Miquel la acompañó al aeropuerto en el coche recién comprado. Como un niño con zapatos nuevos, le enseñó los mandos y los sistemas de seguridad, le elogió la amplitud del maletero, donde cargó su equipaje, y la acomodó en el asiento que olía a nuevo. Cuando tomaban la autovía de la costa, con la mirada fija en el parabrisas, le preguntó:
—¿No pensarás quedarte por allá, en las Américas?
Marina sonrió.
—¿Por qué dices esto?
—Porque te conozco, y te veo escaldada.
—Tan sólo un poco decepcionada —le corrigió.
Miquel estaba enterado de los sentimientos contradictorios que la habían invadido durante su visita al coordinador general.
—Tal vez no sea para tanto. Es cierto que no hay dinero. Es cierto que los políticos seguirán inaugurando institutos, parques y biorregiones, y que luego no habrá papel de váter en las universidades.
Marina no movía ni un músculo en señal de asentimiento. Circulaban detrás de un camión de matrícula francesa que les estaba inundando de un humo apestoso.
—Ya sabemos que la gente que investiga pasa más tiempo arrastrándose por las comisiones y lamiendo el culo a los políticos que salvando a la humanidad. Pero por debajo hay un puñado de chicos jóvenes que se rompen los cuernos.
—Los pobres becarios inexpertos, que sostienen la investigación de este país.
—Y buenas personas, como yo. No sólo hay ogros, demonios y capos. —Pisó el acelerador y adelantó al camión—. Pero no somos muchos —añadió con una carcajada.
Con la carretera libre, relajó las manos sobre el volante.
—En serio, esto no significa que la investigación se hunda en un mar de mierda. No todos los investigadores son mafiosos. No todos los políticos son frívolos e irresponsables.
Hizo una pausa y corrigió la posición del retrovisor con un botón lateral.
—La investigación en nuestro país tiene pocos años de antigüedad. La investigación moderna acaba de empezar, como quien dice. Cuenta con hombres y mujeres buenos, que han conseguido maravillas. —Luego, como dándose por vencido, añadió—: Como en todas las profesiones, hay de todo.
Marina observaba cómo el morro del coche se tragaba la línea blanca de la autopista, hacia el horizonte.
—Andreu pensaba que investigar era una tarea casi espiritual, que daba sentido a la vida.
Miquel no respondió, porque siempre se perdía cuando surgían razonamientos filosóficos.
—Decía que conocer los secretos de la vida era tocar el cielo con un dedo.
—Lo ves, Andreu. ¿Acaso no era una buena persona?
—Por supuesto —murmuró Marina.
—Y un buen investigador.
—Desde luego...
—Y te quería.
Marina le miró sorprendida.
—¿Tú también creías que teníamos una relación? —dijo recordando la conversación con Guillem.
—Sabía que él lo deseaba...
—¿Que deseaba qué?
—Nos lo dijo, a Catalina y a mí. Había preparado una declaración en regla, con cava y velas.
—¿Cuándo? —exclamó aterrorizada.
La voz de Miquel se volvió profunda.
—Aquella noche.
Pobre Andreu, estirado en la cama, le dijo que no se encontraba bien, que quería irse a Barcelona. Algo le frenó. Andreu, amigo mío, compañero...
—Qué pena... —Marina se cubrió las palabras con la mano.
Recorrieron un par de kilómetros en silencio.
—Tenemos que quedarnos con los recuerdos positivos. Fueron unos días emocionantes. Sin dinero, sin tiempo, a contrarreloj, con los aparatos escacharrándose, y con espías que caían del cielo. ¡Y sobrevivimos!
—No sobrevivimos —le aclaró Marina calmadamente—. Andreu está muerto.
* * *
La ciudad estaba vestida de blanco. Las corrientes heladas de Alaska habían precipitado uno de los inviernos más fríos de los últimos años. Schilling se empeñó en acompañarla con su Chrysler tronado y estaban navegando con una lentitud más que peligrosa en un río de coches que competían por volver a casa. Había sido una semana muy intensa. La habían invitado a una sesión extraordinaria de la reunión anual de la Sociedad Americana de Neurociencias, para hacer una presentación de sus estudios. Allí se encontró con Schilling y Wicklow, que estaban eufóricos con el RP y ardían en deseos de hacer sus aportaciones personales. También se había encontrado con Nelly, como era de esperar. La vio en cuanto llegó al auditorio, se había dejado el cabello largo. Al principio sólo hablaron de trabajo, pero enseguida la amenazó con una conversación personal que sin duda incluiría a Francesc y su relación fallida.
