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Melena de whiskey. También el coraje, el porte y los gestos. Sin embargo, era de una pieza; surtía efecto.

—¿Le molesta si le digo que es atractivo? —dijo, mientras se sentaba a mi lado.

Había cruzado con éxito las aguas turbulentas entre su taburete en la barra y mi mesa, apenas escorada a estribor. Y ahora, el nuevo reto: la clara distancia (como habría dicho mi padre) entre sus alturas y estas bajezas. Fue épico.

De hecho, no me molestaba nada. Por entonces, mi vida también era casi una botella. Si la afición de aquella mujer blanca era beber whiskey y buscarse malas compañías en bares baratos, no era asunto mío. Dios sabe que yo a menudo había sido rana de otro pozo.

Nunca rechaces los dones de la Providencia.

Quería un escocés y lo tuvo. Hacía girar el vaso provocando un torbellino en el líquido, como los grandes bebedores antes del primer trago, que se deleitan en el color, el cuerpo, el bouquet, las lágrimas, y dejan que los sorbos se entretengan en la parte posterior de la lengua, con anhelo y alivio a partes iguales. Al cabo de un rato, se lo trincaría. Sin degustarlo, permitiendo tan sólo que la llevara adonde precisaba. Su conversación empezaría a reducirse, daría vueltas y vueltas en círculo como quien se pierde en el bosque. Lo sabía. Pero por el momento, estaba sana y salva en el seno del país de las maravillas que el alcohol garantiza a sus acólitos, una zona donde, por un breve tiempo, todo parece encajar en su lugar y todo parece tener sentido.

Cuando era niño, mi madre ponía en la mesa de la cocina los patrones de papel, armados con alfileres, de las ropas que nos cosía. Lo hacía cuando yo era muy pequeño, pero pronto lo dejó… igual que casi todo. Me gustaba mucho sentarme a mirar aquellos patrones: el papel fino y opaco que no ves en otro sitio, sujeto con alfileres, la mitad encima de la mesa y la otra mitad fuera. Terminaban pronto en la basura; pero durante un breve tiempo, reunían una pequeña parte del mundo, le daban una forma extraña.

—Dana —dijo, y nos estrechamos las manos con más intensidad de lo que requería la situación.

Periodista. Tenía una columna en un periódico local. Es posible que la hubiera visto alguna vez. Prensa rosa, sobre todo, quién había sido visto llevando qué en compañía de quién, y a qué colegio habían ido, apoyándose en los contactos de su familia de la que sacó un par de bodas de sociedad y un diploma en Newcomb. Pero de vez en cuando se descolgaba por bares como este, husmeaba por el Barrio Francés, The Seven Seas, Laffite o La Casa, y se topaba con algo fuerte.

—Noticias fuertes —aclaró.

Recuerdo, imaginé, o soñé, que se inclinó sobre la mesa; se le veían los pechos que asomaban por la blusa desabrochada.

—¿Entiendes, Lewis?

Supongo que entendía.

Pero me forcé a recordar lo provisorio de nuestro entendimiento.

Veamos, le dije, soy un negro, todavía joven. Tú eres una blanca digamos que a mitad del camino de la vida. Venimos de mundos diferentes. Es más, existimos en mundos diferentes. Para siempre. ¿Crees que hay alguna puerta falsa en la biblioteca, como en las viejas películas, que nos permita pasar de un mundo a otro?

Por un momento me sentí de vuelta en la universidad, en una de esas intensas asambleas de madrugada, en las que se debatían el bien y el mal, la pizza contra las hamburguesas o si los negros tienen alma.

—Sí, creo que hay —me dijo— puertas. Sólo tenemos que elegir… —esbozó con la mano el gesto de abrir una puerta, vaciló, luego la dejó caer encima de la mía.

—Has atravesado muchas puertas, ¿no?

Asintió.

—Y algunas se han cerrado para siempre.

—Apuesto que sí.

Y después, sin venir a cuento, hablábamos del rey Lear.

