—No se mueva, por favor —se volvió—. ¿Alguien sabe cómo se llama?
Desde el otro lado de la habitación:
—Lewis Griffin.
—No se mueva, por favor. Colabore con nosotros. Ya sabemos que el dolor es intenso.
Di forma a una suspensión de palabras que no logró abrirse paso desde mi conciencia hasta la lengua. Lo intenté otra vez con algo más simple:
—Sí —dije.
Cuando era niño ensayábamos el estilo doo-wop en los aseos azulejados de la escuela. Así sonó mi voz.
—Puedo darle algo que lo calme.
Le hablaba alguien que estaba justo al otro lado de la camilla. Un galimatías interminable, cincuenta mil bla-bla.
—Listo. El efecto es muy rápido. ¿Mejor?
—Mmm.
¿Estaba mejor? Mi voz flotaba como una pluma. No porque el dolor hubiera desaparecido ni disminuido, sino porque ya no me importaba. Volví la cabeza. De soslayo, la habitación era grande como una sala de baile. Brillos por todas partes. En la camilla de al lado, alguien se moría con gran aparato y mucho fragor; media docena de profesionales formaban su séquito. Vi las lágrimas de una enfermera rodando por las mejillas. Veintipocos años.
—Le han disparado, señor Griffin. Aunque todavía desconocemos la gravedad del caso. Tenga paciencia. ¿Lo siente?
Algo corrió por la planta de mi pie derecho; luego por la del izquierdo.
—Sí.
—¿Y esto?
Pinchazos en las dos manos. Primero uno, una pausa, luego dos. Como un mensaje en Morse. Un toque a retreta dirían los tambores. Un toque de agujas. Un tatuaje. Queequeg. Aborígenes de Fiji. Gauguin en Tahití, aquellos cuerpos dorados. El tamborileo de la lluvia en el tejado.
—¿Señor Griffin?
—Mm.
—Le pregunto si siente algo.
—Sí, señora.
Pero lo que sentía era una fuerza que me arrastraba en otro sentido, hacia lo desconocido: cuerpo y mente a la deriva en mareas separadas, a punto de lamer costas separadas.
—Genial. Muy bien. ¡Jody! Veamos qué nos cuenta la sangre. Gasometría, bioquímica, grupo y factor Rh. ¿Están en camino?
—Eso dicen.
Entretanto, mis conexiones con el mundo se desmoronaban, como si unos hombrecitos armados de hachas hubieran mellado los cables de unión que transportaban información, imágenes, energía, fuerza. El mundo, lo que de él veía, se había contraído hasta transformarse en un túnel circular, una mira por la que yo escudriñaba. En los bordes, fuera del campo de visión, las imágenes chisporroteaban y se hundían en la oscuridad. Hermoso como sólo puede serlo lo que se ha perdido. Después, la oscuridad cerró su puño.
—Música.
—¿Qué?
Se inclinó sobre mí.
—Música. Hay música de fondo.
Como el sonido de tu cuerpo envolviéndote en lo profundo de la noche; el crujido de las tablas del suelo; el chasquido y el susurro de la corriente eléctrica dentro de las paredes; la canción del tendido de cables que necesitan la casa y el cuerpo.
Nietzsche dijo que sin música la vida sería un error. Danny Barrer la respiraba como el aire. O Buddy Bolden, que acabó de peluquero en el hospital del estado gracias a una masacre y recordó toda su vida el día que golpeó la bocina de su trompeta contra el suelo y toda la ciudad calló para prestarle atención. Walter Parker.
—Está oyendo el hilo musical —dijo alguien.
A lo que aspira todo arte, a su condición de tal.
—Es una pieza del viejo Lonnie Johnson —les dije.
Y añadí:
—No veo.
De pronto, otra vez estaba cerca y olí su aliento, jirones de perfume y de sudor y un leve indicio de sangre menstrual, cuando se inclinó.
