—Bueno… Se suponía que estaba trabajando en una nueva novela, por la cual Icarus le había pagado un buen adelanto. Pero como muchos buenos escritores, Ray tenía problemas para planificar cualquier cosa, hasta si iba a llegar a la esquina siguiente o no. En cuanto se comprometía a algo perdía el interés, se sentía completamente fascinado por cualquier otro asunto.

—¿De qué trataba la novela?

—No sabíamos mucho. Sus otros libros habían funcionado bien, especialmente Entierro, todas las torres, así que contratamos el nuevo basándonos en un resumen de ocho páginas. Se suponía que iba a ser algo al estilo Gran Hotel, con muchas historias individuales de toda la gente que vivía en un aparcamiento de caravanas. Creo que Ray llegó a enviar treinta o cuarenta páginas. Poco después me llegó una carta diciendo que estaba trabajando en otra obra. Alegaba que «el material» le había llevado en otra dirección, que su libro iba a abrir de par en par unas puertas que la gente tenía cerradas a cal y canto. Que iba a ser algo importante, grande. Frente a lo que había descubierto, decía, no podía seguir con lo que se traía entre manos.

—Supongo que no tendrá una copia de esas páginas.

—Claro que no. Eran propiedad de Icarus. Ya no trabajo con ellos.

—Lo entiendo.

—Puede hablar con el joven Tilden, por supuesto. El nuevo editor.

—Lo haré. Muchas gracias.

—Creo que no tengo su dirección, señor Griffin. A lo mejor quiere dármela. Sólo por si surge algo más, ya me comprende.

Al día siguiente por la tarde llegó un mensajero, llamó al timbre y me entregó un sobre por el que tuve que firmar. Dentro había un formulario de rechazo de Popular Publications con unas palabras garabateadas en la parte posterior.

Desde el principio todo esto me dio mala espina. Ray es un irresponsable como el que más, pero una vez hinca el diente a algo bueno, no es propio de él que lo deje escapar. Se habría entregado las veinticuatro horas del día hasta caer rendido… y luego se habría levantado y vuelta a empezar, hasta acabarlo.

La vida balbuceó un poco desde que hablé con Gardner hasta que apareció el mensajero. Una cosa que no ocurrió fue el sueño, pero supuse que las ojeras y la mirada vidriosa (sin mencionar mi aliento apestando a alcohol) me harían un hueco con toda justicia entre los detectives privados. La tradición es importante.

Dejé una nota para Verne, desayuné en TiJean’s, que tiene más o menos el tamaño de un remolque pequeño y sirve judías pintas con cualquier plato que pidas, luego pasé lo que quedaba de la tarde fisgoneando por el barrio de Mel Gold, dos manzanas de casas de madera cuyos tejados inclinados y oscuras vigas recordaban las posadas típicas de la campiña inglesa, reducidas aquí al tamaño de un garaje. Las rodeaban unos jardincitos semicirculares también diminutos y estaban pareadas, con la parte abierta de los semicírculos encarada de dos en dos y una entrada de coches común. Unos vehículos bien cuidados, casi todos pequeños, estaban aparcados a la entrada de cada casa. Había ropa tendida en algunos patios traseros.

Aquella isla de conformismo, orden y calma representaba algo que nunca tendría, algo de lo que había huido toda mi vida. Algo que (aunque no podría explicar por qué, ni entonces ni ahora) me aterrorizaba. Aquello era un gueto, no menos inhóspito ni inexorable, a su manera, que los barrios subvencionados Desire, C. J. Peete, St. Thomas, Iberville…

Es posible, por supuesto, que sólo imaginara las cortinas y los postigos que se movían detrás de las ventanas, siguiendo mi avance por la calle.

Al final de la segunda manzana, todo cambió. Recordé las películas de ciencia ficción en las cuales ciudades enteras son arrebatadas por extraterrestres y depositadas con gran estruendo en medio de la nada. Uno veía a la gente en las afueras de la ciudad, mirando el espacio.

América y la civilización acababan allí.

