19
Sopa de medusas con rabo de pasas

La reunión tuvo lugar a los pocos días en Barcelona, en el piso de Marina. Desclavaron los pósters de la pared del fondo del comedor para proyectar transparencias, y apartaron la mesa para ordenar las sillas en dos hileras. Angelina, que enseguida estuvo al corriente de todo, insistió en participar, y dijo que tenía unas joyas de familia que podría vender porque ella no tenía hijos que las heredasen. Y se puso a preparar termos con café y poleo para los invitados.

La presentación la harían los tres, Miquel, Marina y Andreu, para que los familiares asistentes se viesen representados.

Antes, sin embargo, tuvieron que escuchar una anécdota vocalmente ininteligible del padre de Miquel, que llegó antes que nadie para coger sitio. Era un médico jubilado pulcro y atildado, que, con aire solemne, el corbatín bien alineado y el bastón entre las piernas, se sentó en la primera fila.

—Un gran hombre, el doctor Fontcuberta —exclamó ceremoniosamente cuando le presentaron a Marina—, todos estudiamos con su libro de Medicina interna. Un médico ejemplar.

Los padres de Andreu, que llegaron con Gemma, vestida aún de azafata, hablaban animadamente con Catalina y Miquel, porque por aquellas casualidades de la vida habían llevado los hijos a la misma escuela.

Durante la exposición de Andreu, Marina estuvo observando a Angelina, Gemma y los padres de Andreu. Los cuatro se hallaban inclinados hacia delante, rígidos y con la frente arrugada, haciendo un esfuerzo sobrenatural para seguir el marcador rojo de Andreu apuntando a los esquemas neuronales. El padre Tena era el único que se apoyaba relajado en el asiento.

—¿De modo que este fármaco actuaría frenando la enfermedad? —intervino para demostrar que había seguido toda la explicación.

—Exactamente.

—En mi época se utilizaba la vitamina B para las neuritis y las neuralgias.

Y, tomando impulso, se entretuvo más de diez minutos en la explicación de la terapéutica de los años sesenta, saltando de una cosa a la otra sin relación alguna y apuntando de vez en cuando con el bastón a la pared iluminada que ya no mostraba nada. Hasta que de repente fijó la mirada en el suelo y se calló.

—El otro día dijeron en la televisión que comer mucho pescado, y sobre todo salmón, era muy bueno para la memoria —intervino la madre de Andreu, que quería parecer informada sobre el tema.

—Y acelgas, de toda la vida —añadió Angelina.

Miquel, temiendo que la conversación derivase hacia las recetas de cocina, concluyó:

—Una alimentación equilibrada es la base de un buen envejecimiento, es cierto.

No hubo más intervenciones. A todos les pareció que iban por el buen camino y que aquello saldría adelante. En el momento de ponerse en pie hubo unos instantes de confusión, cuando todos empezaron a revolver bolsos y bolsillos, por lo de los donativos. Y ellos señalaron la hucha, una caja de cartón que habían improvisado sobre la mesa del comedor. Cuando se hubieron marchado los familiares accionistas, Miquel la abrió. Había unos cuantos billetes de los gordos. Si añadían lo que aportaría Angelina y el propio Miquel, la cifra empezaba a ser importante. Hicieron cuatro cálculos allí mismo. Justito, pero lo conseguirían.

* * *

Primi miraba a contraluz una jeringa, a la vez que pulsaba el émbolo para sacar la burbuja de aire que había quedado en el líquido, y Nelly esperaba sentada en el ventanal, con una revista en las manos, mientras Francesc consultaba el correo en el ordenador. Nelly había acabado la guardia y llevaba el cabello mojado de la ducha, muy corto y peinado hacia atrás. Hacía unos minutos que había dejado de leer la revista. Prefería apartar la mirada hacia el parque, al hospital. Qué distinto a sus Estados Unidos. ¡Cómo podía existir un pabellón de crónicos financiado con fondos públicos! Aquello era la ruina del país. Todo el mundo pagando impuestos imposibles para hacer obras de caridad. Y luego no les quedaba presupuesto para vivir y pagarse la casa. Porque aquellas hipotecas millonarias por un piso minúsculo no dejaban a la gente ni para comer. Y todo apretujado, y un tráfico de locura. Lo había intentado; su madre deseaba que conociera sus orígenes, porque tenía que quererlos. Pero no estaba dispuesta a renunciar a una vida profesional en la mejor clínica del mundo por el afecto a un país que no era el suyo.

