Marina metió en el horno dos pizzas cuatro quesos, que era el plato favorito de Gemma, y preparó unas claras bien frías. Hubiera dado cualquier cosa por evitarse aquella cena, pero su prima se había empeñado en charlar un rato. Había oído en la radio la noticia del fichaje de Guillem Miras y le envió un mensaje emocionado al móvil: «nos vemos noche». Gemma siempre andaba metiéndose en sus asuntos. Los absorbía y los hacía suyos. Decía que los necesitaba. Tenía un trabajo de relaciones públicas, que le llenaba los bolsillos pero no el alma, y siempre que podía se apoderaba de ellos.
Pero precisamente aquel día se sentía exhausta, no tenía ni ganas de cenar, y mucho menos de hablar de GM. Estaba convencida de que la presentación había sido un fracaso. Se sentía tan desgraciada... Lo único que le faltaba era el comentario de Angelina al llegar a casa por la noche. Se la había encontrado mientras la mujer clausuraba la sesión de sucesos vecinales con la portera de la casa de al lado, y había oído desde lejos la letanía de siempre: señorita Marina, siempre trabajando tanto, pobrecilla, fíjate, no descansa nunca la muchacha... ahora esto, ahora aquello, porque en vida de su padre no le faltaba nada, pero ahora...
Angelina sólo trataba a Marina de señorita y de usted cuando había alguien delante. Porque para ella era tan sólo la niña que había criado desde que llevaba pañales. La quería como a una hija y no podía evitar sufrir por ella. Y era feliz sufriendo por ella. Y si podía compartir este sufrimiento con la portera vecina, Carmeta, mucho mejor. Pues sí, era cierto, no andaba sobrada de dinero, pero se las apañaba bastante bien. Y Angelina lo sabía, y no tenía por qué ir a hablar de su historia y de la de su padre en cuanto surgía la ocasión. Con un sorbo de clara disculpó a la portera, porque era una buena mujer y lo hacía con la mejor intención. Lo que ocurría es que se estaba haciendo vieja, y con los años perdía el control de la lengua y del pensamiento.
Cogió la fotografía enmarcada de su padre que estaba sobre la cómoda isabelina. Era la imagen del día de su jubilación, en el paraninfo. Sonreía a la cámara con resignación. Ella también estaba allí aquel día. Podía reconocer su cara redonda, con el flequillo y la tupida melena de adolescente, sentada en el primer banco del paraninfo. Cómo admiraba a su padre... Siempre había querido ser como él. Inteligente, carismático, lúcido, encantador, decía la gente. Y a su padre también le había hecho ilusión tener un médico más en la familia. Aquel día la presentó a las autoridades y a los profesores asistentes al acto. «Marina...» Ella sintió angustia durante unos segundos, temiendo que la presentara como «mi niñita», como solía hacer en casa. Pero no lo hizo. Simplemente añadió: «Mi hija, que seguirá mis pasos... ¡pero más deprisa que yo!». «¡Pero qué dice! ¿Más deprisa? Será difícil...», corearon los profesores de turno. El sostuvo que sí, que así sería, porque el país sería más rico y la chica sería una mujer lista, con neuronas femeninas... que son las más peligrosas. Y a todo el mundo le pareció gracioso.
Colocó de nuevo la fotografía en su sitio y pasó la mano por encima de la cómoda. Aquel mueble era el altar de su padre. Sobre el mármol se apilaban los libros que había escrito, presididos por el famoso Tratado de medicina interna, un texto de extensión considerable y encuadernado con tapas duras de tela negra. Los dos cajones estaban llenos de recortes de periódicos, cartas, postales y fotografías aún por clasificar. Con todo aquello iba elaborando una especie de enciclopedia de su padre. No se trataba de un álbum de fotos familiares como los que se agrupaban encaramados a la librería. Éste tenía que ser un libro especial, un libro dedicado exclusivamente a él. Era una afición con la que disfrutaba mucho, como cuando coleccionaba cromos de pequeña. A veces tenía la impresión de estar creando un nuevo padre, como un collage de imágenes y escritos, como una gran colcha de patchwork.
