Leonardo’s era una cápsula de tiempo que se olvidaron de enterrar. El restaurante había estado en el mismo sitio desde siempre y nada había cambiado en él. El mismo papel rojo y afelpado en las paredes, los mismos retratos de los propietarios colgados muy altos en la pared, el mismo negro viejo sentado en un taburete junto a la entrada, balanceándose y moviendo la cabeza. No tenía ventanas y las camareras, con sus moños como cascos lacados, hacían el mismo trabajo que cuarenta años atrás. El menú era marcadamente italiano, con algunas especialidades de Nueva Orleans: gambas a la brasa, po’boys de rosbif y bocadillos de ostras, budín de pan, para redondear la oferta. Cuando uno le quitaba las cabezas a las gambas y el jugo chorreaba por el ridículo babero que te ofrecían, su sabor no era muy distinto al de la lasaña. Nadie en su sano juicio iba a Leonardo’s por la comida.
Nunca supe con seguridad por qué iban allí. Quizás era adonde las familias los llevaban en ocasiones especiales cuando eran niños. O donde él, con un traje de lana áspera y el pijama para proteger la piel, el Dodge familiar con una visera verde en el parabrisas, y ella con una falda larga y plisada y zapatos planos, habían tenido su primera cita de casi adultos. Quizá les consolase el hecho de que allí no importaban los cataclismos de fuera, porque en aquel lugar nada cambiaba.
Jimmie Marconi lo frecuentaba porque siempre lo había hecho. También su viejo, y el viejo de su viejo. En sitios como Nueva York o Boston había un barrio específico y se hacían negocios en las mesas del bar de la esquina, o en un restaurante conocido, con manteles a cuadros, velas, y ollas con una salsa marinara espesa y el intenso olor a ajo y albahaca fresca borboteando en la cocina. Así funcionaban las cosas. Si la gente quería encontrarte (pedirte un favor, reclamar justicia, contarte que a su hija la había dejado embarazada un tipo que se negaba a cumplir con su deber) sabían adonde ir. Aquí era diferente. No había barrios, las familias se repartían por toda la ciudad, al otro lado del río, hacia Kenner y Jefferson. Pero cuando alguien te necesitaba, también sabía dónde encontrarte.
—No deberías hacerlo, hijo —me dijo el abuelo negro, cuando vio que ponía un pie en el umbral de cemento que conducía a Leonardo’s.
—Tal vez tenga razón —respondí yo, y entré, y él volvió a mecerse y a mover la cabeza.
Me abrí paso como un rompehielos y dejé atrás el mostrador de la entrada, seguí entre las mamparas que formaban pequeños reservados y las camareras con sus moños lacados, rodeé el banco de arena de un locuaz chef esmirriado con traje cruzado y llegué al comedor principal.
Las caras se volvieron a mirarme. Las conversaciones se apagaron.
Junto a la puerta, un tipo con cuello de toro estaba sentado a una mesa con un café expreso delante. Chupaba una rodaja de limón, y se puso de pie al momento cuando entré. Lo mismo hizo su colega de la mesa posterior, todo fibra y nervios.
Jimmie también alzó la vista. Me miró un momento, dos, tres, sin expresión alguna en el rostro. Luego levantó la mano unos centímetros. Los gorilas se sentaron.
Yo hice lo mismo frente a Jimmie, que volvió a enfrascarse en su plato de canelones y, después de acabarlos, la emprendió con un cuenco de melón con jamón.
—¿Ya has comido?
Le dije que no.
—Mama Bella te preparará algo especial con mucho gusto.
—A los demás clientes de Mama quizá les moleste.
Jimmie asintió y se comió el melón poco a poco, luego empujó el cuenco y lo apartó. Y habló, dirigiéndose a toda la sala:
—Cerramos ahora, amigos. Si alguno tiene un pedido pendiente, les llevarán la comida al salón del frente. Por favor, guarden las carteras en los bolsillos. Hoy no aceptamos dinero. Están invitados a una copa, si quieren, mientras esperan… por favor, vuelvan a visitarnos.