—Dígame cuándo ve la luz y cuándo se apaga —como le había pasado a mi mundo—. ¿Señor Griffin?
Negué con la cabeza.
—Lo siento.
—Jody, quiero un TAC. Ahora mismo. Si ponen pegas en radiología, si alguien se hace el distraído o se aclara la garganta, me lo haces saber.
El mundo se redujo a sonidos y sensaciones. Si lo devolvía a su estado anterior, ¿qué obtendría? Bonita palabra, reducir; hace estallar todas las costuras. Reducirse ante el César. Un chef de la corte informa: cuarenta jamones de primera para reducir el caldo. Persuadir. Reducir a un silogismo. Simplificar. Comprender. Restablecer. Resumir la narración.
Un vals cajún tocado con serrucho sustituyó a Lonnie Johnson. Los tirones del plástico de la camilla que se me adhería a la piel, la lenta quemazón en el dorso de la mano donde estaba clavada una aguja por la que pasaban los fármacos. El olor a cobre de la sangre fresca. Estratos de voces arrastradas en la distancia. En cada sitio, un nuevo horizonte.
Con una sacudida repentina, soltaron los frenos de la camilla y salimos como un bólido por los pasillos, de cabeza. A través de conversaciones mezcladas, caras, sonidos extraños. A través de puertas automáticas que se abrían con un chasquido, como un saludo militar, a través de corredores que olían a desinfectante. Y desembarcamos directamente en el ascensor.
Hacia abajo.
Pensé en el poema de Emily Dickinson: «Antes de que mis ojos se extingan». Recordé los dos Blind Willies, a Blind Lemon, a Riley Puckett. A lo mejor me enseñaban música.
Hacia abajo.
Una maravilla si Milton estuviese esperando abajo para darme algunos consejos. Jack para los amigos; la mujer y las hijas se ocupaban de todos sus infortunios.
Intentaba leer un libro pero la condenada no paraba de hablarme y me interrumpía. No vuelvas esta página, decía. O: No tienes idea de qué va todo esto, adonde voy a ir a parar, ¿la tienes? Te he derrotado. No conoces mi verdadero ser. ¡Mira, sin manos!
Por lo menos una.
Se apoyó ligeramente en mi hombro.
—Como en casa, Lew. Profundamente dormido a las tres de la tarde.
Intenté un gruñido, pero era tan doloroso que no seguí. Aquellos mismos hombrecitos que antes mellaron con sus hachas los cables que me conectaban al mundo habían vuelto a hurtadillas mientras dormía y me habían pegado la lengua al paladar. Por fin se despegó con un sonido desgarrador.
—Has vuelto a fumar. Pizza para el almuerzo. La ropa sucia se acumula en el lavadero.
No tenía nada que envidiar a Sherlock Holmes. Otros sentidos se agudizan.
—Sorprendente… Esto es absolutamente sorprendente.
Sabía que estaría sacudiendo la cabeza.
—Pero el olor a humo es el que invade el departamento, que como recodarás es más bien un cenicero con escritorios y archivadores. Pizza, sí… pero para desayunar, no para almorzar. Llevaba un cierto tiempo en la nevera. Creo que lo verde eran pimientos.
—No hay que perder la fe.
—No tirar las sobras. Exacto. Y llevo unos pantalones nuevos porque los antiguos ya no me caben. Finalmente me di por vencido y compré unos nuevos.
Si conocía a Don, serían cuatro o cinco pares todos iguales. Sus hábitos de compra (que se manifestaban cada diez años) eran los mismos que los de los hombres de frontera tenían con las provisiones. Artículos de primera necesidad. En grandes cantidades.
—Todavía tienen ese olor, el de siempre. Aprestos o algún otro producto químico.
—Ya, supongo que sí.
—Se pueden lavar antes.
