«Mañana, San Juan», pensaba Andreu desde el balcón que se asomaba a los árboles frondosos de la calle.
Un silbido cruzó el aire sobre su cabeza, y una lluvia de chispas plateadas cayó, brevemente, sobre el tejado. Aquella noche empezaba la fiesta mayor del barrio, y los chiquillos competían para asustar a los peatones de las aceras con petardos. En la plaza, un poco más allá, habían colgado un cordel con banderitas de colores entre las ramas de los árboles, y habían dispuesto un escenario con tablones de madera para el grupo musical de la noche. Los niños subían y bajaban de la tarima bajo la mirada vigilante de sus madres que charlaban en el banco de la fuente.
Andreu, apoyado en la barandilla de hierro, pensaba que el tiempo pasaba muy rápido y que empezaba a percibir síntomas de agotamiento por la tensión de tantas semanas de trabajo. Lo cierto es que en poco tiempo habían finalizado todas las pruebas pendientes. Ahora ya sabían cómo actuaba el RP. Al principio desempeñaba un papel protector que se evidenciaba a través de las pruebas de cultivos, donde habían visto que protegía las células de los efectos tóxicos del amiloide beta, e incluso desestabilizaba los agregados solubles de amiloide que ya se habían formado. A los ratones les disminuía las proteínas oxidadas del cerebro y también las citocinas relacionadas con la pérdida de la memoria. Los resultados microscópicos apoyaban estos descubrimientos mostrando regeneración de axones y de espinas dendríticas. Incluso cuando trabajaron con ratones transgénicos pudieron observar un efecto directo sobre las lesiones de Alzheimer, con una disminución del amiloide beta y las placas. Sin embargo, los más sugerentes habían sido los resultados con los microarrays, que revelaron que en los cerebros de los ratones tratados aumentaba la expresión del sistema CREB, una proteína relacionada con la memoria y también con la supervivencia de las neuronas. Aquello era alentador. En total, un montón de mecanismos de acción, unos protectores, otros terapéuticos, y todos muy potentes.
—Investigación de primera y en casa, sin laboratorios extranjeros que nos salven la vida —clamó eufórico Miquel.
Habían escrito un par de artículos donde se detallaba todo, y que estaban a punto de ser disparados al mundo, como los cohetes que aquella noche de San Juan tocaban el cielo. Ellos también tocarían las nubes, porque finalmente serían famosos en el mundo de las neurociencias. Pero Andreu no acababa de ser feliz.
Hacía días que tenía un mal presentimiento. Después de un análisis detallado del entorno, dedujo que simplemente tenía miedo de que se terminasen los tiempos felices con Marina. Sin duda alguna echaría de menos los desayunos íntimos comentando el plan de trabajo del día. Se acabarían las veladas familiares, con Miquel repasando los resultados, y no disfrutaría del sufrimiento en el laboratorio, de la lucha codo con codo, esperando a ver si el ensayo funcionaba o no. Y no habría más abrazos. Porque siempre se abrazaban cuando el experimento salía tal como esperaban. Se daban besos, se cogían de las manos como compañeros, como hermanos, no sabía muy bien como qué.
Ahora mismo, pensaba Andreu, si tuviese el RP a mano, se tragaría un par de cápsulas para grabar a fuego los recuerdos de aquellos días. Necesitaría mucha CREB para fijar toda aquella película. De repente pensó que tal vez no tenía el gstmf1 mutado, y en este caso el RP no ayudaría nada en lo de la CREB, porque incluso habían podido demostrar esto con sus experimentos. Recordaba la emoción que sintieron al ver cómo los ratones sin la mutación gstmf1 no modificaban el patrón de expresión de este sistema. Parecía que, efectivamente, existía una conexión directa entre la enzima del gen gstmf1 y la inducción del sistema CREB.
Se asomó por encima de la barandilla para ver la cola de gente que se había organizado en la puerta de la panadería de la esquina. Los clientes salían presurosos con pasteles y cocas envueltos en fundas de cartón, sonrientes, dispuestos a pasar una velada animada.