Nos quedamos mirando a los clientes mientras se levantaban, se alisaban la chaqueta deportiva de poliéster, la falda de algodón y el vestido de seda y luego salían.
—Vosotros también —dijo a sus guardaespaldas, cuando los buenos ciudadanos se marcharon.
No les gustó nada. Sus ojos decían: «ya se sabe que uno no se puede fiar de esta gente…». Pero al final se fueron.
—¿Tomas un café conmigo, al menos?
—Claro.
Los ayudantes de camarero con chaleco amarillo y pantalones negros vinieron por la puerta del fondo de la sala para retirar los platos.
—¿Cómo está tu hermana, Joseph? —le preguntó Jimmie a uno de ellos.
—Bien, señor. Gracias, señor.
—Tengo entendido que este otoño vas a ir a la universidad —le dijo Jimmie al otro, que asintió—. Ya sabes que aquí tienes trabajo siempre que quieras. Veranos, vacaciones… En cualquier momento.
Se llevaron los platos. Momentos después, aquel cuya hermana estaba bien volvió con dos cafés.
—Salud —dijo Jimmie.
Yo asentí. Un buen sorbo y mi café desapareció. Jimmie cogió el plato con la mano izquierda y se lo acercó a la cara, sujetando la taza con la derecha. Una cara como un hacha. Nariz afilada, facciones cinceladas. Ojos como cuñas.
—Creo que nunca en mi vida me había sentado a la misma mesa con un negro.
No requería respuesta… ni yo estaba dispuesto a darla.
Jimmie hizo revolotear una mano. No daba la impresión de que nadie nos mirase, pero llegaron dos nuevos cafés humeantes.
—¿Cuánto hace que nos conocemos? ¿Cuatro, cinco años? Te he seguido la pista. A mi entender, tienes bastantes problemas.
¿Qué podía decir?
—Por eso estamos aquí, Griffin. Para dar testimonio, para prestar atención. Y si alguna vez lo dudas, sólo tienes que mirar los ojos de un niño.
—Su hombre, Joey Montagna. Ha estado preguntando por mí.
—Pero ya no.
—Y por la mujer que me acompañaba la noche que me dispararon.
Jimmie bebió un sorbo de café.
—Ya estás mejor, ¿verdad? Del tiroteo. Te has recuperado.
Asentí.
—Eso está muy bien —Jimmie desdeñó el último sorbo de su expreso—. Nunca me ha gustado mucho este café, pero sigo intentándolo. Lo que quiero es una copa. ¿Una copa?
No capté señal alguna, pero el maître se materializó a nuestro lado.
—¿Te viene bien un malta? —me preguntó Jimmie.
—Siempre me viene bien.
—Dos dobles, Marcel.
Llegaron al momento. Cogí el mío y miré a través recordando que ella había hecho eso mismo en el tugurio de Dryades. Paladeé el primer sorbo, aceitoso, espeso, persistente en el fondo de la lengua. La vida era hermosa.
—Lo que sabemos es que Eddie Bone te llamó aquella noche.
—En efecto. Dijo que debía ir a verlo al club más tarde.
—No te dijo qué quería.
—No.
—¿Alguna vez te había llamado de esa manera?
—No, de nuevo.
Jimmie mojó la punta de la lengua en el whisky. Apoyó el vaso en la mesa y se quedó mirándolo.
—Queremos a la mujer —dijo.
—¿Por qué?
—Eso no se pregunta.
Entendido. Probé otro sorbo.
—¿Y el tirador?
Marconi se encogió de hombros.
—Si aparece, nos gustaría hablar con él. ¿De dónde vienes?
Se lo dije.