—¿Antes de estrenarlos? —su tono salpicaba una vivida incredulidad, como si hubiese encontrado un archivador bajo el título «La tierra es plana». O alguien alabase la inteligencia y la sabiduría de Richard Nixon—. Pues no lo sé, Lew. Llevo demasiado tiempo sentado detrás de un escritorio rellenando papeles y cogiendo el teléfono. Desde que dejé las patrullas y empecé a llevar estos trajes de imitación. Veo la calle como una pintura al otro lado de la ventana. Colgada de la pared. Yo mismo ando colgado.
Lo oí hundirse en la silla que había a mi lado y tenía una pata coja. Se levantó un poco y la movió buscando una topografía más adecuada.
—Bueno, ¿cómo estás?
—Soy el último en saberlo. Las respuestas las tienen los expertos.
—Ya he estado con ellos. Vengo de una larga conversación con la doctora Shih. Está segura de que la ceguera es temporal. Ocurre a veces cuando hay un traumatismo grave, dice. Tampoco saben por qué.
Tuvo razón, ya que a lo largo de las semanas siguientes, la visión volvió poco a poco. Cayó un velo tras otro. La luz se dilató lentamente hasta que fui consciente de su presencia. Después, la luz se convirtió en movimiento, en volúmenes, en siluetas, en formas… y, finalmente, se modeló otra vez hasta alcanzar la configuración del mundo que había conocido hasta entonces o algo bastante parecido.
—¿Recuerdas que he estado aquí antes?
Sacudí la cabeza.
—He venido cada día. Hoy es jueves. Te trajeron hace una semana. Has tenido conversaciones, algunas de ellas muy irreales. Una vez estuviste hablando durante casi una hora de Rashomon y del doblón de oro de Ahab. Entonces comentaste un libro llamado Carne de calavera. Argumento, personajes, el barrio… Pasaba en Algiers. No me daba cuenta de si era algo que habías leído o escrito, todas esas vacilaciones hacia atrás y hacia delante. Me dijiste que el héroe al final se harta del asunto y se marcha… se sale de la página. Eso es un verdadero héroe, decías.
—Debían de ser los fármacos que me daban.
—Ya. Seguro.
—Eso del personaje que se sale de la narración se lo robé a Queneau, por supuesto.
—Por supuesto.
Don se movió de nuevo en la silla. Todo puede desplomarse en cualquier momento, abrirse el suelo bajo tus pies. Tu esperanza, tu única esperanza, es que el asiento sea firme.
—Shih me preguntó por tu ingesta de alcohol, Lew. A mitad de la operación, empezaste a salir de la anestesia. Shih dice que sólo pasa cuando el cuerpo está acostumbrado a niveles altos de alcohol.
Un pájaro se posó (lo adiviné por el sonido) en el alféizar, y de repente, con un súbito aleteo, se marchó. Una sombra de aquel pájaro asesinado por el falso azul de la cristalera.
—Sé que ha sido grave. A lo mejor algo de esto está relacionado con lo que ocurrió en Baton Rouge. Dios sabe qué más puede haber. A lo mejor es peor de lo que imaginábamos. Algún día tendremos que sentarnos y hablar de ello.
Y nos quedamos en silencio.
—LaVerne también ha estado, ya sabes, dos o tres veces al día.
Un asalto de aromas cuando le quitó la tapa a un vaso de cartón de café con leche.
—He traído uno para ti —me lo acercó y esperó hasta que mi mano extendida hiciera contacto y me incorporara en la cama, apoyado en la cabecera. Oí que quitaba la tapa de otro vaso. Sopló un poco. El olor se hizo más penetrante.
—Shih dice que no deberías preocuparte por las lagunas por ahora. Que algunos recuerdos pueden volver distorsionados, o no volver, pero que la mayoría volverá. Y enteros, en su mayor parte.
Había recuerdos, partes de mi vida que no me habría importado perder, ni siquiera entonces. Don sabía lo que estaba pensando.
—¿Verne está bien?
—Sí, claro. Preocupada por ti, al igual que todos nosotros.
