La muerte de Andreu conmocionó a todo el mundo. Nada sería igual después de aquel terrible accidente. Las cosas que parecían más urgentes, imprescindibles, trascendentales y significativas se fundieron de golpe en las llamas del dolor. Al contrario, cobraba magnitud la rabia, la rebeldía y, más tarde, la aceptación de la pequeñez de la vida y la pequeñez de la muerte. Todos envejecieron un poco. De repente se encontraron más encorvados, más inseguros, con la mirada perdida y el corazón encogido.
Aquella noche aciaga de la verbena Marina fue a la facultad. En medio de la oscuridad adivinó las luces intermitentes de la ambulancia y de la policía, delante del edificio. Cuando se acercó a la cinta amarilla, vio una camilla con un cuerpo enfundado de negro. Instintivamente metió la mano en el bolsillo y palpó el móvil con el mensaje aún caliente de Andreu, «paso yo por cultivos», liso y llano, casi como un reproche. No supo de dónde sacó las fuerzas para abrirse paso y cruzar decidida la cinta de plástico. Se acercó al guarda de seguridad, aunque la policía le estaba interrogando, y le preguntó ansiosa qué había ocurrido. Cuando le explicaron lo que había sucedido, tuvieron que sujetarla para que no cayera desmayada. Aquel bulto oscuro que cargaban, ya sin prisas, en la ambulancia era Andreu. Un golpe en la cabeza le había matado en el acto. A ella la recostaron en el coche de policía para que las mejillas recobraran el color. Ni entonces ni más tarde supo cuánto tiempo estuvo allí dentro, mirando el techo tapizado. Se veía a sí misma ausente, como un fantasma que se hubiese metido en aquel vestido rojo y negro de verbena. Y el fantasma, como un murmullo lejano, oía el testimonio del guarda, que hablaba de un chico con casco, de una moto y de una mochila. Después tuvo que meterse dentro del fantasma para responder también al interrogatorio implacable de la policía. No recordaba lo que había dicho, tan sólo que respondía como un autómata a las preguntas de un bigote sin cara. Cuando vio las zapatillas deshilachadas del amigo, las llaves del piso y el móvil, todo cerrado herméticamente en una bolsa de plástico, sintió como un puñetazo en el estómago y sacó la coca, el cava y todos los remordimientos que le llenaban las tripas. Al cabo de unos minutos, o tal vez fueron horas, localizaron a Miquel y se la llevó a casa. Y al cabo de unas horas, o tal vez un día, la acompañó a Barcelona.
Al entierro de Andreu, en el tanatorio de Collserola, asistieron sus amigos del Club Excursionista y los becarios del Instituto. También estaba Daniel Palmero, el ex director de la tesis, y algunos becarios de Girona. Marina iba escoltada por Gemma, que también en estos casos sabía lo que había que hacer. Le escogió la ropa adecuada, las gafas oscuras para ocultar los ojos enrojecidos, y la llevó por la carretera del cementerio que serpenteaba por el bosque. A la entrada Miquel se mostró circunspecto. No quería explicarle a Marina que la policía había demostrado que el mismo motorista asesino les había robado el portátil y la cámara. Seguro que se indignaría.
La sala de vela estaba abarrotada. El calor y el olor de las flores mareaban. Marina no quiso entrar a ver a su amigo. No habría podido soportarlo. Gemma le explicó que el féretro estaba cubierto por tres coronas, la de la facultad, la del Instituto y la de la familia. El gentío que se acumulaba en el vestíbulo abrió un pasillo respetuoso y emocionado para dejar paso a los padres de Andreu, que avanzaban con dificultad, más muertos que vivos, sosteniéndose el uno al otro para no perder el equilibrio. La madre parecía estar en otro mundo, seguramente por efecto de los sedantes. El hermano mayor la hizo sentar porque estuvo a punto de caer en dos ocasiones. Marina les abrazó con dolor. Habían pasado pocas semanas desde la junta de accionistas, y parecía que habían envejecido veinte años. No tuvo valor para explicarles que aquella noche era ella la que tenía que haber ido al laboratorio a cambiar los medios. Miquel sí dio la cara. Siempre recordaría las facciones desencajadas de la madre cuando le preguntó arrastrando las palabras:
—¿Y por qué trabajaba a aquellas horas?
