Tener a mi madre dando vueltas por ahí era tan fácil como aprender a nadar con balas de cañón atadas a los tobillos. Y sin embargo, había algo reconfortante en volver a oír (una y otra y otra vez) los mantras con los que había crecido.
¿Por qué siempre eliges el camino más difícil, Lewis?
Eres tan obcecado como tu padre, lo juro. Pero nunca le llegarás a la suela de los zapatos.
Como siempre te dijimos y nunca te dignaste a escucharnos: acaba primero tus estudios. Mírate ahora… ni siquiera vives en tu propia casa.
Mi madre nunca se permitía la ira, ni expresaba jamás su insondable desengaño de la vida. Si le preguntabas, siempre iba todo bien. Así que el olor y la desesperación tenían que destilarse antes de encontrar su salida. Y la encontraban: en todas partes.
Me costó mucho tiempo admitir que me parecía mucho a ella. Le dimos la noticia de que yo no tenía apartamento con mucha suavidad (coge tú el dormitorio, nosotros dormiremos aquí en el sofá-cama), la instalamos y cerramos la puerta antes de que tuviera tiempo de objetar que no podía echarnos o que no tenía ganas de perderse, durmiendo, el día maravilloso que nos había regalado el Señor.
Alrededor de mi madre, el mundo se convertía en una interminable cadena de conjunciones, oraciones subordinadas y relativas, como en el último párrafo. Uno aprendía a moverse todo el tiempo y a coger aliento cuando fuera posible.
Verne, con un camisón de satén arrugado, se durmió al momento. Yo me dejé la ropa interior como concesión a la visita y me quedé escuchando el tráfico, pensando en la muerte de mi padre, en la tristeza de Hosie, en mi hijo. Tenía un deseo irrefrenable de oír música en ese mismo instante. La obertura de Don Giovanni habría estado bien. O «Dark was the night… cold was the ground», de Blind Willie.
Me pareció que me había pasado la vida oscilando entre la soledad absoluta y la casa gregaria, para volver siempre a la soledad. Por entonces no sabía hasta qué punto ese modelo inexorable se repetiría hasta que toda mi existencia, del principio al final, fuese un revoltijo entre lo público y lo privado.
Una rama se inclinó hacia la ventana, una mano esquelética prendiéndose a la vida de la casa.
Sobresaltado, me di cuenta de que la había visto. Había visto la rama inclinarse hacia mí. Había visto esos dedos extenderse, garabatear y cambiar de rumbo. La había visto.
Me volví y vi el cuerpo de Verne contra la pared blanca cuando se volvía de lado, remolcando las mantas.
Tenía miedo de cerrar los ojos, miedo de que todo desapareciera otra vez.
El camión de la basura, que pasaba cada dos semanas, estaba en la puerta. Di un salto y trepé al repecho de la ventana. Un joven esbelto vestido con un mono caqui se descolgó de la parte trasera, cogió nuestro cubo, lo vació y, con un solo movimiento continuo, dejó caer el cubo y, silbando para indicarle al conductor que siguiera adelante, volvió a subirse al camión.
Es posible, dadas las circunstancias, que nunca más haya visto nada tan hermoso.
Unas nubes algodonosas se cernían por encima de la entablada mansión de enfrente. Niños uniformados con sus carteras, solos y en grupos desordenados, iban andando hacia el colegio. Los ciclistas, jóvenes y blancos o viejos y negros, pasaban zumbando.
Todo tan hermoso.
Mira lo mismo día tras día y ya no lo verás, se marchará. Para ver otra vez, eres tú quien debe marcharse. Y cuando vuelves, tus ojos funcionan de nuevo, apenas un rato.
Fue un escarmiento que me tomé muy a pecho y que me acompañaría el resto de mi vida.
—El caso es que a nadie en el departamento le importa demasiado quién se cargó a Eddie Bone —me dijo Don—. Nosotros lo vemos así: enhorabuena, un canalla menos de quien ocuparnos.