«Mañana, el santo de mi padre», meditó Andreu.
En casa lo celebraban por todo lo alto. Su madre le había llamado para pedirle que bajara a Barcelona.
—Hace muchos días que no te vemos, y tu padre te espera.
Pero él se había hecho el sueco. Tenían mucho trabajo, mintió.
La verdad era que Miquel, Catalina y los niños habían asistido a la verbena infantil con los padres de la escuela, con hoguera incluida, y tenían el piso para ellos dos solos. Él había querido montar una cenita para celebrar el final del estudio. De hecho, hacía un par de días que había metido una botella de cava en la nevera, detrás de los yogures de los niños, tras haber advertido a Catalina de sus intenciones.
—En el armario de la entrada encontrarás velas. —Le guiñó el ojo.
Estarían solos y, según como fueran las cosas, le confesaría lo que sentía por ella.
—¿Qué te parece este vestido?
Marina entró en el comedor con un conjunto de fiesta. Porque finalmente la cena íntima soñada se había ido al traste. Ella le había explicado la historia de la visita de los dos compañeros de Barcelona y de la despedida de Nelly, y no podían decir que no. Lo mejor sería que fueran con ellos a la fiesta de la plaza. ¡A su verbena! En fin, que aquella pareja le había fastidiado su noche particular. Pero ahora, cuando la miraba, se le olvidaba todo. Estaba tan guapa descalza, con aquel vestido negro estampado con motivos rojos, como de tela arrugada, y con los rizos sueltos sobre los hombros...
—Lo he encontrado hoy en el mercado del puente. ¿A que no sabes cuánto me ha costado?
Andreu se encogió de hombros. No tenía ni idea de estas cosas.
—La relación entre el coste y la efectividad seguro que es buena.
—Eso significa que te gusta bastante.
Cómo podía decirle que le encantaba el vestido y todo el relleno.
—Negro como la noche y rojo como el fuego. Es un vestido de verbena de San Juan, no hay duda.
—Ponme aquí esta aguja —le pidió Marina, doblando el tirante por detrás.
Quería darle cuatro puntadas porque le estaba algo grande. Y Andreu, pacientemente, clavó la aguja y contempló aquella piel de la espalda tan suave, con el vello trepando por la nuca ahora que se sujetaba el cabello hacia arriba. Con aquel vestido parecía una Marina distinta, alegre y despreocupada.
Le cogió la mano en un arrebato. Notó el dedal frío entre las suyas.
—Nos lo hemos pasado tan bien que casi querría que los microarrays se hubiesen ido a la mierda.
—¿Y los pobres enfermos?
—Que se aguanten. Que se aguanten un poco más.
Marina se lo quedó mirando unos segundos, como si le escudriñara el pensamiento. Luego, recuperando la mano, le dio un beso en la mejilla, cubriéndole con los rizos suaves: era como una caricia de los ángeles.
—Pues a la porra los microarrays. Olvídalos. Ahora vámonos de fiesta.
Cada vez que le devolvía una caricia, el corazón se le hinchaba de esperanza, como un globo a punto de estallar. Tal vez ella también le quería. Tal vez si se lo decía... Habían acordado que después de la verbena irían a tratar las células, para las últimas pruebas de la apoptosis. Lo había arreglado de modo que el período de tratamiento le obligara a ir por la noche. Sería el mejor momento, solos, en la facultad.
—Me cambiaré las zapatillas —decidió Andreu lanzando una mirada crítica al calzado deshilachado.
Marina no le oyó porque se estaba encerrando en la ducha, y desde la puerta le pedía que llamara a Joan, el del bar, para recordarle que tenían la mesa reservada. El número de teléfono estaba sobre su mesilla.
