El consejero Matas miró el bocadillo con cierta aprensión. Las rodajas de tomate sobresalían por los lados, bañadas en mayonesa, como si no pudiesen resistir la presión de la rebanada de pan que les caía encima.
—Un día es un día —se disculpó Sagunto, que le adivinaba el pensamiento.
—La próxima vez no te perdonaré una encerrona alimentaria como ésta —se quejó el consejero mientras cogía una servilleta de papel y se la metía por el cuello de la camisa.
—Era la mejor opción.
Sagunto le había propuesto quedarse a comer en el despacho de la universidad. El rector estaba ausente y él había actuado como anfitrión del consejero en la inauguración de las reformas de la biblioteca. El acto se había alargado, el aperitivo había sido escaso y sólo disponían de media hora antes de la próxima reunión con los vicerrectores de economía y de profesorado.
Matas suspiró mientras secaba cuidadosamente con el dedo una gota de mayonesa que había caído sobre la mesa de reuniones.
—Aplazaremos la convocatoria de infraestructuras ocho meses.
—¡Ocho meses! —se escandalizó Sagunto.
—Ya sé que no es una buena noticia, pero estamos haciendo una reorganización interna de las partidas. ¿Quieres el pepino? El vinagre me destroza el estómago. —Y le iba pasando las rodajas pinchadas con el tenedor.
—Lo que quieres decir es que os ahorráis la partida de este año.
—Amigo mío, no hay carburante. Desgraciadamente, es así. El gobierno intenta vaciar las huchas de las consejerías.
—Se nos van a echar encima.
—La versión oficial es que este dinero no se pierde, sino que servirá para incrementar la convocatoria del próximo año.
—No se lo van a tragar.
En aquel momento entró la secretaria y dejó sobre la mesa unas bolsitas con mostaza que el vicerrector había reclamado para su bocadillo de hamburguesa de dos pisos. Les sonrió antes de cerrar la puerta.
—Y tenemos que crear todos esos parques científicos...
—¿Pero no me estás diciendo que no hay dinero? —se estremeció Sagunto.
—Para esto sí. Cuando hay voluntad política, llueven los dineritos. Y la lluvia siempre es buena, ¿no? —Sin esperar respuesta se metió el tenedor en la boca con un bocado de sándwich. Con la boca aún llena, prosiguió—: Ahora me piden otro instituto de neurociencias los del Parque de la Ribera.
Sagunto sintió como un puñetazo en el vientre que casi le obligó a encogerse.
—¿Otro instituto de neurociencias? —Apenas le salió un hilo de voz.
Matas se estaba tragando el bocado y no podía responder.
—Con éste serán cinco —se quejó, dolido, el vicerrector.
—Y puede que te olvides alguno —movió los dedos de la mano libre sobre la mesa mientras hacía cálculos— si cuentas el de salud mental y el de envejecimiento... Centralizar la investigación en lugares especializados es el sistema que hemos elegido. Centralizar recursos. La mejor opción, como dices tú.
—Yo diría que los estáis dispersando.
—No tengo la culpa de que todo el mundo quiera centralizar los malditos recursos en su casa.
—Un instituto en cada esquina y un parque en cada barrio.
—Es lo que pide la sociedad. Y es nuestra opción, insisto.
Mientras cortaba con los dientes la bolsa alargada de mostaza, Sagunto calculó que, si se construían todos aquellos monstruos, luego habría que darles de comer. Y los departamentos de las universidades no verían ni un duro. Padecerían una auténtica hambre de posguerra.
Matas, ajeno a estos pensamientos, se entretenía abriendo con la uña una lata de cerveza.
—Ayer vi a Gómez.
—¡A Gómez! —Sagunto arqueó las cejas divertido—. ¡Menudo papanatas!
—Un botarate —asintió Matas sonriendo.
—¿Y a qué se dedica ahora?
Matas le explicó que ya no ocupaba el cargo de responsable de la Oficina de Coordinación de Planes Directores y Planificación Operativa de la Dirección General de Planificación y Evaluación, y que le habían acomodado en un honroso puesto como coordinador del Área de Promoción de Actividades de Extensión de la Dirección General de Programas Transversales e Instituciones.
—No sé cómo puedes recordar esta retahíla de nombres.
