Necesitó unas semanas para dar un golpe de timón. Los pasos que la condujeron al lugar de los hechos sonaban sobre el empedrado como un aplauso pausado, pero eran firmes como estocadas. Finalmente, había encontrado el camino, la vía nueva que había buscado sin darse cuenta. Los márgenes, los terraplenes, la grava y el polvo, el origen y el destino, todo estaba allí, en aquella calle que olía a pescado frito, detrás de la puerta despintada. El cartel colgado del cristal lo anunciaba claramente: todos los viernes, jam session en directo. Entrada libre.
Cuando llevaba unos minutos sentada en un rincón oscuro, Francesc levantó la vista del teclado y la vio. Le sonrió y siguió tocando. Parecía que la estuviera esperando, como si se hubiesen citado aquella noche de febrero.
—¿Te lo pasas bien? —le preguntó en el primer descanso, a pesar de que tenía la certeza de que el objetivo de su visita no era escuchar a la banda de jazz.
Marina asintió.
—¿Quieres que vayamos a dar una vuelta? Tengo unos minutos.
Se puso el anorak y salieron a la calle. Hacía una noche de invierno templada, y no era molesto pasear entre los transeúntes del Raval. Fueron caminando hasta la calle del Carme, hasta el recinto del antiguo hospital. Entonces Marina moderó la marcha.
—¿Sabes una cosa? He tomado una decisión. Quiero dedicarme a la clínica, quiero estar con los enfermos.
—¿A la práctica de la medicina? —preguntó Francesc con incredulidad.
Asintió.
—¿Empezar de nuevo? ¿Hacer el MIR y todas esas cosas?
—Lo he querido siempre —aseguró Marina con la voz llena de coraje.
Lo había deseado toda la vida sin ser consciente. Simplemente, se lo había negado. Tal vez la muerte de su madre le había enturbiado el subconsciente por miedo a las responsabilidades.
—¿Y tu investigación?
—También me gusta investigar, pero con pacientes.
Francesc, incómodo, escondió las manos en los bolsillos.
—¿Y tu fantástica carrera meteórica?
Ella no respondió.
—¿Qué va a hacer la joven competitiva, la que publica sin cesar, la que sólo vive para promocionarse?
Marina se mantenía en silencio. El médico se detuvo, la miró y añadió sin ambages:
—Creo que te equivocas.
La luz blanca del farol le devolvió la imagen de un rostro frágil. El dolor que reflejaban sus facciones le dio a entender que alguien la había herido, y que yacía en tierra, víctima de un golpe bajo. Se había equivocado. Le entraron ganas de ayudarla, de retractarse de aquellas frases crueles. La cogió del brazo.
—¿Crees que serás capaz?
—Sí. —Y luego, mirándole a los ojos, añadió—: Tal vez podrás ayudarme.
Francesc se quedó algo desconcertado.
—Por supuesto que te ayudaré. —Y bromeando añadió—: ¿Qué especialidad puedo ofrecerte? ¿Neurología, geriatría o tal vez ambas a la vez? —Y sonriendo le pellizcó la mejilla.
Fue entonces ella la que, agradecida, le tomó del brazo como si fuese un compañero de la facultad. Hablaron de los centros donde podía hacer la residencia, de las ventajas e inconvenientes de cada especialidad y del cambio de vida que implicaba. De la medicina pasaron a la música. En la calle Hospital se pararon delante del escaparate de una tienda de instrumentos musicales. Marina le pidió que le explicara qué era un banjo y las diferencias entre un contrabajo y una guitarra, y qué instrumentos de viento tocaban en una banda de jazz. Más adelante, vieron otro escaparate de libros y discos antiguos que mostraba un álbum descolorido de King Oliven Y ella se interesó por los orígenes africanos del jazz, y por su evolución hacia otros ritmos. Francesc, animado, no paraba de hablar pensando en cómo había cambiado aquella chica altiva que resoplaba mientras hacía fotocopias el día de la Capilla. No quedaba más que el armazón, un molde precioso que se empeñaba en llevar una bufanda enrollada al cuello y dejar al descubierto el ombligo por debajo de la camiseta de algodón.
Se sentaron en un banco dentro del jardín del antiguo hospital. Estaban separados, pero los dos notaban el calor de las piernas del otro, como si estuvieran muy juntos. El médico se vio obligado a reconocer —con pesar, porque estaba seguro de que la incomodaría— que nunca había estado enamorado de Nelly. Que ambos habían pactado aquella especie de relación, estar bien juntos, pero nada más. Marina no opuso ninguna objeción y se animó a explicarle confidencias propias. En el pasado había flirteado con GM, había querido ganárselo a cualquier precio, lo tenía asumido. Y esto le había creado muchos problemas.