Una de esas fronteras abruptas a las que, una década más tarde, ya nos habíamos acostumbrado, en las cuales no pensábamos. Al otro lado de la calle había un enorme solar abandonado donde los bananos, el sorgo silvestre y los girasoles campaban por sus respetos. Lo usaban como vertedero de electrodomésticos, neumáticos, restos de coches y sacos de escombros. El suelo estaba sembrado de cristales rotos. En un claro debajo de un roble descuidado había un carrete de cable con unas cajas de fruta a manera de patas de una mesa. Una enorme esvástica roja lucía en la parte superior. Docenas de colillas de cigarrillo salpicaban el suelo. También había latas de cerveza, vacías y aplastadas, por todas partes.

Media manzana más allá, encontré los restos de lo que debió de ser una iglesia o una escuela. El tiempo y el vandalismo habían hecho lo suyo y parecía una ruina de los indios Anasazi.

Una calle transversal conducía al aparcamiento de caravanas que había intuido hacía rato. «Bayview Bonne Terre - Su Hogar», decía el letrero de madera torcida pintado a mano en color azul. ¿Estaba en casa?

Detrás del aparcamiento se erguían unas cien casas del tamaño de las caravanas, pero mucho peor construidas, encajadas con calzador en cuatro manzanas, parecían tamales de lata.

Si los Balcanes eran el polvorín de Europa (algo había aprendido yo en historia de octavo), entonces los lugares como aquel, que no diferían en nada del sitio donde yo me había criado en Arkansas, aunque, según la expresión de hoy en día (encontramos algunas palabras), con otro sabor, eran los polvorines de América.

Aquella noche, antes de que saliera a trabajar, llevé a LaVerne a cenar al PJ, el mejor restaurante de bagres y gambas de los alrededores. Te sientas y te sirven lo que a PJ le ha apetecido cocinar aquel día, siempre bagre o gambas, en diferentes versiones: bagre frito o guisado en un caldo corto, gambas a la creóle o escalfadas, gumbo espeso de okras, gambas con lechuga en juliana y salsa remoulade. Nunca nadie se ha quejado.

—Qué bien, Lew. Muchas gracias. Lo necesitaba.

Me serví otra copa de vino del gran estado de California. Verne nunca bebía cuando trabajaba. Tomó un vaso de té dulce, tan grande que se podían criar pececillos tropicales en él.

—Tienes esa mirada que me hace saber que no te veré durante un tiempo. Esa mirada inquisitiva, la que se pregunta de qué va todo esto.

Sacudí la cabeza negativamente. Ella paseó los dedos por su vaso.

—¿Cuánto tiempo llevamos juntos, Lewis?

No lo sabía.

—Y tampoco yo. A lo mejor tenemos que sentarnos un día y empezar a contar —alargó la mano, cogió mi vaso de vino, y bebió un sorbito. Lo volvió a dejar—. Ten cuidado, Lew.

Por supuesto.

—Y dime que volverás conmigo cuando acabe.

Se lo dije.

Acabamos de comer en silencio. La llevé a casa y pasé aquella noche, alimentado a base de cafés y donuts rancios del U-stop, dando vueltas por el solar vacío y el aparcamiento de caravanas junto al barrio de Mel Gold, viendo la gente que salía y entraba sin darle importancia.

A las ocho o nueve de la mañana ya estaba de vuelta en el U-Stop para repostar. La tienda parecía el centro neurálgico de la comunidad, la puerta quimérica que atravesaban en su regreso al mundo real. Venían de las caravanas o de las casas de atrás, entraban en busca de gasolina, de café y conversación en la parte trasera, quizás un bocadillo industrial o un par de donuts pringosos de azúcar. Luego volvían a lo suyo. Como la descompresión para un buceador. Hice lo que pude para confundirme con la pintura beige de la pared e ignorar las miradas perspicaces de los que me rodeaban, vestidos con vaqueros y camisetas, o con camisas blancas de manga corta, corbatas y pantalones de poliéster, todos varones, junto a la cafetera del autoservicio. Con un cubo y una fregona como disfraz, nadie se habría fijado en mí.

