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Años después, escribí un libro titulado Nadie busca a Eddie Bone. Por entonces, estaba confinado en la cama a causa de varios esguinces y un par de huesos rotos, y me aburría. Le había dado la espalda a un hombre que había pedido un préstamo para abrir una tienda de antigüedades en Magazine y, como el negocio no iba bien, pensó que podía dejar de pagar las cuotas. Me contrataron como tutor para que le enseñara un poco de economía básica. Sabía que no debía darle la espalda, por supuesto, después de la primera y breve clase. Pensaba en ello cuando el armario art déco de nogal, precioso de verdad, me cayó encima.

Siempre fui aficionado a las novelas de misterio, desde los días del instituto en Arkansas, cuando hacía poco más que leer, a veces tres o cuatro libros al día, y encendía Crimen y Castigo con la colilla todavía ardiendo de Cosecha roja.

Allí echado años después, escaldado, como habría dicho mi viejo, un estado más al este y otro más al sur, no mucho más tarde, en realidad, aunque parecía que había pasado media vida y estaba en un mundo totalmente diferente, leí un libro de bolsillo que me había traído Don: Esos hombres son peligrosos. Contaba la historia de un soldado que tiempo atrás se había largado en busca de lo salvaje, lejos de la civilización y todos sus monigotes, apostando por un aislamiento y una vida tan simple, tan reducida a las funciones básicas, que resultaba virtualmente ahumana. Pero el mundo va tras él a su isla diminuta y rompe su soledad, haciendo añicos la rígida sencillez que lo contenía.

Cuando lo acabé, no pasé a otro, como tenía por costumbre, sino que volví a la primera página y empecé de nuevo. Aquella vez llegué a la última pensando que quizá yo podía escribir algo. Nunca antes se me había ocurrido y, en gran medida, se debía al simple hecho de que no quería que el relato acabase.

Pero claro, los relatos nunca acaban. Esa es su gracia. Las vidas acaban, la gente se muere o se aparta de ti para siempre, los amantes se van a la luz de la luna con bolsas de papel con sus pertenencias bajo el brazo, los hijos desaparecen. Cierra el Ulises y nada ha terminado. La historia de Molly, la de Leopold, la de Stephen, la de Back Mulligan… continúan junto con la tuya.

LaVerne me trajo blocs «Big Chief» y bolígrafos Bic cuando se lo pedí. No dormía demasiado por las medicinas y el dolor. Empecé a escribir una noche hacia las once, con el libro Esos hombres son peligrosos apoyado en la lámpara de la mesilla de noche. Y qué apoyo fue en todos los sentidos.

Cuando conocí a Eddie Bone, llevaba una chaqueta de esmoquin tan brillante como la piel de una foca, y unos pantalones de trabajo desgastados y atados con una cuerda a la cintura. Los pantalones eran tan grandes y deformes como un saco de arpillera. Me contó que se le había perdido el pavo.

Había oído hablar de Eddie en la calle. Dios sabe de dónde lo había sacado, el caso es que tenía aquel pavo joven y lo llevaba atado a una correa. Lo alimentaba con las sobras de los cubos de basura de los restaurantes de comida rápida. El plan era engordarlo y venderlo justo antes del Día de Acción de Gracias.

No mucho después de todo aquello, fue Eddie quien se perdió… desapareció de las calles. Y a nadie pareció importar, nadie lo buscó. Excepto yo.

—Aquella amiga tuya, ¿todavía trabaja de secretaria por libre? —pregunté a LaVerne en su visita habitual, un par de mañanas más tarde.

—¿Roberta? Sí, creo que sí. Seguro.

Roberta había sido Chee-See, Money Brown y Baby Blue antes de concentrar su inteligencia, su decisión y sus sustanciales ahorros en la Universidad de Luisiana en Nueva Orleans, y sacar una diplomatura en administración de empresas. Cuando hacía la calle, cerca de la treintena todavía parecía una chica de dieciséis. Extraordinario capital. Los dividendos llegaron rápido, y la mayor parte (alrededor de un noventa por ciento, le dijo una vez a Verne) los guardó íntegros.

Le di a Verne tres blocs.

—¿Crees que me podría mecanografiar esto?

—Cobra cincuenta centavos la página, Lew.

—Pediré un préstamo.

LaVerne se quedó de pie leyendo las páginas.

—Oye, esto es bueno.

Me encogí de hombros y me levanté lentamente, apoyándome en los brazos para poder bajar de la cama, muy despacio hasta estar seguro de que no perdería el equilibrio. El dolor era penetrante. Las costillas vendadas. Los músculos que aparecían vaya a saber de dónde, para establecerse como okupas que encendían fogatas.