—¿No hubo nada entre GM y tú? —quiso saber Francesc.
—No. No llegamos a nada serio. Por eso me desterró del Instituto.
Le habló de las presiones, de las represiones y del castigo final. Se quedó impresionado. No podía creer que todo aquello hubiese sucedido de verdad y no paraba de mover la cabeza. Pero Marina sonreía.
—GM ya no podrá hacerme daño.
La joven se estuvo mirando un rato los pies y luego, como si hubiera llegado a una conclusión mágica, exclamó:
—De modo que nos hemos quedado solos...
Francesc miró el reloj instintivamente, como si el tiempo transcurrido fuese una barrera para ir más allá.
—¿Tienes que volver? —le preguntó.
—No. Puedo llamar...
Dudó todavía unos segundos y luego, en un acto de irresponsabilidad absoluta, escribió un mensaje por el móvil al hombre de los brazos tatuados para decirle que siguiesen sin él. Los compañeros no tendrían ninguna dificultad para improvisar: en esto consistía el jazz.
—Hoy no estaba demasiado inspirado —se justificó mientras cerraba el móvil como quien rompe el mapa que le devuelve a tierra firme—. Te puedo acompañar a casa. Tengo el coche dos calles más abajo.
Durante el trayecto, ambos se perdieron en sus cavilaciones. Francesc silbaba «Yo vine de Bahía», de Gilberto Gil, y Marina apoyaba la cabeza en el respaldo. No le preguntó si quería que subiese a su casa, ni ella se extrañó de que dejase el coche en el aparcamiento de la esquina y la acompañara hasta la portería. Tan sólo cuando introdujo la llave en la cerradura del portal, él pensó que tal vez se estaba precipitando. Pero inmediatamente se burló de sus pensamientos: ¿precipitarse, después de tanto tiempo? Y se le dibujó una sonrisa en los labios mientras observaba cómo bajaba la reja de los rellanos a través de los cristales del ascensor. Luego, le elogió el piso, la amplitud y la belleza de los muebles antiguos, y ella se lo agradeció a la vez que acariciaba el borde de la mecedora de madera.
—Antiguos y queridos. Son mi pasado, y me siento feliz cuando los miro.
En el estudio descubrió el Chassaigne de la madre de Marina.
—Un día te lo afinaré —prometió al ver que las teclas no sonaban armónicamente.
Marina le dejó investigando la anatomía interna del instrumento y se fue a preparar una cafetera.
—Cuando acabes, busca algún licor por el comedor —le pidió ella.
No fue fácil, porque en los armarios no había nada que pudiese beberse. Acabó encontrando en un rincón de la cocina una botella de anís medio vacía que esgrimió como un trofeo. Era un anís antiguo, casi añejo, que Gemma había llevado un día que se empeñó en hacer buñuelos.
Sorbo a sorbo, Marina se bebió toda la cafetera, y Francesc los dos dedos de anís que quedaban. Sentados en el sofá de cretona, hablaron de la sala, de los enfermos, de la muerte de Beneta, que no había sufrido nada, y del proyecto que Francesc estaba realizando. Hablaron de Girona, hablaron de la muerte de Andreu. Marina admitió que había algunas cosas mezcladas que no podía digerir, como por ejemplo que GM hubiese robado la fórmula y que este delito mezquino hubiera provocado la muerte de un inocente. Y para colmo se había enterado de que su padre no había sido la persona íntegra y generosa que ella recordaba, sino todo lo contrario. Incluso le dijo que Nelly era hermana suya. Francesc le confesó que la neuróloga se lo había explicado todo. Y en un gesto de condolencia le buscó la mano. Ella se sobresaltó al contacto con la piel tibia.
—¿Estás bien? ¿Quieres que me vaya?
—Si quisiera que te fueses, no te habría hecho subir.
Pero él la veía triste. Inmediatamente le soltó la mano, se incorporó y la cogió por los brazos.
—Me parece que sufres un síndrome complejo que requiere un diagnóstico precoz.
Le hizo darse la vuelta.
—Vamos a ver qué tienes.
Puso la oreja sobre la espalda.
—Respira hondo. —Marina, dócil, llenó de aire los pulmones—. Otra vez. Ahora tose.
Le seguía la broma y tosió ligeramente.
—La ventilación es correcta —decidió. Y, dándole la vuelta esta vez hacia él, le anunció—: Ahora la auscultación cardíaca.