Recuerdo que di un lingotazo y, sosteniendo el vaso, declamé (elevando la voz a medida que recitaba el verso y golpeando la mesa con el vaso al pronunciar la última palabra), porque de repente me había convertido en sir Lewis Gielgud:

¡Y mi pobre toquilla ha sido ahorcada!

Por lo que sé, habría recitado igualmente el prólogo a los cuentos de Canterbury. O lanzado una parrafada adversa e inoportuna sobre el abuelo negro de Pushkin.

Poco después estábamos en la calle, compartiendo la opinión de que no nos vendría mal comer algo.

Las farolas tenían un escudo de lluvia. Los autobuses se abrían paso entre la niebla como animales mitológicos apenas recordados para volver a sumergirse en ella. El viento soplaba del lago Pontchartrain, trayendo a ese niño llamado Cambio en los brazos.

Cuando me volví a preguntarle qué le apetecería, comer, quiero decir, se arrojó a mis brazos.

Y todo se enrareció.

En algún lugar de mi conciencia sabía —o eso pienso— que soñaba, pero hasta ese momento los sueños habían acechado la realidad con tanta sutileza que me permitían no ponerlos en duda y seguir adelante con ellos. Ahora, las acechanzas se habían acabado y yo estaba solo, dentro del sueño y por encima de él.

¿Había llegado aquí en bicicleta? Al parecer, sí. Y la había dejado fuera del bar, donde ahora alguien se agacha con rapidez para quitar la rueda trasera y se la mete bajo el brazo, como si fuera la barra de pan de cada día, y se aleja a grandes zancadas sin que nadie lo moleste. Lo sigo hasta una galería de arte cercana, donde está por colocar la rueda al cuello de un avestruz de bronce y pedir otra a cambio. Se encoge de hombros y me la devuelve: poca cosa.

Pero la rueda de bicicleta se transforma en la bobina de una película, y en el ínterin se desenrolla un poco. El pulgar en el centro, los dedos extendidos a su alrededor, empiezo a rebobinar. Las imágenes me cortan las muñecas.

—Supongo que debe enseñárselo a su mujer para que se ponga húmeda y caliente, ¿eh? —dice el hombre barbudo detrás del mostrador—. Mire, durante años he despachado cantidad de literatura erótica. Y, maldita sea, a mí también me pone caliente…

Cuando busco el billete del autobús, una vez en la calle, con la película bajo en brazo como la había llevado el otro, se me cae. Golpea el pavimento y empieza a humear. Arde y se abre paso como el hierro para marcar el ganado, y forma una especie de disco con filigranas. Me inclino y miro. Hay una ciudad subterránea debajo. Calles, edificios, coches. Alguien que camina abajo levanta la vista. Nuestras miradas se encuentran.

Me despierto en el suelo frente a Dana, que acaba de entrar en mi campo visual, completamente desnuda salvo por el pase de prensa sujeto a un pezón con una pinza de cocodrilo. Su cuerpo desprende un olor a ciénaga y a naftalina.

—Estás listo, ¿verdad, Lewis? —al parecer, lo estoy. Se inclina hacia mí—. ¿Las noticias de las seis? ¿Buenas, para variar? —El cuerpo, tibio como un baño. Se llena con mi pequeña colaboración. El pase de prensa oscila en un alegre vaivén mientras se mueve encima—. No me olvides, Lew —se balancea cada vez más rápido y deja escapar un largo gemido—. Ocurra lo que ocurra, no me olvides —echa la cabeza hacia atrás con abandono. Cuando la levanta otra vez, se ha transformado en una calavera sonriente.

—¡Dios!

Empecé a despertarme, esta vez de verdad, con el corazón acelerado, las uñas clavadas en la palma de las manos. Probablemente dejaron marcas sangrientas en forma de media luna.

—¿Pesadillas, muchacho? —La voz procedía de alguien junto a la ventana.

Oí el ruido de la lengüeta de una lata de cerveza.