—Quedamos para cenar una noche. Ven a casa. Estoy pasando estos días con mi madre, en Long Beach.
La casa de la doctora Xifré estaba situada en un barrio residencial con todos los colores del mar, y en la primera fila junto a la playa. Cuando Schilling bajó del coche para despedirse, aprovechó para insistir de nuevo en la posibilidad de que se estableciera una temporada en Estados Unidos. Marina respondió que lo pensaría.
Cuando el chuc-chuc y el humo del Chrysler se alejaron, respiró el aire del Atlántico hasta llenarse los pulmones. Era importante que la Universidad de Harvard estuviera interesada en su fichaje. Tenía que meditar sobre aquella propuesta tan apetecible: una plaza bien dotada y todas las facilidades del mundo para investigar. Siempre había deseado una oportunidad como aquélla. Las gaviotas volaban bajo sobre las barcas de pesca, blancas por la nieve, con aquella risotada cruel que se extendía entre los olores de algas y salitre. Volvió a respirar hondo. Sentía la necesidad de oxígeno, como si fuera un enfermo de enfisema. Ante ella yacía el mar, inmenso, recostado en un horizonte interminable, por eso lo llamaban océano, pensó. Se subió las solapas del abrigo.
La casa número 35 de Harbor Place estaba construida con tablones pintados de azul con ventanas blancas y un jardín de arena fina. La puerta estaba abierta y entró.
—¡Hola!
Como no le respondían, penetró en el vestíbulo, de donde partía una escalera de madera blanca. Los tablones crujieron bajo el peso de los pies. Había una cómoda antigua con una luz baja y dos marcos de fotos. En una aparecía Nelly de niña, montada a caballo y protegiéndose del sol con una mano a modo de visera. La otra mostraba a una pareja de novios, y podía reconocerse a la doctora Xifré vestida de blanco, con un ramo de lirios en las manos. El novio debía de ser James Foster, el hombre de las máquinas de autoservicio. Cogió el marco y lo contempló de cerca.
—Son mis padres el día de su boda.
Nelly bajaba por las escaleras procurando no hacer ruido. Hablaba en voz baja.
—He dejado a mamá dormida. Está arriba.
—¿Se encuentra peor?
—Está débil. Se está fundiendo. Por eso siempre que puedo paso unos días con ella.
Las dos jóvenes se instalaron en la cocina, donde Nelly ya había preparado la mesa, con un mantel de colores. Al entrar se respiraba el aroma de la leña que ardía en la chimenea, en el fondo de la estancia. Mientras la americana servía la ensalada, Marina la observó. Nelly, vestida con un grueso jersey blanco, estaba muy atractiva. Y el cabello largo la hacía más joven y vulnerable.
—¡De modo que eres famosa! —le dijo sonriendo cuando acabó de servir.
—Bueno, una fama relativa. Pero sí, nos ha cambiado la vida.
—¿Y qué dice Guillem de todo esto? Hace tiempo que no sé nada de él.
—Lo cierto es que apenas le veo. Dicen que tiene una depresión —respondió Marina con una ambigüedad deseada.
No le explicó que se había hundido después del fraude de la presentación de Socinfar, que todo el mundo le había dado la espalda. Nelly tenía que saberlo perfectamente, porque en la reunión de la Sociedad Americana no se había hablado de otra cosa.
—Se comenta que tal vez es Alzheimer —sondeó Nelly.
Marina admitió que sí, que las sospechas iban en esta dirección. Le habían encontrado un par de veces vagando por el bosque de eucaliptus sin saber dónde había aparcado el coche, y continuamente olvidaba los compromisos, a pesar de los innumerables post-its amarillos que Rosa, la secretaria, sembraba por su mesa.
—¿Le han incluido en los ensayos clínicos del RP? —preguntó Nelly con una frialdad médica sorprendente. Guillem había dejado de ser un amigo para convertirse en un objeto de investigación. Ni siquiera ella podía verle así.
—No lo sé, es una cuestión que corresponde a los de farmacología clínica, y ya sabes que es confidencial. —No pensaba decirle que era un gstmf1 mutado y que sí le incluirían.
Un silencio incómodo se deslizó entre las copas y los manteles. Nelly se levantó para colocar un cuenco de alitas de pollo fritas en medio de la mesa. Se sirvieron las dos en silencio, sabiendo cuál era el siguiente punto del orden del día. Después de mirar por la ventana y beber un sorbo de vino, Nelly lo abordó.
