—Siempre serás un adolescente —le soltó Nadia mientras le plantaba el reproche y el pendiente de vidrios azulados sobre la mesa.
Con los brazos cruzados, de pie delante de él, se mostraba indignada porque aquel pendiente perdido entre los cojines del sofá era una prueba más de que Guillem se pasaba el día con la cabeza en otra parte y no desempeñaba la función que le correspondía.
—Mientras tanto, otros avanzan y nos adelantarán. Puedes estar completamente seguro.
Nadia se refería a la memoria que estaban elaborando sobre el primer año de trabajo, que desgraciadamente reflejaba una productividad muy inferior a la que desarrollaban en Estados Unidos. Pero no era éste su objetivo. Lo que pretendía con aquel tono de voz que le había obligado a levantar la vista era herirle.
—Marina, por ejemplo.
Como una navaja afilada, el nombre de la becaria abrió de nuevo una cicatriz aún reciente.
—¿Por qué te crees que ha huido del hospital? Pues porque está trabajando en su RP.
Guillem tuvo que escuchar cómo Nadia, a partir de observaciones insólitas relacionadas con una botella de cava, la desaparición del reactivo y la marcha de la becaria, había elaborado una teoría absurda sobre la investigación de la chica, hasta el punto de seguirle los pasos y descubrir que volvía a trabajar con Tena.
—Es muy posible que continúen a escondidas el proyecto del RP-801.
Guillem sacó pecho.
—Me es completamente indiferente.
—A mí también. No me importa lo que hagan los demás. Lo que me molesta es que nosotros no avanzamos al ritmo que nos corresponde.
La mente de Guillem se había quedado en Girona.
—Aunque fuese cierto, ¿qué crees que pueden hacer sin dinero?
—No los subestimes. Saben trabajar, son científicos...
—No es suficiente. No tienen contactos. No tienen poder.
En cuanto Nadia salió, Guillem se apresuró a hacer indagaciones. El proyecto original sobre el RP-801 había desaparecido del archivo. Rosa no pudo hallar ni siquiera el último informe anual, en su despacho. No podía buscar los datos en el Ministerio, porque el proyecto estaba financiado por un programa interno del Instituto, para líneas precompetitivas. No existía ninguna copia en ningún lado. Los reactivos tampoco estaban en el laboratorio, como ya le había comunicado Nadia, y los datos experimentales nadie sabía dónde se encontraban. Por lo menos no se había inscrito recientemente ninguna patente, eso ya lo había investigado.
A partir de entonces empezó a notarse inquieto. Sentía una ansiedad no justificada por recuperar el estudio de Miquel Tena, deseaba con pasión enfermiza ponerlo en marcha de nuevo y estaba dispuesto a luchar con todos los medios. Incluso con aquellos que nunca podría confesarle a Nadia.
Aquella tarde Guillem sacó un par de cubitos de hielo de la nevera revestida de madera y los bañó en una cantidad excesiva de whisky. Rosa le anunció por el teléfono interior la llegada de Toni Abarcas.
—Hazle entrar y no me pases ninguna llamada, por favor.
* * *
El becario estaba paralizado en la entrada, con la mochila a cuestas y los ojos atemorizados. No las tenía todas consigo. Hacía una semana que había terminado la beca en Estados Unidos, y no sabía por dónde iban los tiros. En realidad, no quedaba nada del proyecto en el que trabajaba, y los restos habían sido refundidos en el proyecto de Ester y los chinos. Por eso no le extrañó que Guillem quisiera hablar con él. Pero de ahí a hacerle subir arriba, al despacho de dirección, había una distancia abismal. Tal vez iban a despedirle. Se comentaba que soplaban aires de renovación.
—¡Hola, chico! —GM le dio una palmada en la espalda—. Me alegro de que vuelvas a estar aquí. Ponte cómodo.
Guillem le señaló el sofá y Toni se hacía cruces de que le hiciera sentar en el lugar reservado para las visitas de confianza.
—¿Quieres tomar algo? —le ofreció abriendo la nevera.