—¿Quieres algo? —le pregunté a LaVerne—. ¿Una copa, una taza de té?

—Me encantaría una cerveza.

Se llevó los blocs al sofá desvencijado que estaba junto a la ventana. Le serví una Jax y, estirado a su lado, fingí interés en una biografía de H. G. Wells, un curioso bodrio preparado por uno de sus contemporáneos, un obcecado fabianista. Al parecer, su tesis se basaba en que Wells nunca mató una mosca, no escribió una palabra, ni penetró una vagina sin considerar primero cómo entrarían estas actividades en los apuntes contables de sus libros socialistas.

Cuando Verne alargó el brazo y buscó a tientas, la botella ya estaba vacía. Le traje otra Jax.

Finalmente se levantó, cerró el último bloc, y la cabeza del indio del logotipo hizo un gesto de asentimiento. Se sentó un momento.

—Es muy triste, Lew.

Se llevó la botella a la boca dos veces y bebió lo que quedaba de su cuarta cerveza.

—Sabía que Christa desaparecería, pero conservaba la esperanza de que no fuera así. También que Lee nunca la encontraría, y que él lo sabía, aunque supongo que cada lector, a su manera, seguirá esperando que lo haga. Son todos tan reales, Lew. Hasta el chico del tranvía que sólo aparece en media página. No sé cómo lo haces.

Yo tampoco… aparte de saber que podía. Tenía algo que ver con secuestrar una voz. Toda la vida, cada día, hora tras hora, nos contamos historias enhebrando acontecimientos, encuentros y reminiscencias con un cordel que les da sentido, inventando así el mundo donde vivimos. No hay grandes diferencias cuando uno escribe, sólo que lo haces desde la cabeza del otro.

—Se lo llevaré a Roberta esta noche —dijo LaVerne.

—¿Crees que me dará crédito?

—No te preocupes por eso.

—No quiero que me lo pagues, Verne.

—Es una amiga, Lew.

Verne se puso de pie y me dio la espalda. Su vestido se deslizó fácilmente por los hombros, la cabeza y los brazos levantados. Matas de pelo, recortadas con tijeras pero nunca afeitadas, en las axilas.

Ahora su cabeza se apoyaba en el hueco de mi hombro y mi mano caracoleaba en las ondulaciones de su espalda. En la radio, el concierto en si menor para fagot de Mozart. Lloviznaba. El viento gemía en las hendijas y las ventanas de la casa, donde se esfumaba la luz del día.

—Todo pasa de largo, ¿verdad, Lew?

—Si no te das cuenta, sí.

—Y aunque te des cuenta.

¿Qué podía decirle?

¿Dejar que el viento y la luz desfalleciente hablasen por mí? Al cabo de un momento, levantó la cabeza y me miró a los ojos. Los suyos brillaban. El segundo movimiento del concierto empezó entonces. Dolorido, renuente. Como si las notas, una vez liberadas, se fuesen para siempre, por siempre irrecuperables.

—¿Puedes abrazarme, Lew? Sólo abrazarme.

—Te estoy abrazando, V.

—Entonces, ¿puedes seguir así? Sólo un momento. Para que no pase de largo.

Podía. Lo hice. Pero nunca la abracé lo bastante, ni el tiempo suficiente.

Todavía hoy no sé por qué.

Algún tiempo después del tiroteo, cercado por la tierra seca del continente de Touro, hacia mediados del segundo mes quizá, conocí al hombre que adoraba a los bebés muertos.

En aquellos días pasaba mucho tiempo andando: pasillos, salas, fuera del hospital por la calle, pegado a las paredes mientras, aún ciego, medía a pasos los límites de mi mundo y reflexionaba sobre todos los seres enjaulados. El sentimiento de que la terrible lentitud se imponía a las prisas, como dijo Cid Corman en su poema «La Tortuga». Como deambulaba Blind Lemon por Dallas, de los barrios altos hasta Deep Elm, qué más daba.

Una mañana me descolgué en el piso equivocado porque estaba solo en el ascensor y nadie podía guiarme. Estaba en la unidad de cuidados intensivos neonatales.

—La niña de los Teller ha muerto.

No estaba seguro de que se dirigieran a mí, hasta que una mano me tocó ligeramente y luego se retiró.

—¿La niña de los Teller? Shawna.

—¿Perdón?

—Anoche, en algún momento —un sabroso aroma a café en su aliento—. Estuve aquí hasta las ocho, así que tuvo que ser después. Las enfermeras todavía están redactando el parte, no lo sabremos hasta dentro de un rato. Ninguno pensó que duraría tanto, por supuesto. Es sorprendente lo mucho que pelean esas criaturas, ¿verdad?