—Cinco minutos y nos vamos a comer.

La voz de Francesc la devolvió a la sala de enfermería. Él era la única cosa que valía la pena de aquel mundo. Tenía que convencerle para que se fuera con ella a Estados Unidos. Para él sería un salto cualitativo importante, y se adaptaría enseguida, porque todo era mucho mejor.

Por encima de la revista miraba la nuca rizada del médico enmarcada en la pantalla del ordenador. Desde que había instalado internet en la sala, cada vez pasaba allí más tiempo. ¿O tal vez era desde que Marina había aparecido por el hospital?

—¿Se sabe algo de Marina? —preguntó Primi adivinándole el pensamiento.

—Acaba de llegar un correo ahora mismo —anunció el médico—, te manda muchos recuerdos.

Nelly aguzó el oído. No era el primer mensaje desde que Marina se había marchado. No entendía por qué tenía que escribirle tanto. No tenían temas de trabajo pendientes ni suficiente relación de amistad.

Primi cogió la bandeja con los inyectables y se dirigió hacia algún glúteo escuálido de la sala.

—Pues mándele un beso y, si la hacen currar demasiado, que vuelva, que la esperamos.

Nelly dobló la revista. Ahora resultaba que todo el mundo echaba de menos a la becaria. Cuando, unos días atrás, le pidió a Francesc que se tomaran unas vacaciones en la costa y le comentó que podrían visitar a Marina, le adivinó una sonrisa en los ojos. Lo cierto es que Marina y Frank se estaban haciendo demasiado amigos. Siempre tenían una excusa para pegar la hebra. Lo había detectado. Marina, hija de un Fontcuberta, una familia acostumbrada a tenerlo todo, y fácilmente.

No quería levantarse para leer el mensaje en la pantalla porque nadie la había invitado a hacerlo, y además sabía que le haría daño. Pero las piernas se le enderezaron y los pies, primero uno y después el otro, la dirigieron hacia la nuca de Francesc. Se agachó. El mensaje empezaba con un «Hola, Francesc, ¿qué tal va todo?», que era más testimonial que otra cosa. Y continuaba: «Por aquí hay trabajo para dar y tomar, pero aún me queda tiempo para echaros de menos». Se tragaba las palabras sin pronunciarlas y no le estaban gustando. Aquel «echaros de menos» era innecesario y el «os» se veía forzado, como si quisiera disimular. «Tengo muchas ganas de ver a Nelly, a Primi y a ti también.» «A ti también», «a ti especialmente». Eran las palabras no escritas las que flotaban como espadas en el blanco de la pantalla.

No quería seguir leyendo. Le cogió las manos.

—¿Ya está?

Francesc se liberó de ella y se puso a escribir con avidez.

—Le contesto y nos vamos.

Acariciaba el teclado con aquellos dedos largos, perfectos. Seguro que le salían frases dulces que intentaría disfrazar con un falso formalismo. Nelly cambió de estrategia. Tenía que enfrentarse al problema directamente.

—¿Por qué crees que se fue?

El médico no la escuchaba. Ella insistió, irritada.

—¡Frank!

Alzó la vista.

—Te estaba diciendo que por qué se debió marchar.

—Pues porque ésta no era su vocación. A ella le gusta la investigación.

—La gente dice que fue para alejarse de Miras.

Francesc volvió a alzar la vista, escéptico. Nelly continuó:

—Sé de buena fuente que estaba muy enamorada de él. Guillem y yo tenemos mucha confianza, ya lo sabes. Me lo dijo un día. Tan claro como te lo estoy diciendo ahora —dijo con el convencimiento del que miente.