El chico aceptó una naranjada y bebió un sorbo tímido, con el cuerpo envarado reposando apenas en el borde del sofá, mientras Guillem colocaba una butaca delante de él para sentarse. El director le dio un repaso general de un vistazo y después se fijó en la mochila. Toni se avergonzó de algunos arañazos y de la marca de una patada que destacaba en un costado.
Inmediatamente, Guillem enderezó el cuerpo como si estuviera a punto de iniciar una partida de algún juego.
—Mira, Toni, como ya debes saber, me he hecho cargo del Instituto con el objetivo de sanearlo.
Esperó un segundo y añadió:
—Quiero convertir este lugar en una gran institución de investigación. —Hizo entonces un gesto con las manos que abarcaba no sólo el despacho y los galardones dorados y de terciopelo que colgaban de la pared, sino el edificio entero con las cinco plantas, y todos los becarios y los séniors que en él habitaban—. Un centro de referencia en el ámbito de las neurociencias.
Se detuvo de nuevo para observar el efecto de sus palabras en el visitante.
—Estarás de acuerdo conmigo, y corrígeme si me equivoco —quería ganarse la voluntad del chico—, en que los becarios tendríais que pasar a ser elementos decisivos en la política del centro.
Toni asentía, sin saber exactamente hacia dónde apuntaban aquellas divagaciones.
—Estamos sondeando la posibilidad de que tengáis un protagonismo directo en las nuevas líneas estratégicas de investigación.
Entonces bebió un trago de whisky.
—¿Qué te parecería volver a poner en marcha el trabajo del RP-801?
Toni, que bajo ninguna circunstancia se esperaba aquella pregunta, se quedó desconcertado. Guillem se dio cuenta.
—Tal vez te sorprenda que queramos recuperar un proyecto antiguo, pero es porque estamos convencidos de que los experimentos no se diseñaron adecuadamente.
Hizo una pausa de nuevo como si quisiera invitarle a hacer algún comentario. Pero Toni estaba todavía demasiado perplejo para poder traicionar a nadie.
—Es una lástima que los proyectos se pierdan por culpa de manos poco fiables.
Indudablemente, aquello despedía un tufo a competencia desleal disfrazada de favor a la humanidad.
—Tendríamos que repasar tus cuadernos y ver si vale la pena replantear el estudio.
Los había traído todos. Le habían avisado de que lo hiciera. Los sacó de la mochila y los dejó sobre la mesa. Guillem se abalanzó sobre ellos como un ave rapaz y los hojeó con avidez.
—A ver... Aquí tenemos las dosis utilizadas... —murmuraba pasando las hojas—. ¿Se las dabais dos semanas antes de las pruebas?
Toni asintió.
—Eran ratones envejecidos, ¿no?
El muchacho hizo de nuevo un gesto con la cabeza.
—¿Algún modelo transgénico?
—No, únicamente seleccionados.
Toni respondía con precaución. ¿Le estaba pinchando para sonsacarle? ¿O sólo quería examinar su capacidad para trabajar en el nuevo proyecto?
El director repasó los primeros cuadernos y volvió luego a los más recientes. Parecía preocupado.
—Abarcas, ¡aquí no aparece ninguna fórmula!
Toni no recordaba haber visto nunca una estructura química. Siempre hablaban del RP-801, y nadie le había comentado de qué tipo de compuesto se trataba. Marina le pasaba el frasco del fármaco, y él lo preparaba, sin preguntas. Los dedos de Guillem bailaban sobre los cuadernos cuadriculados.
—Señor Abarcas, ¿no pretenderá decirme que desconoce el compuesto con el que ha estado trabajando para su tesis?
Tal vez fue la palabra «señor» la que hizo que se le encendiera la lucecita roja. Primero había sido Toni, el de toda la vida, después Abarcas, el becario. Ahora, aquel «señor» denotaba que no era nada de todo aquello, ni colega, ni tal vez becario.