—¿Cómo está Frank? —Se limpió los labios con la servilleta.
—Muy ocupado, como siempre, con los enfermos de la sala, y ahora liado con el proyecto del hospital.
—Pero salís juntos, ¿no?
Marina dejó el ala de pollo en el aire, a medio camino, como si estuviera a punto de emprender el vuelo.
—No, no salimos. Cómo has podido pensar...
—Creí que aprovecharías la ocasión. Ahora que es libre, quiero decir...
Marina se quedó muda. Nelly continuó en un tono fingidamente desenfadado.
—¡Pero si estabas colgada de él!
—¿Yo?
—Estabas pendiente de él todo el día, no me lo niegues.
—Como amigo.
—Como amigo... —repitió la americana moviendo la cabeza—. Y él, ¿qué crees? No quiso venir por culpa tuya.
Marina enmudeció de nuevo. Doblemente sorprendida. Sorprendida de las ideas de Nelly y sorprendida porque en el fondo no le parecían tan absurdas. Había visto a Francesc la semana anterior. Habían quedado para verse y charlar un rato. Fueron a la playa, cerca de la ciudad. «El mar, en invierno, es lo mejor que hay para desconectar», le dijo. Se quitaron los zapatos para pasear por la orilla, casi hasta el final de la playa, donde la arena se mezclaba con la hierba del campo de golf. Francesc le habló de Nelly:
—Tenéis muchas cosas en común, ¿lo sabías?
Marina pensó que lo único que tenían en común era él, Francesc Ribalta. Con palabras hondas le explicó que desde que se había marchado Nelly no era el mismo. Cada uno a un lado del Atlántico, cada uno con su vida. Que después de tantos meses se había dado cuenta de que no podía seguir así. Era la primera vez que no hablaban de enfermos, ni de hospitales, ni de libros o música.
—¿La echas de menos?
El médico no dijo nada.
—Lo siento, de verdad.
Pero Francesc ya estaba silbando una de sus canciones, y cuando una ola rompió con fuerza y le remojó la falda, oyó una carcajada a su espalda.
Nelly la miraba fijamente por encima de la copa de vino abombada.
—¿De modo que seguís siendo amigos?
—Sí, como siempre —aseguró brevemente. Y le sonó a disculpa.
Cuando estaban quitando la mesa, Nelly oyó un gemido procedente del piso de arriba.
—Ven, verás a mi madre.
La doctora Xifré estaba acostada en la cama, tapada con una sábana hasta la cintura, y con un camisón que parecía tres tallas más grande. No la habría reconocido. La misma persona que también de blanco mostraba una juventud tierna en la foto de la escalera, ahora, con una calvicie extrema, yacía postrada, con los brazos exangües pegados al cuerpo.
Con mucho cuidado Nelly la incorporó para que bebiera agua. A medio sorbo la enferma le apartó el vaso con los ojos cerrados y el ceño fruncido.
—¿No quieres más?
La mujer murmuraba alguna cosa y Nelly se acercó: quería que la colocara entre dos almohadas. Apenas había acabado de subirle la sábana cuando la enferma volvió a susurrar órdenes ininteligibles. Y la hija, sumisa, traducía las palabras pastosas en acciones precisas. Marina contemplaba la escena estupefacta. No parecía la misma Nelly. Era una niña obediente con tejanos y jersey de vestir que obedecía a una madre malhumorada. Le quitó los calcetines por debajo de las sábanas, le lavó las manos con una toalla húmeda y descorrió las cortinas de la ventana para que entrara más luz. ¿Dónde estaba la neuróloga brillante de las sesiones clínicas que arrasaba con frases lapidarias? ¿Dónde estaba la mujer segura de sí misma, que sabía a quién dirigir una mirada cortante y cuándo tenía que poner una pierna sobre la otra? La joven que se sentaba junto a la cama y limpiaba los mocos de su madre no era la misma persona. Y, al parecer, se había olvidado completamente de ella. Marina se acercó.
—Doctora Xifré, soy una amiga de Nelly.
La mujer se volvió y mostró un rostro blanquecino, inexpresivo, como una estatua de cera.
—Soy la hija del doctor Fontcuberta. Usted trabajó con él, ¿no?