—Allí hay de esas tortugas que muerden, ¿verdad? Unas hijas de puta que parecen rocas y se mueven con la misma rapidez. Pero en cuanto han mordido, sea un palo o tu mano, no lo sueltan hasta que se rompe. Creo que eres como una de esas tortugas, cuando atrapas algo con el pico, no hay manera de que lo sueltes. Imposible mantenerte alejado de la búsqueda de esa mujer.
El maître trajo otros vasos de malta. Cristal. Los de los domingos. No creo que la gente normal, con ropa normal y vidas normales, los usara nunca. Nos quedamos callados.
—A lo mejor esta vez puedo ayudarte —dijo Jimmie, al cabo de un rato.
—Me parece que cualquier ayuda en este asunto sería mutua.
—Entonces nos ayudaremos.
Sacó una foto de diez por quince y me la pasó. Me contemplaba Dana Esmay.
—Ya sabes cómo es esto. Nuestra gente sale por ahí a dar una vuelta y todo se paraliza. Empiezan a hacer preguntas y, de pronto, todos son mudos y salen corriendo hacia la puerta. Pero para ti es diferente. Conoces el ambiente, la gente te conoce. Cincuenta al día más gastos, ¿está bien?
—Con un par de condiciones. Sólo trato con usted…
—De acuerdo.
—… Y cuando diga se acabó, por la razón que sea, se acabó. Sin explicaciones.
—No veo por qué no.
Me acabé el whisky. Cuando era niño mamá preparaba el refresco Kool-Aid en una jarra y lo servía en vasos de aluminio de colores: verde, oro, plata, azul. Los demás niños se bebían el suyo en un momento. Sólo yo me quedaba sentado durante media hora, bebiéndolo a sorbitos y saboreándolo. No entendían cómo lo hacía.
—Cualquier cosa que necesites, información, dinero, nombres, sólo tienes que llamarme. Mi número privado está detrás de la foto.
—Gracias. Al tajo, entonces.
Casi estaba en la puerta cuando habló.
—Agradezco lo que hiciste por mi hija, Griffin.
La etiqueta de estos asuntos dictaba que yo no lo mencionara hasta que él lo hiciera. Ahora tenía la libertad de preguntar.
—¿Está bien? ¿Sigue en casa?
—Qué va. Estuvo por un tiempo. Dice que por mucho que me quiera, no me soporta. Demasiado equipaje, dice. Demasiadas cosas amontonadas en los estantes. Lo último que he sabido de ella es que vive con ese tipo mayor, en Jackson. Los dos llevan unas Harleys personalizadas, la de él negra, la de ella rosa, y se ganan la vida, parece, arrastrando quincalla en un remolque: sobrantes del ejército, muñecas, ollas de hierro. La venden en los mercadillos. Y me dice que hay demasiadas cosas guardadas en los estantes. ¿Cuánto crees que le durará todo esto? No, no la veo mucho, ni sé mucho de ella. Pero al menos sé que está viva. Gracias por venir, Griffin.
Me pregunté cuándo habría sido la última vez que Jimmie Marconi daba las gracias a alguien.
Los dos tipos la habían llevado a la cocina. La habían doblado hacia delante encima de la mesa y le habían separado las piernas. Uno de ellos, un delincuente nato llamado Duke Heslep, le sujetaba el torso contra la mesa mientras el otro la embestía, y cuando ella emitía cualquier sonido, le tiraba del mechón de pelo que había enrollado en su puño.
Era a Heslep a quien yo buscaba. La semana anterior, cuando tenía que presentarse a juicio por asalto, no apareció. Frankie DeNoux, que había pagado la fianza de Heslep, no quería perderla, porque Frankie no se resignaba a estos finales. Así que me encargó una secuela de la historia, y me sugirió que localizase al señor Heslep y le recordase su deber de ciudadano.
Después de medio día haciendo preguntas, convirtiéndome en un plasta para mucha gente, acabé en un edificio de pisos abandonados, en la tela de araña de callejuelas justo por encima de Lee Circle y Saint Charles. La puerta estaba abierta… a decir verdad, la habían sacado de los goznes, y estaba apoyada en la pared. En el interior parecía haber dos categorías de cuerpos: los sorprendidos en una especie de versión contemporánea de la tarantela y los drogados o semicomatosos, acostados en sofás, en colchones manchados o en el suelo.