Nos habíamos encontrado en un cuchitril que vendía po’boys en Magazine, con tres o cuatro mesas sucias, por supuesto siempre vacías, un mostrador y una parrilla que era mucho mejor no mirar de cerca. Pero los po’boys eran formidables. Cuando nos llamaron para entregarnos los bocadillos, Don dio un paso al frente y se encontró rodeado de unos chicos saturados de adrenalina, orgullosos de sus redecillas y sus bandanas, que remoloneaban junto al mostrador, soñando con convertirse un día en casos perdidos. Don se limitó a esperar de pie. Se quedaron mirándolo a la cara un momento y luego se apartaron.
—Te lo diré de otra forma. De gambas, ¿vale? —me tendió el mío. Las hojas de lechuga caían por los lados como el musgo «barba de palo» de los árboles del parque de Aubon—. Tienen los medios, porque el caso todavía está abierto oficialmente. Y tienen la oportunidad. Lo que no tienen es motivación.
Dio un bocado a su po’boy de rosbif. La salsa brotó como de un surtidor y manchó el plato de papel, la mesa, su mejilla, la camisa y la corbata.
—Entonces no hay investigación en curso.
—El asunto «no se prosigue activamente», según la jerga del departamento, eso es cierto. Tenemos de quince a veinte homicidios al mes, Lew, y más durante el verano. Cuando está todo el personal a punto, esto es, cuando no hay recortes presupuestarios del ayuntamiento, ninguno está enfermo ni herido, ni tiene problemas familiares ni le da por la bebida, contamos con seis detectives por turno.
Don se acabó el bocadillo y bebió el último sorbo de té helado.
—Eh, ¿quieres una cerveza?
—¿Cuándo no la quiero?
Me acabé el bocadillo mientras Don volvía al mostrador. Esta vez no hubo dudas. Los chicos lo vieron levantarse y se apartaron.
Nos llevamos las cervezas fuera. Había un par de bancos de picnic en la esquina, pero como las mesas de dentro, no se usaban. La mayoría pedía la comida a través de la ventanilla y se la llevaba. Cogimos la mesa que estaba más alejada de Magazine. Nos sentamos y contemplamos el atasco de mediodía. No es gran cosa si lo comparamos con los de otras ciudades grandes, pero es el nuestro.
—¿Has dormido bien? —dijo Don, recordándome que me había dejado en casa de LaVerne hacía unas pocas horas.
Negué con la cabeza.
—Yo tampoco. Ya no me acuerdo de la última noche que dormí bien. A las tres de la mañana estoy echado en la cama devanándome los sesos acerca de si es culpa del alcohol que no concilio el sueño, o si es gracias a él que puedo al menos dormir un poco.
Empotrada en el cemento, nuestra mesa estaba debajo de un árbol muy favorecido por toda clase de pájaros, quizá por su olor acre y resinoso. Don levantó un muslo y se limpió la mierda de pájaro, pastosa y de un blanco verdoso, del fondillo de los pantalones. En aquel local había rollos de papel de cocina en lugar de servilletas. Como era uno de los sitios a los que solía ir siempre Don, había arrancado varios trozos cuando fue a recoger las cervezas.
—Verne, ¿bien?
Asentí.
—Vale. Dale recuerdos de mi parte.
Volví a asentir mientras bebíamos la cerveza a sorbos.
—Tu madre es un caso, Lew.
—Sí, es lo que hay.
—¿Odia a los blancos sin más?
Aunque Dios sabe que lo último que quería era disculparla, me oí diciendo:
—No, la cosa no va por ahí. Es que la vida de los blancos no tiene nada que ver con la suya —me detuve de pronto y sacudí la cabeza—. Es complicado, Don —probablemente no había forma de explicárselo—. En el lugar de donde viene todo está muy claro, para ambas partes.
—Tú también eres de allí.