El otro seguía callado. Ella insistió:

—Como decís por aquí, estaba encoñada.

Notó que Francesc se ponía rígido.

—Eres una malhablada. —Fue un reproche en voz baja—. Y además, eso de «encoñar» es para los tíos, no para las tías.

Se notaba que le había clavado una espina en algún escondite secreto. Y ella había disfrutado haciéndole daño. Todavía buscaba una frase que acabara la estocada cuando vio sus ojos negros, cargados de pena, que le preguntaban dolidos: «¿Por qué me haces esto?». No fue capaz de continuar. Si hubiera podido, le habría estrechado la cara entre las manos y le habría besado los labios con fuerza, pero en aquel momento apareció Primi por el umbral de la puerta, con las jeringas descargadas y cara de no haber matado una mosca.

* * *

Nadia dio un portazo para que Orellana la oyera entrar. Debía de ser autista aquel hombre, para trabajar con aquel jaleo de ratas y sopranos berreando en aquel zulo subterráneo.

—¡Orellana, por favor! —gritó desde la entrada intentando contener su mal humor—. ¿Ha reclamado los ratones?

Adivinó que Orellana daba un respingo en la habitación del lavadero.

—¡Ya he llamado, pero la chica que se encarga de los pedidos no estaba! —vociferó también él, sin dejar de aclarar las jaulas—. Llamaré mañana.

Nadia insistió.

—Llevamos más de una semana de retraso y aquí no se mueve nadie.

El otro hizo como quien oye llover, confirmando que no pensaba moverse, y siguió metiendo las jaulas en la máquina de lavar. Y Nadia atacó con un «usted ya sabe que hay que perseguir a la gente, que si no, no funciona nada. Tenía que haber llamado ayer y anteayer, ¿entiende?».

Cuando soltaba el freno de mano, no podía contenerse. No soportaba la incompetencia, y los silencios por respuesta todavía la enervaban más.

Dio un segundo portazo y subió a los laboratorios. Estaba de mal humor. Acababa de ver publicados unos resultados muy similares a los que ella intentaba obtener con los ratones knockout. Se le habían adelantado. Pero los japoneses criaban los ratones allí mismo, en un estabulario preparado, y no tenían que ir haciendo pedidos a secretarias ausentes, con esperas interminables. Eran todos unos ineptos, y Orellana el que más.

Al llegar a su despacho, cambió el agua de las violetas y se preparó un té para calmar los ánimos. Buscaría la última factura de Labsgen para llamar personalmente.

—Buenas tardes, quería saber cómo está el pedido de los ratones knockout que hicimos la semana pasada.

—¿Eres Marina?

—¿Cómo?

Nadia se quedó muda. El interlocutor de Labsgen también se calló porque debió de pensar que había hablado más de la cuenta, que aquella voz femenina no era la chica joven que llamaba todos los martes.

—Perdone, la había confundido con otra persona —se disculpó—. Es que la secretaria no está.

—Se oye mal. —Nadia reaccionó—. Llamo de parte de la doctora Fontcuberta.

—¡Ah! Pues dígale que ya están preparados, puede pasar a recogerlos cuando quiera.

Nadia no contestó porque estaba intentando desenredar un lío de pensamientos que se le acumulaban en la región frontal.

—¿Se ha cortado?

—No, estoy aquí. Son los ratones knockout del gstmf1, ¿no? —quiso confirmar.

—Sí, claro, como siempre:

¿«Como siempre» eran semanas, meses o días? ¿Desde cuándo estaban trabajando con los ratones knockout? Hacía casi tres meses que Marina había abandonado el hospital.

—¿Todo bien? —La voz comenzaba a inquietarse por los largos silencios al otro lado de la línea.

—Sí, muy amable. Aprovecho para decirle que no ha llegado la factura del primer lote, el de hace tres meses —aventuró Nadia—. El pedido debe de ser de primeros de abril.

La voz dijo que intentaría encontrarla y volvió a disculparse por la ausencia de la secretaria. Y el teclado del ordenador crepitaba, y la voz canturreaba «veamos, veamos».

