6

En aquella época, mis pensamientos giraban en torno a un par de ideas. Apenas se acababa Vietnam y ya salía a la superficie aquella impía confusión en América latina.

La primera, un fragmento (creo) de La condición humana, que describía a alguien que se había retirado del mundo; y aun así, al coger un libro, la pipa y la lata de tabaco, su brazo entraba, atravesaba ese mundo enrevesado.

La segunda tenía que ver con algo que dijo Bob Dylan sobre la paz: que cada tanto, todos tienen que detener la matanza para recargar las armas, y esos escasos momentos se llaman paz.

A las diez de la noche del día siguiente, mientras entraba en el Sofá Machine del Quarter, aquellas ideas bailaban en mi cabeza calzadas con botas de acero. Sofá Machine era el único bar de la ciudad dedicado al nuevo jazz. Allí doce clientes eran una multitud y los habituales no superaban los dos o tres. Algo más arriba, en la misma calle, en el Preservation Hall, la gente hacía cola durante años para sentarse en unas sillas plegables y oír, como si estuvieran en un funeral, la millonésima y acartonada reposición de «When The Saints Go Marchin In». Dios sabe hasta qué punto me importa la tradición, pero la tradición no se detiene en un hito arbitrario; no es un fósil, un escorpión de ámbar; está en desarrollo. Allí reside su fuerza.

—Aquí le tenemos, señoras y señores —dijo Bo—. ¿Cómo estás, Lew? Tanto tiempo.

En su primer año de instituto, Bo fue primer trombón y ganó un montón de galardones tocando piezas como «Flight of the Bumblebee» y «Carnaval of Venice». Entonces el director de su banda, un canadiense llamado Robert CinqMars, que tocaba el clarinete y componía su propia música, lo introdujo en el jazz. El paso siguiente fue que Bo buscó la compañía de los viejos intérpretes y se pasaba todo el tiempo con ellos: en los funerales, en las fiestas privadas, en las sesiones de grabación, en los bares… Tuvo su propia banda por un tiempo, excelente. Entonces oyó a Dolphy y a Charlie Parker y su vida volvió a cambiar. Supo que no era capaz de tocar así, ni de coña, y abandonó el trombón para siempre, pero no pudo abandonar la música.

—¿Qué quieres que te diga, Bo? Ya no salgo mucho.

—Si tuviera a alguien como LaVerne en casa, no saldría nunca. Y hablando de ella —me tendió una servilleta de papel con un número de teléfono por encima del mostrador—. Dice que la llames.

—¿Cuánto hace de esto?

—No sé. Una hora a lo mejor.

—¿Has visto a Doo-Wop?

—No en las últimas veinticuatro horas. Hay un par de congresos en el centro. Supongo que estará muy ocupado.

Subió al escenario un joven negro, el más flaco que había visto en mi vida: parecía una ramita ambulante. «Escenario» era un claro eufemismo para esta tarima de madera basta de apenas unos centímetros de altura que en mi pueblo se habría usado para amontonar los sacos de forraje. Sacó un saxo soprano de detrás de la silla. Lo mantuvo vertical en el regazo, quitó la lengüeta de la boquilla y se la llevó a la boca para humedecerla. Otro músico tomó asiento frente al piano. Tocó unos acordes y luego unas escalas y arpegios, esbozó unas cuantas frases irregulares, a lo Thelonius Monk, y luego se quedó sentado con las manos sobre las rodillas, esperando.

—Quédate un rato. Estos chicos son increíbles. No sé de dónde sacan lo que tocan —dijo Bo—. ¿Tomas algo?

—¿Cuándo has hecho el último café?

—¿Qué día es hoy? —me pasó la taza por encima del mostrador—. ¿Estás de broma? Todavía es Nueva Orleans. Si no soy capaz de hacer un buen café, me quitarán la licencia y me deportarán a Algiers, Chalmette. Me arrancarán la servilleta como quien arranca galones —apoyó un largo dedo en la servilleta de papel—. El teléfono está en el mismo sitio de siempre, sírvete.

Di la vuelta en el taburete.

—Está ocupado.

—No. Sólo es Jane la Loca. Viene cada noche, toma unas cuantas copas y después se pasa más de una hora al teléfono en conversaciones imaginarias con viejos amores.

Cogía el auricular como quien se agarra a la vida y lo mantenía a un palmo de distancia, y gritándole. Jane la Loca me dejó pasar sin comentario alguno cuando di unos golpecitos a la puerta de la cabina. Colgó el auricular como si fuera una cáscara de huevo. Marqué el número de la servilleta. Sonó dos veces.

—¿Está LaVerne? —nunca sabía quién podía descolgar el auricular en los números que me daba LaVerne.

—¿Quién habla?

—El que pregunta por LaVerne.