* * *
Gemma la saludó sin aliento, con los zapatos de tacón de medio palmo en la mano. Subía siempre a pie, porque el ascensor modernista, una reliquia de madera y cristal, le causaba demasiada impresión. Lo del miedo a los ascensores era una lacra que les venía de familia. La madre de Gemma, Magdalena Fontcuberta, hermana del doctor Fontcuberta, vivía medio año en una masía del Montseny, y una de las bondades —nunca confesada por ella— de vivir en el campo era que no hacía falta subir a los ascensores. El doctor Fontcuberta había intentado en vida más de una vez mudarse al principal para evitar, según decía, las innumerables averías de la maquinaria. No lo consiguió, porque el notario que ocupaba el piso no quiso cedérselo, convencido de que las bajas alturas eran más señoriales y armonizaban mejor con las herencias y las escrituras. La propia Marina era una usuaria fiel de la escalera, obsesionada por evitar accidentes como el de aquella mañana en el Instituto.
—¿Has visto las noticias? —preguntó su prima mientras se quitaba la chaqueta ajustada del traje y se soltaba la fina camisa por encima de los pantalones.
—Seguro que lo repiten. —Y pulsó compulsivamente el mando del televisor.
Y así fue. Guillem Miras salía en primer lugar en unas imágenes de archivo recibiendo un premio internacional; después, unos planos del Instituto de Neurociencias, que le había contratado, y finalmente una entrevista corta realizada aquel mismo día, en el aeropuerto. Comentaba, rodeado de micrófonos de todos los colores, que había hecho un viaje relámpago para acabar de cerrar el trato y que estaba encantado de poder regresar a España y aportar su grano de arena a la ciencia nacional. El presentador concluía que sería una oportunidad única para el avance del conocimiento de las neurociencias y las enfermedades mentales.
Marina apagó el televisor con desgana.
—Hoy le he conocido casualmente, ¿sabes? Ha sido un desastre.
—Qué tonterías dices...
—He hecho el ridículo científico más impresionante.
Gemma quería saberlo todo de aquella personalidad mediática y de su investigación, y se acomodó en la butaca de cretona, expectante.
Mientras iba marcando con el cuchillo porciones triangulares en la masa pegajosa de la pizza, Marina le explicó que las neuronas del cerebro se cubrían en algunas personas con unas piadas de beta-amiloide y unos filamentos de tau hiperfosforilada que, como una densa telaraña, las asfixiaban y acababan anulándolas. Se ignoraba por qué estas lesiones aparecían en unas personas y en otras no. Había algunas causas genéticas. Por ejemplo, las personas que tenían el gen apoE 4 presentaban un riesgo muy alto de padecer Alzheimer. Pero no se sabía cuál era la conexión entre este gen y los depósitos de amiloide o los neurofilamentos.
Le explicó que GM había descubierto otro gen de susceptibilidad, el gstmf1, que era un gen del metabolismo que protegía de las sustancias tóxicas y tenía propiedades antioxidantes inespecíficas. Las personas que no poseían este gen tenían un riesgo mayor de padecer diversas enfermedades, y también Alzheimer.
—Mira, para que te hagas una idea, GM estudia el cómo y el porqué de la enfermedad, y yo trato de encontrar algún medicamento que haga desaparecer estas lesiones. —Y deshilachaba con los dientes el queso fundido de su trozo de pizza.
Aquella simplificación de una de las enfermedades más complejas de la patología humana la hizo sentir mejor. Observó que incluso tenía hambre. Mientras llenaban el estómago, ella volcaba sus preocupaciones sobre su prima: la marcha de Miquel, la incertidumbre de su continuidad laboral, la posibilidad de una nueva y disputada plaza, la llegada de unos desconocidos que posiblemente lo cambiarían todo.
—Irá mejor —avanzó Gemma.
—O no. Vete a saber. Estoy en un momento crítico, ¿te das cuenta? —Se sirvió otro trozo que había quedado con el queso requemado—. ¡Y no puedo arriesgarme!
* * *
El día siguiente de la sesión con el CSIC fue un día aparentemente normal. En el laboratorio todo se desarrollaba como de costumbre. En la sala de cultivos, Andreu, el del grupo de los Esquizofrénicos, trataba de defender con uñas y dientes su turno de campana. Se había apuntado en la lista el día anterior, como era obligado. Y ahora Reina se le presentaba con ínfulas de posdoc prepotente a quitarle el sitio. Argumentaba, abriendo la bata blanca con aspavientos, que se le desmontaba el experimento y que su sénior esperaba el resultado para contestar a un revisor, y que seguro que a él no le importaba esperar unas horas. Andreu, que era de natural generoso, cedió. Acabaría la primera parte en unos minutos y le dejaría libre la campana, le anunció haciendo gala de magnanimidad. A pesar de la inmejorable oferta que había planteado, Reina ocupó como un rayo el puesto cuando Andreu se levantó para centrifugar los tubos.