Estaba aprendiendo mucho. Recordé viejas películas donde unos hombres sentados lealmente ante la pantalla del sonar escuchaban los pitidos que detectaban un objeto desconocido.

—¿Muchacho? Serás cabrón —exclamé—. ¿No habrás estado leyendo esas condenadas novelas inglesas, verdad? ¿No me dijiste que las habías dejado?

—Ya. Pero a veces lo que dejamos no nos abandona.

El tiempo perdía espesor.

—Eres un Anthony Trollope cualquiera, Slaughter. Una putilla, como Molly Bloom. ¿Te lo he dicho alguna vez?

—Tanto tú como todos.

—Me alegro de verte, Hosie… por decirlo así. Gracias por venir.

—¿Cómo te va, muchacho?

—¿Otra vez con eso de muchacho?

—¿Y qué otra cosa puedo decir? Tres generaciones…

—… sin esclavitud. He leído a Himes, ¿te acuerdas?

Quitó la lengüeta de otra cerveza y me la tendió. Levanté la mano y la cogí. Entonces siempre llevaba aquella mochila. Y nunca se alejaba de una tienda de ultramarinos en el fangal civilizado.

—Claro que me acuerdo —dijo Hosie—. Y estoy aquí para decirte que yo también lo entiendo. Sé de dónde vienes. Te he oído.

Una vez escribió una columna entera sobre el gobierno local con frases hechas y tópicos, y otra vez un artículo entero con títulos de canciones. Deambulaba por los cafés y las estaciones de autobús y los bares sólo para oír a la gente, y luego volvía a casa y lo escribía todo. A menudo me he preguntado qué habría pensado Hosie si hubiese vivido en la era del rap. Le habría gustado ese lenguaje especial del hip-hop, seguro: sabroso, te ha cogido, te pone.

—¿Sabes qué hora es? —me preguntó.

Nunca tuvo ninguna noción del tiempo. Siempre llamaba a la puerta a las tres de la mañana y decía, sorprendido y disculpándose: Hola, ¿te he despertado?

Ahora frotaba el cristal de la ventana.

—Un día gris. Los tejados se confunden con el cielo.

Se bebió gran parte de la cerveza que le quedaba de un trago y eructó con magnificencia.

—Llueve —dijo.

Torrencialmente, a juzgar por el ruido. El agua subiría centímetro a centímetro en los porches de los barrios periféricos, y la basura de todos los bordillos de la ciudad se iría flotando, mientras las hábiles bombas del Cuerpo de Ingenieros lingotearían esforzadas para beberse toda el agua de la ciudad y devolverla al nivel del mar.

—El tiempo no mejorará, no. Más calamidades, muerte, desesperación. Ni la menor señal de cambio en ninguna parte. No hay salida. El tiempo no cambiará.

—Henry Miller.

—Muy bien, señor, su premio.

Otra cerveza abierta en la mesilla de noche. Ya había tres formando una hilera perfecta. Las había contado como los vaqueros de las películas cuentan las balas gastadas.

—Los tienes asimilados, Lew. La literatura, el lenguaje.

—Tú me lo enseñaste, Hosie, tantas cosas.

—Lo hice, ¿no? Lo hice —se quedó callado un momento—. Y lo que más deseo es que no te fallen nunca. Todo acaba por fallar tarde o temprano, ya sabes.

No respondí. Ni lo intenté. Llovía a cántaros. En algún lugar sonó un teléfono y nadie contestó. Cortaron y volvió a sonar.

—Todos habéis hecho turnos. Todos de imaginaria. Supongo que fue así.

—¿Por qué?

No contesté, pero volvió a la ventana. Intenté imaginarlo, evocar en mi interior lo que él veía. Alfileres de estrellas. Diminutos fuegos del planeta. Todo, tal como había dicho, gris. Como si estuviéramos en algún acuario invertido: un cubo de aire completo con sus extraños habitantes, rodeado de agua.