Y apoyó el rostro sobre la camiseta de algodón. Marina rió nerviosa porque temía la traición del corazón, que empezaba a alborotarse.
—Parece que todo está en orden. —Hizo como si reflexionara un rato—. ¿Puedes estirarte, por favor?
Marina se echó obediente sobre el sofá. Los dedos largos de pianista le presionaron ligeramente el abdomen, a la derecha, a la izquierda, arriba, abajo.
—Me parece que aquí hay un cuerpo extraño —afirmó muy serio señalando el piercing del ombligo.
A continuación subió por los lados hasta palpar las axilas, muy suavemente, primero una, después la otra, y no se observaba ningún nódulo. Al salir de la camiseta se dirigió al cuello, y allí la exploración derivó en caricias prudentes. Las puntas de los dedos rozaban la piel blanca, por delante y por detrás de las orejas, y finalmente avanzaron fácilmente hasta los labios. Marina notaba que la dopamina despertaba de la letargia, que la adrenalina hacía rato que corría por las arterias y que la oxitocina estaba a punto de saltar del trampolín de la neurohipófisis. Entonces él se acercó y buscó sus labios. El sabor del anís y el café se fundieron en una mezcla de elevadísima graduación que la hizo estremecer de emoción. Ya no vio a Frankenstein, ni siquiera a Francesc, sino al hombre que siempre había tenido cerca y nunca había reconocido.
—¿Haces esto con todas las pacientes? —dijo ella recobrando el aliento.
Se miraron sorprendidos, como si no se acordaran de ellos mismos. Y luego volvieron a besarse muy despacio. El médico le declaró que ahora se daba cuenta de que la quería desde el día del desmayo con el cerebro y las orquídeas. Y lo dijo complacido, aunque las neuronas de hombre experto le anunciaban que era una imprudencia. Ella le confesó con qué deleite había aspirado el perfume de su cabello limpio el día de la exploración del diecisiete, y que ahora le necesitaba entero, cabello, cuerpo y alma de hombre, de médico y de músico. Y él le respondió que sin duda la quería del mismo modo. A Francesc, que había tenido un montón de aventuras y nunca había abandonado el sentido común, le empezaron a sonar todas las alarmas. Marina era demasiado joven, demasiado inteligente, demasiado romántica. Era de las que no olvidan el día siguiente. Pero, pese a ser consciente de todo esto, se dejó arrastrar y quedó atrapado entre cómodas isabelinas, butacas de cretona y la cama de hierro forjado del piso del Ensanche.
Cuando Marina despertó por la mañana, pensó que las corrientes del mar la habían salvado. Como a un náufrago, la habían depositado sobre un lecho de arena blanca como el azúcar, con el hombre amado yaciendo a su lado. Y descubrió que el zumbido del ascensor que procedía del patio era meloso como el de las abejas en verano; que los rayos de sol que se filtraban por los postigos de las ventanas eran más dorados que la miel; que el anís era la bebida más apetitosa del mundo; y que alguien había inventado la vida para que existieran momentos tan dulces como aquél.
Sin embargo, los días siguientes tanto Marina como Francesc sintieron el impulso de huir. Pero cada vez que se encontraban y hacían un intento de distanciamiento, volvían a unirse con más ímpetu que el día anterior. Y empezaron a analizar el misterio que les unía. Los dos habían cambiado. Los dos iniciaban una nueva etapa. Marina quería bajar de su nube y deseaba, de todo corazón, sumirse en la niebla densa de Francesc. Envidiaba su universo de amigos, de piano, de música y de enfermos. Francesc pensó que tal vez había llegado el momento de emprender, también él, un nuevo camino. Nunca había experimentado una sensación de abandono tan absoluta. Era afortunado. Tenía a su lado una muchacha preciosa, que le adoraba y con quien quería construir un mundo. Él sabía que para ella era un punto de referencia, una brújula, y se sintió cómodo en este nuevo papel. Marina creía secretamente que el destino les había colocado en los extremos de un mismo camino, como una pista de aterrizaje, con una infinidad de luces rojas que marcaban el trayecto. Pero no había tenido ojos para verlas o las condiciones meteorológicas no se lo habían permitido.
Por eso un día que Francesc estaba afinando el piano de su madre y exploraba pacientemente cada una de sus teclas, se le acercó por la espalda con estos pensamientos, le abrazó por detrás y le murmuró al oído:
—Tenemos que recuperar tanto tiempo... ¿Por qué no te quedas a vivir aquí?
Y él dijo que sí.