Silencio otra vez. Me imaginé a Don mirando por la ventana tal y como hacía, sin fijar la vista en nada.
—¿Recuerdas lo que ocurrió, Lew?
Negué con la cabeza.
—Trozos. Fragmentos que no encajan. Imágenes. Algo de lo que recuerdo con claridad se parece más a un sueño que a la vida.
—Conociste a una mujer en un bar del centro, te dijo que era periodista.
Afloraron instantes aleatorios. Falda vaquera, chaqueta de seda. Un ojo que me observaba a través de un vaso de whisky. El vaso, opaco; el whisky, de garrafa, basto como un linimento. Ese tipo de bar.
—Estuviste allí más de tres horas. Tocaba Buster Robinson. A la señora le gusta la música, al parecer. Bueno, le gusta algo. El último mes se había convertido en parte de la fauna habitual de Poydras.
—Pero no antes.
—Que yo sepa, nadie la había visto antes. Ni hay periódico en cien kilómetros a la redonda que reconozca que trabaja para ellos.
Sorbimos el café.
—Entre los dos os metisteis entre pecho y espalda unos treinta dólares. Ella trató de pagar con su American Express y se la quedaron mirando. Venga, no te hagas la graciosa. Terminó dándoles un billete de cincuenta y les dijo que se quedaran con el cambio.
—Quería asegurarse de que se acordaran de ella.
—Como si una mujer blanca y en un lugar como ese no fuera para acordarse. Salisteis juntos, probablemente para ir a comer algo. La camarera te oyó hablar de Ye Olde Collage Inn y de Dunbar. También salió el nombre de Eddie B. Un par de veces, asegura. Le dijiste a la tal Esmay que antes tenías que hacer una parada rápida.
—Tenía una cita con Eddie Bone.
—Eso creemos.
—¿Por qué? Nadie busca a Eddie Bone.
—Ya, incluso se sabe de gente que se ha ido de la ciudad para no tener que buscarlo.
Sujetando el vaso con las dos manos, metí el índice para medir el nivel del líquido, me llevé el vaso a la boca y sorbí con cautela.
—Tiempo al tiempo. Tómatelo como un retiro para hacer sitio a todo lo que debe volver a funcionar.
—Y no perder la esperanza.
Supongo que asintió y luego se dio cuenta de que no lo veía.
—Ya —dijo—. Acababas de poner el pie en la calle cuando llegaron los disparos. Un par de chicos de la tintorería que hay en la puerta de al lado estaban en el callejón, descansando un momento, pasándose unos porros y una botella de whisky George Dickel. Nos dijeron que salisteis a la puerta principal y os quedasteis allí un minuto hablando, luego tú te acercaste a ella y le diste un beso. Uno de los dos recuerda que dijo: ésta sí que es buena, estas cosas no se ven en la zona alta, y le tendió la botella al otro. Entonces se oyeron los disparos. Al chico que iba a coger la botella se le cayó de las manos.
Tomé otro sorbo de café. Sartre tiene ese largo párrafo en El ser y la nada sobre el hecho de fumar en la oscuridad, lo diferente que resulta. Ahora estaba en mi propia oscuridad, y me vi obligado a admitir que aquella vez él había acertado. Un café normal y corriente, el hecho de beberlo se había convertido en una especie de sacramento. Las claves visuales perdidas. Sartre señalaba la incapacidad de ver el humo, el propio aliento que entra y sale con cada calada. Pero por grande que sea la pérdida, la ganancia es mayor: el mundo físico, sus olores, sus energías y sus debilidades, caen sobre uno con insospechada intensidad.
—Los disparos eran para ella —dije.
La silla de Don crujió.
—No lo hemos descartado.
Me acabé el café, dejé el vaso en la mesilla y oí que Don dejaba el suyo al lado. Un grupo de visitantes o de nuevos empleados pasó por el corredor como quien visita un museo. Un joven, que hablaba como un grifo que gotea muy rápido, los guiaba, subrayando las distintas especialidades del hospital y los excepcionales servicios que ofrecía.