Nunca supe qué lo había herido tanto… lo que lo corroía desde hacía tiempo, la transacción que finalmente consiguió. En el futuro reconocería que algo similar me arañaba abriéndose paso en mi interior. Ya estaba allí en aquel momento. A veces, por las noches, lo oía respirar.

—Nos preocupamos por ti, Lew. ¿No te basta?

—Supongo que sí.

—Tengo que escribir un relato —dijo Hosie, y se marchó.

Los días iban y venían como Hosie, aparecían sin anunciarse, y luego desaparecían de repente, radiantes o húmedos. En otros lugares del mundo se declaraban guerras o se hacían sin declararlas, los hijos abandonaban el hogar, los trabajadores perdían los dedos o los ojos en los vástagos de acero, la historia se alisaba la falda que le cubría el regazo y las piernas. LaVerne y Hosie me traían cintas: T. S. Eliot, Yeats y Dylan Thomas leyendo sus poemas, cinco cintas con Las almas muertas, François Villon.

Dos veces al día aparecía alguien, normalmente un interno o un residente, con menos frecuencia una enfermera, para limpiar y vendar las heridas que tenía en el pecho y en el muslo. Los profesores de medicina pasaban visita con sus alumnos: un cardumen carroñero alrededor de los tiburones. La comida llegaba en bandejas cerradas, también los medicamentos; entraban a sacarme sangre como disculpándose; los asistentes sociales me hacían preguntas impertinentes y se marchaban ante mi silencio.

LaVerne, Don y Hosie venían con frecuencia, y otros menos: Sam Brown, de SeCure Corps, Frankie DeNoux, Bonnie, Bitler, Achilles Boudleaux. Hasta Doo-Wop apareció una mañana en una de sus rondas. Impresionante la lentitud allá afuera, Capitán, me dijo.

Escuché la cinta de poesía popular negra hasta sabérmela casi de memoria.

Una mañana, LaVerne se subió a la cama mientras sonaba la cinta. Ya lo habíamos hecho otras veces. La reacción de las enfermeras era de tres tipos. A algunas les parecía estupendo, ningún problema. Otras insistían en que iba contra las normas del hospital (¿un pie en el suelo siempre?). Y unas cuantas lo juzgaban abominable. Las de la última categoría solían revolotear por los alrededores o abrir la puerta por sorpresa.

—¿Qué te parece, Lew? ¿Demasiadas interrupciones? La comida lleva un rato en la mesa. Se está enfriando.

Olía su perfume, el champú aromático, su aliento de champán y queso. Y ese rastro distante del olor de otros hombres que, según ella, provenía de mi imaginación.

—Más tarde o más temprano… algunas cosas… tendrás que decidirlo, Lew.

Se cobijó en mi cuerpo, como quien se arrebuja bajo las mantas en una mañana fría.

—Te echo de menos.

Algún código en el cuerpo de la enfermera, en los nuestros, pataleaba y arrollaba. Un código que nunca entendemos, que nunca sabemos leer, pero al cual respondemos.

—Estoy tan cansada, Lew…

Escuchamos el tráfico que se intensificaba. Tantas mañanas pasadas así, LaVerne recién llegada de su trabajo, la luz llenando la gran boca de la tinaja del mundo, toda la gente decente de la ciudad despertando a sus vidas.

Su noche había sido laboriosa. La respiración de LaVerne se apaciguó, las manos se crisparon un par de veces y luego se relajaron. Enseguida roncaba.

—Te amo —le dije.

Boudleaux cogió todos los trabajos que me hubiesen caído a mí y se hizo cargo de la mayoría, desviando otros a Sam Brown, que todavía era consultor de SeCure, pero actuaba sobre todo por libre.

Una vez que pensé en ello, me di cuenta de que llevaba un tiempo rondándome por la cabeza. Pulsé el botón de llamada.

Momentos después entró una auxiliar de enfermera.

—¿Sí, señor Griffin?

Le tendí la tarjeta que había cogido de la mesilla de noche.