Sin que nadie me dijera nada, me abrí paso entre los primeros y pisé o rodeé a los segundos hasta llegar a una puerta que se abría a la parte trasera.
—Qué cosita más dulce, Duke. Seguro que querrás probarla cuando yo haya acabado.
El que cabalgaba en su placer, me daba la espalda. Duke contemplaba extasiado el oleaje de las nalgas de la chica a cada embestida de su amigo. Estaba a su lado antes de que me vieran.
—¿Quién demonios…? —empezó Duke.
Lo agarré del pelo y le golpeé la cara contra la mesa, lo que acabó de forma fulminante con su curiosidad.
El otro abandonó a la chica y adoptó posición de combate. Combinó un golpe rápido y duro con la izquierda, mientras la derecha intentaba un gancho; muy bueno, perdió fuerza rápidamente porque ahora me aferraba a muerte a sus pelotas. Me colgué de ellas y retorcí. Esperaba que le resultara lo bastante agarrotador.
Por fin comprendió que las tornas habían dado la vuelta, la chica giró la cabeza sin mover ninguna otra parte de su anatomía: el rostro vacío; dos botones negros por pupilas. Sus ojos se trasladaron desde la mano que yo tenía bien aferrada a las pelotas del tipo a la otra, que apretaba contra la mesa la cara de Duke, cuya nariz rota iba formando un charco de sangre. Entonces ella me miró.
—¿Qué quieres?
Usando los genitales del follador como el asidero de una vara, lo lancé contra la pared. Se deslizó hasta caer sentado y se acurrucó en el suelo, haciendo arcadas. Entonces levanté a Duke por el pelo y le dije que me lo llevaba. La sangre le empapó la camisa cuando asintió.
Lo custodié mientras avanzábamos entre los cuerpos y bajábamos las escaleras. Sus ojos echaban chispas buscando sin convicción una ayuda que no obtendría. Sólo cuando estuvimos fuera me di cuenta de que la chica nos había seguido.
Se había despejado un poco, lo suficiente para parecer sólo confusa, sustancial mejora con respecto al vacío de su expresión cuando la vi por primera vez. Pero seguía atontada y desnuda, algo que hasta en Nueva Orleans puede ser un problema.
—Quítate la ropa —le dije a Heslep.
Debíamos de ser todo un espectáculo caminando por Felicity hacia el coche: un tipo blanco en camiseta y calzoncillos, calcetines negros y zapatos, y manchado de sangre; una jovencita colocadísima sujetándose con ambas manos unos pantalones como de payaso mientras tropezaba con las paredes y se tambaleaba al bajar el bordillo, escoltados por un negro grandote y trajeado que marchaba en retaguardia.
No quería pensar lo que pasaría si aparecía una patrulla de la policía. Pero en general, a menos que alguien los llamara, se mantenían alejados de aquella parte de la ciudad.
—¿Y esa era la hija de Marconi? —dijo Verne—. ¿Alguien quiere más?
Acepté la fuente de jamón y boniatos mientras mi madre decía:
—No gracias, querida.
—Ya. No lo supe hasta mucho después. Esa es la verdad. Me imaginé que era otra chica descarriada. Las había a montones por entonces. Llamé a Frankie DeNoux para un encuentro en el centro, deposité a Heslep en su nuevo alojamiento gratuito y luego pregunté a la chica si tenía adonde ir, un hogar, la casa de algún amigo. Me miró con aquellos ojos raros, como vacíos.
»Claro, dijo, y se alejó.
»La vi doblar la esquina. Al momento había vuelto.
»Pues no, me dijo. Realmente no.
—Espera, déjame adivinar. Te la llevaste a casa.
Asentí.