—De no muy lejos.
Ninguno de los dos dijo nada durante un rato.
—Mi mujer sigue preguntándome por ti Lew. ¿Qué crees que le debes a ese negro?, me dice. La vida, le contesto. Llegué a casa esta mañana, y empezó otra vez con la monserga. Ya le has pagado esa deuda. Los chicos y yo apenas te vemos, y cuando lo hacemos, estás tan cansado que lo único que haces es comer y caer rendido en la cama. Y ahora te has pasado media noche paseando a ese negro por ahí en tu coche.
»Es amigo mío, le dije. Salí por la puerta tal como había entrado y me fui a trabajar.
—Es una forma de acabar una pelea.
Don se echó a reír.
—A veces es la única. ¿Quieres otra cerveza, Lew?
—No.
El tráfico empezó a aligerarse. Al cabo de un par de horas habría otro brote, cuando salieran los niños de los colegios, y otro alrededor de las cuatro y media.
—Sí, creo que a mí tampoco me apetece.
—¿Existe alguna posibilidad de que Hosie y tú vengáis a cenar una noche de éstas, Don? Verne hace una gumbo que está para chuparse los dedos. En cuanto pruebes su caldo corto, sonreirás como un bagre y buscarás un poco de barro donde sumergirte.
El tiempo pasaba, lento. Don dejó escapar un hondo suspiro.
—No creo que Hosie sea capaz, Lew. Lo siento. A lo mejor, algún día…
—Lo entiendo.
Antiguamente, una vez terminada la batalla, aparecían en el campo los carroñeros que iban de cuerpo en cuerpo recuperando todo lo que podían. Pues hacemos exactamente lo mismo con nuestro pasado, con nuestras historias personales, con nuestras relaciones. Todo es material de rescate.
Me acabé la cerveza y me puse de pie.
—¿A pata, como de costumbre? —dijo Don.
Asentí.
—Si no quieres que te lleve en coche…
No quería.
—¿… no te importa que vaya andando contigo?
Subimos por Magazine y dejamos atrás una manzana de adosados en plena remodelación, sin marcos en las ventanas, llenos de pintores y pilas de madera nueva y ladrillos viejos en el patio, rumbo a Saint Charles.
Una gata huesuda y ventruda nos siguió un rato.
—El rumor es que hay alguien a quien sí le importa —dijo Walsh—. Eddie Bone, quiero decir.
Nos paramos en la esquina.
—¿Has oído hablar de Joey Montagna?
—Sí, Joey Montagna —dije yo—. Claro. ¿Tiene alguna relación con esto?
Cambió el semáforo y empezamos a cruzar. Unos ojos nos siguieron desde el interior de una vieja camioneta Ford con los guardabarros soldados, desde un Datsun nuevo y desde un Lincoln cuyo capó plano recordaba a un portaaviones.
—¿Quién sabe? Está haciendo preguntas por ahí. Sobre ti y sobre la mujer misteriosa.
—Pero no sobre Eddie Bone.
Al cabo de un rato, Don sacudió la cabeza.
—No directamente.
—¿Y dónde ha estado preguntando?
—Por ahí, aquí y allá. Pero siempre con discreción. La patrulla me dice que su centro de operaciones es una mesa en la parte de atrás del Danny Boy, un salón que está por…
—Ya, ya sé dónde está.
—Claro que lo sabes —Don se paró de pronto, sin previo aviso—. Bueno, ya basta de la mierda de ejercicio. Vuelvo por el coche mientras todavía me quedan fuerzas para llegar hasta allí. Supongo que también sabrás que Joey es de la infantería de Jimmie Marconi, ¿no?
—Decían que se había retirado.
—Sí, ya. Y las serpientes no muerden, sólo te besan con mucha intensidad.
—Mejor le pregunto, cuando lo vea, qué tal le va la jubilación.
—Mejor sería que fueras con un cuidado del copón.
Se volvió.