—¿No podías esperar ni cinco minutos? —le recriminó a la vuelta.
—Mira, chico, hazme este favor. —Reina le gastaba bromas mientras desinfectaba la superficie metálica—. Te regalo una horita para descansar. O mejor aún, para que te enrolles con una becaria.
Reina se había instalado y había esparcido sus frascos como un animal que marca el territorio. De manera que Andreu tuvo que reprimirse, como tantas veces había de hacerlo en aquel sótano.
Lo cierto era que el Instituto había entrado con los años en una fase de decadencia. Pese a haberse inaugurado a bombo y platillo como uno de los centros más modernos del país, últimamente arrastraba el lastre de unas infraestructuras obsoletas, y había que pedir turno y hacer cola para utilizar algunos equipamientos, como por ejemplo los cultivos celulares.
—¿Qué te parece Ester? —siguió insistiendo Reina—. Es una buena pieza y necesita tratamiento urgente de testosterona en barra.
Andreu le dedicó una mirada furibunda, metió sus tubos en la nevera y, armándose de paciencia, se sentó a leer un artículo. No le quedaba otro remedio que quedarse a esperar allí y aguantar, además, la conversación del maldito Reina. Porque, si se iba a tomar un café, alguien le quitaría el sitio y volvería a estar igual.
—O vuestra técnica, que está buenísima. Y lleva ropa interior de última generación. ¡Menuda suerte! Yo tengo que buscarme la vida fuera... Sólo tengo una becaria, y resulta que es musulmana y va tapada como una momia.
—Si hablas tanto, te equivocarás y no acabarás nunca —refunfuñó Andreu levantando la vista del artículo.
Pero Reina seguía insistiendo en el tema de ligarse a las chicas porque él tenía mucha experiencia y podía enseñarle cuatro cosas que valían más oro del que pesaban.
—¿Tú no eres médico, verdad? —le preguntó en tono guasón. Interpretó el silencio como una negación de la titulación y siguió con su monólogo—. De modo que no conoces el tema de los ligamientos. Tú no sabes que los hombres funcionan con el ligamiento oculoescrotal. ¿Entiendes la broma? Ves una tía que está buena, y el estímulo pasa de la retina a los bajos, así, directamente. —Y con la pipeta señalaba el trayecto hasta la entrepierna—. Pero con las tías la cosa funciona diferente. Y éste es el secreto que te vendo al módico precio de una hora de campana.
Soltó la pipeta y dio la vuelta al taburete en dirección a Andreu. Era evidente que pretendía consolarle del disgusto con aquella especie de chiste.
—A las tías el ligamiento que les funciona es el timpanoovárico, ¿comprendes? El tímpano, en el oído, se estimula con palabras halagadoras, románticas o tórridas. Esto depende de cada tía. Tienes que decir las cosas que a ellas les gusta oír. No hace falta que seas alto, fuerte o guapo. Sólo necesitas una voz bien timbrada y muchas palabras. Así de fácil y barato.
Orientó de nuevo el taburete hacia la superficie metálica y, convencido de que se había ganado su tiempo de campana, se concentró en los frascos. Andreu pensó que él debía de ser hermafrodita, porque los dos ligamientos le funcionaban a la vez. Pero se calló, porque en aquella casa cuantas menos cosas supieran de ti, mejor. Se trataba de pasar inadvertido, y de ir a lo tuyo. Y aun así, te robaban la campana en cuanto te levantabas para ir a vaciar la vejiga.
Marina era la única persona que le caía bien en el Instituto. Iba a su aire, como todo el mundo, pero era más inteligente que prepotente, y más juiciosa que arrogante. Y tenía unos ojos que le hacían perder la cabeza aunque no quisiera. No entendía cómo Toni, el becario de Marina, no podía soportarla, hasta el punto de querer cambiar de equipo y de tesis doctoral. El otro día, cuando le acompañó a su casa en moto, cosa que le ofrecía día sí y día también, le pidió trabajar con él, en el grupo de los Esquizofrénicos.
—Tendría que estar de acuerdo Palmero —se escabulló Andreu, escudándose en su sénior.