La enferma se enderezó de forma casi imperceptible, y Marina le adivinó un brillo en los ojos. Abrió ligeramente los labios, como si quisiera pronunciar alguna palabra. Pero enseguida dejó caer la cabeza sobre las almohadas, cerró los ojos y se sumió en un sueño profundo.
* * *
Las señales luminosas indicaron que ya podían desabrocharse los cinturones de seguridad, que aquel animal volador ya se había equilibrado después de pasar por una zona de bajas presiones y que no había motivo de preocupación. Miró por la ventanilla. Hacía un buen rato que habían dejado atrás el aeropuerto, los rascacielos llenos de lucecitas de la ciudad y los bosques que como el musgo tapizaban la superficie. Luego, tan sólo se divisó la capa plateada del mar y las nubes que se deshacían al contacto con el aparato.
Diligentes azafatas retiraron las bandejas con la cena. Marina se acomodó en el asiento, quería relajarse. Intentaría dormir durante todo el vuelo. Sacó un paquete del bolso. Se lo había dado Nelly al despedirse. Era un cuaderno de notas de laboratorio de su madre.
—Te reirás cuando veas cómo trabajaban hace cuarenta años. Y habla de tu padre.
Apagaron las luces del avión. Tan sólo las intermitentes de las alas iluminaban por fuera las ventanillas. Marina dirigió el foco del techo sobre su regazo. Leería un poco antes de dormir. Las hojas amarillentas del cuaderno tenían las puntas dobladas en diferentes lugares. Se le abrió por la mitad, porque había un sobre cerrado que marcaba la página. 23 de abril, le llamó la atención la fecha. Y ya no pudo retroceder.
Martes, 23 de abril
No quiero seguir así. No es cuestión del lugar sino de él y yo. No me parece bien. Es un psicópata paranoico. En cualquier caso, escribir este diario me conforta.
Marina tragó saliva, ¿qué significaba aquello? Saltó, inquieta, al siguiente párrafo.
Jueves, 26 de abril
Hoy he releído las primeras entradas de este diario, y he recordado cómo me gustaba al principio, me sentía halagada. El catedrático se acercaba a mí, la muchacha que tenía que dar las gracias porque le dejaban tocar la pipeta. Y quise apostar en aquella jugada. Quería estar guapa, quería gustarle. Me lavaba el cabello todos los días, me pintaba los labios. Se me debía ofuscar la mente. Yo tengo la culpa de todo. Yo, y sólo yo.
El catedrático, en aquella época, era su padre. Debía de referirse a otro catedrático contemporáneo, un hombre poderoso y perverso como GM. Una sospecha le quemó los dedos sobre el diario. Porque no se trataba de una libreta de laboratorio, sino de notas muy personales.
Viernes, 4 de mayo
Creo que no he sido la primera. Hace meses que adivino una mirada compasiva de la laborante de microbiología. Ayer me enteré de que antes trabajaba como técnica en nuestro laboratorio, y de que pidió el traslado. Ahora se limita a limpiar cristales, pobre chica. Y a mí me pasaría lo mismo; y he luchado mucho para llegar hasta aquí.
Jueves, 17 de mayo
Ahora escribe poesías que me horrorizan. Hoy me ha obligado, bromeando delante del personal del laboratorio, a copiar los versos en la libreta de los experimentos. No sé qué deben pensar mis compañeros y prefiero no saberlo. Me ha dicho que escribiera con buena letra para poder leerlos todos los días antes de empezar a trabajar.
Vuelve a mí, ola fugitiva,
sin el mar no eres nada,
sin mí no estás viva:
tan sólo agua salada
que se rompe allá, en la orilla.
Me he dado cuenta de que lo de la ola lo decía por mí. Por la noche, me los ha recitado con dureza mientras remataba la faena. Es evidente que me obligará como sea a seguir siendo una ola sumisa.
Marina respiraba con dificultad. No podía continuar leyendo. Notaba un dolor precordial que podría ser una angina; daba igual. Daba igual morir tirada en un avión, con aquellas palabras envenenadas sobre la falda. Su querido padre...
Al cerrar el cuaderno vio el sobre abierto, que contenía una fotografía actual. Eran ellos, Nelly, Francesc y ella misma, la maldita noche de la verbena. Nelly y ella sonreían a la cámara, y Francesc, de perfil, las miraba a las dos. La imagen le temblaba en las manos. Le dio la vuelta impulsivamente. Nelly le había escrito unas palabras: «¿Todavía no te has dado cuenta de que somos iguales? Tú lo dijiste, la chica espejo. Hasta pronto, hermana».