—Si necesitas ayuda, cualquier cosa, me lo dices.
—Gracias, Don.
Lanzó un gruñido y caminó penosamente hacia su coche, a siete u ocho manzanas de distancia.
Tengan presente que gran parte de lo que les estoy contando aquí es una reconstrucción, compuesta a retazos, apuntalada. Como muchas reconstrucciones, por debajo de la superficie tiene un parecido problemático con el modelo.
Durante la mayor parte de ese año, mi vida fue una especie de código Morse: puntos, puntos suspensivos, rayas, espacios en blanco. Creía que recordaba determinada secuencia de acontecimientos y luego, mirando atrás, unas horas, un día o una semana después, era incapaz de recuperarla, las conexiones se habían perdido. Las aceras conducían directamente a muros de ladrillo pelado. Bajaba el último escalón del apartamento de LaVerne y me dirigía al dique del centro, hacia Esplanade o Jackson Avenue, al anillo de hormigón del lago Pontchartrain. Las caras cambiaban o se desvanecían delante de mí mientras yo seguía enfrascado en la misma conversación, buscando una palabra compuesta, interminable y primordial, que consiguiera finalmente abarcarlo todo. Agujeros de mi vida.
Gran parte de aquel año, por tanto, ha desaparecido para mí. La historia nunca escribe la crónica de la continuidad de la vida diaria tan bien como señala los pozos que se abren por debajo, los temblores de la tierra alrededor de ellos… las formas en que la vida se interrumpe. Aquel año, mi vida se convirtió en historia.
Don rellenó el hueco de cómo pasó Lew sus vacaciones, y LaVerne gran parte del resto. Después de las primeras trece o catorce veces que me lo contaron, y tras olvidarlo de inmediato, empecé a tomar notas, a investigar mi biografía. Las grietas que quedaban (y eran considerables) las rellené y enmasillé lo mejor que pude, hasta que ya no logré discernir qué parte de esta narración es recuerdo auténtico, historia oral o pura imaginación.
En aquella época no había muchos negros que entrasen en lo de Danny Boy. Y los que lo conocían llevaban algunas docenas de cajas de cerveza y alcohol desde el camión de reparto hasta el cuarto trasero, y luego volvían a la parte delantera para que les firmasen el albarán. Cuando el propietario se sentía caritativo, les ponía una cerveza mientras les revisaba los albaranes.
El barman de aquel día me clasificó de una ojeada: rostro y tamaño. Era un cincuentón con el pelo como un estropajo de aluminio muy desgastado y una camiseta desvaída que había pasado del negro al morado. El estampado también estaba desvaído, como las buenas intenciones y las perspectivas esperanzadoras. El hombre cogió un vaso y se puso a llenarlo en la espita de la cerveza, hasta que de pronto se dio cuenta de que no le había entregado nada.
Miró con más detenimiento mi traje negro, la camisa azul y la corbata. Era como si hubiese entrado el mismísimo Godzilla y pedido un daiquiri remilgadamente.
Por entonces el vaso de cerveza estaba medio lleno. El hombre soltó el tirador del grifo, que era como una paleta. Vació y sumergió el vaso, que quedó flotando con los demás.
—¿Qué puedo hacer por ti, chico?
Me acerqué a la barra sin responder. Nuestras caras se encontraban a medio metro de distancia. El tipo miró a la izquierda, a la derecha. ¿Qué le pasaba? Estaba en su propio terreno. A salvo.
Cuatro hombres mayores jugaban al dominó en una mesa cercana. Otros tres, a mi derecha, lanzaban dardos a un tablero muy usado. No había nadie en el salón del fondo.
—Busco a Joey Montagna —dije.
—Nunca he oído hablar de él.
Dejé que pasaran unos momentos. Arena entre los dedos. Los días de nuestra vida.
—Le diré lo que haremos. Tómese usted el tiempo que necesite, piénselo. Mientras tanto, yo me sentaré aquí tranquilamente con una cerveza. La que había empezado a servirme antes está bien.