—Cindy, ¿puedes echarle un vistazo a esto, por favor, y decirme si es la tarjeta de Lee Gardner, Nueva York?

Se acercó y cogió la cartulina. Olía un poco a ajo y a sexo reciente. Pensé que, a pesar de lo familiar que me resultaba su voz, no sabía nada de ella. ¿Tenía veinte, cuarenta años? ¿Era gorda, delgada? ¿Fea, guapa? ¿Vivía sola, tenía familia, hijos? ¿Se alegraba de volver a casa al acabar la jornada, o los días y las noches eran tan sólo una carga que soportar?

Creo que fue entonces (si bien no distinguía más que luces y sombras, movimientos y bultos) cuando supe que había regresado. Hola, mundo. ¿Me has echado de menos?

—Park Avenue, sí, señor —me leyó el número—. ¿Quiere que llame, señor Griffin?

A punto de decir que podía arreglármelas solo, lo pensé mejor.

—Si no le importa.

—No, claro, no me importa en absoluto —noté que se inclinaba a mi lado para coger el teléfono, noté la oscuridad de su cuerpo moverse contra la luz de la ventana. Habló brevemente con la operadora del hospital, marcó el número y me pasó el auricular.

—Está llamando.

—Gracias, Cindy. Te lo agradezco mucho.

—Ah, sí, eso dicen todos.

Sin claves visuales, los intercambios sociales más elementales podían ser problemáticos. ¿Qué había querido decir o insinuar exactamente? La confusión debió de reflejarse en mi rostro.

—Era una broma, señor Griffin. No me haga caso. Luego pasaré a verle.

Habría continuado, pero justamente entonces alguien con voz de clarinete dijo que gracias por llamar a Icarus Books, que si podía ayudarme.

—Con Lee Gardner, por favor.

Hubo una pausa.

—El señor Gardner ya no trabaja en Icarus Books, señor. ¿Quiere hablar con otro editor?

—No.

—Entiendo. ¿Y bien?

—¿Podría encontrarle en algún otro número?

—Bueno… Extraoficialmente, desde luego, puede intentar localizarlo en el 827-73412. Gracias por llamar a Icarus Books.

Ahora la voz era un saxo tenor con la lengüeta estropeada.

—Popular Publications.

—Con Lee Gardner, por favor.

—¿De parte de quién?

Se lo dije.

—Espere, señor Griffin. Lee probablemente ha salido a almorzar. Casi todo el mundo está fuera. Pero lo intentaré —me dejó en espera y luego volvió a coger el teléfono—. Tiene suerte —entonces su voz se hundió en no sé qué purgatorio telefónico, un poco aquí, un poco allá—: El señor Griffin en la línea dos, Lee.

—¿Sí?

En aquella época no siempre tenía teléfono, porque los teléfonos requerían unos imponderables típicos de la clase media, como referencias bancarias y crédito, pero cuando lo tenía, contestaba igual que él. O bien descolgaba el auricular y esperaba sin decir nada.

—¿Cómo está, señor Gardner?

—Ocupado, gracias.

Nadie más afable. Los momentos se desplomaban como bombas diminutas en el hilo telefónico. Oí que la radio cambiaba de sintonía: del segundo concierto de Brandenburgo con sus trompetas barrocas chillonas, a una emisora de jazz, el mejor Miles, al parecer. Por aquel entonces había emisoras de jazz.

—Lew Griffin. Nos conocimos en Nueva Orleans. Buscaba a uno de sus escritores. Amonas, Amana, algo así.

Una breve pausa.

—Latín.

—Sí, creo que sonaba a latín, ahora que lo menciona.

—¿Usted odia el latín tanto como yo?

—No tuve nunca la oportunidad. Dejaron de enseñarlo el año que ingresé en el instituto. Dejaron de enseñar toda clase de lenguas, aquel año. No había dinero, decían. Ni dinero, ni profesores, ni interés. Tiene que haber alguna ventaja en saber qué significan palabras como «doctorando», supongo. No muchos lo saben.