—No hemos tenido suerte siguiendo la pista de Esmay. Quizá se haya esfumado, amedrentada por lo que estuvo a punto de ocurrir —Don se acomodó en la silla—. Por todo lo que sabemos, también pudo ser simple coincidencia.
—O algo amañado.
—Ya. La idea me pasó por la cabeza. Por la mía y por la de otros. Y, oh sorpresa, la mañana después de que te dispararan, Eddie Bone aparece muerto. Tenía ese cuarto acondicionado en casa: ocho o diez mil dólares en equipos de gimnasia. La patrulla se presentó respondiendo a una llamada anónima y lo encontró desplomado sobre el manillar de la bicicleta estática, desnudo. Primero pensaron que era un ataque de corazón, o así, pero luego vieron que le colgaba algo. Cuando le levantaron la cabeza, tenía una rata muerta metida en la boca.
—Una monada.
—No me digas. A esta gente no le falta sentido del humor. No habíamos pensado en una conexión antes, cómo encajaban Bone y esa mujer, de dónde venía todo aquello, pero ahora tenemos que hacerlo.
Con un golpecito suave, la puerta se abrió y dejó paso al ruido de bocinas, pitidos y timbres que procedía de un televisor: alguien había ganado un montón de dinero en un concurso. Nada de música. Sólo el cotorreo de la cultura americana hecha jirones.
—Señor Griffin, tiene una visita. De Nueva York.
Mi visitante de Nueva York entró cojeando. A lo mejor había hecho andando todo el camino. Cuando se acercó, noté que arrastraba un pie.
Un año y pico más tarde, a las cuatro de la mañana de un domingo, mi teléfono sonó y la mujer de Lee me dijo que, al despertarse y volverse hacia su marido aquella mañana, lo había encontrado muerto. Una diabetes descontrolada, me dijo… ¿recuerda que siempre le dolían los pies? Colgué el teléfono, me eché otra vez junto a LaVerne y la estreché contra mi cuerpo.
—¿Señor Griffin? Gracias por recibirme.
Una pausa.
—Lee Gardner.
Una pausa aún más larga. Me di cuenta de que había extendido la mano, adelanté la mía hasta tocarla y la estreché.
—Bueno, a lo mejor he elegido un mal momento, dadas las circunstancias. No tenía ni idea de su situación, por supuesto. No, espere. Tengo que dar marcha atrás. Cosa maravillosa, la elasticidad del tiempo. Aunque imagino que siempre te da en la cara cuando el elástico se suelta. Como la garra de la resaca de James Thurber, que termina por tragarnos a todos. Vengo de la policía. Un detective me dio su nombre. Pero tampoco debo empezar por ahí. Lo siento. Todo es tan inconstante. Una vez un editor… Ya le he dicho mi nombre. Soy de Maine. Me ocupo de todo lo relacionado con Copperfield, ¿de acuerdo?
»Soy editor en Icarus Books. Editor en jefe, en realidad. Uno de nuestros autores, R. Amano, tal vez conozca su obra, esa novela sobre Gilíes de Rais que empezó en el primer lugar de las listas de ventas y luego fue bajando poco a poco hace unos años. Vive aquí. Aunque no lo crea, en una caravana que había pertenecido a sus padres. Dice que no hay nada que valore más que la vista de los bosques por un lado y, por el otro, el aparcamiento de grava de un tugurio de carretera donde ponen música country.
»Ahora, Hollywood quiere comprar uno de sus libros, no el de Gilíes de Rais, el que pensamos tenía más números, Entierra todas las torres, sino otro: una novela corta que trata de un hombre en el corredor de la muerte esperando la ejecución y otro que sale de un coma de diez años. Agotado desde hace doce años. Ray no tenía agente y me pidió que negociara el contrato en su nombre y así lo hice. Pero de pronto dejó de contestar las cartas. Lo llamamos, y ese hombre que apenas abandona su caravana, que salta de la cama, y sólo sale para tomar un bocadillo y a lo mejor tres cafés, no está nunca en casa. Le he enviado telegramas… no responde. Mientras, el productor nos llama dos o tres veces por semana. Nosotros le decimos que estamos en ello, naturalmente.