—Lew recoge animales abandonados —le dijo Verne a mi madre—, no puede evitarlo.
—Fue sólo unos días. Una vez la instalé, se apagó como una bombilla. Yo tampoco estaba muy fino: me desperté completamente vestido con la cabeza apoyada en la mesa de la cocina. La puse en contacto con un amigo de Don, que gestiona un centro de reinserción. Fui a verla un par de veces, la mayor parte del tiempo lo pasábamos frente al televisor. Luego, cuando salió, iba a verme una o dos veces a la semana. Nunca me contó gran cosa de lo que hacía, ni dónde vivía.
—Tú no le preguntaste, claro.
—Si la gente quiere contarme algo, la escucho. Lo que no quieren contarme es asunto suyo, imagino que tienen sus razones.
»De lo que sí hablaba mucho era de lo que leía, todos los pensamientos que trepaban a gatas por su cabeza. Una semana decía que acababa de leer a Hesse, o La montaña de los siete círculos. Ahí empezaba y acababa todo. Ese era todo su mundo. Quizá la vida no fuera posesiones, beneficios o poder personal, me decía. Quizá lo importante era esa lucha, tratar de entenderse a sí mismo y a los demás, aunque supieras que nunca lo lograrías. O bien hablaba de las comunidades, qué eran, de la importancia de formar parte de una y apartarse de lo que llamaba el señuelo de tu propia imagen en el espejo.
—No recuerdo haber sido tan joven, Lew. Sé que lo fui, con esos augustos pensamientos bullendo en mi interior, pero no lo recuerdo. ¿Y tú?
—Algunos días, los pocos días buenos, soy así de joven.
Verne asintió.
—¿Hago café? —preguntó enseguida.
Volvió con el azucarero y la leche.
—Estará listo en un minuto.
—Se llamaba Mary Catherine, pero la llamaban Cathy. No me costó mucho darme cuenta de su inteligencia, y le pregunté si había pensado en la universidad. «Tú no has ido a la universidad», me contestó, «y lo sabes todo». Lo que sabía, le expliqué, lo había aprendido de la forma más dura, a contrapelo, tozudamente, como hacía con casi todo, leyendo libros de la misma forma que las empresas mineras horadan las montañas: cogiendo todo lo que podía de las mejores vetas y dejando devastado el resto. No era un ejemplo recomendable.
»Puede resultar caro, le dije, pero hay muchos tipos de becas y préstamos.
»Recuerdo que ella me miró y me contestó: no está allí el problema.
»Un mes más tarde me dijo que la habían aceptado en la Universidad de Luisiana. Me dijo que vendría a visitarme en vacaciones, y lo hizo un par de veces, pero después no supe más de ella. No fue una sorpresa. Nunca esperé otra cosa.
Verne fue a la cocina y volvió con la cafetera y el salvamanteles. Las tazas ya estaban en la mesa y sirvió el café.
—¿Todavía no sabías quién era?
—Ni la menor idea. Me mudaría un par de veces en los meses siguientes. Era lo que hacía por entonces.
—Pero al menos tenías adonde ir —dijo mi madre.
LaVerne y yo nos miramos y ella sacudió la cabeza con resignación.
—Un día, cuando volvía a casa rodeando la vieja mansión y los setos asilvestrados (se suponía que el alquiler incluía que los podase pero nunca me decidí) hasta la casucha de atrás, donde vivía, alguien me esperaba en la puerta. Por su aspecto, habría dicho que hacía malabarismos con tractores.
»¿Qué desea?, le pregunté.
»Nada, me dijo.
»Yo tenía el llavero en el puño con las llaves sobresaliendo entre los dedos.
»¿Griffin?
»Sí.
»Jimmie Marconi manda decir que le agradece lo que hizo por su hija.
»No sé quién es Marconi, ni quién es su hija. Le dije.
»Claro que lo sabe. Mary Catherine, dijo. Sus ojos me recordaban los de Cathy la primera vez que los vi: inexpresivos, perdidos.