—Sí, aquí está, el pedido del 7 de abril, y aquí pone pagado al contado. Por eso no han recibido la factura.

Nadia le agradeció la información y colgó. Se dejó caer sobre la butaca. Fuera lo que fuese, les llevaban tres meses de ventaja.

Trabajaban con el RP-801 y con ratones knockout. Ambas cosas tenían que estar relacionadas porque no eran suficientemente potentes para mantener dos líneas de investigación independientes. Bebió un sorbo del té caliente. El vaho le humedeció la frente. Sus ratones desaparecieron durante la Semana Santa, los mismos días que Marina (porque seguro que había sido Marina) trabajó a escondidas. Y el RP-801 se había esfumado. Y el contenido de la botella de cava también se había volatilizado.

—Shit! —gruñó entre dientes.

Dejó la taza sobre la mesa. Se apoyó en el asiento y cerró los ojos atenta al galopar de los latidos debajo de la blusa de flores. Calma, calma, y se ponía la mano en el pecho como si quisiera frenar el corazón desbocado. ¿Y si el RP-801 fuera efectivo en los ratones knockout del gstmf1? Era una posibilidad que lo ligaba todo. Antes, cuando trataban con ratones normales, no obtenían resultados positivos. Sólo funcionaría para prevenir el subtipo de Alzheimer con la mutación gstmf1. Debía ser un agente muy potente para ver el efecto con tan pocas ratas. Oh, my God! Y a Nadia se le quedaba la boca seca mientras se decía a sí misma que qué suerte había tenido aquella gente de tropezar con un descubrimiento así.

Se levantó y dirigió la mirada hacia la mesa donde trabajaba Marina. ¿Cómo se le había ocurrido probar el RP con los ratones knockout? Incluso Orellana debía estar al corriente. Le había dado sus animales, ¿no? Haría confesar a aquel hombre. Con una espada en el cuello cantaría La Traviata.

Volvió a sentarse. Se sentía desfallecida. Cogió el auricular y pulsó el teclado sin fuerza. Tenía que hablar con Willy inmediatamente.

—El profesor Miras se ha ido a comer a casa, doctora Ipatescu.

—¿A casa?

—Nos ha dicho que esta tarde no vendrá porque es su aniversario de boda.

¡Mira por dónde! La parejita feliz haciendo de enamorados cursis, y todo el mundo descubriendo nuevos fármacos para el Alzheimer.

Sentía una enorme tristeza, una amargura que le oprimía el estómago y hacía que las lágrimas le subieran por la garganta. Contemplaba a los becarios, chicos y chicas, concentrados cada uno en lo suyo. Todavía creían que lo que estudiaban era esencial, fundamental e indispensable para el avance de la ciencia. Ignoraban que envejecerían trabajando como máquinas y, si tenían suerte, con un descubrimiento fútil a sus espaldas. Como ella, una investigadora de élite, a quien faltaban pocos años para que se le oxidara el cerebro, y que no había hecho todavía ningún descubrimiento vital que cambiara el rumbo de la humanidad.

* * *

Guillem hojeaba con parsimonia el periódico. Podía justificar muchas horas de lectura —ausencia mental— para poder digerir cada sección y el suplemento del día. De modo que se lo tomaría con calma. Buscó entre las sábanas de papel la parte de ciencia y sociedad, que era su favorita, y la primera que analizaría minuciosamente. Aquel día hablaban de una fundación contra la leucemia patrocinada por un artista famoso. Para ilustrar el artículo aparecía una fotografía del popular mecenas acompañado de un sonriente hematólogo y del representante de los familiares de los enfermos. Se acercó el periódico para ver mejor la instantánea. Se trataba de una cena para recaudar fondos, en un restaurante de lujo, y todo el mundo iba muy elegante. No conocía personalmente al médico, pero había oído hablar de él. Qué suerte conseguir aquella repercusión social. Ya le gustaría a él encontrar a alguien importante con Alzheimer, incipiente por supuesto, que quisiera poner un buen puñado de dinero en una fundación de demencia. Él la dirigiría a la perfección. Planificaría un sistema de becas que repartiría de forma armónica, y organizaría un programa de televisión anual para recaudar fondos, como en Estados Unidos. Bel tendría que estar a su lado y desempeñar el papel social que le correspondiera. Alzó la vista. Hacía rato que su mujer hablaba con él, esgrimiendo una propaganda de color verde entre las uñas rojas. No, Bel no podría ejercer este papel. No tenía ni categoría ni capacidad. Lo haría unos días, unas semanas tal vez, pero luego se cansaría y volvería a su decoración y a sus minucias. Y mientras tanto habría metido la pata unas cuantas veces con su manía de hablar de cosas de las que no tenía ni idea.