—¡No me diga! Para mí es un cualquiera.

—Si asomaras la cabeza fuera del culo, tal vez oirías mejor.

—¡Ha dado en el clavo!

Se apartó del auricular unos centímetros y gritó:

—¡Oye, O’Neil! ¿Walsh anda por ahí? Ya, pero seguro que está por aquí cerca. Sí, búscalo —pasaron unos momentos—. Es Griffin, jefe —un intercambio de palabras aisladas—. ¿Quién otro puede ser con esa boca de cloaca? Oiga, un placer hablar con usted, Griffin —y le pasó el teléfono a Walsh.

—Lew.

—Tengo un mensaje de LaVerne diciendo que la llame a este número. ¿Está bien?

—Sí. Le he tomado declaración yo mismo y la he mandado a casa en un coche patrulla hace casi una hora. Le he pedido que te llamara.

Jane la Loca esperaba pacientemente en el exterior de la cabina. Cuando le sonreía, me devolvía la sonrisa y luego bajaba la cabeza como una colegiala tímida.

—Verne me ha dicho que estaba ayudándote a encontrar a esa tal Esmay, la del tiroteo. Y lo ha comentado en la calle… «como cuando echaba los anzuelos de un palangre, en casa», ha dicho. Ha conseguido la primera información a la hora de cenar más o menos; la segunda, no mucho después. Mucho más de lo que hemos conseguido nosotros, o de lo que podríamos conseguir nunca. Me ha dicho: «Lew dice que siempre esperáis a ver cómo está el tráfico, a ver si el panorama se vuelve más favorable». Se había tomado un par de cafés en el bar de la esquina mientras se mantenía muy atenta. Ha ido allí y ha metido los pies en el barro.

El barro era el desordenado vestíbulo de un apartamento en un callejón que daba a Jane Street.

Construido en 1890 como residencia privada, el edificio pasó de una familia a otra hasta 1954, momento en el que llegó su primer abandono. A principios de los sesenta, sus suelos irregulares y sus múltiples patios se transformaron en apartamentos de lujo, y a finales de la década, después de largas consultas con abogados, los nuevos propietarios lo convirtieron en orfanato. Poco después empezó su segunda y gran decadencia.

En aquellos días, aunque la planta baja la ocupaba una agencia de trabajo temporal bastante exitosa, el resto seguía siendo un edificio fantasma. De vez en cuando se rodaban películas en aquellos pisos laberínticos, y los equipos de rodaje irrumpían con escobas, pintura y accesorios de atrezzo, tapaban agujeros, martilleaban y lo arreglaban todo para que se pareciera a lo que necesitaban, y después desaparecían, dejando nuevos ámbitos para los gatos salvajes que vivían allí.

Don apareció y pagó mi rescate al centinela veinteañero plantado como una estatua de sal a pie de calle, frente a la puerta principal. Trepamos por una escalera estrecha de madera podrida y anduvimos encogidos por un pasillo combado por la humedad.

Dana Esmay yacía despatarrada en el vestíbulo del apartamento 3-B. Una pared divisoria se abría a cada lado hacia el salón y la cocina. El empapelado de las paredes, verde y afelpado, estaba desgarrado en varios sitios. El resto tenía hermosas manchas de moho. Una docena de gorros y sombreros colgaba de unos clavos en la pared.

—Creemos que estaba de okupa —dijo Don.

—Alguien estaba de okupa, sí.

—También hay pruebas de okupación en otros apartamentos del piso inferior. Conseguían la electricidad de una extensión de cable de uso industrial, esos de color anaranjado. La conexión a los pisos se hacía desde un chisme que hay en el patio.

Cogí uno de los sombreros colgados de un clavo, comprobé su tamaño, lo coloqué por encima de lo que quedaba de la cabeza de ella.

—¿Te parece que es de su tamaño?

Don asintió.

—Ya veo adonde vas.

Dana yacía con las piernas y los brazos al sesgo. La habían degollado como a un cerdo. En el suelo, junto a una mano, había un cuchillo eléctrico.

—Creemos que cuando LaVerne abrió la puerta, desenchufó el cuchillo. Esmay estaba apoyada contra la puerta. LaVerne dice que recuerda un zumbido. No tenía ni idea de lo que era en ese momento, claro.

La herida en la garganta de la mujer era un boquete abierto y sugería una extraña intimidad. Algo pequeño y secreto había huido por aquel agujero, cambiando nuestro mundo para siempre. Junto a la herida, a la izquierda, se veían algunos cortes largos. Me incliné para mirarlos más de cerca.

—Son las marcas de la duda —dijo Don.

—O la señal de que estaba luchando, volviéndose, tratando de huir.