El hombre del bar cruzó los brazos encima del pequeño y musculoso montículo de su vientre.
—No te voy a servir, chico, ¿me oyes? No tengo por qué hacerlo. Te aconsejo que te vayas ahora mismo por donde has entrado.
El dominó y los dardos, en silencio.
—Me gustaría tomar esa cerveza ahora, señor, si no le importa —levanté una mano, con los dedos abiertos—. ¿Qué le vamos a hacer? Es la ley.
Se encogió de hombros y se acercó más a la barra.
—Sí. Tienes razón —cogió un vaso con la mano izquierda, en la que se suponía que iba a fijarme yo, mientras que con la derecha palpaba por debajo del mostrador.
¿Una pistola?
Le cogí por la camiseta y lo levanté en vilo. Si lo hubiera acercado un poco más, a lo mejor habría averiguado qué era la imagen desvaída. Por el momento, parecía un mascarón de proa. El escote de la camiseta empezó a desgarrarse.
—¿Cuál es el segundo consejo?
Noté una corriente de aire y un silbido agudo junto a la oreja derecha cuando un dardo pasó y se clavó detrás de la barra, justo entre una botella de Dejar y otra de B&B, moteadas de insectos del tamaño de un piojo.
Miré a mis espaldas. Los jugadores se habían separado a derecha e izquierda dejando paso al atacante, que tenía tres dardos entre los dedos de la mano izquierda y otro en la derecha, listos para lanzar.
—Apártese —dijo.
Mantuve bien cogido al barman. Le arrastré por toda la barra, tirando vasos, ceniceros con colillas, montones de servilletas y posavasos baratos, saleros y pimenteros. Sujetándolo por la camiseta y el cinturón, le hice girar en redondo delante de mí.
En algún lugar se oyó el ruido de la cisterna del váter. Entonces se abrió una puerta detrás de una mampara, un pequeño resplandor junto a la pared del fondo. La ausencia de luz se convirtió en una figura oscura. Nadie se movía… excepto aquella figura oscura.
—Déjenlo, caballeros —dijo.
Tenía unos sesenta años, era robusto, llevaba un traje italiano de color antracita, una camisa de seda artificial color azul pálido y una corbata oscura. Se movía con parsimonia.
—Griffin, ¿verdad? ¿Le apetece una cerveza? Pero primero tendrá que soltar al viejo Shank.
Lo hice.
—Dos, bien frías.
El camarero sacudió la cabeza recién emancipada.
—A este no le sirvo, señor Montagna. No importa quién me lo ordene.
Joey alzó la cabeza quizá medio centímetro. Ni siquiera se le movió el nudo de la corbata.
—En mi reservado, por favor.
Nos sentamos y esperamos, mirándonos, separados por el témpano de formica pálida. Shank nos trajo las cervezas. Joey le dio las gracias.
—Conozco su reputación, Griffin.
Esperé.
—Casi todo bueno… mientras uno no se cruce en su camino.
Levanté mi vaso para brindar.
—Ha estado haciendo preguntas.
Él también levantó su vaso y lo vació de un solo trago.
—Si quería saber algo sobre mí, le bastaba con preguntarle a uno de los suyos. A Jimmy Marconi, por ejemplo.
—¿Qué le hace suponer que no lo hice?
Sin señal alguna que yo hubiera detectado, Shank nos trajo otras cervezas.
—Jimmie dijo que las manos fuera de ese plato. Fue bastante sorprendente, porque a Jimmie no le gusta imponer nada. Se ocupa de sus asuntos y nos deja con los nuestros, y todo funciona de maravilla así. Pero lo que me dejó perplejo fue lo que dijo después. Dile a Lewis que venga a verme, me dijo, cuando le parezca conveniente. En cuarenta años que llevo trabajando con él, nunca le había oído decir algo así, a nadie.