—Son títulos nobiliarios. Si los tuvieses, te acordarías —respondió Matas serio, con la mirada fija en el vaso de plástico—. Me consultó el caso de un profesor o, mejor dicho, de un ex profesor de vuestra universidad, un tal Tena.
—Sí, Miquel Tena, que se marchó a Girona.
—Es amigo suyo. Parece ser que las familias se conocen de toda la vida. Le pidió financiación para un proyecto.
—¿Al margen de los programas?
—Dice que la administración le hace el boicot y que en las últimas convocatorias ha quedado fuera de juego.
—¿Y...? —Sagunto esparcía la mostaza sobre los inquilinos del segundo piso de pan.
—Al parecer, tiene entre manos un descubrimiento importante y necesita dinero para terminarlo.
—Todo el mundo tiene descubrimientos en la manga. Y sería irregular.
El consejero dijo algo ininteligible sobre las irregularidades con la boca llena. Sagunto interrumpió la delicada operación de cortar aquel rascacielos con tenedor y cuchillo.
—Recuerda que os comprometisteis a que nuestro instituto tendría prioridad en la investigación en neurociencias.
—¿Y le vetarían?
—No es santo de su devoción.
—Pues es preciso que Miras se ponga a trabajar en serio, se está durmiendo en los laureles, ¿sabes? Precisamente el otro día me lo decía sarcásticamente el Supremo. «Que Miras mire, que mire bien, porque nosotros le miramos de cerca.»
Sagunto dejó de masticar, sorprendido. Luego se tragó el bocado con prontitud, bebió un sorbo de agua con gas y se limpió los labios con la servilleta de papel. Con movimientos lentos retomó la operación de cortar el bocadillo.
—Sé que Miras está persiguiendo unos resultados importantes.
—Pues más vale que los alcance rápido.
—Lo sabe perfectamente.
—No durará mucho si no se pone las pilas.
A Sagunto le tembló la mano en el segundo corte de bisturí y el edificio de pan se desplomó. La nave capitana de la universidad, su Instituto, haría aguas si Miras naufragaba. Acobardado, echó una mirada a Matas. El consejero había decidido comer con las manos y estaba demasiado concentrado envolviendo el panecillo en la servilleta con la punta de los dedos para darse cuenta de su conmoción.
—Tiene mala leche ese Tena. Dice que le obligaremos a presentar los proyectos con un testaferro.
Sagunto no respondió. Estaba ocupado en reconstruir el bocadillo y la nave capitana.
—Sabemos que lo hacen. ¡Los mártires discriminados! Ponen a un investigador bien considerado al frente del proyecto y ellos reciben a escondidas la financiación. Se pasan la vida trabajando en la sombra. Y todo para no pasar por el aro. Son un caso.
—Pero resisten, y publican.
—No les servirá de nada. En su currículum no figurará ninguna dirección de proyecto.
—Pero tendrán las publicaciones, que es lo que cuenta.
—En el extranjero contarán. Nosotros exigiremos direcciones de proyectos. Sobre todo, si se quieren promocionar en la universidad. —Y bañó sus palabras en un generoso trago de cerveza—. Debemos seleccionar grupos, debemos concentrar recursos.
Sagunto permanecía en silencio.
—Es el sistema que hemos elegido. La mejor opción, como tú dices. —Miró el reloj—. ¿Café solo, cortado o descafeinado?
* * *
Mientras guardaba los apuntes en el bolso, recordaba irritada el mal rato que había pasado en clase. Había percibido la rebelión de los estudiantes. Una hora de recuperación en el mes de junio, tan cerca de los exámenes, y para colmo con una becaria inexperta. Había corrido demasiado y el alumnado se perdía. «¿Puede volver a repetirlo?» Era una mano que se alzaba desde el fondo de la clase. Los demás, entre murmullos, se juntaban como pájaros comiendo en un solo plato con los apuntes del compañero de al lado. Y la trataban de usted, como si fuese una mujer mayor.
—Observad cómo el metronidazol se administra en las amebiasis.
«Observar» en lugar de «ver», «administrar» en lugar de «dar», «realizar» en lugar de «hacer», siempre tenía que hablar de forma impersonal, hacer pausas y mirar al infinito para no molestar a los pobres desgraciados de las primeras filas. Estas eran las normas mínimas para enfrentarse a un aula llena de chicos con acné en la cara, que cuestionaban cada palabra que salía de su boca. Acabó diez minutos antes de la hora y se ganó el bramido contenido de la platea. No se disculpó. No podía disculparse, era otra norma.