Me di cuenta de que me tendía la mano. La encontré y se la estreché. Otra pausa cuando se dio cuenta de que iba a tientas.

—Lo siento —¿un débil atisbo de buen bourbon junto al café?— Bob Skinner. Tengo un restaurante en Adams, lo abrí hace diez años. No sé ni freír un huevo, tendría que comer pescado congelado y platos preparados la mayoría de las noches, pero no sé por qué razón vino buena gente a mi restaurante. Tengo el sentido común suficiente para apartarme de su camino y dejarles hacer.

Me presenté.

—No es usted de aquí.

—Como la mayoría. Aun los que consideran a esta ciudad su hogar.

—Ya sé a qué se refiere. Vine hace doce años por la música. Un viaje de celebración, me dije. Acababa de licenciarme en la universidad, en filosofía. ¿Qué se hace con eso, con una licenciatura en filosofía? Es como un doctorado en pastoreo de ovejas. Los otros volvieron, pero yo me quedé. Mi abuela polaca me había dejado una herencia que sacó de contrabando de Alemania. Y la usé para abrir el restaurante. Y esa pobre cosa alzó el vuelo… ¿quién lo habría pensado? ¿Tiene usted un hijo o una hija aquí?

Negué con la cabeza.

—No, sólo estoy paseando.

—A tientas, es un decir —seguramente sonrió al decirlo. Lo sabía—. La niña de los Teller es el tercer bebé que muere esta semana. Una cosa que llaman NEC. Necrosis del intestino. Las hemorragias intracraneales se llevaron a muchos más. Una especie de embolia. De eso murió el bebé de los Gutiérrez, los gemelos de los Williams, y el de los Raincrow. Mario, así se llamaba el de los Raincrow, estuvo con nosotros casi tres meses.

»Y luego están los niños de las drogadictas, las enfermedades congénitas del corazón, todos esos síndromes que tienen nombres en clave, como Down, Tet y cosas parecidas. O el síndrome de las costillas cortas, como el que tenía el bebé de los Patel. Diptak se llamaba. Siempre me hacía pensar en Tiktok de Oz. El pecho no se desarrolla una vez que nacen. El simple hecho de crecer los mata. Los exprime hasta matarlos.

Las puertas automáticas se abrieron. Salió alguien que olía a manzana.

—Hola, Sandy.

—Buenos días, Bob. ¿Nunca te vas a casa?

—Pues claro que sí. ¿La hora del descanso?

—Así es.

—A aprovecharla, ¿eh?

—Ojalá. El día se puede ir al garete en cualquier momento. Unos trillizos de veintisiete semanas a bordo.

—Eso había oído.

El ascensor se abrió con un discreto ping.

—Hasta luego, Bob.

—Dale un abrazo a las niñas de mi parte, Sandy. ¿Se le ha pasado el resfriado a Rich?

—Por ahora, sí.

—Esa mujer es una heroína —dijo Skinner, mientras se cerraban las puertas—. Su hija de diez años es un genio de la música, da conciertos desde los seis, y le han hecho un violoncelo especial para ella. La de cuatro tiene fibrosis quística en el hígado. Sandy está en el cepo, tironeada por las necesidades de las dos. El marido no sabe llevarlo. O desaparece durante meses y meses, o bien le lleva flores un día y le pega al siguiente. Y todos los días ella está aquí y se ocupa de estos niños… ¿Acepta un café?

Bajamos juntos a la sala de la entrada, adonde yo quería ir desde el principio. En la cafetería, Skinner me deslizó una taza por una mesa pegajosa de Dios sabe qué. Si de pronto cayéramos al vacío, de pie sobre ella no tendríamos problema.

—¿Azúcar? ¿Leche?

—No, gracias.

Me arrellané en la silla y me sumergí en las conversaciones que nos rodeaban. A la derecha, abogados con maletines llenos de papeles que se agitaban, polis con radios crepitantes, uno de ellos un novato al que leían un informe; un hombre con voz temblorosa que preguntaba: ¿cómo puedes hacerme esto, Thelma? ¿No sabes que haría cualquier cosa por ti? ¿No lo sabes?, mientras la mujer se ponía de pie y se alejaba.

—Así que —dijo Skinner—, si usted no tiene un niño en neonatal, ¿qué hacía allá arriba?

—Ya se lo he dicho. Me equivoqué de piso.

—A lo mejor era su destino.