Ojalá no le hubiera hecho caso. Pero Andreu, dócil como un corderito, se dirigió directamente a la habitación de la chica, a buscar el maldito teléfono del bar. Todavía se hacía ilusiones, mientras canturreaba el bolero de enamorados que sonaba por los altavoces de la plaza. Revolvió la pila de papeles de la mesilla y la tarjeta no apareció, pero sí un montón de correos con el sello fribalta@hgeneral.com, encadenados a otro montón de correos de Marina. ¿Quince, veinte? Hablaban de los enfermos de la sala y de las clases de Marina, pero enseguida pasaban al libro que leían y a la música que escuchaban, y que si añoro el hospital y que si Beneta te echa de menos. Una simple ojeada fue suficiente para saber que lo importante era lo que no estaba escrito. Seguro que se escribían todos los días, desde hacía semanas... Quería dejar de leer porque le escocían los ojos, pero siguió hasta la última página.
Después se quedó clavado en medio de la habitación oyendo el ruido de la ducha y el gluc-gluc del desagüe, y sintió como si un agujero negro se le abriera en las entrañas y sus ilusiones fluyeran hacia allá, gluc-gluc, hasta perderse en algún rincón terminal de su organismo.
Volvió a dejar los mensajes tal como los había encontrado, cuidadosamente ordenados, en un montón junto a la cama. Las palabras recogidas en su refugio natural, gastadas de tanto releerlas todas las noches. Se sintió fuera de lugar, en una habitación que respiraba sueños ajenos, y se deslizó al pasillo como un delincuente arrepentido. Se echó en la cama de su cuarto porque las piernas le flaqueaban. Marina, a la que oía moverse en la habitación de al lado, no le había comentado nada de aquella correspondencia electrónica intensa. Tan sólo le había anunciado un «tenemos visita» la mañana del día anterior, como si acabara de recibir la noticia. Y él incluso lo había valorado positivamente: el plural hacía de Marina y él una unidad, y de los visitantes, unos intrusos. Ahora se daba cuenta de que el extraño inoportuno era él, y de que el vestido negro y rojo iba dirigido a otra persona.
A pesar de que sentía el cuerpo pesado como un saco de cemento, se levantó, abrió el armario y empezó a llenar la maleta.
—¿Qué haces? —Marina, con el bolso en la mano, preparada para salir, le miraba desde el umbral de la puerta.
La vio radiante, no podía disimular que el corazón le palpitaba manifiestamente bajo el vestido de fiesta.
—Creo que es mejor que me vaya a Barcelona —respondió abatido.
—¿Y eso?
—Es el santo de mi padre, ya lo sabes. —Y para rematarlo—: Estoy hecho polvo, me duele la cabeza. En Barcelona descansaré.
Marina se acercó. Le puso la mano en la frente.
—Fiebre no tienes, amigo mío.
El contacto con la palma aún húmeda le hizo daño, y ladeó la cara. «Amigo mío...»
Marina miró el reloj impaciente. Ni siquiera advirtió la postración desesperada de Andreu. Antes de cerrar la puerta, le gritó:
—Pasaré yo por la facultad, vete tranquilo.
Andreu cerró la maleta y se echó de nuevo sobre la cama.
* * *
Toni llevaba un buen rato sentado en la taza del váter, en uno de los lavabos de la planta de los laboratorios. Había entrado por la tarde, con una gran caja de cartón, como si fuera un pedido del laboratorio del doctor Tena. Encerrado allí, esperó a que la gente se marchara, y no tuvo que esperar mucho porque era viernes, verbena y verano. Había oído de lejos la voz de Andreu, pobre chico. Menuda canallada estaba a punto de hacerle. Porque dentro de la caja, además del casco de la moto, había metido una mochila grande. Y tenía órdenes de coger todo lo que pudiera aportar información sobre el proyecto secreto.
—Elige tú mismo —le había amenazado GM—: o traes la información o no hace falta que vuelvas. —Con una voz tan fría como si le dijera «prepara un tampón» o «quiero un café».
Fue cuando le llamó al despacho, la semana anterior. En esta ocasión no le hizo sentar en el sofá, ni siquiera en las butacas. Estuvo de pie todo el rato, mientras GM, desde la mesa, le advertía que un becario que no tiene la documentación de los experimentos que realiza es un becario que no merece la confianza del Instituto. Y Toni no sabía nada del RP, y se estaba jugando el futuro.