—Tenía que tratar unos cultivos... —Miquel se calló de golpe. Los ojos interrogantes de la mujer eran toda una epopeya. ¿Cómo explicarle a una madre que acaba de perder a un hijo que era imprescindible poner unos medicamentos en unas células porque de lo contrario el experimento se iba al traste? De modo que cerró los labios y bajó los ojos.
—Lo siento mucho.
La sala de ceremonias también estaba llena a rebosar. Rosas blancas, cirios encendidos y los pinos inmensos que se alzaban detrás de los cristales. Gemma cogió un par de recordatorios. Marina pensó que no los necesitaba: tenía tantos, y por todas partes... Entre suspiros y ruidos para sonarse, todos los asistentes sentían la presencia de Andreu en las palabras de sus seres queridos. Todo el mundo quería dedicarle un recuerdo. Intentó hablar su hermano mayor, pero se atragantaba con las lágrimas. Un amigo del grupo de los montañeros recordó al Andreu idealista y buen compañero. También Miquel elogió la dedicación del joven investigador hasta los últimos minutos de su vida. Tres filas más atrás, Marina no paraba de pensar en aquellos últimos minutos. «¿Por qué te adelantaste, amigo mío?», se preguntaba con los ojos anegados en lágrimas, como si una respuesta pudiese devolverle la vida. Ella, como siempre, había llegado demasiado tarde.
Oyó las voces del grupo de excursionistas que entonaban emocionadas el espiritual negro «Red River Valley» y todos aquellos que hasta entonces habían podido contenerse estallaron en llanto, y la sala se convirtió en un estanque de lágrimas. Marina no pudo cantar ni una nota, porque el dolor se le había clavado en la garganta como un anillo de espinas. Escuchando la letra de la canción, pensó que también ella echaría de menos su sonrisa. Su media sonrisa.
Cuando se dio cuenta, la caja, de madera clara, ya no estaba, y unos hombres de la funeraria recogían las coronas. Al salir no quiso mirar hacia atrás. Sabía que sólo encontraría pétalos de rosas blancas sobre las baldosas.
Después del entierro, Miquel le dio permiso a Marina para no volver a Girona. La becaria se encerró en el piso del Ensanche, y tan sólo Angelina le subía el caldo y las croquetas con que se alimentó durante todos aquellos días. Se aferró más que nunca a la música y a las poesías. No quería saber nada del RP-801, ni quiso mirar los artículos antes de ser enviados a las editoriales. Ni siquiera se preocupó cuando Miquel le confesó sus sospechas de que el objetivo de la incursión nocturna era más un robo científico que pecuniario. ¿Qué importancia tenía todo aquello frente a la pérdida de una vida humana? ¿Qué valor tenía si la moneda de cambio era la vida de Andreu?
* * *
Hacía ya una semana del entierro, y todavía nadie había despegado la esquela del periódico, recortada y clavada en el tablón de anuncios del vestíbulo. Y esto inquietaba a Guillem, que tenía que entrar desviando la mirada y maldiciendo aquella casualidad que lo había complicado todo. «Andreu Margarit Saló, veintiocho años, tus compañeros del Instituto de Neurociencias te recuerdan», rezaba el recuadro negro que había pagado el centro, como tenía que ser.
Un maldito accidente por culpa de aquel muchacho inexperto, que le llamó a la mañana siguiente, hecho un manojo de nervios. Sentado en el comedor de su casa, donde le había citado, era un espectro del becario que había conocido. Tuvo que calmarle con un sedante, porque no paraba de repetir, entre lágrimas, que él no quería hacerlo. Su estado de histeria hacía aconsejable su deportación a Estados Unidos cuanto antes mejor. Un amigo adecuado les ayudó a deshacerse de la moto, y en un par de días lo tenía de vuelta a Los Ángeles.
Todo empezó cuando el análisis de los preservativos que había cogido Toni demostró unos niveles de mercurio increíbles que le habían desorientado. Posiblemente se trataba de una tapadera que nada tenía que ver con el estudio farmacológico. Esto le impulsó a cometer el robo fatal, para aclarar de una vez por todas qué estaba pasando.