»Lo siento. Me voy por las ramas. Siempre saltando de un tema a otro. Y siempre disculpándome. Tengo que analizar esto. Mi madre era actriz. Grandes trances durante la mayor parte de su vida. Y el resto, deshaciéndose en disculpas y arrepentimientos.
»En realidad fue una de las primeras cantantes de rock-and-roll, y formó parte de los coros para un montón de gente a finales de los cincuenta: Dell Shannon, Dion, Brian Hyland. Ya sabe. Pero siempre insistió en que era actriz, que fue como empezó.
Don y yo esperábamos. Nueva York parecía cansada.
—Encantado de conocerle, señor Gardner —le dije.
Don gruñó. Podía haber adivinado sin fallar más que unos centímetros, sólo por el sonido, dónde estaba.
—Será mejor que vaya al centro. Cambiamos el turno dentro de un par de horas y nos falta media docena de hombres —lo habían puesto detrás del escritorio después de recuperarse de un disparo casi mortal, y lo dejaron allí porque con él al timón y por primera vez desde hacía años, al parecer la nave no embarrancaba. Odiaba ese trabajo—. Hasta luego, Lew —la puerta se abrió y se cerró cortando el sonido de risas enlatadas.
—Sin compromisos, si quiere que me vaya, dígamelo —me dijo Gardner.
—No, agradezco la compañía. Pero no hay puntos a ganar por larga distancia.
—La distancia es fácil. Se me da bien.
—Cada uno tiene su punto fuerte.
¿Se oía acaso el susurro de otras alas en la ventana? Un sonido como el de los vestidos de satén o los camisones de LaVerne.
—La gente está ahí en el salón mirando no sé qué serial, Los días de nuestra vida —dijo Gardner—. Los médicos tienen en su poder unas cintas que grabaron en secreto hace meses, cuando todo el mundo creía que Sylvia se estaba muriendo y su marido, Dean, se sentaba allí, día tras día, diciéndole todo lo que yo nunca he dicho a nadie… Y ahora Sylvia se ha recuperado milagrosamente y ¡tachán! Es la Hora de la Verdad. Mi madre veía esa serie.
—Mucha gente la veía. Y todavía la ve.
—No es exactamente Dostoievski ni Dickens.
—Ni siquiera Irving Shaw.
—Pero es lo que tenemos. Convivimos con esto.
Oí el pie de mi visitante arrastrarse hacia la ventana. La abrió. Me sorprendió que fuera posible en un edificio semejante. Pero sí, de repente entraban ráfagas de aire, olores, sonidos.
—Quizá lo que la gente está empezando a decir sea lo verdadero. Quizá lo que hace la gente como yo, todo aquello en lo que creemos: la literatura, la buena música, la buena escritura, el arte en general; quizá nada de eso importe ya. Buscamos entre las ruinas. Como arqueólogos pintorescos.
—Imagino que ese tal señor Amano no escribe culebrones.
Gardner se echó a reír.
—Bueno, ahora que lo dice, en realidad sí que los escribió, hace unos años. Pagaba el alquiler, compraba comida, mantenía unidos, tal como decía él, el cuerpo esbelto y el alma más esbelta todavía. Es algo que no le gusta recordar. Y la verdad es que eran unos culebrones extrañísimos.
»Pero me parece que me he ido por las ramas, lo siento.
Ya estamos otra vez con esa expresión.