—Ni beca ni hostias, ¿me entiendes?
Y él salió del despacho sabiendo lo que tenía que hacer y sin notar la moqueta que pisaba.
Un mal bicho, GM. Recordaba aún el espanto al verse en la lista de becarios con renovación dudosa. Su nombre colgado de la soga de aquel tablón de anuncios. Y gracias a que Andreu le ayudó a presentar el informe, y le dijo que lucharía por todos, que era el más antiguo y el que menos tenía que perder. Y ahora se lo devolvía de esta manera...
Si hubieran confiado en él. Si Andreu y Marina le hubieran pedido que trabajara con ellos, ahora no estaría aquí. Le habían hecho sentir como un espía en aquella visita figurada por los laboratorios. Le habían forzado a ser un delator. Y ahora le obligaban a convertirse en ladrón.
Se secó el sudor de las manos y de la frente con papel higiénico. No se encontraba bien. Tenía el estómago revuelto y la boca seca. Lo que él quería era trabajar tranquilo, con GM o con Tena, con quien fuera. Le dolía tener que hacer todo aquello...
Sacó los guantes y la palanca de hierro de la mochila y comprobó por tercera vez que la linterna funcionaba. Las mujeres de la limpieza habían renegado al encontrar un váter cerrado, y les había oído decir que darían parte para que lo arreglaran.
Volvió a mirar el reloj. Faltaban todavía cinco minutos para la ronda de medianoche. El vigilante era un hombre fornido, había sido mecánico hasta que se lesionó la rodilla, y Toni tuvo que tragarse las dos operaciones, con pelos y señales, antes de enterarse de cómo se cerraban las puertas por la noche. Le dijo que él era estudiante y quería conocer el trabajo para hacer alguna sustitución en verano.
Se puso los guantes. Cuando el vigilante acabara la ronda tendría el campo libre.
* * *
Aunque la verbena no había empezado, Marina prefirió ocupar la mesa reservada y guardar sitio, porque en una noche como aquélla el bar de la plaza era un objetivo codiciado por todos los vecinos del barrio. Joan les había destinado el rincón más tranquilo de la terraza, a unos metros de los altavoces ruidosos. Instalada sobre el asiento helado de la silla metálica, con el vestido rojo y negro que Andreu había catalogado como de verbena auténtica, dejó pasar los minutos. Tenía muchas ganas de volver a ver a Francesc después de tantos meses, y también se alegraba de poder ver a su compañera y recordar juntos los tiempos del hospital. Se lo repetía mentalmente, mientras miraba las sandalias con tacón que también se había comprado para la verbena. Cuando se levantaba de la silla para alisarse la falda por detrás los descubrió esquivando las mesas de hierro. Él, decidido, con camisa y pantalón claros; ella, dos pasos más atrás, con un vestido de tirantes. Se besaron y enseguida le dijeron que la encontraban muy cambiada.
—¿Ha ocurrido algo que no sepamos?
Había llovido mucho desde aquella semana de Pascua, pero no podía confesarlo. Seguramente había perdido unos kilos de peso, tenía ojeras y estaba pálida, en comparación con su compañera atractivamente bronceada y con el cabello algo más largo que de costumbre.
Pidieron coca con frutas y una botella de vino tinto, porque a Nelly no le sentaba bien el cava. Marina se interesó por la salud de Beneta, por Primi y por las novedades de la sala. A partir de ese momento, el vino del Ampurdán debió de aflojar las cuerdas vocales de Nelly porque empezó a hablar sin parar desde el primer sorbo. Que si se iba porque en su clínica, en Estados Unidos, ya no le prorrogaban los permisos y no podía pensar en quedarse, porque el nivel asistencial de su clínica estaba a años luz de los centros de aquí, La carrera profesional americana no tenía nada que ver con la mejor oferta del país. Francesc prácticamente no abrió la boca.