»Entonces, ¿ella está bien?
»Se encogió de hombros.
»¿Cómo puede estar bien alguien así? Si me pregunta si está sana, sí, está sana y salva, por ahora. Fue todo su comentario.
»Hace calor aquí fuera, ¿quiere una cerveza?
»El señor Marconi me dijo que tenía que buscarlo y decirle esto y ya lo he hecho. No pienso entrar en su casa ni sentarme con usted a la misma mesa.
»Bueno, le dije al cabo de un momento.
»El señor Marconi también manda decir que si alguna vez necesita un favor, cualquier cosa que pueda hacer por usted, que vaya a verlo.
»Dele las gracias de mi parte. Pero lo que yo hice no tenía nada que ver con él.
»En el mundo del señor Marconi, todo, absolutamente todo tiene que ver con él, contestó, y calándose el sombrero con un leve golpe de los dedos se alejó entre los setos. Placentero, misterioso y aquí se acabó lo que se daba.
Me estaba tomando un brandy cuando acabé la historia. Mi madre miraba furtivamente la copa cada vez que la levantaba o me la llevaba a los labios.
—Parece que has conocido gente muy fina aquí en la ciudad —dijo.
—Conozco a quien debo conocer.
Verne le tocó la muñeca con suavidad.
—Lew es muy bueno en lo que hace, Mildred —prolongó el contacto un momento. Y luego me dijo a mí—: ¿Y ahora qué?
—¿Qué? Pateo las calles.
—Con la foto de tu dama misteriosa por cargamento, con la esperanza de que algún marinero, en algún puerto, la haya visto y la recuerde.
—No parece algo de lo que preocuparse puesto así, al desnudo.
—Reparte la apuesta, Lew. Conoces a uno que recorre la ciudad cada día, de arriba abajo, de este a oeste, enterándose de la vida y milagros de medio mundo, de si algún forastero ha llegado a la ciudad, de dónde viene y por qué está aquí.
—Doo-Wop.
Verne asintió.
—¿Más café, Mildred?
—No, gracias, querida. La cena ha sido estupenda, como siempre, pero creo que ahora me voy a la cama. Aquí cenáis mucho más tarde de lo que tengo por costumbre. Y aunque lo intento, no consigo entender qué sentido tiene irse a la cama a la una o las dos de la mañana algunos días, y otros pasarlos durmiendo.
—Que descanses bien, Mildred.
Verne agregó brandy a mi copa y se sirvió una. Nos sentamos un rato en silencio. Se levantó, se quitó los zapatos, puso Cosí fan tutte, se quitó el sujetador por debajo de la camisa, lo colgó en el pomo de la puerta y se echó a mi lado en el sofá. Escuchábamos los ruidos del tráfico, los repetitivos estribillos de la gente que pasaba caminando. La música de Mozart nos bañaba como el agua de un arroyo.
—Yo también puedo ayudar, Lew. Estoy fuera todas las noches. Somos muchas. Si esa mujer todavía está en Nueva Orleans, existen bastantes posibilidades de que alguna de nosotras se tropiece con ella.
—¿Te he dicho alguna vez lo maravillosa que eres?
—No estoy segura. Mañana lo buscaré en mi agenda. Ahora no quiero moverme.
—¿Entonces no trabajas esta noche?
—Los llamé hace un rato. Victoria me cubrirá.
—¿A tus clientes no les importará?
—A todos ellos les gusta Vick. A todo el mundo.
—¿Otro brandy? ¿Más café?
Negó en silencio. Los minutos desaparecían. El calor y la serenidad de su cuerpo junto al mío. La música envolvente.
—Estoy contento, Verne. Estoy contento con mi vida cuando estás a mi lado. Estoy contento con la transformación que has operado en mí.
Se incorporó un poco sobre un codo y quedamos cara a cara.
—Faltaría más, señor Griffin —dijo—. Faltaría más.