Guillem saludó lacónicamente a Rosa y entró en su despacho. Se sirvió un whisky en el mueble bar. Desde hacía unos días necesitaba empezar fuerte la jornada, porque se hallaba ante una encrucijada sin retorno: tres fórmulas originales, RP-A, RP-B, RP-C. Las había descubierto en un rincón del portátil, escondidas dentro de diversas carpetas. Toni pudo recordar entre sollozo y sollozo que había tres compuestos a partir de los que se había seleccionado el RP-801 como candidato. Pero no fue capaz de reconocer cuál de las tres fórmulas era. Guillem insistió hasta la crueldad. Pero aquel muchacho tenía la sangre de horchata y repetía sin escuchar que no sabía nada, que tenía la culpa de todo y que no quería continuar. Los tubos pequeños con el rótulo RP tampoco sirvieron de mucho. GM adivinó con la punta de la lengua que se trataba de sal de cocina. Por consiguiente, tendrían que apostar por una de las tres fórmulas y empezar a trabajar. Unas cuantas semanas de dedicación intensiva y obtendría resultados preliminares. Y si acertaba, tenía garantizada la publicación inmediata y una reseña en la prensa sobre el descubrimiento.
Rosa le anunció por teléfono que Ester quería verle. Guillem escondió el dossier con las fórmulas en la cartera, en el momento justo en que la becaria cerraba la puerta con una sonrisa de afectación. Guillem adivinó que buscaba guerra. Se había embutido en la falda de los dos cortes laterales y no llevaba sostenes.
—Ya ha salido en el BOE la convocatoria de las oposiciones —anunció sentándose al otro lado de la mesa y mostrando las fotocopias, como quien enseña un póquer de ases.
—¿Y?
—Pues que quiero saber si tengo posibilidades. —Le miraba retadora entre los rizos rubios.
—Te has hecho un buen currículum, ¿no?
—Quiero decir aparte del currículum...
Ester no era tonta. Sabía perfectamente que las oposiciones se sacaban por méritos añadidos a las publicaciones y a los proyectos.
—Hemos de esperar a que sorteen el tribunal.
—Serán amigos tuyos, seguro...
—Es posible.
Ester se levantó de la silla y se inclinó sobre la mesa. Le señalaba, en las fotocopias, los plazos para presentar las solicitudes y la documentación que necesitaba, pero GM sabía que lo que quería enseñarle era su escote balanceándose sobre el Boletín Oficial del Estado. Ester era un poco pánfila en la cama. Tenía poca imaginación, como tampoco la tenía para el trabajo del laboratorio. Pero era un recurso: un cuerpo para desfogarse y unas manos para manejar los tubos. Estaba segurísimo de que si le enseñara ahora aquellas tres fórmulas se quedaría en blanco, tan impávida como si le enseñara las Tres Gracias de Rubens.
—¿Me presento o tienes algún otro candidato en mente? —insistió Ester sentándose de nuevo y procurando que el corte de la falda se mantuviera bien abierto sobre el muslo tostado por el sol.
—Tienes que presentarte, es tu obligación.
Guillem hubiera preferido a Marina. Tenía más clase y era más lista, pero le faltaba ambición. Ambición de la buena, de la que te hace escalar al precio que sea. Si pudiera recuperarla, porque con aquel cacao de las fórmulas... Al final no tendría más remedio que pedir ayuda a Nadia. La había evitado todos aquellos días para mantenerla al margen del follón de Girona, pero ahora tendría que pedirle ayuda, para avanzar más deprisa.
Se puso de pie y dio por acabada la visita. Acompañó a la becaria hasta la puerta cogiéndola paternalmente por la cintura. Aquel día sólo podía hacer de padre. No estaba de humor para sesiones de destape.
—Rosa, ¿puedes pedirle a la doctora Ipatescu que suba?
* * *
Francesc le había dejado una nota por debajo de la puerta. «¿Por qué no vienes a la sala? Te distraerás un poco y te encontrarás mejor. Mañana por la tarde estaré de guardia.» El día antes Marina la había doblado y desdoblado unas cuantas veces, y agradecía inconscientemente que hubiera ido hasta su casa para dejarla.