Cuando los altavoces anunciaron el grupo musical, Nelly se detuvo un instante para respirar, y hasta los vecinos de mesa lo agradecieron. El grupo, formado por unos jóvenes de la ciudad, se presentó con la intención de cantar rock y animar a bailar a los chicos y chicas desde el escenario. En cuanto empezaron a sonar las guitarras eléctricas, la gente colonizó el trozo de plaza reservado como pista de baile. Nelly, recuperada ya, tuvo que forzar la voz para continuar, imperturbable, el panegírico americano. Cuando llevaba unos minutos más con aquello de la sociedad avanzada y el progreso de toda clase, tropezó con la mirada de Francesc perdida en el perfil de Marina y se dio cuenta de que ninguno de los dos la escuchaba.
—¿Sabes que Francesc dirige un nuevo proyecto de investigación?
—¿Ah, sí? —Marina le miró sorprendida—. Me alegro.
—Me enredan para hacer de escalador, ya ves.
Pero era una escalada a la medida de Francesc. Se trataba de un proyecto de investigación clínica, para estudiar la reserva cognitiva en diferentes grados de Alzheimer.
—Ya conoces la hipótesis: cuanto más entrenes las neuronas durante la vida, más resistente serás a la demencia. —Sonrió.
—¿Pero el riesgo de Alzheimer sería el mismo?
—Exactamente igual. Simplemente te defiendes mejor. La sintomatología aparecerá más tarde.
—Parece un proyecto muy innovador —le alabó Marina envidiando secretamente poder trabajar con enfermos e investigar a la vez.
—Se aceptan colaboraciones —añadió, mientras le ofrecía un trozo de coca—. No te quedarás siempre en Girona, ¿no?
—Depende. Volveré si algún grupo me reclama. No tengo ningún compromiso.
—Te puedo reclamar yo, si sirve —bromeó el médico.
Todos rieron, aunque Nelly volcó la copa de vino y se manchó el vestido, y Marina la acompañó al lavabo del bar para intentar limpiar la mancha roja que se había dibujado en un extremo de la falda.
Al frotar con una toallita que les dio Joan, la cosa mejoró bastante. Más tranquila, Nelly se cepillaba el cabello en el espejo oxidado del lavabo. Marina la contemplaba, y la admiraba, siempre tan segura, siempre con aquella precisión tan matemática, incluso para peinarse.
—¿Sabes cuándo te conocí? —se le escapó a la becaria.
La había visto por primera vez a través del espejo del restaurante chino, le confesó a la vez que se disculpaba, divertida, por haber sido una espía indiscreta.
—Y siempre volvía a verte reflejada en superficies de cristal. Te bauticé como «la chica espejo».
Nelly dejó de peinarse y le sonrió.
—¡Vaya nombre! Me gusta.
Guardó el peine en el bolso.
—Es una lástima que te vayas. Lo digo por Francesc; le veo muy bien ahora.
Nelly la miró sin decir nada.
—Volverá a dispersarse entre la música y sus ideas antipromoción.
—Te preocupas demasiado de tus amigos, ya te lo dije en una ocasión. Sabe cuidarse él solo.
Marina se mordió el labio.
—Sí, tienes razón. No sé por qué me meto.
Cuando regresaron a la mesa, sonó una tanda de lentos, y Francesc y Nelly salieron a bailar.
Marina golpeaba, nerviosa, los dientes con la uña. ¿Por qué había insistido en aquello de Francesc y de su futuro? Nelly siempre se lo tomaba a mal, y en el fondo a ella no le importaba nada.
Francesc también la sacó a bailar. Se sumergieron entre las parejas, como si fuese un lago que les mecía con olas musicales. Desde lejos le pareció que Nelly estiraba el cuello, intentando seguir sus evoluciones medio ocultas entre los trajes de fiesta y las sombras de la noche.
Francesc no decía nada, pero Marina notó que la miraba de reojo. Se sintió incómoda. Tan incómoda y desvalida como cuando él la observaba en sus exploraciones médicas.