—Es la hora de la montaña y de Mahoma, decidí al fin. Tomé un avión desde Nueva York, alquilé un coche aquí y me fui al Aparcamiento de Caravanas Kingfisher. La puerta del 14 D estaba abierta, naturalmente. Ray me dijo que no tenía ni idea de dónde estaba la llave. Dentro había un aparato de televisión con el sonido bajo, alguna película vieja, la luz parpadeaba. Cuatro platos, enjuagados, pero ni mucho menos limpios, amontonados en el fregadero. Había envases de comida preparada en la basura, también un envoltorio de pollo lleno de gusanos. Una docena o más de botellas de cerveza vacías alineadas en la parte de atrás, junto al fregadero. Libros por todas partes.
—Y ningún escritor.
Por alguna razón imaginé los dedos de Gardner moviéndose con autonomía mientras hablaba, buscando teléfonos donde marcar números, manuscritos todavía intactos, un escritorio con objetos que requiriesen orden, y pensé en la mano incorpórea de Nerval, en la main coupée de Cendrars, esa bestia de cinco dedos.
—Fui inmediatamente a la policía, por supuesto. Pero no me hicieron caso. Insistí, y entonces me hicieron rellenar un formulario. Me dijeron que no podían hacer gran cosa, aparte de transmitir la información. Me quedé allí sentado, bebiendo un café espantoso y sin hacer lo que más deseaba en este mundo, que era largarme. Así que al final me ofrecieron el número de un detective privado, y les dije que quizá me pondría en contacto con él.
—A. C. Boudleaux-Acbilles. A-shil.
—El mismo. Al final, le seguí la pista hasta ese café que parece un vagón de tren, casi en las afueras de la ciudad, construido sobre el agua que parece una sopa verde y humeante. Daba la impresión de ser tan antiguo que Longfellow habría podido sentarse a una de sus mesas a escribir Evangeline. Boudleaux me escuchó y luego me dijo: «Lo siento, pero la verdad es que estoy desbordado». Y me dio su número. No encontrará a nadie mejor para personas desaparecidas. Cuando llamé al número que me había dado Boudleaux, me contestó una señorita y me dijo que estaba usted aquí.
—Dadas las circunstancias no sé cómo podría ayudarlo, señor Gardner.
—Por supuesto. Pero las circunstancias era lo que yo ignoraba. Ahora no sé por qué demonios me he metido en todo esto.
Cuando se puso de pie noté un cambio de luz. Algo se movió hacia mí. Su mano de nuevo. La encontré y se la estreché.
—Buena suerte, señor Griffin.
—A usted también.
Abrió la puerta y salió. Esta vez no entró ningún ruido del exterior. Las luces del pasillo brillaron como el mar en torno a una isla tenebrosa, una isla tenebrosa que tenía la forma de Lee Gardner.
Aquella noche, LaVerne pasó de camino hacia el trabajo con un reproductor de cintas y una grabación de poetas negros que leían sus obras.
—Creo que te gustará, Lew.
Y me gustó. Debí de escucharlo treinta o cuarenta veces en los días siguientes. Segregado del mundo visual, aquella cinta me parecía mucho más real, mucho más importante. Empecé a vivir en aquellas palabras y aquellas voces… y a través de ellas.
LaVerne lo había oído en casa de un cliente. Las grabaciones eran de un sello de Nueva York que publicaba regularmente música sureña, folk de trotskistas que se hacían viejos y de jóvenes de los suburbios, klezmer y polcas.
—Gracias.
Tendí los brazos y allí estaba, acurrucada en ellos.
—Hueles bien.
—No durará mucho. Son las siete y todavía hace cuarenta grados en la calle.
—Tómate la noche libre.
—¿Y qué hago? Tú ponte bien y ven pronto a casa. Entonces me tomaré la noche libre. A lo mejor varias noches.
—¿Cómo si fuésemos novios?
—Sí —cuando LaVerne se concentraba en algún objeto cercano, bizqueaba. Eso le daba una expresión vulnerable y cálidamente sexy. Me rompía el corazón cada vez. Ahora no la veía, pero sabía que lo estaba haciendo—. Sí, como si fuésemos novios, Lewis.