—Si tú se lo pides, lo aceptará —le suplicó—. Nos entenderíamos bien, compartimos aficiones, nos gusta ir en moto. —Y luego, señalando el póster del Pedraforca que tenía en la pared, dijo con intención de impresionarle—: A mí también me gusta el montañismo.
—¿No será que Marina te obliga a currar? —cortó Andreu.
El otro le miró molesto. Luego reaccionó protestando:
—Es demasiado exigente, no me deja ni respirar. Me vigila, me controla...
—A mí me encantaría que me vigilara y me controlara todo el día —bromeó Andreu para animarle.
—Porque tú estás colgado por ella —le respondió Toni con descaro.
Andreu se quedó mudo. Y como aquel chico se reía de él, le replicó:
—Sólo me enseña inglés.
Y se lo quitó de encima, porque no quería problemas con nadie, y menos con Marina. Precisamente había quedado con ella en el jardín, al acabar los cultivos, para comentar un artículo. Y llegaría tarde.
* * *
Aquella misma mañana, dos pisos más arriba, Nadia Ipatescu estaba sentada en el despacho del gerente y escuchaba displicente sus explicaciones, mirando de vez en cuando sin disimulo el reloj. Martí Marçal, hasta entonces máxima autoridad del centro, ya había dedicado más de diez minutos a la presentación del Instituto, utilizando el argot más especializado que encontraba en sus archivos mentales, para darle la impresión de ser un gestor moderno y eficaz. Ahora le sonreía afablemente al tiempo que le enseñaba un ejemplar de la memoria anual, abierto sobre la mesa y vuelto a propósito hacia la rumana. Iba pasando las páginas satinadas con el orgullo de un padre primerizo, enumerando las características del Instituto, los perfiles de los grupos y de los investigadores, y los diversos proyectos en los que participaban.
Entretanto Nadia repasaba mentalmente su visita a las Ramblas de aquella mañana. No conocía la ciudad, pero alguien le había hablado de los puestos de flores que se montaban diariamente en el paseo. Desde siempre había tenido una debilidad casi infantil por las flores y, en especial, por las violetas. Nunca le faltaba un ramillete sobre la mesa. Era una manera de sentirse cerca de los bosques de su país, del frescor de las mañanas y de la humedad de las noches. En Estados Unidos podía adquirir una variedad fragante, que se parecía mucho a las de su país. Aquí, por lo que había visto, podría disfrutar de las violetas cornudas —las más resistentes— durante toda la primavera. En verano tendría que recurrir, como en California, a los pensamientos azules, que pertenecían a la misma familia de las violáceas y florecían hasta bien entrado el otoño. Para los lapsos entre unas y otras, le habían recomendado las violetas africanas. Esta planta de interior era una alternativa segura porque florecía todo el año. El problema sería buscar un rincón del laboratorio adonde llegara un mínimo de luz natural.
—Mire, mire —señalaba el gerente sobre un gráfico—, estamos realizando diversos proyectos en coordinación con los mejores grupos de Europa.
Marçal le enseñaba a Nadia unas columnas ascendentes de colorines que traducían la financiación de proyectos que ella consideraba tan escasos de dinero como de ideas. El gerente captó su indiferencia y, suspirando, pasó al capítulo siguiente.
—Y, si pasamos a las publicaciones, la media de artículos por grupo es muy elevada.
—Pero el factor de impacto acumulado es mínimo... —observó Nadia, dignándose por fin abrir la boca.
El gerente iba a cerrar la memoria, desistiendo de su presentación razonada, pero lo pensó mejor e hizo un último intento de defensa institucional.
—Bien, podemos decir con orgullo que somos uno de los centros de mayor prestigio del país. —E hizo una pausa buscando una actitud de asentimiento al otro lado de la mesa, pero no halló más que una sonrisa burlona mal disimulada.
Martí Marçal se consideraba un hombre de experiencia en el trato y los pactos políticos, pero aquello era una prueba de fuego. Aquella mujer, con aspecto de madre de familia, a la que podía imaginar preparando comidas multitudinarias o haciendo caricias a su primer nieto, estaba forjada con acero de gran calidad. Intentó un giro táctico de aproximación personal, que en los casos rebeldes solía funcionar.
—Es admirable el dominio que tiene de nuestra lengua. Para una persona rusa ha de ser difícil...