—Guillem, escucha, la entrada ahora es una oportunidad.

Insistía de nuevo con lo del club de golf. Desde que le habían denegado la propuesta de las visitas guiadas por el hospital, no cesaba de buscar actividades alternativas. Emitió un gruñido, que era la mejor táctica para hacerse el desentendido.

—Y tendríamos más amigos... Podría ser nuestro regalo de aniversario.

Sobre la mesa baja del tresillo se abría, majestuoso, un ramo de rosas. Quince capullos apretados, uno por cada año que habían vivido juntos, le había escrito en una tarjeta que le facilitaron en la floristería.

Por aquellas fechas, los pensamientos se le escabullían por caminos rebeldes, como la conveniencia de una separación amistosa, o si Nadia funcionaría como buena pareja. O si después de todo no sería mejor envejecer solo, esperando encontrar de vez en cuando a una Marina por el camino. Por debajo del periódico veía a Bel haciendo bailar el zapato dorado sobre la punta del dedo gordo, con los pantalones de piel enfundando sus piernas delgadas como dos palos. Y a todo el mundo le parecía la mujer más elegante del universo. Él sólo la veía como un esqueleto vacío de todas las cosas interesantes, excepto del dinero.

Se hundió de nuevo en el papel impreso y pasó a la sección siguiente. Con sorpresa advirtió que la parte de economía y bolsa había desaparecido. Un trozo de papel dentado recorría la página de arriba abajo. Sintió que una erupción volcánica nacía en su interior. ¿Es que aquella mujer no podía dejarle leer el periódico algún día sin haber recortado previamente una página? Sólo un día. No era pedir demasiado. Se lo había dicho de todas las maneras posibles. Apretó los dientes, reprimiéndose.

—Amor, ¿dónde está la página que falta aquí?

—¿Qué página, amor?

—La que has recortado.

Bel desplegó un trozo de papel que había dejado sobre la mesa.

—Toma, si la quieres. Habla de la decoración minimalista.

Guillem lo cogió con un suspiro y releyó en diagonal las cotizaciones bursátiles. Tenía un dinero invertido en acciones, pero le gustaría dar un paso más y arriesgar un poco. Tenía que empezar a pensar en la jubilación. Precisamente aquella mañana le habían visitado los de Proactión, una empresa de productos naturales que querían hacer unas pruebas con extractos de medusas.

—¿Se imagina el negocio que hay detrás de todo esto? —le había dicho aquel iluminado con los ojos exaltados—. Juventud en una cápsula. Incluso se podría incluir en la Seguridad Social. Con el tiempo se ahorrarían mucho gasto sanitario. ¡Y las medusas no valen nada!

Se decía que los miembros de una tribu de unas islas del Pacífico presentaban una longevidad extrema porque siempre habían consumido aquellos animales en forma de caldo gelatinoso. Si demostraban que aquello mejoraba las funciones cognitivas del cerebro, se harían de oro. Guillem aceptó los prospectos y le dijo que los miraría. El otro, bajando la voz como si alguien le pudiera escuchar, le ofreció untarle las manos a base de bien. Guillem siempre rechazaba esta clase de estudios, porque podían afectar a su credibilidad como científico de prestigio. Pero ahora se estaba planteando valorar más el tema monetario.

El perro se coló entre las piernas y metió el rabo en la taza del café. Cerró los ojos con contención. Odiaba a aquel perro, y el perro le odiaba a él. Desde el día que le pegó una patada, el animal no le había perdonado.