Se echó en la cama a mi lado, se alisó el vestido negro. Nos quedamos en silencio un rato.
No recuerdo nada de esto, por supuesto. Verne me lo contó después, sólo en parte. El resto es mi imaginación.
—Hace tanto tiempo que no estamos así, Verne.
Ella se dio la vuelta y metió la cabeza en el hueco de mi axila. Cuando habló, el calor de su aliento me reconfortó el pecho.
—Te echo de menos, Lew. Te echo de menos incluso cuando te tengo cerca. Pero cuando estás lejos, te echo de menos muchísimo.
No sé cuánto rato nos quedamos echados. En una ocasión una enfermera irrumpió en la habitación, se quedó inmóvil, como petrificada en la puerta y volvió a salir sin decir una palabra.
Cuando LaVerne se sentó, el satén de su vestido crujió. Llevaba el pelo largo, cortado recto por delante y por detrás.
—Quizá lo nuestro sea algo protegido, Lewis. Quizá sea algo que podemos conservar.
Apoyé la mano en su cintura.
Al cabo de un momento, se puso de pie. Empezó a poner las cosas en su sitio. El pecho, el cabello, las braguitas. La tristeza.
—Tengo que irme, Lew. Ya voy con retraso.
—Si hace tanto calor como dices, el negocio irá muy despacio.
—Nunca se sabe. A veces el calor también lo revoluciona todo.
—Ten mucho cuidado… —estaba casi en la puerta—. ¿Verne?
Una pausa.
—Sí, Lew.
—¿Ya es de noche?
Era lo que más me preocupaba. Dónde estaban las cosas, la forma de las habitaciones, encontrar el camino hacia el lavabo y el váter… eran problemas menores. Pero quedar suspendido en el tiempo, segregado de los crepúsculos, era algo completamente distinto, una pérdida inconmensurable.
—Casi —dijo ella.
—¿Una noche clara?
—Tachonada de estrellas. Luna llena en un par de días.
—Y las luces de la ciudad compitiendo con ella aquí abajo.
—Sí.
—Fuegos diminutos del planeta, las llamaba Neruda.
—Sí, claro. Mañana vendré a verte, cariño.
Recordé los versos de un poema de Langston Hughes: la noche llega lentamente, negra como yo. Cuando LaVerne se marchó, puse la cinta en el aparato. Sí, ahí estaba el poema de Hughes, justo después de otro sobre un linchamiento. Y luego otro de LeRoi Jones/Amira Baraka, que me obsesionaría durante años.
Cantando mi niño
encontró unas palabras.
Mi niño cantando
en esa lengua extraña.
Habla de «ro ro,
por qué me abandonaste».
Habla de «levantarse
y volverse a agachar
con el sol por un
copo de algodón».
Cuando canta, mi niño
piensa que hace mal,
porque canta en esa
lengua extraña y dice:
«negra la madre y
profundo el mar
unos ojos blancos
me hicieron llorar».
Cantando mi niño
encontró unas palabras.
Se cree malo.
Habla una lengua extraña.
No pasa nada, mi niño,
no pasa nada.
Dilo en mi lugar porque parece,
ay, que aquí nos vamos a quedar.
Fue la primera vez que pensé en todos los lenguajes que usamos. Danny Barrer lo decía siempre, que hablaba de una forma con un grupo de músicos, y de otra con otro, lenguaje de postín y lenguaje barriobajero, y además tenía uno privado, que usaba sólo en casa con los amigos. Todos nosotros lo hacemos. Para sobrevivir, nuestros antepasados aprendieron el disimulo y la imitación, aprendieron a no decir jamás lo que pensaban. Sabían que, ay, aquí nos vamos a quedar. Ese mismo enmascaramiento perdura entre muchos de nosotros, como un veneno lento que se pasa con la sangre. De manera que muchos de nosotros ya no sabemos quiénes ni qué somos.