—La mayoría ni siquiera tiene idea de dónde van las comas y los puntos. Y no digamos ya que el sujeto y el verbo tienen que concordar.

Nos quedamos callados. Su radio hacía filigranas: noticias, country, rock, algo estilo Perry Como. Por fin se detuvo en lo que parecía una adaptación de la novela R.U.R. de Karen Capek. Años antes escuchaba programas como aquel cada noche. Todavía recordaba uno acerca de un médico que cuidaba leprosos en una isla solitaria como penitencia por alguna mala acción. Me quedé dormido a la mitad y, a las tres de la mañana, me desperté y escuché el final, cuando llega un barco para recogerlo y descubre, reflejado en el rostro de los tripulantes, que él también es un enfermo de lepra.

—Ray Amano —dijo Gardner.

Tras él, en la radio, alguien dijo: «Lo has aclarado con la familia, supongo», y otro: «Pero si lleva muchos años muerto, desde la guerra».

—Un momento. Déjeme que apunte esto. Ya está. Es para un proyecto que tengo: imágenes de la guerra en la cultura popular —la radio se calló y la voz de Gardner se volvió intimidatoria—. Ya no represento al señor Amano. Ni lo publico.

Cuando dejó de hablar, la electricidad estática llenó el silencio.

Esperé.

—Sé que todavía no ha dado señales de vida. Hay un chico, Gilden, que prepara una edición de Entierra todas las torres para uno de esos clubes de libros sólo para suscriptores. Me ha llamado un par de veces. El interés de Hollywood ha desaparecido hace tiempo, por supuesto.

—No puede hacer tanto. ¿Todas esas prisas para luego dejarlo caer?

—Han sido casi dos meses. Los braseros se enfrían rápidamente en este negocio, señor Griffin.

—Podrías habérmelo dicho —me quejé.

—Te lo dije, Lew. Los médicos también te lo dijeron, LaVerne te lo dijo, Hosie te lo dijo. Te lo dijimos todos doscientas o trescientas veces. En los otros aspectos estabas bien, pero no podías agarrarte al tiempo. Pasaba alrededor de ti sin dejar huellas. Los médicos dicen que eso ocurre cuando hay conmoción cerebral, un trauma grave… una hipoxia. Una de las balas te dio en la femoral, Lew, ¿no te acuerdas? Perdiste mucha sangre hasta que llegó la ambulancia.

—Pues claro que me acuerdo —recordaba que me lo habían contado.

—Por tu estado físico, te habrían dejado salir antes.

—Pero si sólo han pasado unos días, una semana como máximo. Eso lo sé.

—Es lo que te parece, Lew. Lo que te parece a ti… y ahí está el problema.

Había estado Doo-Wopeado. Cada día era el día de hoy. Estaba en el tiempo de los Hopi.

—Los médicos se resisten a darte el alta por eso. Dicen que normalmente el sensorio común se recupera solo, sin demasiada intervención por su parte. Es una cuestión de tiempo. Si hubo hipoxia, otras partes del cerebro toman el relevo.

—O a lo mejor no.

—Sí —admitió Don—. A lo mejor.

Al cabo de un momento llamé al timbre. Entró Cindy.

—Me marcho, Cindy. Si necesitan que firme algún papel, que me lo traigan.

—La jefa de enfermeras se subirá por las paredes, señor Griffin —dijo con un tono que parecía una bienvenida a tal perspectiva—. Bueno, se sube por las paredes por casi todo.

—El armario está a tu derecha, a unos cinco pasos —dijo Don cuando Cindy se marchó.

Lo encontré y abrí la puerta torpemente: un chisme de esos automáticos, de los que se abren cuando empujas.

—¿Hay algo dentro?

—Diez o doce perchas vacías. Las camisetas y los vaqueros están doblados y apilados en el estante de arriba, a la izquierda. Calcetines y ropa interior, a la derecha.