Al día siguiente, hacia mediodía, el cielo se oscureció con negrura de tormenta, y los postigos golpeaban incesantemente contra las paredes de los balcones. Tal vez era una señal de Andreu, desde su cielo particular, suspiró la becaria. No le apetecía nada volver al hospital. Estaba resentida contra todo lo que estuviera relacionado con el trabajo, que ella asociaba con la muerte del compañero. Además, se encontraba muy débil anímicamente. Era como si, con tanto caldo y tanta croqueta, el cerebro se le hubiese reblandecido, y lloraba por cualquier cosa.
Pero tras pasarse el día echada en la cama mirando el techo, decidió vestirse para salir, con la determinación del enfermo incurable que se toma la medicina que le ha prescrito el médico. Iría al hospital, pero sólo un rato.
Entró en el recinto por la cara norte, por el aparcamiento del Instituto. Podía haber rodeado el muro por fuera, pero no lo hizo. Una fuerza desconocida la impulsó a tomar el sendero que partía del edificio y pisar el bosque de eucaliptus. El extraño impulso también la llevó a sentarse en el banco de piedra, apartado del paso y protegido por dos bojes, donde Andreu y ella solían sentarse a hablar. Delante del hormigón tétrico del Instituto, enmarcado en un cielo de color indefinido y manchado con el perfil oscuro de las ramas de los árboles, pensó que aquel escenario se adecuaba perfectamente a sus sentimientos atestados de grises y negros.
El viento caliente le apartaba el cabello de la cara. Cerró los ojos para recordar, para no olvidar la imagen del amigo, que se desdibujaba ya como un reflejo en aguas ondulantes. ¡Pobre Andreu! Con su aspecto flacucho y el aire socarrón. Tanto proclamar que la ciencia era justa y con él había sido abusiva y despiadada. Casi podía sentirle a su lado. Le cogía la mano.
—Es viento del sur.
Abrió los ojos asustada, y apartó la mano bruscamente. No era el amigo difunto el que se sentaba en el banco, sino GM, completamente vivo y de cuerpo presente. El ruido del viento entre las ramas le había impedido oír sus pasos. Hacía medio siglo que no le veía. Había olvidado la espalda curvada, las bolsas debajo de los ojos y las cejas espesas y canosas. Tenía un aspecto fúnebre. Marina sintió que, en algún rincón, se avivaba el miedo de antaño e hizo el gesto de levantarse. Sin embargo, falta de fuerzas, se dejó agarrar por los dedos de aquel hombre.
—Hacía tiempo que no nos veíamos. —La voz de Guillem era ronca, y parecía nervioso.
Tras describir con generosidad el vacío que supuestamente había dejado en el laboratorio, y también en su vida, empezó a calentarle la cabeza con propuestas que pretendían ser convincentes.
—Tenemos que empezar de nuevo, Marina. Lo he meditado largamente y ha de ser así. Deberíamos olvidar rencores, es el momento de volver a trabajar juntos, de esforzarnos al máximo, de arriesgar y de triunfar... Seguimos estando profundamente ligados, no podemos evitarlo. Ligados por la fatalidad. Tú eres la responsable de lo que me ha sucedido a mí y yo soy el responsable de lo que te ha sucedido a ti.
Marina callaba, inmóvil como un animal herido.
—Ya es hora de que lo sepas: yo lo habría dado todo por ti. Todo. Y tú, en cambio, me abandonaste.
Hizo una pausa como si estuviese dolido.
—Y tú lo sabías, no puedes negarlo. Mírame a los ojos.
Le levantó la barbilla con la mano.
—Ahora es nuestro momento, porque es lo que tenemos, lo que de verdad nos queda de todo lo que ha pasado. Tienes que volver, tienes que creerme, al menos una vez en la vida. ¿Qué interés puedo tener en pedirte que trabajemos juntos?
Hizo otra pausa. Parecía que el silencio de la becaria no le desagradaba en absoluto.
—Es el momento de olvidar. Es nuestra oportunidad de volver a la realidad. Borremos este maldito paréntesis de nuestras vidas. Tienes que confiar en mí. Confías en mí, ¿no?
Y como vio que Marina no le respondía, decidió ir más allá.