—Rumana, soy rumana —aclaró Nadia, que no se dejaba embaucar. Era evidente que odiaba entrar en el terreno personal—. ¿Qué me estaba diciendo de los centros de prestigio?
El gerente, obligado a regresar al terreno profesional, optó por alimentar la faceta vanidosa de los científicos, que tan bien conocía.
—Doctora Ipatescu, nosotros tenemos fe. Estamos convencidos de que la llegada de Guillem Miras y de usted puede suponer dar un vuelco a todo esto. Precisamente el objetivo de su incorporación es convertir el Instituto en el primer centro de neurociencias del país. —Reflexionó un instante y añadió—: Y de toda Europa.
Ella le miró por encima de las gafas y entrecruzó los dedos de las manos.
—He visto que tienen un estabularlo todavía poco acondicionado. ¿Podremos trabajar con animales transgénicos? —disparó con voz enérgica.
—Precisamente es uno de los puntos que tienen prioridad en este momento...
—Es decir, que no hay nadie que trabaje en ello.
—No.
—¿Ni tienen intención de criar ratones knockout?
—Aún no, pero pronto...
—¿Banco de cerebros?
—Sí, por supuesto, aunque depende del Hospital General, que como usted ya sabe es nuestro hospital de referencia.
—¿Pero tienen un acuerdo establecido sobre el uso común del banco?
—Precisamente estos días estamos hablando de este tema.
—¿Investigación con células madre?
—Ya sabe usted que se trata de un tema incipiente. Estábamos esperando su incorporación para contactar con el gobierno y negociar la creación de un laboratorio especializado.
Hizo una pausa. Se le acababa de encender una lucecita en el cerebro. Aquella mujer era ambiciosa. Tal vez un cargo... Y la cuota femenina en el Instituto quedaría más equilibrada. Respiró profundamente y dijo con aire solemne:
—En realidad, queríamos proponerle, precisamente a usted, un cargo en el Instituto para que pueda participar en la comisión mixta que se encargará de todo este asunto.
Nadia amagó una mueca de desprecio.
—Mire, estas cosas de las comisiones las hacen muy bien ustedes, los hombres. Pierden el tiempo mejor que nosotras.
El gerente tragó saliva. Se fijó en las manos entrelazadas de Nadia, que se iban apretando con fuerza. Las puntas de los dedos se habían quedado amarillentas por la presión. Se jugó la última carta.
—El consejero de Investigación se ha comprometido a concentrar recursos económicos en nuestro Instituto. En realidad, no se podrán hacer neurociencias si no es aquí.
Nadia, visiblemente impresionada por estas promesas, recalcó:
—El profesor Guillem Miras es una personalidad mundial, y necesitará un centro que esté a su altura.
—Lo tendrá, lo tendrá —le aseguró Martí Marçal golpeando la mesa con la palma de la mano, como si quisiera hacer surgir de la madera aquella serie de peticiones imperiosas—. En poco tiempo, todo se irá solucionando.
La rumana separó las manos con dificultad, se quitó las gafas e hizo una pausa preparatoria para el ataque final.
—¿Le apetece un café? —aventuró el gerente, para ganar tiempo y porque él ya empezaba a necesitarlo. Ella aparentó no haberle oído.
—El área de Demencia sólo cuenta con dos becarias posdoctorales.
—Estarán encantadas de trabajar con ustedes.
—Antes tendrán que hacer méritos.
—Son muy eficientes —aseguró el gerente, que no sabía ni qué cara tenían las jóvenes.
—Contrataremos por lo menos a cuatro técnicos altamente cualificados para reforzar el trabajo rutinario.
El otro no se atrevió a replicar que estaba hablando de mucha gente y que tenía que aprobarse en una junta del Patronato. Tragaba tanta saliva que empezó a notar el estómago lleno.
—Habrá que hacer tarjetas de identificación para todo el personal, y actualizar la señalización de todas las instalaciones del edificio.
Martí Marçal tomaba nota de las peticiones frenéticamente. Le resultaba más fácil escribir que hablar.
—Y no hemos comentado nada del servicio de comunicación —remató la rumana mirándole fijamente a los ojos—. Guillem Miras es un investigador mediático.
—Precisamente había pensado convocar una rueda de prensa de presentación...
—Estoy hablando de tener la colaboración directa —le interrumpió Nadia agriamente, subrayando con énfasis el grado de colaboración— del gabinete de comunicación de la universidad.
—Pero...