Finalmente, habló.
—¿En serio no piensas volver nunca más?
—De momento no tengo ninguna oferta.
Notó que él se apartaba un poco y la miraba a los ojos.
—¿Y si Miras te lo propone?
—¿GM? —Le miró sorprendida—. No creo que Guillem me reclame nunca.
—Y si lo hiciera, ¿volverías?
—Con él, no —le salió del alma.
Por alguna razón, las manos del médico se relajaron ligeramente sobre su cintura. Los del grupo cantaban en susurros, alargando las vocales hasta el infinito. Apenas se entendía la letra. Al llegar al acorde final, extenso y vibrante, ellos dos se separaron y aplaudieron a los cantantes, que saludaban levantando las guitarras. Cuando se acercaron a la mesa, Nelly les esperaba con una sonrisa en los labios y una botella de cava en la mano.
—Tenemos una buena noticia para brindar —exclamó cogiendo por la cintura a Francesc, que dio un brinco casi imperceptible—. ¿Sabes que Frankie se irá conmigo?
Marina sintió un peso en el estómago, como si la coca de fruta se hubiese convertido en una carga de piedras. Con una sonrisa paralizada en los labios escuchó a Nelly, que como un murmullo lejano hablaba de una excedencia, y de un hospital americano de neurología y de que vivirían entre abetos y ardillas.
—Todavía no es seguro, tengo que hablar... —gruñó incómodo Francesc.
—Te darán lo que pidas. ¡Eres el mejor médico del mundo! —Y le besó con furia en los labios, para silenciarlos—. Marina, podrás ir a visitarnos cuando quieras.
Y levantando el brazo excitada, Nelly pidió al camarero que les hiciera una fotografía de recuerdo. Cuando el flash iluminó el cristal de las copas alzadas, Marina pensó que algo se había acabado para siempre. Como cuando las palmeras de los fuegos artificiales se deshacen en la oscuridad del firmamento. Francesc se iría a Estados Unidos con Nelly, tendría un futuro magnífico y se olvidaría del pabellón de crónicos, de Beneta, del señor del diecisiete, del reflejo palmomentoniano y de los correos que se habían estado enviando aquellos días. Perdía a un amigo, perdía a su médico, perdía a su maestro en el hospital. Nelly no deseaba su amistad, ahora lo veía claro. No permitiría, ni aquí ni allá, ningún tipo de relación con él. Le enviarían una postal de vez en cuando, llena de rascacielos y puentes kilométricos, para comunicarle el nacimiento de cada hijo. Y ella les visitaría algún día, y sería como la tía soltera, de esas que obligan a besar a los niños, la tita Marina de Barcelona.
Cuando se despidieron en el aparcamiento de detrás, Nelly insistió en que los visitara.
—Cuando vayas a Rochester, te daré algunos recuerdos que todavía conservo de tu padre.
Y después, como si quisiera cambiar de tema bruscamente, añadió:
—¿Sigues investigando aquel RP?
—Sí... —tenía la cabeza tan aturdida que por poco se olvida de la versión oficial— con finalidades industriales.
—Podríamos ver la facultad y los laboratorios, ¿no? Nos quedaremos todavía unos días.
Sin saber por qué, apretó el bolso que le colgaba en la cintura, hasta que notó las llaves del laboratorio pinchándole la barriga. ¿Qué más quería? Se llevaba a Francesc, ¿quería llevarse también sus secretos?
La visita quedó pendiente de confirmación, pero Marina había tomado la determinación de no volver a verlos.