Guillem soltó un bufido de irritación y se dejó caer en la butaca. Se apretó los párpados cerrados con dos dedos de la mano derecha y a continuación, con un grado de paciencia sorprendente, le bombardeó con una serie de reflexiones para ver si podía sacar algo en claro. Las siglas RP no coincidían con las iniciales de los investigadores, o sea que podían ser las siglas de la industria farmacéutica que lo había producido. Había un par de empresas que se ajustaban a las dos letras, pero había efectuado consultas y no tenían ningún principio activo con aquella numeración. De hecho, tenía que ser una empresa pequeña, porque el número de serie, el 801, era muy bajo. ¿Recordaba si la R se refería al retinoato, ya sabía, una forma de mejorar la solubilidad? A Toni se le escapó una carcajada, y Guillem se detuvo de golpe. La mirada que le lanzó, como una bofetada, hizo que se le atragantara la risa en la garganta.
—RP no es nada de esto. No tiene que ver con la química. —El becario se aclaró la garganta—. Le pusimos ese nombre entre nosotros. Fue una broma del doctor Tena. RP quiere decir rabos de pasa.
Guillem se quedó con unos ojos como platos.
—¿Rabos de qué?
* * *
Sabía que era un sueño. Lo sabía porque la luz era gris y reinaba el silencio como música de fondo. Sin embargo, el corazón se le desbocó cuando entró en el laboratorio y lo encontró completamente vacío. No quedaban más que los armarios y las repisas desnudas. Los reactivos, el tanque, los compartimentos, el espectrofotómetro: todo se había esfumado. No quedaba nada. Tampoco vio a Andreu por ningún lado. Estaba sola en medio de aquel espacio que parecía más una tétrica sala de autopsias que su laboratorio. Salió al pasillo sin caminar, porque una nube esponjosa guiaba sus pies. Un poco más allá, desde el despacho de Miquel, le llegaban voces atenuadas por una distancia infinita. Voces y risas. Se acercó lentamente. La puerta estaba entreabierta. Antes de entrar ya sabía que se encontraría con Guillem. El director del Instituto estaba sentado delante de Miquel. Llevaba la camisa oscura del congreso y los artículos de transcripción de proteínas en la mano. Ambos se volvieron a mirarla. Luego, al ver el espanto en su rostro, estallaron en una carcajada.
Se despertó empapada de sudor. La calefacción estaba demasiado fuerte, o tal vez la taquicardia le hacía subir la temperatura. Conmocionada aún miró los números verdes del despertador. Las tres de la madrugada. Se levantó y se dirigió al comedor. Los muebles dormían tranquilos bajo la luz pálida del balcón. El sofá, con el cojín sobre la mesita, tal como lo había dejado Andreu para poder poner los pies elevados, la butaca de Miquel bien orientada hacia el televisor y el camión de juguete de los niños sobre la mecedora de Cati. A través del ventanal contempló la plaza muda y los plátanos que elevaban las ramas desnudas, como si fuesen fantasmas gigantes. Tan sólo las sillas amontonadas del bar creaban un juego de formas confusas sobre el asfalto. Una sombra se deslizó entre ellas y le hizo aguzar la vista. Fueron sólo dos segundos. Luego, todo permaneció en la más absoluta quietud. Cerró los ojos y suspiró. Continuamente se le aparecían sombras movedizas y figuras sospechosas que la seguían a todas partes. Incluso una vez le pareció ver a Guillem dentro de un coche aparcado junto a la facultad.
Se dirigió a la cocina. Caminaba de puntillas con los pies descalzos para no hacer ruido. Como todas las noches, abrió la galería y repasó sus tesoros: las cintas de vídeo, el cedé, el frasco del RP. Todo estaba en su sitio, en el armario de la limpieza, dentro de una caja de zapatos.
Así la encontró Miquel, en pijama, con los rizos pegados a la mejilla y abrazada a la caja de cartón.
—¿Qué te ocurre?
Marina tuvo que explicarle sus paranoias.
—He soñado que nos lo habían robado todo. Y que tú estabas conchabado con Guillem.
Miquel la agarró con fuerza por los brazos.
—No debes dudar nunca de mí. Ni siquiera en el subconsciente —afirmó gravemente.
—Ha sido un sueño. Nunca sospecharé de ti ni de Andreu.
Él, convencido, la soltó.