—Y directa significa que alguien de la plantilla tendrá que dedicarse a su promoción personal. —Se inclinó sobre la mesa del gerente, frenando el cuerpo con las manos en la esquina de la mesa—. Pactar entrevistas, ruedas de prensa, difusión. ¿Comprende?
—Sí, sí, por supuesto —respondió Martí, medio mareado. Sacó el pañuelo del bolsillo y se secó el sudor que le goteaba cuello abajo.
—Un té me sentará muy bien —concluyó Nadia, poniéndose de nuevo las gafas y alisándose la falda plisada, que parecía sacada de una tienda de ropa de segunda mano.
Mientras el gerente salía despavorido a buscar una infusión como si fuera agua bendita, Nadia se puso de pie y dio una vuelta por el despacho. Movía el cuerpo dando pasos largos y lentos, como si tomara las medidas de la estancia. Repasó con el dedo los lomos de los libros de la biblioteca, y sacó algún volumen para hojearlo. Acarició la magnífica mesa de nogal y la piel oscura de la butaca basculante.
Como siempre, ella era la avanzadilla que efectuaba una prospección del campo de batalla para que el doctor Miras lo encontrara todo perfecto cuando terminara sus innumerables compromisos en Estados Unidos. En realidad, no tenía ningún motivo de queja, era su papel y ella lo aceptaba como había hecho siempre en los últimos veinte años.
Se detuvo al llegar al balcón y contempló los eucaliptus con sus cortezas desgarradas alzándose en el jardín del aparcamiento que rodeaba el centro. Se había levantado un viento repentino. Alguien le había anunciado que desde hacía unos días soplaba viento del sur, que provocaba dolor de cabeza. Pero a ella le pareció relajante. Oía el tenue murmullo de las hojas verdes y rojas, que rozaban con las puntas los hierros del balcón. Más allá, entre las copas de los abetos y los cipreses, se distinguían las torres majestuosas del hospital y, por detrás, el resto de los pabellones del complejo. Médicos vestidos con batas blancas circulaban por el sendero que unía el Instituto y el centro hospitalario, entre parterres de hierba y adelfas en flor.
A unos metros de la fachada, sentados en uno de los bancos de piedra que bordeaban el sendero, dos jóvenes con bata blanca leían lo que parecía ser una revista científica. Eran un chico y una chica. Nadia se extrañó de que no fumaran ni comieran bocadillos, ni bebieran latas de colorines, sino que estuvieran estudiando, allí fuera, debajo de los eucaliptus, en una mañana radiante de primavera.
—Ya está aquí el té, doctora Ipatescu —anunció el gerente entrando con una bandeja y dos tazas humeantes— y, si no le importa, yo también la acompañaré.
Los dos removieron y sorbieron las infusiones perfumadas, delante del balcón, observando las copas alargadas de los árboles que se mecían en el marco del ventanal.
—Me gusta el despacho —le sonrió Nadia mirándole entre el vaho que salía de la taza—. Y al profesor Miras también le gustará, estoy segura.
El gerente salpicó la taza con un aerosol de té verde, sin poder disimular la obstrucción aguda de tráquea que estaba sufriendo.
—Perdón —ronqueó sacando de nuevo el pañuelo.
* * *
El Hospital General era un conjunto monumental modernista de principios del siglo XX, constituido por un edificio principal, un pabellón anexo y una iglesia que hacía las funciones de biblioteca. Rodeaba el complejo un jardín romántico cruzado por sinuosos caminos entre los parterres de hierba. El centro sanitario había estado destinado, al comienzo de su existencia, a la atención de enfermos indigentes y de viajeros de paso, y al estudio y la práctica de los aprendices de médico. Todavía hoy en día el Hospital General conservaba aquella imagen de calma y recogimiento, entre eucaliptus y abetos, como un pequeño universo del pasado, preservado del estruendo de la ciudad.