—Amor, en cuanto a lo del golf, ¿me escuchas?

Se había propuesto martirizarle. Todavía le quedaban muchas horas para estar juntos y empezaba a subirle la presión. Dobló el periódico con determinación.

—Voy a sacar a Pito, ¿de acuerdo?

Bel se puso en guardia.

—Pero si lo has sacado antes de comer.

—Es que quiero ver si encuentro un... algún tipo de pastel. Tenemos que soplar las velas, ¿no? —improvisó.

—Lo encontrarás todo cerrado —dijo ella sin inmutarse—. Abren a las cuatro.

Guillem ya estaba buscando la correa, aliviado. Escaparía al menos una horita.

* * *

Guillem no tenía por costumbre realizar encargos ni compras, de modo que se alegró de comprobar que vivía en un barrio residencial lleno de bloques de pisos rodeados de césped impecablemente cortado, y vigilantes permanentes detrás de los cristales ahumados de las porterías. Y muy pocos establecimientos. Tuvo que pasear hasta donde las casas juntaban sus muros, y en los bajos había hornos y pastelerías. Pero Bel tenía razón, estaba todo cerrado. Finalmente, en una tienda de veinticuatro horas, casi en el centro, pudo comprar un kit de aniversario con pastel y vela envasado conjuntamente. Y ahora no tenía más remedio que volver a la cárcel. Pito estaba cansado, había agotado la vejiga y sacaba la lengua, interrogante. Subiría al piso, dejaría el perro y diría a Bel que había recibido una llamada urgente del trabajo y que tenía que pasar un momento por el Instituto. Cenaría cualquier cosa en cualquier sitio y volvería justo a tiempo de meterse en la cama. Precisamente cuando entraba en la portería, sonó el móvil con la llamada verdadera. Era Nadia.

—Necesito hablar contigo. —No parecía su voz. Arrastraba las palabras con pesar, como si hubiese ocurrido una desgracia terrible.

Con el cordel del pastel colgando de un dedo y el perro tirando de la otra mano, era muy difícil buscar las llaves de la puerta. Tuvo que pisar la correa del perro para poder abrirla.

—Ya estoy aquí, amor. —Soltó el perro.

No obtuvo respuesta.

—Tengo que volver a salir, me han llamado...

Guillem dirigió una mirada rápida a Bel que, con una pierna sobre la otra y la cabeza baja, fingía seguir leyendo.

—¿Ahora? ¿Precisamente hoy? —La zapatilla dorada se movía nerviosamente.

Desarrolló mentalmente una estrategia rápida de persuasión, que consistía en quitarle el zapato jugueteando, besarle los labios con pasión, meterle la mano por la espalda y prometerle que a la vuelta mirarían lo del golf. Cuando abría la puerta para salir, pensó que Bel sólo le había devuelto una mirada amarga.

* * *

Nadia cerró la libreta sin fuerzas, y el capuchón rojo del rotulador quedó ahogado entre las páginas cuadriculadas. Guillem había percibido una sombra de dolor en sus ojos durante toda la explicación. Se puso de pie para evitar los reproches que acabarían surgiendo y porque necesitaba un whisky para pensar en todo aquel cataclismo de rabos de pasa y ratones knockout gstmf1.

La cocina, como siempre, era un campo de batalla con más muertos que vivos. En la pila navegaban platos y vasos de comidas anteriores, y la nevera estaba prácticamente vacía. Despegó con dificultad las cubiteras de hielo del congelador y fue a buscar la botella al armario de las provisiones. Cuando regresó al comedor, se encontró a Nadia echada en el sofá, con la cabeza descansando sobre el respaldo desgastado. Se había quitado las gafas, y cerraba los ojos por debajo de los pliegues de los párpados, pintados de color azul claro. Y la nariz recta, perfecta, apuntaba al techo. Qué olfato tan preciso tenía aquella nariz. Su pituitaria le había hecho decidirse por las neurociencias, en lugar del cáncer, que es lo que a él le atraía. Luego le orientó hacia la investigación de cuatro genes críticos. Y finalmente le había devuelto a su país. Ahora había detectado un rastro, y él tenía la obligación de husmear hasta encontrar la pieza. Pero necesitaba hacerlo a escondidas. Tenía que tenerla ocupada en otras cosas.