—¿Tanto miedo le tienes a Guillem?
Marina se encogió de hombros. Miquel no insistió. Por aquel entonces ya estaba al corriente de la mala experiencia de Marina y no quería hurgar en las heridas.
—Vamos a preparar una valeriana —anunció, como quien promete el remedio definitivo para el insomnio rebelde.
Despeinado y con la bata de cuadros, Miquel calentó el agua a cámara lenta para no despertar al resto de la familia. Marina sacó con cuidado un par de tazas y las depositó sobre la mesa. Se sentaron de buen grado bajo la luz acogedora de la lámpara baja, entre el vaho de las hierbas. Se ensimismaron y bajaron el tono de voz.
—Yo también he tenido una pesadilla —confesó Miquel con mirada divertida—. Volvían a denegarme el proyecto de este año. Los capos me jodían de nuevo.
No le comentó, para no preocuparla, que en realidad no podía conciliar el sueño porque las cuentas de la fundación habían tocado fondo, y no sabía cómo continuar el proyecto del RP.
—Siempre hablas de los capos como si fueran el hombre del saco —sonrió Marina, condescendiente.
—¡No me jorobes, mujer! El hombre del saco es Papá Noel comparado con ellos.
—Entonces, ¿quiénes son?
Bebió un sorbo largo sin dejar de mirarla. La hija del doctor Fontcuberta le preguntaba qué era un capo.
—Se creen poseedores de la verdad absoluta y del derecho exclusivo a investigar. Según ellos, tan sólo unos cuantos elegidos tienen el privilegio de hacer ciencia. Y son precisamente los que inclinan la cabeza y entran en el juego de las sumisiones.
—¿Y cómo te pueden prohibir investigar?
—Dejándote morir lentamente. Te abandonan a tu suerte, sin proyectos, sin dinero. Tienen acólitos en los lugares estratégicos, en las comisiones nacionales, en las agencias de evaluación, a los que no se les escapa nada. —Bebió otro sorbo de valeriana y después concluyó—: Son mafias organizadas al más puro estilo de la Cosa Nostra.
Marina recordó la pila de denegaciones (decepciones, las llamaba él) de proyectos que Miquel amontonaba sobre la mesa. Quería verlas todos los días, creciendo en grosor y altura. Y con ello alimentaba rencor y resentimiento. Posiblemente se montaba la historia siciliana para justificar su fracaso. Cada uno padecía sus propios fantasmas.
—¿Guillem es un capo?
—No. Están más arriba.
* * *
La señal de alarma se disparó dos días más tarde.
—Tengo aquí una visita sorpresa, un compañero vuestro, Toni —le comunicó Miquel por el teléfono interior del laboratorio.
No se trataba de una información cualquiera, sino de la clave cifrada para poner en marcha el programa de emergencia en caso de aparición de un sospechoso de rango elevado. A partir de la llamada disponían de diez minutos para hacer desaparecer cualquier prueba que pudiese delatarles. Durante este tiempo, Miquel entretenía al visitante con una presentación de la facultad, de su entorno y de la importancia histórica de la ciudad que la acogía.
Cuando Marina colgó el teléfono, tuvo la impresión de que había estado esperando aquella visita desde hacía días, como si fuera lo más normal, como si los acontecimientos no pudieran ir de otra manera. Diligente, vació la bañera y escondió los objetos que funcionaban como pistas orientativas para los ratones. Entretanto Andreu recogió a los animales y los bajó al estabulario. A continuación, cerraron el programa de gestión de datos del ordenador portátil y sepultaron los frascos de RP en una caja de guantes. En la estricta cuenta atrás, cada minuto fue utilizado según la planificación previa, de manera ordenada, precisa, sin gritos ni aspavientos. No se atropellaron ni se lamentaron de su suerte. Y dispusieron todavía de un par de minutos para que Andreu, en un ataque de inconsciencia, cuestionase aquel celo, en su opinión absurdo.
—Toni es un buen tío, e incluso podría sernos útil.
—¿Útil? —se escandalizó Marina—. Te guardarás muy mucho de decirle una sola palabra.