—Gracias, Don. Supongo que no habrá una maleta, ¿verdad?

—Pues sí. En el mismo estante, más a la derecha. Te la traje hace un par de días. Tuve la impresión de que la necesitarías pronto.

En pocos segundos la ropa estaba lista para el contrabando. Recobré la navaja de afeitar, el jabón, el cepillo de dientes y la pasta dentífrica del cuarto de baño, que parecía tan grande como una cabina telefónica, por no mencionar el resto de una botella de whisky que Hosie había traído a escondidas. Lo metí todo en la maleta de Don y cerré la cremallera. La maleta me golpeó la pierna camino a la puerta y me di con el canto de la mesilla de noche. Seguiría coleccionando moretones por un tiempo.

—Nada de juego limpio en todo esto, ¿no te parece, Don?

—¿Alguna vez has pensado lo contrario?

Y en aquel preciso instante la enfermera jefe entró imperiosamente y recitó la letanía de motivos por los que no podía irme bajo ningún concepto.

—Será mejor que despeje la puerta —dijo Don—. Yo no me metería, si fuera usted. Conozco a este hombre.

La enfermera no le prestó atención.

—Si insiste, me veré obligada a llamar a Seguridad.

Sonó su busca. Tampoco le prestó atención.

—Llame a quien quiera. Pero es un buen consejo que advierta antes a su administrador, hay aspectos legales…

Se exasperó.

—Son las cinco de la mañana.

—Bueno, creo que lo apreciará. Dejémosle que madrugue.

Dio la vuelta y zarpó a toda máquina. Don me cogió por el codo y me llevó hacia la puerta, fingiendo que no me guiaba.

—¿Qué te parece, Lew? ¿Nos ocupamos del papeleo más tarde?

—Me adivinas el pensamiento.

Atravesamos salas que olían a desinfectante, a excrementos y a desesperación. De pie en una especie de vestíbulo, esperamos el ascensor. Las voces me aturdían.

—Cuídese, señor Griffin —dijo Cindy, cuando se cerraban las puertas. Hasta entonces no me había dado cuenta de que estaba allí.

—Vamos a casa de LaVerne, supongo —dijo Don.

—Si me deja.

Las puertas del ascensor se abrieron con un susurro.

—Sí, claro que te dejará. Bueno, el hecho es que precintamos tu apartamento, espero que no te moleste. Tus cosas están en mi garaje. Pensamos que no debías vivir solo… al menos por un tiempo. ¿Estás bien, Lew?

Asentí en silencio.

Encendió un Winston que olía a leña menuda, y condujo suavemente el Buick en las curvas ascendentes, pasó por la taquilla, salió a Prytania y dobló a la derecha, hacia el río.

—Un recorrido panorámico, ¿eh?

Gruñó.

—Pierdes el tiempo si lo haces por mí.

—Lo dudo. Además, el aire es mejor aquí arriba.

Trazamos lentamente la curva del río que seguía la carretera. De vez en cuando pasaba algún coche. He aquí nuestro nuevo modelo Chevy Ocasional, señor. El mejor coche que pueda encontrar. Dos veces en una sola manzana corcoveamos sobre las vías del tren. Después, todo se acalló. Don y Lewis en las selvas de la noche. Manteniendo el orden en la frontera del mundo civilizado.

—Creo que tendré que encontrar a esa tal Dana Esmay.

Habríamos recorrido dos manzanas más, cuando me respondió:

—Ya. Es lo que deberíamos estar haciendo. Lo apunté en mi agenda.

La aurora se abrió alrededor de nosotros mientras le daba a la manivela para bajar la ventanilla y una bocanada de aire fresco me humedecía la cara. Vuelta a empezar.

Un súbito torbellino levantó en el aire algo que había en el asiento trasero —una taza de plástico, un sombrero— y lo arrojó contra la puerta.

—Dios dirá —comentaría LaVerne años más tarde en similares circunstancias—. Espera y verás.

Y uno espera y ve.