Uy, uy, pensé, ya estamos. Uno de esos tíos que lo tienen todo descifrado. Sabía que lo próximo sería una confesión de fe y luego me preguntaría a qué Iglesia pertenecía y me invitaría a la suya.

—¿Y usted? —le dije entonces.

—¿Yo?

—¿Un hijo, una hija? ¿Un nieto?

—No, no, nada de eso, para nada. Ni siquiera estoy casado… ya no. La verdad es… —vaciló—. Se llama Lew, ¿verdad?

—Sí.

—Bueno, la verdad es que soy estéril, Lew. A Susie, mi mujer, le preocupaba mucho. Se esforzó por superarlo, pero al final pudo con ella. No la culpo, no en el fondo. Supe que está en Minnesota, viviendo con un estudiante a quien dobla en edad.

»Soy veterano de guerra. Corea. ¿Se acuerda? Di medio pulmón por la causa de la democracia. Tuberculosis. Las cosas no fueron tal como se suponía que tenían que ir. Allá me pusieron en cuarentena, y después, al hospital. Secuelas, así les gusta llamarlo a los doctores. Lenguaje codificado para alguien que se ha vuelto loco. Durante años fui un viajero asiduo en lo que respecta a hospitales. Holgazaneaba en las salas. También visitaba urgencias, eso sí que te cambia la forma de ver el mundo. Y entonces un día fui a Neonatal. Estaba aquel crío en una cuna, y yo habría jurado que me estaba mirando. Incluso sacudió el brazo de esa manera que hacen los bebés, y me señaló. Así que empecé a ir regularmente, cada pocas horas y, ¿sabe?, parecía que se alegraba de verme. Levantaba aquel bracito temblón y me sonreía. Como si me esperara. Más tarde me enteré que se llamaba Daniel. Su madre apenas había cumplido los quince y no tuvo ninguna atención prenatal. Llegó, dio a luz y nadie volvió a verla. El nombre se lo pusieron las enfermeras. Una de ellas terminó por llevárselo a su casa. Qué mundo, ¿eh?

Es el único que tenemos. Tarde y temprano, teniendo y derrochando, agotando nuestros poderes. Eso y más.

—¿Los chicos querrán café? —nos preguntó la camarera.

—No, gracias —una sola taza y ya me mareaba.

—Yo sí que tomaré media taza más, si no le importa.

La mujer se lo sirvió y se alejó arrastrando los pies. Unas zapatillas de andar por casa con el contrafuerte metido debajo del talón, sin duda alguna la última moda en calzado americano.

—Vivo a cuatro manzanas de aquí —dijo mi compañero—, justo al lado del río, en una casita de madera de ciprés construida sobre bloques de cemento. Los hierbajos crecen por encima de los interruptores y de los enchufes. Al menor soplo de viento, las ventanas matraquean como guisantes secos en una vaina. Cada mañana me levanto y vengo aquí a ver a mis niños. Vuelvo por la tarde también, y luego por la noche. A lo mejor saben que estoy aquí, como pasaba con Daniel. Así quizá saben que alguien, al menos, se preocupa por ellos.

Recordé lo que había dicho de la enfermera Sandy.

—Usted también es un héroe.

—No. Yo sí que he visto héroes.

Se quedó callado un momento.

—¿Quiere caminar?

Lo hicimos. Volvimos a la sala de entrada por Pytrania. Oí el ruido del tráfico intenso desde St. Charles, a una manzana de distancia, olí el aroma a ajo de un restaurante, en la acera de enfrente. Un camión de reparto frenó en seco, los frenos chirriaron. Otra vez retazos de conversaciones:

—¡Si un tío le hace eso a mi chica, no está a salvo en ninguna parte!

—Qué día de mierda…

—¿Te quiere, cariño?

… mientras caminábamos.

—¿Volvemos a Corea? —dijo Skinner.

Yo asentí. Esperé.

—Había un… bueno, todavía lo llaman polvorín. Todo lo que no usábamos se almacenaba allí, toda la chatarra que seguía enviando el ejército. Dios sabe por qué, debían de tener contratos, supongo. Cosas que no necesitábamos para nada, que nunca necesitaríamos, cajas de esponjas, alcohol de quemar. ¡Por el amor de Dios, alcohol de quemar! Lápices en cajas del tamaño de un yate.

Noté que se había detenido.

—¿Está cansado? ¿Quiere volver?

Asentí, aunque de mala gana. La libertad era estupenda en teoría, pero como algunos países del tercer mundo, yo sólo podía manejar una cierta cantidad. Tenía que tomarlo con calma.