Casi abroncándole le recordó el acuerdo de excluir a los religiosos. Y Toni lo era: religioso y, además, Demente. Pese a que siempre había admirado la generosidad y buena fe de Andreu, estas virtudes la irritaron entonces profundamente. Sin embargo, cuando Miquel introdujo en el laboratorio a un Toni sonriente, con el casco de la moto en una mano y la mochila en la otra, y aquel aire de no complicarse la vida, a Marina le pareció ridículamente inofensivo.
Toni y Andreu se saludaron efusivamente, con un apretón de manos primero y un emotivo abrazo después. Se les veía felices de encontrarse de nuevo.
—No sabéis cómo os echo de menos —confesó Toni.
Marina sonrió de mala gana. Seguro que a ella no la había echado de menos.
Había regresado de Estados Unidos y no trabajaba a gusto en el Instituto. Había mal ambiente, peleas y zancadillas de toda clase.
—Me encantaría volver con vosotros, como en los viejos tiempos —manifestó en un tono que incluso Marina consideró sincero. Y adivinó que Andreu se compadecía de él y le pasaba el brazo por los hombros. Por un momento temió que se fuera de la lengua. Se interpuso decidida entre ambos.
—¿Has venido en moto? —dijo cogiéndole el casco de la mano y haciendo un gesto disimulado de condena hacia Andreu—. Te lo guardo sobre la mesa.
En el recorrido por el laboratorio, le mostraron los tanques vacíos, acompañando la visita con la versión oficial de las prácticas para los alumnos. Cuando Toni rodeaba la piscina pasando a la vez el dedo por su interior, Marina advirtió, aterrorizada, que había dejado sobre la mesa la libreta abierta para el experimento del día. Impotente, observó cómo Andreu, ofuscado por la conversación, guiaba al visitante directamente hacia la zona de peligro. Toni estaba familiarizado con los garabatos de Marina y, peor aún, con la disposición sobre el papel de los datos experimentales. Descubriría fácilmente que aquello no eran prácticas inocentes, sino ensayos comparativos entre dos grupos de animales. Cuando Toni llegó a la libreta en cuestión, Marina contuvo la respiración, incluso cerró los ojos con una plegaria en los labios, esperando las balas de la ejecución. Pero Toni hizo un gesto juguetón y cerró la tapa de cartón, y con total indiferencia curioseó el espectrofotómetro averiado que estaba al lado. Sí, era Toni, el espía inepto, un detective tan poco eficiente como lo era de becario. Por suerte.
Una vez calmadas las aguas, Marina se vio con ánimos de explicarle el falso proyecto del RP-801. Le hizo creer que habían descubierto una nueva aplicación del medicamento como antioxidante de uso industrial que les estaba reportando muchos beneficios económicos.
—A mí me interesa mucho esto de los preservativos —bromeó el visitante, y todos rieron.
Aprovechando un momento en que Marina se alejó para cerrar con llave el laboratorio, Andreu le guiñó un ojo a Toni y le susurró:
—Es posible que haya trabajo para ti.
—Sería cojonudo.
Y Andreu sintió de nuevo que lo decía de corazón.
Cuando bajaron al sótano para finalizar la visita, la visión de los palés de los condones le dejó boquiabierto. Incluso Marina y Andreu, que bajaban pocas veces, reconocieron que daba gusto verlos. Cajas y cajas ordenadas según la fecha de producción y los colores de los preservativos, con el anagrama de Suministros y Productos Sanitarios, y con el perfil de una probeta y la cruz azul maciza encima. Daba gusto verlos si se ignoraba la carga de mercurio que contenían, especialmente los que mostraban un aspa roja dibujada con rotulador junto al número de serie. Se quedaron tan extasiados ante la materialización del enorme trabajo hecho, que no vieron que Toni dirigía la mano hacia una de las cajas abiertas.
—Me llevo unos cuantos de recuerdo. ¿Puedo, no? —Y rapiñó un par rojo y un par azul—. ¡Viva los colores del Barga!
Andreu y Marina se miraron estupefactos. Pero no pudieron impedirlo.