De una de sus muñecas dobladas manaba sangre hasta formar un charco. Quizá había sido su primer intento chapucero antes de decidirse por la garganta. Pero tal vez era la consecuencia de haber levantado el brazo instintivamente para protegerse.

—Y ahora, el resto —Don volvió la cabeza de la mujer.

La parte de atrás, desde la coronilla hasta el cuello estaba rebanada. Me vino a la mente la palabra «escalopa». No recordaba la última vez que había visto tanta sangre.

—El forense dice que lo más probable es que enchufara el aparato, se hiciera un par de tajos de prueba y luego empujara a fondo. Ambas carótidas se cortan y muere en ese momento, pero todavía le quedan doce segundos de oxígeno en el cerebro. Estaba en piloto automático y el brazo y la mano siguieron moviéndose. La mano golpea en el vacío y se sacude hacia atrás. Un par de golpes más y por fin cayó… ¿Estás bien, Lew?

Asentí.

—¿Era ella, verdad?

—Sí. Era ella.

Se vuelve y extiende los brazos. Me indino para caber mejor entre ellos, la abrazo. Un coche deportivo pasa junto a nosotros, con la música retumbando. Desde el bar, débiles ecos de la guitarra de Buster y de la canción «Goin’ Back to Florida». Las sombras de los bananos se mueven, enormes, sobre la pared. Hay luna llena. Entonces percibo algo nuevo. Miro hacia arriba, al tejado de enfrente. La bala me da de lleno cuando abro los brazos de par en par.

Un día, lo juro, voy a preparar una antología, El libro de la nariz. Incluiré la historia clásica de Gogol, la rinoplastia de V, de Pynchon, «La nariz de Dios», de Damon Knight (el universo se creó cuando Dios estornudó), Pinocho, y los chistes sobre narices de Steve Martin en Roxanne, algunos fragmentos de El dormilón, de Woody Alien… A lo mejor pongo una foto de Mel Gold en la cubierta.

Cuando dejamos el lugar de la matanza en Jane Street, Don y yo fuimos a tomar una copa. Esa copa se convirtió en dos, luego en cuatro, y acabé en casa a las dos de la mañana, solo, con media botella de brandy de ciruelas que alguien había traído a una cena unas semanas antes y que con mucho sentido común, no habíamos acabado. Recuerdo vagamente que Verne llegó a casa e intentó hablarme. Poco después fui dando tumbos al baño para vomitar. Estaba tirado en el sofá del salón, sin tener la menor idea de la hora, el corazón se me desbocaba y veía unos relámpagos de luz con los párpados cerrados, cuando sonó el timbre de la puerta.

Debí de abrir un armario o dos antes de encontrar el buen camino.

—Hola. Me alegro de verte. Adiós —dije, y cerré la puerta.

—Mira —exclamé, después de abrir otra vez, cuando volvió a sonar el timbre. Iba a decir algo, lo tenía pensado con mucha firmeza, pero lo olvidé. Quizá cerré de nuevo la puerta, la verdad es que no lo sé. Las cosas se volvieron un poco borrosas. La siguiente imagen clara que recuerdo es que estaba sentado en la cocina comiendo unas tostadas con queso fundido y mayonesa y un hombre me decía que acababa de trasladarse aquí con su familia desde el Bronx.

—En Nueva York.

Le dije que sí, que el lugar me sonaba.

—Soy contable de J. Walters, una empresa de electrónica, llevo casi treinta años en la casa. Nadie vino a decírmelo directamente, pero el mensaje estaba muy claro. O aceptaba el traslado, o sería mejor que empezara a poner al día mi currículum. Tengo cincuenta y tres años, señor Griffin.

—Lew.

—Nunca hice otra cosa, ni viví en ninguna otra ciudad, y tengo cincuenta y tres años. ¿Qué se supone que debía hacer? Claro, no era sólo yo. Había seis familias más a las que trasladaban con nosotros. No podíamos creer la suerte que teníamos cuando encontramos casa al mismo tiempo y en el mismo barrio. Me costó un poco comprender que había algún motivo oculto. «¿Recuerdas que el agente de la inmobiliaria no nos miraba a los ojos?», me dijo mi mujer cuando empezaron los problemas. Dice que ella sabía que pasaba algo raro. Pero yo estaba decidido a que el traslado fuese bien, así es que no le hice caso.

»Empezó poco a poco. Las puertas de la verja abiertas para que se escaparan los animales domésticos, basura arrojada sobre el tendedero, los periódicos no llegaban, los cubos de basura aparecían tumbados a la entrada de casa… Entonces, a dos de nosotros nos lanzaron ladrillos por las ventanas, y tiraron algo que parecía sangre en el porche. El mensaje, una vez más, estaba claro.

—Judíos fuera.