Al terminar la clase no pasó por el laboratorio, sino que entró en el despacho de Miquel para recuperarse del mal rato. Encendió el ordenador y se conectó a su correo electrónico. Enseguida vio el mensaje fibralta@hgeneral.com. Francesc contestaba al mensaje que le había enviado el día antes para comentarle las dificultades de una profesora novata. La pantalla le mostró cuatro líneas: Nelly regresaba a Estados Unidos. Pasarían unos días en la Costa Brava la semana próxima y podrían verse para despedirse. «Porque, chica, eres invisible.» Volvería a ver a sus amigos después de tantos meses. La primera cosa buena del día.
—¿Qué tal la clase? —le preguntó Andreu desde la puerta, con el portátil en la mano.
—Bien. Y tú, ¿qué haces? —Deseaba cambiar de tema para no fustigarse.
—Ya he ordenado el laboratorio. Vengo a guardar el portátil.
¿Le diría que Francesc y Nelly pasarían por la ciudad? Sonrió mientras lo pensaba. Cerró el correo y después el ordenador. Volvió a sonreír.
—No hay mucho que hacer, ¿verdad?
Últimamente, habían reducido el ritmo de trabajo. Se habían liado haciendo microarrays de expresión génica para saber cómo actuaba el RP, y ninguno de ellos tenía experiencia. Los ensayos no salían bien, y no podían permitirse muchos fracasos porque las placas eran muy costosas. Miquel había bajado a Barcelona a pedir ayuda a un grupo del CSIC, que los conocían al dedillo.
—A ver si se arregla todo —suspiró Marina.
—¡Claro que se arreglará!
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque ya sabes que la ciencia es justa.
Mientras guardaba el portátil bajo llave, Andreu, que era un místico sin religión concreta, volvió a repetir su teoría sobre la ciencia, casi mágica, que planeaba sobre sus cabezas. Debía haber un ser sobrenatural que era el artífice de la vida, el máximo investigador en su laboratorio cósmico.
—La investigación nace del deseo de comprender el enigma de la existencia. ¿No notas que investigar, y más aún descubrir, te conmueve espiritualmente?
Marina pensó que sí, que realmente el hormigueo de felicidad que sintió aquella noche del ensayo fraudulento tenía algo que ver con un sentimiento sublime.
—¿No sientes que formas parte como de un andamiaje que da sentido a tu vida?
También era cierto. Últimamente se sentía vinculada de una forma especial a la gente, a los ancianos, a los que sufren, a las personas buenas, a los luchadores, a los que cambian el mundo con su esfuerzo. Tal vez era la empatía del momento. Se sentía como la pieza de un rompecabezas donde todo encajaba: la humanidad, el espacio, el tiempo.
—Buscar los orígenes de la vida es tocar el cielo con un dedo.
Andreu señaló el firmamento a través del ventanal. Los cristales amplios, de arriba abajo del despacho, transparentaban una puesta de sol magnífica. El cielo inmenso, las nubes desgarradas por el viento, la luz rojiza, las montañas nevadas aún. Marina se extrañó de no haber descubierto antes la belleza de los atardeceres en las afueras de la ciudad. Ambos respiraban un silencio sobrecogedor.
—Es así —concluyó Andreu turbado, bajando el brazo.
—¿Y será justa?
—¿Cómo puedes dudarlo? La ciencia no puede dejarnos de lado, a nosotros, que somos honrados, que trabajamos sin hacer daño a nadie.
Marina sonrió con piedad. Siempre decía lo mismo. Y tenía mérito después de haber sufrido en sus carnes las injusticias de GM.
—Y para que no te olvides cuando seas famosa y ganes el premio Nobel... —Y sacó del bolsillo otro de sus regalos: un preservativo. «Recuerda», había escrito con un rotulador dorado sobre el celofán verde.
Aunque podía pensarse que aquella advertencia tenía finalidades higiénicas, no era así. Él sólo le pedía que conservara en la memoria todas las cosas buenas que habían vivido durante aquellos meses.
—Pronto serás famosa, y la vida te sonreirá. —Y lo dijo con su media sonrisa habitual.