—Si no vienes conmigo, no llegarás a ningún sitio. —Lo dijo a regañadientes, como si estas palabras no constaran en el guión que se había planteado—. No tendrás financiación, no podrás publicar. ¿Entiendes?
Marina, con el cerebro reblandecido por el caldo y las croquetas, se desmoronó. Vio claramente que aquel hombre haría la llamada precisa, vetaría sus nombres y descalificaría su trabajo. El RP-801 no saldría a la luz si no obtenía antes su beneplácito. Se apoyó desanimada en el respaldo de piedra. La muerte de Andreu le parecía todavía más inútil y más absurda. Guillem interpretó el gesto como una claudicación pacífica. Le pasó el brazo por detrás, y la acercó a su cuerpo.
—Lo arreglaré todo para que mañana mismo vuelvas al laboratorio. Nos necesitamos...
La estrujaba entre sus brazos murmurando:
—Te quiero, ya lo sabes.
Notaba las manos del director sobándole el cuerpo, y un tufo de alcohol y tabaco se iba extendiendo por su piel. Cerró los párpados y el alma. Estaba todo perdido.
Tan sólo unos instantes después de que Marina se hubiera convertido en un cuerpo sin espíritu, abandonado en los brazos de Guillem, el director dio un paso en falso. Cegado por la euforia y sin ser consciente de lo que decía, murmuró:
—Necesitas un hombre, un hombre de verdad... y no un niño de pañales.
Marina abrió los ojos. Una corriente eléctrica le recorrió el córtex frontal hasta el hipocampo. Los músculos se le tensaron y recuperó el habla.
—¿De qué niño estás hablando?
Él, sorprendido, tardó en contestar.
—De aquel becario... pobre chico...
De un tirón, Marina le arrancó las manos ávidas de debajo de la camiseta.
—¿De Andreu?
Guillem la miraba confuso. Y ella siguió, estupefacta:
—¡Entre Andreu y yo no había nada!
—Os había visto...
—¿Nos habías visto?
Marina no quería ninguna respuesta. Se quedó rígida, y sus pensamientos se iban ligando con una cadena que empezaba a dolerle. Les había vigilado, y se había imaginado lo que no era.
—Y por eso le martirizaste.
Guillem se dio cuenta de que, sin querer, había metido la pata, precisamente cuando todo parecía ir como una seda. Todavía dudó unos segundos antes de retirar el brazo, que había quedado muerto detrás de la cintura.
—Lo cierto es que no sé de qué me estás hablando, no me acuerdo —dijo con toda naturalidad mientras parpadeaba.
—¿No te acuerdas del congreso de Madrid? —A Marina le ardía la voz—. Claro que sí, Guillem, intenta recordar.
—No me vengas ahora con lo del inglés. Qué quieres que haga, si la gente es incompetente...
—¿Cuáles son tus límites, Guillem?
—¿Límites? ¿Qué quiere decir «límites»? No hay límites en la vida, hay aciertos y errores. Es posible que haya cometido un error, todos los cometemos.
Marina, cansada del juego de palabras, se distanció y, mirándole a los ojos, confesó:
—Tienes razón, Guillem. Le quería. Le quería mil veces más que a ti. —Luego, con los dientes apretados, le ordenó—: Vete, por favor.
—Piensa en lo que te he dicho...
—Por favor, no insistas.
—Estás enferma, chica, háztelo mirar. —Se puso de pie negando con la cabeza—. Te estás equivocando de nuevo.
Se marchó caminando de lado, como un cangrejo, vigilando de reojo a Marina por si la becaria, arrepentida, hubiera decidido seguirle. Luego entró en su reino de hormigón, por la puerta del aparcamiento y con la cabeza bien alta.
Marina cayó de nuevo desfallecida. Habría querido llorar, pero no tenía lágrimas, tan sólo rabia y asco. Al rato se sintió húmeda. Era la lluvia que empezaba a caer con fuerza y le estaba calando la ropa. Fue entonces cuando se levantó y se fue a casa. Se refugiaría nuevamente en su guarida y se ducharía con agua bien caliente.