Aquella noche, después de ordenar el laboratorio y a pesar de que se había hecho tarde, Marina se impuso a sí misma la obligación de fotocopiar los artículos sobre las variaciones microscópicas que podían producir algunos fármacos, como le había aconsejado Miquel. De modo que se dirigió a la Capilla, que era el nombre con el que se conocía familiarmente a la biblioteca. El edificio conservaba aún las ventanas laterales, alargadas y acabadas en un arco ojival, y el rosetón con cristales de colores sobre la puerta principal. El interior, no obstante, no contenía ni altar, ni coro, ni imágenes religiosas, sino un servicio bibliotecario absolutamente funcional, distribuido en dos plantas y un sótano. Marina subió al primer piso, donde estaban las fotocopiadoras, junto al fondo histórico del centro. Tras haber apilado cinco volúmenes distintos que contenían los artículos que necesitaba, comprobó con desánimo que dos máquinas estaban estropeadas, y que la tercera la ocupaba un hombre joven de cabello largo. Tenía junto a él un carro con seis o siete volúmenes, que supuestamente se traducirían en al menos seis o siete artículos para fotocopiar.
Se sentó impaciente. En realidad, el personal de la casa tenía preferencia en las máquinas con tarjeta, que eran precisamente las que estaban estropeadas. La máquina que funcionaba con monedas la utilizaban habitualmente los visitantes externos, como aquel médico desconocido, que debía de estar recopilando información para alguna sesión de andar por casa de un hospital comarcal. No pudo evitar un bufido y, como coincidió con un momento de silencio, entre una y otra pasada de la fotocopiadora, el sospechoso médico de tercera categoría se volvió.
Llevaba una barba mal afeitada y vestía pantalón y camisa anchos. Resultaba difícil determinar su edad. Podía ser una de esas personas que nunca sabes si debes tratar de tú o de usted.
—Voy a tardar unos minutos —la informó mientras pulsaba el botón de la máquina.
Cuando empezó con el tercer volumen, Marina no pudo contenerse y se puso en pie, decidida a hacer valer sus derechos. Con la bata del hospital se veía investida de una razón incuestionable.
—Soy médico de la casa —reclamó— y tengo cierta prisa.
Él se dio la vuelta y echó una ojeada a los cinco volúmenes de Marina.
—¿De la casa?
—Del Instituto.
—¡Ah! Una investigadora.
Marina captó en sus palabras un deje de ironía. Él se volvió y pulsó de nuevo el botón de la máquina. Después añadió:
—Yo también soy médico de la casa. Lo siento, pero también llego tarde a la guardia.
Este traspié de su orgullo no la hizo batirse en retirada, sino que se quedó de pie con los brazos cruzados, para que viera que su respuesta no la había convencido. ¿Médico del hospital? No le había visto nunca en el campus. Y se habría fijado, porque con aquella melena era difícil pasar inadvertido.
El médico fingía no darse cuenta de la presencia incómoda de la becaria que tenía detrás, e iba pasando las páginas, una tras otra, tan imperturbable como la luz verde de la fotocopiadora. A Marina incluso le pareció que canturreaba. Era evidente que debía albergar algún odio secreto hacia los del Instituto, o hacia la investigación o hacia las mujeres en general.
Cuando acabó por fin los ocho artículos —Marina los había contado mentalmente, uno por uno— se instaló en la mesa de al lado para ordenar las copias. No se movió de allí, mientras ella estaba ocupada con la fotocopiadora. Marina observaba de reojo sus evoluciones al ordenar los artículos. Con la cancioncilla de fondo, iba leyendo los títulos y escribiendo algún comentario. Numeraba las hojas, reunía los montones, los grapaba y los introducía en la mochila.
Cuando Marina ya se iba, deseosa de haber demostrado que ella sí era eficiente, y que en un abrir y cerrar de ojos había terminado, él la llamó:
—¡Doctora!
Marina se volvió.
—Te has olvidado una copia en la bandeja.
—¡Ah, gracias! ¿Doctor...?
—Ribalta, Francesc Ribalta.
Cogió el papel sin mirarlo siquiera. Había algo en aquel hombre que le resultaba irritante, y decidió que, en cuanto llegara al laboratorio, indagaría sobre su improbable existencia.
Al día siguiente, Marina se enteró de que el dudoso doctor Ribalta era el nuevo adjunto de Neurología, alguien a quien tendría que ver a menudo para preparar sesiones y colaboraciones. Y también advirtió, mientras grapaba las famosas fotocopias, que el papel que él le había entregado no pertenecía a ningún artículo suyo. Ni seguramente a ningún volumen de la biblioteca. Era un reportaje de literatura sobre Hemingway que, a dos columnas, hablaba del escritor norteamericano. Uno de los subtítulos en negrita destacaba una de las frases favoritas del autor, que alguien había subrayado con bolígrafo: «El secreto de la sabiduría y del conocimiento es la humildad».