La tienda tenía un tablero de anuncios gratuitos junto a la cafetera. Había las habituales tarjetas comerciales de mecánicos de coches, de calefacción, de refrigeración, de arreglos domésticos, y notas manuscritas ofreciendo apartamentos de alquiler, publicidad de gimnasios o la venta de instrumentos musicales, animales domésticos y equipos de sonido. Un letrero con mayúsculas escritas a mano, decía:

LIBERTAD

DERECHO A LLEVAR ARMAS

Las iniciales eran una especie de gótico casero, con las altas columnas y contrafuertes chorreando sangre.

DERECHOS INDIVIDUALES. ¿LOS RECUERDAS?

¿Y ESE PEDAZO DE PAPEL LLAMADO CONSTITUCIÓN?

HACE TIEMPO EL GOBIERNO DECIDIÓ QUE SUS

NECESIDADES SUSTITUYERAN A TUS DERECHOS

EL GOBIERNO NI SIQUIERA EXISTE… ES SÓLO LA VOZ DEL

PUEBLO… UNA COSA MÁS QUE PARECE QUE HA OLVIDADO

SI ERES DE LOS QUE CREEN QUE ES IMPORTANTE

QUE EL GOBIERNO RECUERDE ESTAS COSAS…

SI SIENTES LA NECESIDAD DE RECORDÁRSELO…

NO ESTÁS SOLO

Apunté el número de teléfono en mi libreta y eché una mirada a la hora por puro hábito. Eran las 11:12 de la mañana.

Más o menos una hora más tarde, vi al mensajero salir de su camioneta, atravesar la acera y llegar hasta los buzones. Les echó un vistazo y al cabo de un momento tocó el timbre de la puerta de Verne. Entré el paquete, me serví un trago largo y me senté a leer. Me levanté al cabo de un rato a hacer café, y seguí leyendo.

A las diez de la noche apareció Jodie en la puerta de mi casa. Lo había echado de nuevo, pero la aterrorizaba que pudiera volver antes de la madrugada… cargado, como decía ella. O con sus amigotes. Le espantaba que aparecieran sus amigotes. Se pasaban toda la noche bebiendo y al cabo de un rato (en palabras de Jodie de nuevo) los ojos se les ponían vidriosos, como si estuvieran en otro lugar. Todo había empeorado desde que lo despidieron. Aparecía en casa con amigos nuevos, colegas de copas que la asustaban más que los anteriores. Hablaba mucho de los derechos inalienables, del derecho a llevar armas, de lo que él llamaba la carga de la libertad.

La explicación no es fácil: que el mundo ha cambiado y se ha convertido en algo que no comprenden, por ejemplo. Lo que intentan hacer, me parece, es volver a algo que nunca existió, una idea de Estados Unidos compuesta de prejuicios: viejas películas, grandes nombres que se pronuncian con mayúscula, frases hechas sobre la soledad que anida en el corazón secreto de todos los americanos, la simple exigencia de que nos dejen solos.

No son héroes, aunque, en otros tiempos, y esto lo encuentro fascinante, habrían podido serlo. Quieren serlo. Quieren ser héroes aislados, por y para sí mismos.

Aquí es donde el mundo tiene sentido para mí, quizás el único sitio: mirando por la ventana de mi caravana. A América.

Seis de la mañana, justo después del amanecer. Estoy sentado fuera con la primera taza de café observando las garzas que se deslizan en la brisa, los halcones posados en los árboles. Miro alrededor… esas caravanas con porches o habitaciones que las rodean, las furgonetas maltrechas y los coches viejos y baratos, el bar de carretera que hay más arriba. Y me doy cuenta de que amo todo esto.

Volví a meter las páginas en el sobre y pensé en las últimas palabras de Rabelais: Je m’en vais chercher un grand Peût-être. Me voy a buscar un Gran Quizás.

Era lo que había hecho Ray Amano. Y no tenía ni idea de cómo le había ido, qué supo al mirar desde la ventana. Ahora recuerdo un tiempo muy posterior, muchos años después, cuando, como Amano, desaparecí en mi Gran Quizás, tomando pasaje en mi propio barco ebrio. Salí a pasear de repente por Nighttown y volví con malas noticias.