* * *
Gemma recogió a su prima en el aeropuerto. No le pudo arrancar ni una sola palabra en todo el trayecto hasta el piso del Ensanche. Marina cerraba los ojos apoyando la cabeza en el respaldo. Se sentía exhausta, no había pegado ojo en toda la noche y sufría un embotamiento general. Lo cierto era que tenía la mente aún en el diario, llena de frases angustiosas, saturada de palabras tenebrosas. El escrito de la doctora Xifré acababa con el relato en cuatro líneas de su huida a Nueva York con una beca posdoctoral. Pero no pudo librarse de su amante. Unos años más tarde, el doctor Fontcuberta se presentó en la ciudad para asistir a un congreso. Ella ya estaba casada con James Foster. Él se las apañó para pedirle un nuevo encuentro, tenían que hablar, la deseaba tanto... Y no podía dejarle solo en una ciudad impersonal y fría. ¿Qué haría vagando como un alma en pena por aquellas calles sin nombre? Sufriría como un perro de buena familia abandonado en el asfalto. Si no le hacía caso, se presentaría en su casa. En realidad, tenía muchas ganas de conocer a su marido. Y aquellas insinuaciones despreciables le sirvieron de disculpa para ceder de nuevo. Fueron la excusa para volver a caer en brazos de aquel hombre seductor, que le sorbía la carne y el espíritu. Como consecuencia de aquella visita, la doctora Xifré se quedó embarazada. Estaba segura. Las pruebas genéticas que realizó en secreto demostraban con toda fiabilidad que la niña que nació no era hija de James Foster. Seguramente Nelly lo había descubierto a través del diario. O tal vez la madre, ya en la etapa final de su vida, había querido dejar las cosas claras. Después de leer aquellas páginas, Marina tuvo la certeza de que el motivo de la estancia europea de Nelly había sido conocerla.
—¿Puedes esperar un minuto? —rogó a su prima cuando subió el coche a la acera para descargar el equipaje—. Entro un momento y nos vamos a tomar algo.
Marina entró como una exhalación en la portería. Llamó a la puerta de cristal con impaciencia.
Angelina le abrió asustada.
—¿Qué te ocurre, niña?
Marina la empujó hasta el fondo de la cocina.
—¿Tú sabías que papá era un jeta?
Angelina apretaba los labios y parpadeaba lentamente como si viera un fantasma.
—Tu padre era una gran persona...
—Me has engañado toda la vida diciéndome que era un santo...
—Es que era un santo.
—Obligaba a las chicas del laboratorio a acostarse con él; de lo contrario, se las quitaba de encima, ¿entiendes? ¡Incluso tengo una hermana! ¿Lo sabías? ¿Sabías que tengo una hermana cinco años mayor que yo?
—No, no lo sabía —respondió Angelina sin mover ni una sola arruga de la cara. Parecía una pared donde rebotaban todos los insultos.
—¿Qué? ¿Te parece bien?
—Tu madre estaba enferma, y un hombre tiene sus necesidades...
Marina la contempló, incrédula. ¿Qué le ocurría a Angelina, con aquellos ojos llorosos y la voz melancólica?
—Tu padre era afectuoso y muy tierno... Tu madre nunca supo...
—¿Qué es lo que no supo? —Atravesó a Angelina con la mirada. La anciana bajó los ojos—. No me engañes más. —La sacudió agarrándola del jersey de lana, fuera de sí.
La mujer se cubrió la cara con las manos y lloriqueó.
Marina contemplaba las manos nudosas, las venas hinchadas, el cabello gris, rizado como un estropajo. Aquella mujer, Angelina...
—¿Tú también? —murmuró, horrorizada.
La portera lloriqueaba con más fuerza. Marina la soltó con violencia.
—En nuestra casa, bajo el mismo techo... —Y se imaginaba a aquella anciana con su padre. Seguramente también le recitaba los versos del mar.
—Yo quería a tu padre. Le veía todos los días entrando en la cocina, sentado a la mesa, y le lavaba la ropa, le hacía la cama... Vivíamos juntos. ¿Cómo querías que no...? —Se serenó y se sonó ruidosamente—. Tu madre lo habría entendido.
Marina la dejó así, con los ojos enrojecidos y la cara alta. No cerró la puerta de cristal de la portería porque, de todos modos, su pasado ya había quedado cerrado a cal y canto.