* * *
Francesc estaba seguro de que Marina iría al hospital. Le había dejado la nota en su casa para forzarla a que acudiera el día de la guardia. No la había visto desde el entierro, hundida, casi sin palabras en la boca. Pero ya habían pasado unos días y era el momento de animarla un poco. Se daría cuenta de que la sala de crónicos podía ser una terapia beneficiosa e intensa.
Había avisado a las enfermeras de la posible visita.
—Vestiremos de fiesta a todo el mundo, todos bien elegantes y sentados en las sillas —respondió Primi.
Los cuatro enfermos supervivientes de la época ya no se acordaban de Marina, como tampoco reconocían a Flor, o a Hernando, y les veían todos los días. Pero se dejaron manipular sin protestar. Los auxiliares les peinaron, les afeitaron y agotaron las reservas de colonia, a granel.
—Lástima de Beneta. Le tenía mucho afecto —suspiró Primi mientras colocaba cuatro margaritas del jardín en la copa de medir la orina.
Hacía pocos días que Beneta había muerto. No había sido un debilitamiento gradual, como solía ocurrir en la sala de crónicos, sino que el corazón, de genio pronto como su propietaria, de repente dijo basta. Marina tendría un disgusto cuando se enterase.
Primi miraba a Francesc entre los tallos de las flores. Parecía concentrado en el ordenador. Desde la marcha de Nelly se había convertido en un lobo solitario, siempre serio y silencioso. Alguna noche la enfermera había intentado algunas aproximaciones sin el más mínimo éxito. Hoy, en cambio, le veía animado, dando órdenes a diestro y siniestro. Se notaba que la visita de Marina le había reanimado.
—¿Nervioso?
La respuesta del médico tardó en llegar:
—No, ¿por qué?
—Por Marina. Hace siglos que no sabemos nada de ella.
Francesc levantó la vista del ordenador, Primi le sonreía entre las margaritas. No era una sonrisa burlona, sino la expresión de bondad que siempre plasmaba su rostro. Primi hacía elucubraciones con alguna sospecha errónea.
—Estaría bien que volviera —insistió la mujer—. Nos echaría una mano.
Francesc simulaba mirar lentamente los iconos desordenados de la pantalla. No estaba nervioso, estaba contento de volver a verla y pasar un rato con ella. ¿Tanto se le notaba? Ahora que Nelly se había marchado, lo veía todo más claro. Él no tenía ninguna intención de irse a Estados Unidos. Era feliz aquí, tal como estaba, y quería explicárselo a su amiga.
Después de comer, el tiempo cambió a desapacible y ventoso. Francesc se preocupó por la posibilidad de que Marina, ante el riesgo de lluvia, reconsiderara su decisión. A primera hora de la tarde atendió alguna consulta en el hospital y, luego, se fue a dar una vuelta por el Instituto. Tal vez Marina había querido pasar antes por el laboratorio.
Hacía viento, y los eucaliptus se movían inquietos. Les vio de lejos a los dos, sentados en el banco. Se detuvo en seco y aguzó la vista. No había duda, eran Marina y Miras. Un dolor desconocido impidió que se sintiera ridículo, allí en medio del camino, paralizado y espiando. Después, consciente de su situación, se apartó a un lado, medio oculto por un arbusto, y sacó el móvil como si respondiera a una llamada. A pesar de la distancia que le separaba de su objetivo, podía seguir los gestos de la pareja. Miras parecía consolarla, no paraba de hablar, animado. Marina no le quitaba la vista de encima. Estaban muy juntos. Él debía de decirle alguna cosa importante porque ella se apartó cabizbaja, como si reflexionara. Entonces él la rodeó con el brazo y se le acercó con ternura. Era un abrazo efusivo, y Francesc se quedó atónito. Le pareció fuera de lugar. Dio media vuelta con el móvil pegado a la oreja y regresó al hospital. ¿Cómo podía haber sido tan iluso y pensar que la relación de Marina y Miras había concluido? Lo cierto era que todo aquello no le incumbía. Marina era libre de hacer lo que quisiera y no tenía que darle ninguna explicación. Cuando subía la rampa del pabellón se puso a llover a cántaros. Advirtió que no había terminado la llamada imaginaria y que todavía apretaba con fuerza el aparato sobre la mejilla.