Volvimos caminando entre fragmentos de conversaciones que parecían idénticas a las de antes. Cuando nos acercamos a la entrada principal, Skinner dijo:

—Cuando nos bombardeaban iba al polvorín y me escondía hasta que terminaba todo.

Aquel año también quedaría en la memoria como el Año que Mamá Vino de Visita. Una fiesta en todos los sentidos.

—Lewis, he venido a echarte una mano hasta que te recuperes —dijo, cuando abrí la puerta.

Mentalmente la vi con absoluta claridad: vestido rojo barato, zapatos de plástico, pelo alisado y su habitual expresión tirante, un rostro compuesto para mantener el mundo fuera o a ella encerrada dentro, nunca lo sabría.

Cuando era adolescente, mi madre abandonó la vida. Se encastilló y se volvió tan rígida en sus costumbres de cada día que uno era imposible de distinguir de otro. Se levantaba a la misma hora, bebía dos tazas de café, tomaba el mismo almuerzo frugal y la misma cena frugal, y cuando hablaba decía más o menos lo mismo una y otra vez, conversación modular, pensando tanto en sus palabras como en las dos tazas de café que se había tomado por la mañana.

Cualquier cambio, cualquier variación de la rutina podía traer océanos de oscuridad rompiendo sobre todos nosotros.

Mi viejo luchó un poco y luego lo dejó. Llegaba a casa, cenaba con nosotros y pasaba el resto de la velada, hasta la hora de irse a dormir, en el taller. Supongo que esto da la medida de su amor.

Más adelante, a medida que pasaba la vida, me daría cuenta de que probablemente era esquizofrénica. Pero era un tema tabú en la familia. Y cuando se lo mencionaba a mi hermana Francy, se limitaba a encogerse de hombros. Todo esto es para decir que encontrarme con mamá, a quinientos kilómetros de su casa, de sus seguros y de sus barricadas, y descubrir para colmo que había tomado un avión, me dejó pasmado. Como si hubiese cruzado Etiopía a lomos de un camello.

—No me diste tu nueva dirección, Robert.

Estaba bastante seguro de no haberle dado tampoco la antigua.

—Aunque entonces me acordé de que la señorita Adams me había enviado una tarjeta de agradecimiento el año pasado, o puede que el anterior. Tenía el mismo remite que aquel billete tan tierno que me mandó cuando murió tu padre y calculé que era posible que residiera aquí.

Se detuvo de repente:

—No se te ve bien, Robert. Lewis, perdón.

—Estoy bien, mamá.

—¿Seguro que no quieres sentarte? ¿Comer algo? Puedo hacerte un poco de café.

—Estoy bien, de verdad. ¿Cómo me has encontrado?

Me topé con su silencio y lo empujé.

—Vamos, mamá, no es una pregunta difícil.

—Estoy intentando recordar…

—¡Patrañas!

Al cabo de un momento, dijo:

—Imagino que un chico se convierte en hombre, se marcha a la ciudad y empieza a hablar así.

Era lo más parecido a una emoción que oía en su voz desde hacía años.

—Yo la llamé, Lew —dijo LaVerne, que salía de la cocina—. Pensé que debía saberlo. Bienvenido a casa, soldado.

—Fantástico. Fantástico —supongo que me dirigía a las dos.

—Estás hambriento. Acabo de sacar el asado del horno —dijo Verne—. Las patatas y las hojas de nabo, casi a punto.

Cualquiera podía leer en los ojos de mamá: ¿cenar a las seis de la mañana?

—No tenemos el mismo horario que la mayoría de la gente —le dije—. Eso no significa que seamos muy diferentes a ellos —pero por supuesto que lo éramos.

LaVerne se acercó a mamá y probablemente la tocó levemente.

—Espero que se una a nosotros, señora Griffin.

Ignorándome a mí de la misma manera que ignoró aquel «nosotros», mi madre se volvió hacia LaVerne.

—Me encantaría, gracias. Nada me gusta más en el mundo que un buen plato de verduras.

Salieron juntas hacia la cocina, y yo tras ellas. Olores increíbles. LaVerne había puesto la mesa, descubrí pronto, con servilletas de tela, copas y su mejor vajilla.

LaVerne fue hacia los hornillos para acabar la cena. Momentos después trajo una fuente con la carne, unos cuencos de cerámica con patatas asadas y hojas de nabo con panceta, un plato de aros de cebolla y un frasco de chow-chow.

Ofrecí la silla a mi madre y ella se sentó. Luego di la vuelta para hacer lo mismo con LaVerne.

—Veo que algo de la educación que te dimos te ha quedado —dijo mi madre. Y, dirigiéndose a LaVerne—: A partir de ahora llámame Mildred, querida.