—Ojalá. —Y Marina le dio un pellizco en la nariz riendo—. Si me sonríe a mí, también te sonreirá a ti, ¿no?
Andreu no respondió.
—¿No? —insistió ella.
—Yo no sé si podré ser más feliz.
Y enigmáticamente salió del laboratorio.
* * *
Miquel, de pie, colgó el teléfono y de una patada lanzó la silla giratoria hacia la ventana. A través de los cristales, podían verse dos hileras de bicicletas aparcadas, chicos y chicas con mochilas y carpetas paseando por el edificio, ignorando la crisis existencial del Departamento de Farmacología.
El problema actual no eran las sospechas de espionaje, ni la pieza del espectrofotómetro averiada, sino la financiación. No querían recibirle en la Dirección General de Investigación. Ni siquiera ponerse al teléfono. Hacía una semana que había pedido hora para hablar con el director diciendo que era urgente.
—¿Sobre qué tema? —preguntó la secretaria, eficiente.
—Comunicarle resultados importantes, pero no puedo decir nada más, es confidencial.
—Ya le avisaremos —le respondió con un tonillo de autómata.
Únicamente había conseguido hablar con su amigo en la consejería, Gómez, que ahora ocupaba un complicado cargo de coordinación de un área de promoción.
—No me pidas irregularidades, hombre —le reprochó.
A continuación le soltó la homilía de que para esto existían las convocatorias públicas y los grupos consolidados. Que después, en el Ministerio, decían que no eran serios. Miquel, como un mendigo de poca categoría, insistió en que el tema era vital, y el momento de la investigación, crítico.
—Estoy en la lista negra de los capos. Al final tendré que solicitar proyectos con un investigador principal falso.
El otro hizo mutis al otro lado del teléfono y luego, molesto, le contestó que le llevase resultados publicados y que entonces hablarían.
Miquel respiró hondo y salió al pasillo. Había que pisar fuerte, recuperar la autoestima y encontrar financiación como fuese. Desde la puerta de cristal del laboratorio vio a Marina y Andreu haciendo las últimas pruebas del tanque. La becaria ignoraba que su padre había sido un capo todopoderoso que había manejado los hilos de la investigación en la sombra. Era demasiado joven cuando el doctor Fontcuberta mandaba a los capitostes del Ministerio. Y no hacía falta decir cuándo había que denegar una beca ni a qué desgraciado no se le había de recibir. ¡El célebre doctor Fontcuberta! Si viviera... Nunca se habría imaginado que su hija pudiera llegar a una situación tan precaria.
Improvisaron una reunión en el mismo laboratorio. Les hizo un resumen de los resultados simplemente para elevarles la moral, porque los becarios los conocían mejor que nadie. El proyecto de los preservativos se daba por concluido. La mitad de las partidas contenía el lubrificante contaminado de mercurio. En cuanto al proyecto con el RP-801 tenían que decidir qué camino seguir: o bien publicar los resultados ahora, en una revista de mediana categoría, o bien avanzar un poco más para estudiar cómo actuaba el compuesto.
—Si descubrimos qué puñeta hace el RP, seremos nosotros, y no el listo de turno, quienes lo publicaremos. Podremos ir a la mejor revista del mundo.
—¿No retrasaremos la curación de los enfermos?
—Cuanto más sepamos del fármaco antes de pasar a los pacientes, mejor.
Todos coincidieron en que valía la pena ampliar el estudio, pero Miquel les anunció que las cuentas de la fundación se agotarían con las últimas facturas y que deberían sacar el dinero de debajo de las piedras.
Superado el primer impacto, surgieron algunas posibilidades de financiación. Eran mayoritariamente pedruscos familiares: los padres de Andreu, que tenían dinero, y la prima de Marina, Gemma, que con toda seguridad querría ceder sus ahorros. Miquel tenía un rincón reservado para casos como aquél. Se reunirían a puerta cerrada con estas personas para informarlas del estudio y recaudar fondos. Una junta de accionistas.
—Accionistas de una ONG, sin ánimo de lucro.
Y Miquel pensó calladamente que sí, que aquello era una tomadura de pelo. Cati ya le había insistido en que tener que trabajar con los preservativos para poder seguir trabajando en la universidad era una barbaridad. Ahora tendría que convencerla para invertir en aquella aventura el rincón sagrado, el intocable, el destinado exclusivamente al coche nuevo.