* * *
Toni localizó el portátil en el armario del despacho de Miquel. En su visita sorpresa ya le había echado el ojo. Era el portátil viejo de Marina, el que había visto en el laboratorio. Forzó un par de puertas hasta encontrarlo. Pesaba como un muerto. Lo metió en la mochila con el corazón desbocado. Ya estaba. Era lo más importante. También cogió la cámara de vídeo doméstica, pero no encontró ninguna cinta grabada. Tenía que llevarse objetos de valor, para que pareciera un robo profesional. Luego echó una ojeada a los estantes y descubrió los tubos pequeños marcados con la indicación RP, que también guardó en el bolsillo. Estaba de suerte. Pero empezaba a notar las piernas flojas y una respiración tan acelerada que debía oírse desde el otro extremo del pasillo. No se entretuvo demasiado en hojear las libretas de trabajo que estaban sobre la mesa, porque así, en sucio, eran difíciles de interpretar. Más bien no entendía nada y cada vez se estaba poniendo más nervioso.
Dirigió una mirada final al laboratorio. La piscina estaba vacía y no parecía haber sido utilizada recientemente. Amontonó en un rincón la caja de cartón que había traído, junto con otras, se puso el casco y se cargó la mochila a la espalda. Saldría por la puerta trasera, la que daba al callejón donde había dejado aparcada la moto. Aquella tarde había comprobado que era una puerta cerrada para el acceso, pero no para la salida.
Arrimándose a las paredes, bajó a la planta baja. Pero al llegar no pudo franquear la puerta. No debía de haberlo comprobado bien. «No lo has hecho bien, vuelve a repetirlo.» Era como si oyera la voz de Marina. Tendría que encontrar otra manera de salir del edificio. Echó un vistazo al vestíbulo. El vigilante estaba mirando la televisión, ajeno al movimiento del pasillo. Toni, caminando a cámara lenta y conteniendo la respiración, buscó los lavabos de la planta baja, al final del pasillo. Metió la linterna por la puerta e iluminó las ventanas de ventilación, que eran altas pero podían abrirse. Encaramándose al cubo de basura, puesto boca abajo, podía acceder fácilmente. Bajó la hoja y se agarró al antepecho de la ventana. Fue entonces cuando la linterna que llevaba sujeta al cinturón se desprendió y cayó dando tumbos por los lavabos. El ruido le pareció un trueno precipitándose por las montañas. Desde la ventana midió el par de metros de altura hasta llegar al parterre de césped que se alineaba con la fachada principal. Tendría que caer bien para no estropear el portátil. Oyó la puerta del lavabo que se abría de golpe y los gritos del vigilante. El casco y los nervios no le permitieron oír lo que decía. Torpemente, preparó las piernas para saltar.
Cuando corría por el césped, con el corazón desbocado, todavía oía las voces desesperadas del hombre, encaramado a la ventana. Se quitó los guantes empapados de sudor para buscar las llaves de la moto. Los nervios le impidieron arrancar a la primera y, cuando finalmente lo logró, siguió los callejones del aparcamiento exterior resbalando en cada vuelta. Antes de dirigirse al carril oscuro de salida, se volvió para ver la fachada iluminada de la facultad y al de seguridad que bajaba las escaleras principales agitando los brazos.
—Que te jodan —exclamó entre dientes al tiempo que aceleraba con fuerza.
Fue entonces cuando un cuerpo opaco salió de detrás de un coche y le embistió. El cuerpo saltó por los aires y la moto cayó al suelo. Tardó unos segundos en recuperarse del choque. Las ruedas de la moto seguían girando enloquecidas. Toni había caído sobre la pierna derecha y notaba el tobillo dolorido. Todavía tuvo tiempo de alegrarse de que la mochila no hubiese sufrido los efectos de la colisión. Unos metros más allá, el fardo de ropa atropellado permanecía quieto contra la acera. Parecía un chico. Tal vez estaba muerto, porque no gemía ni se movía. Los pasos del guarda sonaban muy cerca, y el miedo le hizo incorporarse y renquear hasta la moto. Él y la máquina se levantaron con celeridad. Únicamente se había partido el retrovisor, nada más. Vio una zapatilla deshilachada bajo la rueda y la apartó con el pie dolorido. Tenía que salvar el pellejo como fuese. Apretó el acelerador y desapareció en la oscuridad de un callejón, con el resplandor atenuado de una hoguera que ardía en algún lugar. Rojo sobre negro, el fuego y la noche.