—Tengo buenas noticias —aventuró mientras servía el whisky en dos vasos largos—. Un principio activo muy prometedor.

Nadia alzó ligeramente las cejas.

—Es un compuesto natural, el MD 29 —improvisó, MD de medusas y la fecha de su aniversario, que era aquel día—. No te lo he dicho antes porque es muy, muy confidencial. Y al parecer es activo en todo tipo de pacientes. Nada de gstmf1 ni todo eso.

Nadia abrió los ojos y se puso de lado. Quería saber más cosas. Pero él le negó detalles; tenía los labios sellados por un contrato de silencio absoluto.

—Lo cierto es que tenemos que empezar las pruebas muy pronto. —Bebió un trago largo y los cubitos se quedaron secos.

Aquello le daría unas semanas de tiempo para conseguir la fórmula del RP.

—¿No puedes adelantarme nada? ¿Ni una pista? —Nadia regresaba a la vida. Se incorporó y apoyó la cabeza en la mano.

Guillem le besó los labios como si justificara su silencio. Después, cogió el paquete de tabaco de la mesa y le ofreció un cigarrillo.

—¿Cómo te fue por Sevilla? —preguntó la rumana después de la primera bocanada.

—Bien, como siempre.

—¿Y la conferencia?

—Cuatro preguntas para quedar bien, alabanzas a espuertas e incluso aplausos a la salida.

Mientras Nadia llenaba el vaso y lo vaciaba de un solo trago, Guillem se desahogaba explicándole el trato generoso que había recibido, porque la gente del sur eran unos incondicionales.

—Cortijo para comer, rejoneo por la tarde y tablao flamenco privado por la noche. Un cóctel para destrozar al más pintado. Y dentro de dos meses, vuelta otra vez, porque me han invitado a un tribunal de tesis.

—¿Quién se ocupaba de ti?

Y él volvía a repetirlo todo, pero esta vez con nombres y apellidos, el recibimiento, las presentaciones, las intervenciones, la cena, el tablao y el rejoneo.

Nadia se había quitado los zapatos y le escuchaba envuelta en una nube de humo. Se desabrochó los primeros botones de la blusa de flores porque empezaba a hacer calor. Guillem se levantó para apagar la colilla y se arrodilló a su lado metiéndole la mano por debajo de la falda.

—No llevas medias.

—Es primavera —musitó ella.

Él le desabrochó otro botón y se hundió en la inmensidad del escote.

—¿Llegaremos a tiempo? —le preguntó ella.

—¿Adónde...? —farfulló entre los lirios y las margaritas de la blusa.

—Para el MD éste. Tendríamos que publicarlo antes de que los de Girona publiquen el RP.

Guillem se apartó y le besó las piernas hasta llegar a los pies blancos y pecosos.

—¡Por supuesto!

—Se necesitan semanas.

—Podemos correr todo lo que queramos. Tenemos el viento a favor.

Nadia arqueó su cuerpo maduro sobre los cojines.

—Si funcionara, sería maravilloso.

—Funcionará. —Y Guillem se perdía en los olores de aquella piel blanca.

—Me encantará ver cómo actúa. —Pasaba la mano por el respaldo del sofá como si estuviera mimando el nuevo medicamento—. Cómo se comporta en transgénicos, y con cultivo de glioblastoma. Será fantástico...

Guillem se había puesto de pie y se desabrochaba los pantalones sin dejar de mirarla.

—¿Te imaginas lo bien que se lo debe de estar pasando esta gente con los rabos de pasa? ¿Te lo imaginas? —suspiró Nadia cerrando los ojos.

Hacía rato que Guillem se estaba imaginando cosas muy distintas a aquellos dichosos fármacos y decidió ponerse manos a la obra.