Gold asintió, y luego miró rápidamente a la derecha y se puso de pie cuando LaVerne entró en la habitación, ajustándose la bata. Iba descalza. Sonrió al forastero.

—Señora.

—¿Estás mejor esta mañana, Lewis? Y por cierto, hablando del tema, ¿cómo es que ya se ha hecho de día? Dime que hay café.

—Podría.

—¿Pronto?

Me puse de pie y empecé a prepararlo.

—¿Una noche difícil?

—Bastante. Aunque no tanto como la tuya, por lo que veo.

Medí el café y lo puse en el filtro, luego la cafetera en el hornillo, con un cazo de leche al lado para que se fuera calentando.

Verne se dejó caer en una silla.

—Mel Gold. LaVerne. Mel está aquí por…

Me volví.

—¿Por qué está aquí, Mel?

—¿No se lo he dicho?

Era evidente que le costaba mucho apartar la atención de la sonrisa de Verne y de esa mirada soñolienta y algo bizca que siempre tenía cuando se levantaba. Yo sabía muy bien cómo se sentía.

—No con toda claridad.

—Ya le he contado cómo empezó todo, y que fue empeorando poco a poco. Bueno, pues al final las cosas se pusieron tan mal que mi mujer tenía miedo de quedarse sola en casa todo el día. Fui a la policía. El problema, dijeron, es que no pueden hacer gran cosa. Todo lo que nos había pasado podía considerarse poco más que travesuras infantiles. Dijeron que procurarían que los coches patrulla pasaran por el barrio regularmente, cada dos horas, digamos, pero por el momento, era lo único que podían hacer.

»Le di las gracias al oficial y le pregunté si sería posible hablar con su superior. No me importaba esperar… y esperé. Finalmente, me recibió un hombre llamado Walsh. Después de escuchar mi historia y hacerme un par de preguntas, repitió más o menos lo mismo que ya había oído. ‘Pero si quiere usted llevar este asunto particularmente’, me dijo, y me parece que querrá hacerlo, entonces debe ponerse en contacto con este hombre’. Y me pasó su tarjeta. ‘No se lo digo oficialmente como policía, ya me comprende’.

Le serví a LaVerne una taza con mitad café, mitad leche caliente, y luego otra para nuestro invitado. El resto fue a parar a mi taza.

—¿Qué es lo que espera exactamente de mí, señor Gold?

—A decir verdad, no me hago demasiadas ilusiones, ni con usted ni con ninguna otra persona. Sólo quiero que me dejen en paz. El teniente Walsh me dijo que tal vez estaría dispuesto a hacer unas averiguaciones… «hacer acto de presencia», dijo él. Eso en sí mismo podría bastar. Mencionó que usted tiene una amplia red de amigos.

¿La tenía?

—Tengo ahorros importantes, señor Griffin. Y mi operativa bancaria es intachable, como podrá comprobar.

De sentido del humor, nada. Miré a LaVerne. A ella también le caía bien. De manera que cinché el caballo.

—Suponiendo que supiera qué es una operativa bancaria, nunca sabría cómo comprobar si es buena o mala.

—Es muy sencillo…

—Oiga, no se lo tome en serio, ¿vale? Veré qué puedo hacer por usted.

—Gracias.

Hice otro café y tomé nota de todos los detalles.

Resultó que mi madre y Mel Gold se marcharon juntos… o al menos al mismo tiempo.

Ella apareció en la cocina cuando estábamos acabando la entrevista y la segunda cafetera: las maletas ya estaban junto a la puerta, y el taxi en camino cuando anunció que se iba. Ya no me necesitas más, Lewis, mejor que vuelva a casa, a mi sitio.

Mel Gold se puso de pie de un salto cuando la vio en el vano de la puerta. Y cuando, momentos después, el taxi tocó la bocina, insistió en cargar con el equipaje.

Yo le di la mano en la acera, y le dije que seguiríamos en contacto. Él se dirigió hacia un Belait de color blanco y verde menta.

—Gracias por venir, mamá.

Verne estaba de pie en el porche. Se habían despedido dentro. Mi madre la miraba.

—Tienes una mujer estupenda, Lewis.

—Ya lo sé.

—No sé qué es lo que ha visto en ti, por supuesto.

—Yo tampoco.

—Sé bueno con ella.

—Trataré.

—Ya. Ya. Espero que lo hagas… Escríbeme alguna vez, hijo.

Le abrí la puerta del coche, la ayudé a entrar. Se inclinó hacia delante hasta que quedó en el borde del asiento, el pequeño rostro enmarcado por la ventanilla.

—Las dos te querremos, no importa lo que pase, ya lo sabes.

Asentí. Se echó atrás y se quedó muy tiesa y quieta mientras el coche arrancaba. Parecía una niña. Pequeña, perdida, sola.

Fue la última vez que la vi con vida.